Akallabêth
La caída de Númenor
Dicen los Eldar que los Hombres vinieron al mundo en el tiempo de la Sombra
de Morgoth, y que no tardaron en caer bajo su dominio; porque él les
envió emisarios, y ellos escucharon las malvadas y astutas palabras de
Morgoth, y veneraron la Oscuridad, aunque la temían, y erraron siempre
hacia el oeste; porque habían oído el rumor de que en el oeste
había una luz que la Sombra no podía oscurecer. Los sirvientes
de Morgoth los perseguían con odio, y los caminos que recorrían
eran penosos y largos; no obstante llegaron por fin a las tierras que dan al
Mar, y penetraron en Beleriand en los días de la Guerra de las Joyas.
Se los llamó Edain en la lengua Sindarin; y se hicieron amigos y aliados
de los Eldar, y cumplieron hazañas de gran valor en la guerra contra
Morgoth.
De los Edain nació el Brillante Eärendil por el lado del padre; y en la Balada de Eärendil se cuenta cómo al fin, cuando la victoria de Morgoth era casi completa, construyó el navío Vingilot, que los Hombres llaman Rothinzil, y viajó por mares nunca navegados, siempre en busca de Valinor; porque deseaba Rabiar ante los Poderes en nombre de los Dos Linajes, para que los Valar los compadecieran y les enviaran ayuda en aquella extrema necesidad. Por tanto, Elfos y Hombres lo llaman Eärendil el Bendito, porque cumplió su misión después de grandes trabajos y muchos peligros, y de Valinor llegó el ejército de los Señores del Occidente. Pero Eärendil no volvió nunca a las tierras que había amado.
En la Gran Batalla, cuando por fin Morgoth fue derrocado y Thangorodrim derribada, sólo los Edain de entre las tribus de los Hombres lucharon al lado de los Valar, mientras que muchas otras lucharon al lado de Morgoth. Y después de la victoria de los Señores del Occidente, los Hombres malvados que no fueron destruidos escaparon de vuelta al este, donde muchos de esa raza erraban todavía en las tierras baldías, salvajes y proscritos, sin atender a las convocatorias de los Valar, ni tampoco a las de Morgoth. Y los Hombres malvados se mezclaron con ellos y les echaron encima una sombra de miedo, y ellos los escogieron como reyes. Entonces los Valar abandonaron por un tiempo a los Hombres de la Tierra Media que no habían hecho caso de las convocatorias y que habían elegido a los amigos de Morgoth como amos; y los Hombres habitaron en la oscuridad y fueron perturbados por muchas criaturas malignas que Morgoth había concebido en los tiempos de su dominio: demonios, y dragones, y bestias deformes, y los Orcos impuros, que son una penosa imagen de los Hijos de Ilúvatar. Y la suerte de los Hombres fue desdichada.
Pero Manwë derrocó a Morgoth y lo expulsó del Mundo al Vacío que hay fuera de él; y no puede volver al Mundo como forma visible mientras los Señores del Occidente ocupen todavía el trono. Pero las semillas que había plantado germinaban, y crecían dando malos frutos, si alguien cuidaba de ellas. Porque la voluntad de Morgoth duraba aún y guiaba a los sirvientes, impulsándolos a estorbar la voluntad de los Valar y a destruir a aquellos que la obedecían. Esto los Señores del Occidente lo sabían muy bien. Por tanto, cuando Morgoth hubo sido expulsado, se reunieron en consejo acerca de las edades que se sucederían luego. A los Eldar les permitieron volver al Occidente, y los que habían escuchado las convocatorias vivieron en la Isla de Eressëa; y hay en esa tierra un puerto que se llama Avallónë, porque de todas las ciudades es la que está más próxima a Valinor, y la torre de Avallónë es lo primero que divisa el marinero cuando por fin se acerca a las Tierras Imperecederas por sobre las leguas del Mar. A los Padres de los Hombres de las tres casas fieles también se les concedieron ricas recompensas. Eönwë fue entre ellos y los instruyó; y se les dio sabiduría y poder y una vida más larga que la de ningún otro mortal. Se hizo una tierra para que los Edain vivieran en ella, y que no era parte de la Tierra Media ni de Valinor, ni tampoco estaba separada de ellas por el ancho mar; pero estaba más cerca de Valinor. Fue levantada por Ossë de las profundidades del Agua Inmensa, y fue fortalecida por Aulë y enriquecida por Yavanna; y los Eldar llevaron allí flores y fuentes de Tol Eressëa. A esa tierra los Valar llamaron Andor, la Tierra del Don; y la Estrella de Eärendil brilló en el Occidente como señal de que todo estaba pronto, y como guía en el mar; y los Hombres se maravillaron al ver la llama plateada en los caminos del Sol.
Entonces los Edain se hicieron a la vela sobre las aguas profundas, detrás de la Estrella; y los Valar pusieron paz en el mar por muchos días, y mandaron que el Sol brillara, y enviaron vientos favorables, de modo que las aguas resplandecieron ante los ojos de los Edain como ondas cristalinas, y la espuma volaba como la nieve entre los mástiles de los barcos. Pero tanto brillaba Rothinzil, que aun por la mañana los Hombres podían ver cómo resplandecía en el Occidente, y brillaba solitario en las noches sin nubes, porque nada podían las estrellas a su lado. Y navegando hacia él, al cabo de múltiples leguas de mar los Edain llegaron a la vista de la tierra que les estaba preparada, Andor, la Tierra del Don, que resplandecía en vapores dorados. Entonces abandonaron el mar, y se encontraron en un campo hermoso y fructífero, y se alegraron. Y llamaron a esa tierra Elenna, que significa Hacia las Estrellas; pero también Anadûnë, que significa Promontorio del Occidente, Númenórë en Alto Eldarin.
Este fue el principio del pueblo que en la lengua de los Elfos Grises se llama Dúnedain: los Númenóreanos, Reyes entre los Hombres. Pero no escaparon por ello al destino de muerte que Ilúvatar había impuesto a toda la Humanidad, y todavía eran mortales, aunque de años más prolongados, y no conocían la enfermedad hasta que la sombra caía sobre ellos. Por tanto se volvieron sabios y gloriosos, y en todo más semejantes a los Primeros Nacidos que ninguna otra de las tribus de los Hombres; y eran altos, más altos que el más alto de los hijos de la Tierra Media; y la luz que tenían en los ojos recordaba la luz de las estrellas refulgentes. Pero crecieron lentamente en número, porque aunque les nacían hijas e hijos, más bellos que sus progenitores, los vástagos eran escasos.
Antaño la ciudad principal y puerto de Númenor estaba en la costa occidental, y se llamaba Andúnië, porque miraba al sol poniente. Pero en medio de la tierra había una montaña alta y escarpada, y se llamaba Meneltarma, el Pilar del Cielo, y sobre ella había una plaza elevada y abierta, que estaba consagrada a Eru Ilúvatar, y en la tierra de los Númenóreanos no había ningún otro templo ni santuario. Al pie de la montaña se levantaban las tumbas de los reyes, y muy cerca, sobre una colina, estaba Armenelos, la más hermosa de las ciudades, y allí había una torre y una ciudadela construidas por Elros hijo de Eärendil, a quien los Valar designaron como primer Rey de los Dúnedain.
Ahora bien, Elros y su hermano Elrond descendían de las Tres Casas de los Edain, pero en parte también de los Eldar y los Maiar; porque Idril de Gondolin y Lúthien hija de Melian fueron sus antepasadas. Los Valar, por cierto, no podían quitar el don de la muerte, que les ha sido dado a los Hombres por Ilúvatar, pero en la cuestión de los Medio Elfos, Ilúvatar decidió que los Valar juzgaran; y ellos juzgaron que a los hijos de Eärendil había que darles la libertad de que eligieran su propia suerte. Y Elrond eligió permanecer con los Primeros Nacidos, y a él se le concedió la vida de los Primeros Nacidos. Pero a Elros, que eligió ser un rey de Hombres, se le otorgó una vida muy prolongada, mucho más que la de los Hombres de la Tierra Media; y el linaje entero, los reyes y los señores de la casa real, tuvieron una larga vida, aun en relación con lo que era la norma para los Númenóreanos. Pero Elros vivió quinientos años y gobernó a los Númenóreanos durante cuatrocientos cuatro años.
Así transcurrieron los años, y mientras la Tierra Media retrocedía y la luz y la sabiduría menguaban, los Dúnedain vivían bajo la protección de los Valar y unidos en amistad con los Eldar, y crecían en altura, tanto de mente como de cuerpo. Porque aunque este pueblo todavía hablaba su propio idioma, los reyes y señores conocían y hablaban también la lengua élfica, que habían aprendido en los días de la alianza, y por tanto aún conversaban con los Eldar, fuera con los de Eressëa o con los del oeste de la Tierra Media. Y los maestros de la ciencia aprendieron también la lengua Alto Eldarin del Reino Bendecido, en la que muchas historias y cantos se preservaron desde el principio del mundo, e hicieron cartas y pergaminos y libros, y en ellos escribieron muchas cosas de sabiduría y de maravilla durante el apogeo del reino, todo lo cual está ahora olvidado. Así fue que además de sus propios nombres todos los señores de los Númenóreanos tenían también nombres Eldarin; y lo mismo sucedía con las ciudades y hermosos sitios que fundaron en Númenor y en las costas de las Tierras de Aquende.
Porque los Dúnedain se convirtieron en maestros artífices, de modo que si lo hubieran querido podrían haber sobrepasado con facilidad a los malvados reyes de la Tierra Media en estrategia de guerra y en la forja de armas; pero ahora eran hombres de paz. Por sobre todas las artes prefirieron la fabricación de barcos y la marinería, y se convirtieron en marineros como no volverán a verse desde que el mundo quedó menguado; y viajar por el ancho mar fue la hazaña y la aventura principal de esos nombres atrevidos en los galanos días en que aún eran jóvenes.
Pero los Señores de Valinor les ordenaron que no perdiesen de vista las costas de Númenor si viajaban nacía el oeste, y durante mucho tiempo los Dúnedain estuvieron contentos, aunque no comprendían del todo la finalidad de esta prohibición. Pero el designio de Manwë era que los Númenóreanos no tuvieran la tentación de buscar el Reino Bendecido, ni intentaran sobrepasar los límites de su propia beatitud, y se enamoraran de la inmortalidad de los Valar y de los Eldar y las tierras en las que todo perdura.
Porque en aquellos días Valinor estaba aún en el mundo visible, e Ilúvatar permitía que los Valar tuvieran en la Tierra una residencia segura, un monumento a lo que podría haber sido si Morgoth no hubiera arrojado una sombra sobre el mundo. Esto lo sabían perfectamente los Númenóreanos; y en ocasiones, cuando el aire estaba claro y el sol en el este, miraban y avistaban allá lejos al oeste el blanco resplandor de una ciudad en una costa distante, y un gran puerto y una torre. Porque en aquellos días los Númenóreanos tenían la vista aguda; aun así sólo los de ojos más penetrantes podían contemplar esta visión, desde el Meneltarma, o desde algún barco de alta arboladura que hubiera ido tan lejos hacia el oeste como les estaba permitido. Porque no se atrevían a desobedecer la Prohibición de los Señores del Occidente. Pero los más sabios de ellos sabían que esa tierra distante no era en verdad el Reino Bendecido de Valinor, sino Avallónë, el puerto de los Eldar en Eressëa, el extremo oriental de las Tierras Imperecederas. Y desde allí venían a veces los Primeros Nacidos a Númenor en barcas sin remos, tan blancas como aves que volaran desde el sol poniente. Y llevaban a Númenor muchos regalos: aves canoras, y flores fragantes, y hierbas de gran virtud. Y transportaron un vástago de Celeborn, el Árbol Blanco que crecía en medio de Eressëa, y era a su vez vástago de Galathilion, el Árbol de Tuna, la imagen de Telperion que Yavanna dio a los Eldar en el Reino Bendecido. Y el árbol creció y floreció en los patios del Rey en Armenelos; Nimloth se llamó, y las flores se abrían al atardecer, y una fragancia llenaba las sombras de la noche.
Fue así que a causa de la Prohibición de los Valar los Dúnedain de aquellos días navegaban siempre hacia el este y no hacia el oeste, desde la oscuridad del norte hacia los calores del sur, y más allá del sur hasta las Oscuridades Bajas; y se internaban aun en el mar interior y viajaban alrededor de la Tierra Media, y atisbaban desde las elevadas proas las Puertas de la Mañana en el Este. Y los Dúnedain llegaban a veces a las costas de las Grandes Tierras, y se compadecían del mundo abandonado de la Tierra Media; y los Señores de Númenor pusieron pie otra vez en las costas occidentales en los Años Oscuros de los Hombres, y sin embargo ninguno se atrevía a resistirse. Porque la mayor parte de los Hombres de esa época se habían vuelto débiles y temerosos. Y estando entre ellos, los Númenóreanos les enseñaron muchas cosas. Grano y vino les llevaron, e instruyeron a los Hombres en la siembra y molienda de la semilla, en el corte de la leña y la talla de la piedra, y en el ordenamiento de la vida tal como tenía que ser en tierras de muerte rápida y dicha escasa.
Entonces los Hombres de la Tierra Media encontraron consuelo, y aquí y allí, en las costas occidentales, los bosques deshabitados retrocedieron, y los Hombres se sacudieron el yugo de los vástagos de Morgoth y olvidaron el terror a las tinieblas. Y reverenciaron la memoria de los altos Reyes del Mar, y cuando hubieron partido, los llamaron dioses con la esperanza de que regresaran; porque por aquel tiempo los Númenóreanos nunca se demoraban mucho en la Tierra Media, ni edificaban allí habitación propia. Por fuerza tenían que navegar hacia el este, pero sus corazones se volvían siempre hacia el oeste.
Ahora bien, este anhelo crecía con los años; y los Númenóreanos empezaron a mirar con deseo la ciudad inmortal que asomaba a la distancia; y el sueño de una vida perdurable, para escapar de la muerte y del fin de las delicias, se fortaleció en ellos; y a medida que crecían en poder y en gloria, estaban más intranquilos. Porque aunque los Valar habían recompensado a los Dúnedain con una larga vida, no podían quitarles la fatiga del mundo que sobreviene al fin, y morían, aun los reyes de la simiente de Eärendil; y tenían una vida breve ante los ojos de los Eldar. Así fue que una sombra cayó sobre ellos: en la que tal vez obrara la voluntad de Morgoth que todavía se movía en el mundo. Y los Númenóreanos empezaron a murmurar, en secreto al principio, y luego con palabras manifiestas, en contra del destino de los Hombres, y sobre todo contra la Prohibición que les impedía navegar hacia el Occidente.
Y decían entre sí: —¿Por qué los Señores del Occidente disfrutan de una paz imperecedera, mientras que nosotros tenemos que morir e ir a no sabemos dónde, abandonando nuestros hogares y todo cuanto hemos hecho? Y los Eldar no mueren, aun los que se rebelaron contra los Señores. Y puesto que hemos dominado todos los mares, y no hay aguas demasiado salvajes o extensas para nuestras naves, ¿por qué no podemos ir a Avallónë y saludar allí a nuestros amigos?
Y había otros que decían: —¿Por qué no podemos ir a Aman y gustar allí siquiera un día la beatitud de los Poderes? ¿Acaso no somos importantes entre los pueblos de Arda?
Los Eldar transmitieron estas palabras a los Valar, y Manwë se entristeció, pues veía que una nube se cernía ahora sobre el mediodía de Númenor. Y envió mensajeros a los Dúnedain, que hablaron severamente con el rey, y a todos cuantos estaban dispuestos a escucharlos, acerca del destino y los modos del mundo.
—El Destino del Mundo —dijeron— sólo uno puede cambiarlo, el que lo hizo. Y si navegarais de tal manera que burlando todos los engaños y las trampas llegaseis en verdad a Aman, el Reino Bendecido, de escaso provecho os sería. Porque no es la tierra de Manwë lo que hace inmortal a la gente sino que la Inmortalidad que allí habita ha santificado la tierra; y allí os marchitaríais y os fatigaríais más pronto, como las polillas en una luz demasiado fuerte y constante.
Pero el rey le preguntó: —¿Y no vive acaso Eärendil, mi antepasado? ¿O no está en la Tierra de Aman?
A lo cual ellos respondieron: —Sabéis que tiene un destino aparte, y fue adjudicado a los Primeros Nacidos, que no mueren; pero también se ha ordenado que nunca pueda volver a las tierras mortales. Mientras que vos y vuestro pueblo no sois de los Primeros Nacidos, sino Hombres mortales, como os hizo Ilúvatar. Parece sin embargo que deseáis los bienes de ambos linajes, navegar a Valinor cuando se os antoje y volver a vuestras casas cuando os plazca. Eso no puede ser. Ni pueden los Valar quitar los dones de Ilúvatar. Los Eldar, decís, no son castigados, y ni siquiera los que se rebelaron mueren. Pero eso no es para ellos recompensa ni castigo, sino el cumplimiento de lo que son. No pueden escapar, y están sujetos a este mundo para no abandonarlo jamás mientras dure, pues tienen su propia vida. Y vosotros sois castigados por la rebelión de los Hombres, decís, en la que poco participasteis. Pero en un principio no se pensó que eso fuera un castigo. De modo que vosotros escapáis y abandonáis el mundo y no estáis sujetos a él, con esperanza o con fatiga. ¿Quién por lo tanto tiene que envidiar a quién?
Y los Númenóreanos respondieron: —¿Por qué no hemos de envidiar a los Valar o aun al último de los Inmortales? Pues a nosotros se nos exige una confianza ciega y una esperanza sin garantía, y no sabemos lo que nos aguarda en el próximo instante. Pero también nosotros amamos la Tierra y no quisiéramos perderla.
Entonces los mensajeros dijeron: —En verdad los Valar no conocen qué ha decidido Ilúvatar sobre vosotros, y él no ha revelado todas las cosas que están por venir. Pero esto sabemos de cierto: que vuestro hogar no está aquí, ni en la Tierra de Aman, ni en ningún otro sitio dentro de los Círculos del Mundo. Y el Destino de los Hombres, que han de abandonar el Mundo, fue en un principio un don de Ilúvatar. Se les convirtió en sufrimiento sólo porque los cubrió la sombra de Morgoth y les pareció que estaban rodeados por una gran oscuridad; de la que tuvieron miedo; y algunos se volvieron obstinados y orgullosos, y no estaban dispuestos a ceder, hasta que les arrancasen la vida. Nosotros, que soportamos la carga siempre creciente de los años, no lo comprendemos claramente; pero si ese dolor ha vuelto a perturbaros, como decís, tememos que la Sombra se levante una vez más y crezca de nuevo en vuestros corazones. Por tanto, aunque seáis los Dúnedain, los más hermosos de los Hombres, que escapasteis de la Sombra de antaño y luchasteis valientemente contra ella, os decimos: ¡Cuidado! No es posible oponerse a la voluntad de Eru; y los Valar os ordenan severamente mantener la confianza en aquello a que estáis llamados, no sea que pronto se convierta otra vez en una atadura y os sintáis constreñidos. Tened más bien esperanzas de que el menor de vuestros deseos dará su fruto. Ilúvatar puso en vuestros corazones el amor de Arda, y él no siembra sin propósito. No obstante, muchas edades de Hombres no nacidos pueden transcurrir antes de que ese propósito sea dado a conocer; y a vosotros os será revelado y no a los Valar.
Estas cosas sucedieron en los días de Tar-Ciryatan el Constructor de Barcos, y de Tar-Atanamir, su hijo; y eran hombres de mucho orgullo, y codiciosos, e impusieron tributo a los hombres de la Tierra Media, tomando ahora, antes que dando. Fue a Tar-Atanamir al que hablaron los mensajeros; y era el decimotercer rey, y en sus días el Reino de Númenor tenía más de dos mil años y había alcanzado el cénit de la bienaventuranza, si no todavía el del poder. Pero a Atanamir le disgustó el consejo de los Mensajeros y le hizo poco caso, y la mayor parte del pueblo lo imitó porque deseaban escapar a la muerte mientras aún estaban con vida, sin dejar nada a la esperanza. Y Atanamir vivió hasta muy avanzada edad, aferrándose a la existencia más allá del fin de toda alegría; y fue en esto el primero de los Númenóreanos, rehusándose a partir hasta que perdió el juicio y la virilidad, y negando a su hijo la corona del reino en el tiempo adecuado. Porque los Señores de Númenor acostumbraban a casarse tarde, y partían y dejaban el mandato a sus hijos cuando éstos alcanzaban la edad de la plenitud, de cuerpo y de mente.
Entonces Tar—Ancalimon, hijo de Atanamir, fue el rey, y era de igual temple; y en sus días el pueblo de Númenor se dividió. La mayor de las dos partes fue llamada los Hombres del Rey, y eran gente orgullosa, y se apartaban de los Eldar y los Valar. Y la parte menor se llamó los Elendili, los Amigos de los Elfos; porque aunque en verdad se mantenían fieles al rey y a la Casa de Elros, deseaban conservar la amistad de los Eldar, y escucharon el consejo de los Señores del Occidente. No obstante, ni siquiera ellos, que se daban a sí mismos el nombre de los Fieles, escaparon por entero a la aflicción común, y la idea de la muerte los perturbaba.
De este modo la beatitud de Oesternessë menguó; aunque continuó aumentando en poder y esplendor. Porque los reyes y el pueblo no habían perdido aún el buen juicio, y si ya no amaban a los Valar, al menos aún los temían; y no se atrevían a quebrantar abiertamente la Prohibición ni a navegar más allá de los límites que habían sido designados. Los altos navíos iban todavía hacia el este. Pero el miedo que tenían a la muerte era cada vez mayor, y la retrasaban por cualquier medio que estuviera a su alcance; y empezaron a construir grandes casas para los muertos, mientras que los hombres sabios trabajaban incesantemente tratando de descubrir el secreto de la recuperación de la vida, o al menos la prolongación de los días de los Hombres. No obstante, sólo alcanzaron el arte de preservar incorrupta la carne muerta de los Hombres, y llenaron toda la tierra de tumbas silenciosas en las que la idea de la muerte se confundía con la oscuridad. Pero los que vivían se volcaban con mayor ansia al placer y a las fiestas, siempre codiciando más riquezas y bienes; y después de los días de Tar—Ancalimon, la ofrenda de las primicias a Eru fue desatendida, y los hombres iban rara vez al Santuario en las alturas de Meneltarma, en medio de la tierra.
En aquel tiempo los Númenóreanos instalaron sus primeras colonias en las costas occidentales de las tierras antiguas; porque su propia tierra les parecía ahora más estrecha, y no tenían allí reposo ni contento, puesto que les era negado el Occidente. Construyeron grandes puertos, y fuertes torres, y muchos moraron en ellas, pero eran ahora señores y amos y recolectores de tributos antes que aprendices y maestros. Los grandes barcos de los Númenóreanos navegaban hacia el este en el viento y volvían siempre cargados, y el poder y la majestad de los reyes se acrecentaban día a día, y bebían y celebraban fiestas y se vestían de plata y oro.
De todo esto los Amigos de los Elfos participaron muy poco. Sólo ellos iban ahora al norte y a la tierra de Gil-galad, conservando la amistad con los Elfos y ayudando en contra de Sauron; y su puerto era Pelargir, sobre las desembocaduras de Anduin el Grande. Pero los Hombres del Rey avanzaban muy lejos hacia el sur; y los señoríos y las fortalezas que construyeron dejaron muchas huellas en las leyendas de los Hombres.
En esta Edad, como se dice
en otra parte, Sauron se levantó de nuevo en la Tierra Media, y creció
y regresó al mal en que Morgoth lo había criado, ganando en poder
mientras lo servía. Ya en los días de Tar-Minastir, el decimoprimer
rey de Númenor, había fortificado la tierra de Mordor y había
construido la Torre de Baraddûr, y en adelante luchó siempre por
el dominio de la Tierra Media, para convertirse en rey por encima de todos los
otros reyes y en un dios para los Hombres. Y Sauron odiaba a los Númenóreanos
a causa de los hechos de sus padres y de su antigua alianza con los Elfos y
su fidelidad a los Valar; tampoco olvidaba la ayuda que Tar—Minastir había
prestado a Gil-galad tiempo atrás, cuando el Anillo Único fue
forjado y hubo guerra entre Sauron y los Elfos en Eriador. Ahora se enteró
de que el poder y el esplendor de los Reyes de Númenor habían
aumentado; y los odió todavía más; y tuvo miedo de que
invadieran sus territorios y le arrebataran el
dominio del Este. Pero por largo tiempo no se atrevió a desafiar a los
Señores del Mar, y se retiró de las costas.
Sin embargo, Sauron fue siempre engañoso, y se dice que entre los que sedujo con los Nueve Anillos, tres eran grandes señores de raza Númenóreana. Y cuando se levantaron los Ulairi, que eran los Espectros del Anillo, sus sirvientes, y cuando consiguió acrecentar en exceso la fuerza del terror y el dominio que tenía sobre los Hombres, emprendió el asalto de las fortalezas de los Númenóreanos en las costas del mar.
En aquellos días la Sombra se hizo más densa sobre Númenor; y las vidas de los Reyes de la Casa de Elros empezaron a menguar, pero tanto más se les endureció el corazón en contra de los Valar. Y el decimonoveno rey recibió el cetro de sus padres y ascendió al trono con el nombre de Adünakhor, Señor del Occidente, y abandonó las lenguas élficas y prohibió que se emplearan delante de él. No obstante, en el Pergamino de los Reyes el nombre Herunúmen se inscribió en Alto Élfico, por causa de una antigua costumbre que los reyes nunca quebrantaban del todo, temiendo que ocurriera algún daño. Ahora bien, este título les pareció a los Fieles demasiado orgulloso, pues era el título de los Valar; y sus corazones fueron duramente puestos a prueba entre la lealtad a la casa de Elros y la reverencia debida a los Poderes. Pero pasaría algo peor aún. Porque Ar—Gimilzór, el vigesimosegundo rey, fue el más grande enemigo de los Fieles. En sus días el Árbol Blanco fue desatendido y empezó a declinar; y Ar—Gimilzór prohibió por completo el empleo de las lenguas élficas, y castigaba a quienes daban la bienvenida a los barcos de Eressëa, que aún llegaban en secreto a las costas occidentales.
Ahora bien, los Elendili vivían principalmente en las regiones occidentales de Númenor; pero Ar—Gimilzór ordenó a todos los que pudo descubrir de esa partida que abandonaran el oeste y fueran al este de la tierra; y allí eran vigilados. Y de este modo la principal morada de los Fieles en días posteriores estaba cerca de Rómenna; desde allí muchos navegaron a la Tierra Media en busca de las costas septentrionales donde aún podían hablar con los Eldar en el reino de Gil-galad. Esto fue sabido por los reyes, pero no lo estorbaron, en tanto los Elendili partieran de aquellas tierras y no regresaran; porque no deseaban tener amistad con los Eldar de Eressëa, a quienes llamaban los Espías de los Valar, esperando así poder ocultar a los Señores del Occidente todas sus empresas y designios. Pero Manwë se enteraba siempre de lo que hacían, y los Valar estaban enojados con los Reyes de Númenor, y ya no les dieron consejo ni protección; y los barcos de Eressëa no volvieron nunca del poniente, y los puertos de Andúnië quedaron abandonados.
Los de más alto honor después de la casa de los reyes eran los Señores de Andúnië; porque pertenecían a la estirpe de Elros, y descendían de Sumarien, hija de Tar-Elendil el cuarto Rey de Númenor. Y estos señores eran leales a los reyes, y los reverenciaban; y el Señor de Andúnië se contaba siempre entre los principales consejeros del Cetro. No obstante, también desde un principio tuvieron un amor especial por los Eldar y reverencia por los Valar; y cuando la Sombra creció, ayudaron a los Fieles como les fue posible. Pero por mucho tiempo no se manifestaron abiertamente, sino que antes intentaron rectificar el corazón de los Señores del Cetro con más atinados consejos.
Había una señora, Inzilbéth, de renombrada belleza, hija de Lindórië, hermana de Eärendur, el Señor de Andúnië en los días de Ar—Sakalthór, padre de Ar—Gimilzór. Gimilzór la tomó por esposa, aunque esto fue poco del agrado de ella, porque en verdad era uno de los Fieles, como su madre fe había enseñado; pero los reyes y sus hijos se habían vuelto orgullosos y nadie podía oponerse a lo que ellos deseaban. No había amor entre Ar—Gimilzór y su reina, o entre sus hijos. Inziladün, el mayor, era como su madre en mente y cuerpo; pero Gimilkhád, el menor, imitó a su padre, aunque era aún más obstinado y orgulloso. A él Ar—Gimilzór le hubiera cedido el cetro y no al hijo mayor, si las leyes se lo hubieran permitido.
Pero cuando Inziladün accedió al cetro, se dio un título en lengua élfica como antaño, y se llamó Tar-Palantir, pues veía lejos, tanto con los ojos como con la mente, y aun aquellos que lo odiaban temían sus palabras como las de quien conoce la verdad. Dio paz por un tiempo a los Fieles; y ascendió una vez más en días señalados al Santuario de Eru en el Meneltarma, que Ar—Gimilzór había abandonado. Al Árbol Blanco cuidó otra vez con reverencia; y profetizó diciendo que cuando el Árbol pereciese, también concluiría la estirpe de los Reyes. Pero este arrepentimiento llegó demasiado tarde para que los Valar perdonaran la insolencia de los padres de Inziladün, de la que no se arrepentía la mayor parte del pueblo. Y Gimilkhád era fuerte y malévolo, y tomó el liderazgo de los que habían sido llamados los Hombres del Rey, y a veces se atrevió a oponerse a la voluntad de su hermano abiertamente y aun más todavía en secreto. La pena oscureció pues los días de Tar—Palantir; y solía pasar eran parte del tiempo en el oeste, y allí a menudo subía a la antigua Torre del Rey Minastir sobre las colinas de Oromet, cerca de Andúnië, desde donde miraba hacia el oeste con nostalgia, quizás esperando ver alguna vela sobre el mar. Pero ningún barco vino ya nunca desde el Occidente a Númenor, y las nubes velaban Avallónë.
Ahora bien, Gimilkhád murió dos años antes de cumplir los doscientos (muerte temprana para alguien del linaje de Elros, aun en su decadencia), pero esto no trajo paz al rey. Porque Pharazón hijo de Gimilkhád era ahora un hombre aún más inquieto y más codicioso de riquezas y poder que su propio padre. Había estado fuera a menudo, como jefe de las guerras que los Númenóreanos libraban en las costas de la Tierra Media con la intención de extender su dominio sobre los Hombres; y de ese modo había ganado gran renombre como capitán, tanto en el mar como en la tierra. Fue así que cuando regresó a Númenor, y la gente se enteró de la muerte de su padre, los corazones de todos se volcaron a Tar—Palantir; porque traía consigo grandes riquezas, y era por ese entonces pródigo en dádivas.
Y sucedió que los pesares fatigaron a Tar—Palantir, que al fin murió. No tenía hijos, sino sólo una hija, a la que había llamado Míriel en lengua élfica; y por derecho propio y por las leyes de los Númenóreanos a ella le correspondió el cetro. Pero Pharazón la tomó por esposa contra la voluntad de ella, e hizo mal en esto, e hizo mal también porque las leyes de Númenor no permitían el matrimonio, ni siquiera en la casa real, entre parientes más cercanos que primos en segundo grado. Y cuando se celebró la boda, él puso la mano en el cetro y adoptó el título de Ar-Pharazón (Tar—Calion en lengua élfica); y el nombre de la reina lo cambió por el de Ar—Zimraphel.
De todos cuantos tuvieron el cetro de los Reyes del Mar desde la fundación de Númenor, el más poderoso y el más orgulloso fue Ar-Pharazón el Dorado, y veintitrés reyes y reinas habían regido a los Númenóreanos en tiempos anteriores, y dormían ahora en sus tumbas profundas bajo el monte de Meneltarma, tendidos en lechos de oro.
Y sentado en el trono tallado de la ciudad de Armenelos, en el apogeo de su poder, Ar-Pharazón se hacía sombrías reflexiones pensando en la guerra. Porque se había enterado en la Tierra Media de la fuerza del reino de Sauron y de cómo odiaba a Oesternessë. Y acudieron a él capitanes del mar y de la tierra que regresaban del Este y le informaron que Sauron había puesto en marcha un ejército y que ya acosaba las ciudades de las costas; y había adoptado ahora el título de Rey de los Hombres, y se disponía arrojar a los Númenóreanos al mar, y aun destruir Númenor, si le era posible.
Grande fue la ira de Ar-Pharazón al oír estas nuevas, y mientras meditaba largamente en secreto, se le encendió en el corazón un deseo ilimitado de poder, y de que no hubiera otra voluntad que la suya. Y decidió sin pedir consejo a los Valar, ni recurrir a la ayuda de otra sabiduría que la propia, que él mismo reclamaría el título de Rey del Mundo, y que a Sauron lo convertiría en vasallo y sirviente; porque movido por el orgullo, Ar-Pharazón pensaba que ningún rey nabía de ser tan poderoso corno para rivalizar con el Heredero de Eärendil. Por tanto empezó en ese tiempo a forjar una gran cantidad de armas, y construyó muchos barcos de guerra y los guardó junto con las armas; y cuando todo estuvo dispuesto, él mismo se hizo a la mar hacia el Este.
Y los Hombres vieron las velas que asomaban en el poniente, teñidas de escarlata, resplandecientes de rojo y de oro, y los habitantes de las costas se amedrentaron, y huyeron lejos. Pero la flota llegó por último a ese sitio llamado Umbar, donde los Númenóreanos tenían un puerto poderoso, que no era obra de ninguna mano. Desiertas y en silencio estaban todas las tierras en derredor cuando el Rey del Mar avanzó sobre la Tierra Media. Durante siete días marchó con trompetas y estandartes, y llegó a una colina y subió a ella, y levantó allí su pabellón y su trono; y se sentó en medio, y las tiendas de las huestes se ordenaron alrededor, doradas y blancas, y azules como un prado de flores altas. Entonces envió heraldos, y. ordenó a Sauron que se presentara ante él y le jurara fidelidad.
Y Sauron acudió. Desde su poderosa torre de Barad-dûr acudió, pero no a combatir. Porque advirtió que el poder y la majestad de los Reyes del Mar sobrepasaban todos los rumores, y que ni siquiera los más grandes de los vasallos de Angband podrían hacerles frente; y entendió que no había llegado el momento de que se impusiese a los Dúnedain. Y era taimado, hábil para salirse sutilmente con la suya, cuando la fuerza no le valía. Por tanto se humilló ante Ar-Pharazón y pronunció dulces palabras, y los hombres se asombraron, pues todo cuanto decía parecía justo y sabio.
Pero Ar-Pharazón no se dejó engañar, y se le ocurrió que para asegurarse mejor la fidelidad de Sauron tenía que llevarlo a Númenor, y que allí viviera como rehén de sí mismo y de todos sus sirvientes en la Tierra Media. A esto consintió Sauron como quien está obligado, pero en secreto sintiéndose complacido, pues era en verdad lo que deseaba. Y Sauron cruzó el mar y contempló la tierra de Númenor y la ciudad de Armenelos en sus días de gloria y quedó perplejo; pero en lo íntimo del corazón la envidia y el odio le crecieron todavía más.
Sin embargo, tan astuto era de mente y de palabra, tan firmes sus propósitos ocultos, que antes de que hubieran pasado tres días ya compartía con el rey designios secretos; pues tenía siempre en la lengua palabras dulces como la miel, y conocía muchas cosas que aún no habían sido reveladas a los Hombres. Y al advertir el trato que el rey le dispensaba todos los consejeros empezaron a lisonjearlo, excepto uno, Amandil, Señor de Andúnië. Entonces, lentamente un cambio sobrevino en la tierra, y en el corazón de los Amigos de los Elfos hubo una gran perturbación, y muchos huyeron de miedo; y aunque quienes se quedaron se daban todavía el nombre de Fieles, sus enemigos los llamaron rebeldes. Porque ahora que Sauron tenía cerca los oídos de los Hombres, contradecía con muchos argumentos todo lo que habían enseñado los Valar; e Rizo que los Hombres pensaran que en el mundo, en el este y aun también en el oeste, había muchos mares y muchas tierras no conquistadas aún, en las que abundaban las riquezas. Y si llegaban por fin al extremo de esas tierras, encontrarían más allá la Antigua Oscuridad. —Y de ella se hizo el mundo. Porque sólo la Oscuridad es digna de veneración, y el Señor Oscuro puede hacer otros mundos todavía, como dones para aquellos que lo sirven, de modo que el acrecentamiento de su poder no tendrá fin.
Ar-Pharazón preguntó: —¿Quién es el Señor Oscuro?
Entonces, tras las puertas cerradas Sauron le habló al rey, y mintió diciendo: —Es aquel cuyo nombre no se pronuncia; porque los Valar os han engañado, proponiendo el nombre de Eru, un fantasma concebido en la locura de sus corazones con el fin de encadenar a los Hombres y obligarlos a que los sirvan. Porque ellos mismos son el oráculo de Eru, que sólo habla cuando ellos quieren. Pero el verdadero Señor prevalecerá, y os liberará de este fantasma; y su nombre es Melkor, Señor de Todos, Dador de la Libertad, y él os hará más fuertes todavía que ellos.
Entonces Ar-Pharazón se volcó a la veneración de la Oscuridad, y de Melkor, el Señor Oscuro, en secreto al principio, pero abiertamente y delante de todos poco después; y la mayoría del pueblo lo siguió. No obstante, quedaba aún un resto de Fieles, como se dijo, en Rómenna y en el país cercano, y otros había aquí y allá en la tierra. El principal de ellos, al que acudieron en busca de conducción y coraje en los malos días, era Amandil, consejero del rey; y también su hijo Elendil, padre de Isiídur y Anárion, jóvenes por entonces de acuerdo con las cuentas de Númenor. Amandil y Elendil eran grandes capitanes de navío; y pertenecían al linaje de Elros Tar—Minyatur, pero no a la casa regente que heredaba la corona y el trono en la ciudad de Armenelos. En los días en que ambos eran jóvenes, Amandil le había sido caro a Pharazón, y aunque se contaba entre los Amigos de los Elfos, permaneció en el consejo del rey asta la llegada de Sauron. Entonces fue destituido, pues Sauron lo odiaba más que a ningún otro en Númenor. Pero era tan noble y había sido un capitán de mar tan poderoso, que todavía lo honraban muchos del pueblo, y ni el rey ni Sauron se atrevían a ponerle las manos encima.
Por tanto Amandil se retiró a Rómenna, y a todos aquellos que parecían mantenerse fieles los convocó junto a él en secreto; porque temía que el mal creciera ahora de prisa, y que los Amigos de los Elfos estuviesen en peligro. Y así sucedió muy pronto. Porque el Meneltarma estaba totalmente desierto en aquellos días; y aunque ni siquiera Sauron se atrevía a mancillar el elevado sitio, el rey no permitía que hombre alguno, bajo pena de muerte, ascendiera a él, ni siquiera aquellos de entre los Fieles que aún veneraban a Ilúvatar. Y Sauron instó al rey a que cortara el Árbol Blanco, Nimloth el Bello, que crecía en el patio de la corte, porque estaba allí en recuerdo de los Eldar y de la Luz de Valinor.
En un principio el rey no consintió, pues creía que la fortuna de la casa estaba ligada al Árbol, como lo i había dicho Tar—Palantir. Así se daba la locura de que quien odiaba a los Eldar y a los Valar se apegara en vano a la vieja lealtad de Númenor. Pero cuando Amandil se enteró de los malos propósitos de Sauron, el corazón se le apenó, pues sabía que al final Sauron se saldría con la suya. Entonces habló con Elendil y con los hijos de Elendil, recordándoles la historia de los Árboles de Valinor; e Isildur no dijo palabra, pero salió por la noche y llevó a cabo la hazaña por la que más tarde tuvo renombre. Porque fue disfrazado a Armenelos y a los patios del rey, que estaban ahora prohibidos a los Fieles; y se acercó al sitio del Árbol, que estaba prohibido a todos por orden de Sauron, y unos guardias vigilaban el Árbol de noche y de día. En ese tiempo Nimloth se había oscurecido y no lucía flores, pues el invierno se acercaba; e Isildur pasó entre los guardianes y tomó un fruto del Árbol, y se volvió para marcharse. Pero los guardianes despertaron, y se le echaron encima, e Isildur se abrió camino luchando, y fue herido muchas veces, y escapó, y como estaba disfrazado no llegó a saberse quién había puesto las manos en el Árbol. Pero Isildur llegó por fin a duras penas a Rómenna, y dejó el fruto en manos de Amandil antes de que las fuerzas le faltaran. Luego el fruto se plantó en secreto, y fue bendecido por Amandil; y un vástago salió de él y brotó en la primavera. Pero cuando se abrió la primera hoja, Isildur, que había yacido mucho tiempo próximo a la muerte, se incorporó, y las heridas no lo atormentaron más.
No se hizo esto demasiado pronto; porque después del ataque, el rey cedió ante Sauron y derribó el Árbol Blanco, y se apartó entonces por entero de la fidelidad de sus padres. Pero Sauron logró que se levantara un poderoso templo en la colina en medio de la ciudad de los Númenóreanos, Armenelos la Dorada; y tenía forma de círculo en la base con un diámetro de quinientos pies, y allí las paredes eran de cincuenta pies de espesor, y se alzaban del suelo quinientos pies, y estaban coronadas por una gran cúpula, y esa cúpula estaba techada de plata y resplandecía al sol, de modo que la luz se divisaba desde lejos; pero pronto la luz se oscureció y la plata se ennegreció. Porque había un altar de fuego en medio del templo, y con una espesa humareda. Y el primer fuego sobre el altar lo encendió Sauron con leños de Nimloth, y éstos crepitaron y se consumieron; pero el humo que salió asombró a los hombres, y una nube cubrió la tierra durante siete días, hasta que lentamente se trasladó hacia el oeste.
En adelante el fuego y el humo subieron de continuo; porque el poder de Sauron crecía diariamente, y en ese templo, con derramamiento de sangre y tormentos y gran maldad, los hombres hacían sacrificios a Melkor para que los librara de la Muerte. Y con frecuencia escogían a sus víctimas de entre los Fieles; aunque nunca se los acusaba abiertamente de que no veneraran a Melkor, sino de que odiaban al rey y de que eran rebeldes, o de que conspiraban contra el pueblo inventando venenos y mentiras. Estos cargos eran casi siempre falsos; no obstante fueron días amargos aquellos, y el odio engendraba más odio.
Pero sin embargo la Muerte no abandonaba la tierra; por el contrario: llegaba más pronto y con mayor Frecuencia, y en múltiples y espantosos atuendos. Porque antes los Hombres envejecían lentamente, y por último se acostaban como para dormir, cansados del trajín de los días; pero ahora en cambio eran asaltados por la enfermedad y la locura; y no obstante tenían miedo de morir y de salir a la oscuridad, el reino del señor que habían adoptado; y en su agonía se maldecían a sí mismos. Y entonces los Hombres se alzaban en armas, y se daban muerte unos a otros por una nadería; porque se habían vuelto más rápidos para la cólera, y Sauron y los que él había sometido iban por la tierra oponiendo a los Hombres entre ellos, de modo que el pueblo empezó a murmurar contra el rey y los señores, o contra cualquiera que tuviera algo que ellos no tuvieran; y la venganza de los poderosos era cruel.
No obstante, les pareció a los Númenóreanos durante mucho tiempo que prosperaban, y si no tenían más felicidad eran al menos más fuertes, y los ricos todavía más ricos. Porque con la ayuda y el consejo de Sauron, multiplicaron sus posesiones e inventaron máquinas y construyeron barcos cada vez más grandes. Y navegaban ahora con fuerzas y pertrechos de guerra a la Tierra Media, y ya no iban llevando regalos, sino como feroces guerreros. Y perseguían a los Hombres de la Tierra Media y les arrebataban los bienes y los esclavizaban, y a muchos los mataban cruelmente en sus altares. Porque levantaban fortalezas, templos y grandes tumbas en aquellos días; y los Hombres los temían, y el recuerdo de los bondadosos reyes de antaño se borró y fue oscurecido por no pocas historias de espanto.
De este modo Ar-Pharazón, Rey de la Tierra de la Estrella, se convirtió en el tirano más poderoso del mundo, desde el reinado de Morgoth, aunque Sauron era en verdad quien gobernaba todas las cosas escondido detrás del trono. Pero los años pasaron y el rey sintió que la sombra de la muerte se aproximaba a medida que se alargaban los días; y el miedo y la cólera lo ganaron. Llegaba ahora la hora que Sauron había dispuesto y que aguardaba desde tiempo atrás. Y Sauron habló al rey diciendo que era muy fuerte, y que ya nada podía impedirle que hiciese su voluntad en todas las cosas, sin estar sometido a prohibiciones o mandatos.
Y le dijo: —Los Valar se han apoderado de la tierra donde no hay muerte; y te mienten sobre ella, ocultándola todo lo posible, por avaricia, y porque temen que los Reyes de los Hombres les arrebaten el reino inmortal y gobiernen el mundo. Y aunque no cabe duda de que el don de la vida interminable no es para todos, sino sólo para quienes son dignos, como nombres de poder y de orgullo y de alto linaje, este don se le ha quitado contra toda justicia al Rey de Reyes, Ar-Pharazón, el más poderoso de los hijos de la Tierra, con quien sólo Manwë puede ser comparado, y quizá ni siquiera él. Pero los grandes reyes no toleran negativas y toman lo que se les debe.
Entonces Ar-Pharazón, infatuado, y ya a la sombra de la muerte, pues el curso de sus días estaba acercándose al fin, escuchó a Sauron; y se puso a pensar en cómo hacer la guerra a los Valar. Pasó mucho tiempo en la preparación de este designio, y aún no habló de él abiertamente; no obstante, no podía ocultárselo a todos. Y Amandil, al advertir las intenciones del rey, sintió tristeza y miedo, pues sabía que los Hombres no podían vencer a los Valar, y la ruma caería sobre el mundo si esta guerra no se impedía. Por tanto llamó a su hijo Elendil y le dijo: —Los días se han oscurecido y ya no hay esperanzas para los Hombres, pues los Fieles son pocos. En consecuencia estoy decidido a emprender la misión que nuestro antepasado Eärendil emprendió otrora, y navegaré hacia el Oeste, esté prohibido o no, y hablaré con los Valar, aun con el mismo Manwë si es posible, y le rogaré que nos ayude antes de que todo esté perdido.
—¿Traicionarías entonces al rey? —preguntó Elendil—. Porque sabes que se nos acusa de traidores y espías; falso cargo hasta el día de hoy.
—Si creyera que Manwë está necesitado de un mensajero semejante —dijo Amandil—, por cierto traicionaría al rey. Porque hay una lealtad a la que ningún hombre ha de renunciar, por causa alguna. Pero clemencia para los Hombres y que se los libere de los engaños de Sauron es lo que pediré, pues al menos algunos se han mantenido fieles. En cuanto a la prohibición, yo mismo pediré mi castigo, no sea que la culpa recaiga en todo mi pueblo.
—Pero ¿qué crees, padre mío, que les ocurrirá a los de tu casa cuando se sepa lo que has hecho?
—No ha de saberse —dijo Amandil— Prepararé mi partida en secreto, y me haré a la mar hacia el este, a donde los barcos parten todos los días desde nuestros puertos; y ya allí, cuando el viento y la suerte lo permitan, volveré por el norte o por el sur hacia el oeste, y buscaré lo que pueda encontrar. Pero a ti y a los tuyos, hijo mío, os aconsejo que preparéis otros barcos, y pongáis a bordo todas aquellas cosas de las que vuestros corazones no puedan apartarse; y cuando los barcos estén prontos, os reuniréis en el puerto de Rómenna y diréis a los hombres, en el momento oportuno, que os proponéis seguirme hacia el este. Amandil ya no es tan caro a nuestro pariente en el trono como para lamentarse si intentamos partir, por una temporada o para siempre. Pero que no advierta que intentas llevar contigo un número crecido de hombres, o empezará a preocuparse a causa de la guerra que está planeando, para la que necesitará todas las fuerzas de que pueda disponer. Busca a los Fieles que son todavía sinceros y que se unan a ti en secreto si están dispuestos a partir contigo y a compartir tu misión.
—¿Y cuál será esa misión? —preguntó Elendil.
—No os mezcléis en la guerra y vigilad —respondió Amandil—. No diré más hasta que regrese. Pero es muy probable que huyáis de la Tierra de la Estrella sin estrella que os guíe; porque esa tierra está mancillada. Entonces perderéis todo lo que habéis amado, y conoceréis la muerte en vida, mientras buscáis una tierra de exilio en otro sitio. Si en el este o en el oeste, sólo los Valar lo saben.
Entonces Amandil se despidió de todos los de su casa como quien va a morir. —Porque —dijo— es muy posible que no volváis a verme; y que no os envíe una señal como la que Eärendil nos envió hace mucho tiempo. Pero manteneos alertas, pues el fin del mundo conocido se aproxima.
Se dice que Amandil se hizo a la mar por la noche, en una pequeña embarcación, y fue hacia el este, y luego dio media vuelta y navegó hacia el oeste. Y llevó consigo a tres sirvientes muy queridos, y nunca hubo noticia ni señal de ellos en este mundo, ni cuento ni conjetura sobre la suerte que corrieron. Los Hombres no podían ser salvados una segunda vez por una embajada semejante, y era difícil que hubiera absolución para la traición de Númenor.
Pero Elendil hizo lo que su padre le había mandado, y sus barcos ocuparon la costa oriental de la tierra; y los Fieles embarcaron a las esposas y a los hijos, y una gran cantidad de bienes. Y había entre ellos objetos bellos y poderosos, obra de los Númenóreanos en tiempos de sabiduría: vasijas y joyas, y rollos de ciencia escrita en escarlata y negro. Y también Siete Piedras, regalo de los Eldar; pero en el barco de Isildur se. guardaba el árbol joven, el retoño de Nimloth el Bello. Y Elendil estuvo siempre alerta, y no se mezcló en las malas acciones de aquellos días; y sin cesar aguardaba una señal que no llegaba. Entonces navegó en secreto a las costas occidentales, y escrutaba el mar, dominado por el dolor y la nostalgia, pues tenía gran amor por su padre. Pero nada veía salvo las flotas de Ar-Pharazón que se agrupaban en los puertos del oeste.
Ahora bien, antaño, en la isla de Númenor, el tiempo cambiaba de acuerdo siempre con las necesidades y el agrado de los Hombres: lluvia en la estación oportuna y en la medida justa; y un sol resplandeciente, ora cálido, ora no tanto, y vientos desde el mar. Y cuando el viento venía del oeste, a muchos les parecía que traía una fragancia, efímera pero dulce, que estremecía el corazón, como la de las flores que lucen para siempre en prados imperecederos y que no tienen nombre en las costas mortales. Pero todo esto había cambiado; porque el cielo mismo se había oscurecido y había tormentas de lluvia y granizo en aquellos días, y vientos huracanados; y de vez en cuando una gran nave de los Númenóreanos naufragaba y no volvía a puerto, aunque semejante desgracia no les había ocurrido hasta entonces desde el levantamiento de la Estrella. Y al atardecer venía a veces del oeste una gran nube que parecía un águila, con los extremos de las alas extendidas hacia el norte y el sur; y asomaba lentamente ocultando la puesta de sol, y entonces Númenor se sumía en la más negra de las noches. Y algunas de las águilas llevaban relámpagos bajo las alas, y el trueno resonaba entre el mar y las nubes.
Entonces los Hombres sentían miedo. —¡Mirad las Águilas de los Señores del Occidente! —exclamaban—. ¡Las Águilas de Manwë vuelan sobre Númenor!— Y caían de bruces.
Entonces algunos se arrepentían por una temporada, pero a otros se les endurecía el corazón, y alzaban los puños al cielo diciendo: —Los Señores del Occidente nos desafían. Son ellos los que dan el primer golpe. ¡El próximo lo daremos nosotros!— Estas palabras las pronunciaba el rey, pero habían sido concebidas por Sauron.
Pues bien, los relámpagos se hicieron cada vez más frecuentes, y mataban a los Hombres en las colinas, y en los campos, y en las calles de la ciudad; y un rayo ardiente cayó sobre la cúpula del Templo y la partió, y la coronó de llamas. Pero el Templo mismo quedó intacto; y erguido sobre la cúpula Sauron desafió al rayo y el rayo no lo hirió; y entonces los Hombres lo llamaron dios e hicieron todo lo que él quería. Fue así que apenas prestaron atención al último portento. Porque la tierra se estremeció, y un rugido como de trueno subterráneo se mezcló con los bramidos del mar, y salió humo de la cima del Meneltarma. Y Ar-Pharazón se apresuró a preparar sus armamentos.
En ese tiempo las flotas de los Númenóreanos oscurecieron el mar hacia el occidente de la tierra y parecían un archipiélago de mil islas; los mástiles eran como un bosque sobre las montañas, y las velas como una nube amenazadora, y los estandartes eran negros y dorados. Y todas las cosas aguardaban en el mundo de Ar-Pharazón; y Sauron se retiró al círculo central del Templo, y los hombres le llevaban víctimas para ser quemadas.
Entonces las Águilas de los Señores del Occidente llegaron desde donde muere el día, en formación de combate, avanzando en una línea cuyo extremo disminuía hasta borrarse a lo lejos; y al acercarse dominaban el cielo extendiendo las alas cada vez más amplias. Pero el Occidente ardía rojo detrás, y ellas resplandecían por debajo, como si estuvieran inflamadas por una llama de ira, que iluminaba toda Númenor como si fuera un incendio; y los Hombres miraban las caras de alrededor, y les parecía que estaban rojas de cólera.
Entonces Ar-Pharazón se hizo a la mar con su poderosa barca, Alcarondas, Castillo del Mar. Tenía muchos remos, y muchos mástiles dorados y amarillos; y sobre ella estaba montado el trono. Y Ar-Pharazón se puso el traje de ceremonia y la corona, V mandó que izaran el estandarte y dio la señal de levar anclas; y en ese momento las trompetas de Númenor cubrieron el sonido del trueno.
Las flotas de los Númenóreanos avanzaron entonces contra la amenaza del Occidente; y había escaso viento, pero tenían muchos remos, y muchos esclavos que remaban bajo el látigo. El sol se puso, y un gran silencio sobrevino. La oscuridad descendió sobre la tierra, y el mar estaba inmóvil mientras el mundo aguardaba lo que había de acaecer. Lentamente los que vigilaban los puertos fueron perdiendo de vista a las flotas, y las luces de las naves se debilitaron, y se las tragó la noche; y por la mañana habían desaparecido; y quebrantaron la Prohibición de los Valar, y navegaron por mares vedados, avanzando con intención de guerra contra los Inmortales, para arrancarles una vida perdurable en los Círculos del Mundo.
Pero las flotas de Ar-Pharazón llegaron de alta mar y rodearon Avallónë y toda la isla de Eressëa, y los Eldar se lamentaron, porque la nube de los Númenóreanos cubrió la luz del sol poniente. Y por último Ar-Pharazón llegó al Reino Bendecido de Aman, y las costas de Valinor; y todo estaba todavía en silencio, y el hado pendía de un hilo. Porque Ar-Pharazón titubeó en ese momento y estuvo a punto de volverse. Contempló receloso las costas silenciosas y vio resplandecer el Taniquetil, más blanco que la nieve, más frío que la muerte, tranquilo, inmutable, terrible como la sombra de la luz de Ilúvatar. Pero el orgullo pudo más, y Ar -Pharazón abandonó por fin el barco, y puso pie en la costa y reclamó esa tierra como suya si nadie se oponía con la fuerza de las armas. Y una hueste de Númenóreanos acampó cerca de Tuna, de donde todos los Eldar habían huido.
Entonces Manwë invocó a Ilúvatar, y durante ese tiempo los Valar ya no gobernaron Arda. Pero Ilúvatar mostró su poder, y cambió la forma del mundo; y un enorme abismo se abrió en el mar entre Númenor y las Tierras Inmortales, y las aguas se precipitaron por él, y el ruido y los vapores de las cataratas subieron al cielo, y el mundo se sacudió. Y todas las flotas de los Númenóreanos se hundieron en la sima, y se ahogaron, y fueron tragadas para siempre. Pero Ar-Pharazón el Rey y los guerreros mortales que habían desembarcado en la Tierra de Aman quedaron sepultados bajo un derrumbe de colinas: se dice que allí yacen, en las Cavernas de los Olvidados, y que allí estarán hasta la Ultima Batalla del Día del Juicio.
Pero las tierras de Aman y Eressëa de los Eldar fueron retiradas y llevadas para siempre más allá del alcance de los Hombres. Y Andor, la Tierra del Don, Númenor de los Reyes, Elenna de la Estrella de Eärendil, fue destruida por completo. Porque estaba al este, junto a la enorme grieta, y los cimientos se derrumbaron, y cayó y se hundió en las sombras, y ya no existe. Y no hay ahora sobre la Tierra lugar alguno donde se preserve la memoria de un tiempo en el que no había mal. Porque Ilúvatar hizo retroceder a los Grandes Mares al oeste de la Tierra Media, y las Tierras Vacías al este, y se hicieron nuevas tierras y nuevos mares, y el mundo quedó disminuido, pues Valinor y Eressëa fueron transportadas al reino de las cosas escondidas.
En una hora que los Hombres no previeron, se consumó este destino, el trigesimonoveno día después de la desaparición de las flotas. Entonces, un fuego súbito irrumpió desde el Meneltarma, y sopló un viento poderoso, y hubo un tumulto en la tierra, y el cielo giró, y las colinas se deslizaron, y Númenor se hundió en el mar, junto con niños y mujeres y orgullosas señoras; y los jardines y recintos y torres, y las tumbas y los tesoros, y las joyas y telas y cosas pintadas y talladas, y la risa y la alegría y la música, y la sabiduría y la ciencia de Númenor se desvanecieron para siempre. Y por último la ola creciente, verde, y iría y coronada de espuma, arrastrándose por la tierra, arrebató a la Reina Tar—Míriel, más hermosa que las perlas, la plata o el marfil. Demasiado tarde trató de subir por los senderos empinados del Meneltarma hasta el sitio sagrado, pues las aguas la alcanzaron, y el grito de ella se perdió en los bramidos del viento.
Pero sea o no verdad que Amandil llegara a Valinor, y que Manwë escuchara su ruego, la ruina de aquel día no alcanzó por gracia de los Valar a Elendil y a sus hijos. Porque Elendil se había quedado en Rómenna sin responder a la convocatoria del rey que partía para la guerra; y esquivando a los soldados de Sauron cuando quisieron prenderlo y arrastrarlo a los fuegos del Templo, subió a bordo del barco y se apartó de la costa esperando a que el tiempo decidiese. Allí la tierra lo protegió de la gran corriente del mar que se precipitaba arrastrando a todos al abismo, y luego de la primera furia de la tormenta. Mas cuando la ola devoradora avanzó rodando sobre la tierra y Númenor se derrumbó, la aniquilación hubiera sido una pena menor para Elendil, pues el arrebato de la muerte no le parecía más amargo que la pérdida y la agonía de aquel día; pero el viento huracanado lo alcanzó, más fuerte que ningún otro conocido por los Hombres, y avanzó bramando desde el oeste, y empujó muy lejos a los barcos, y desgarró velas y quebró mástiles, arrastrando a los Hombres como briznas de hierba en el agua.
Eran nueve los barcos: cuatro para Elendil, y tres para Isildur, y dos para Anárion; y huyeron de la negra tempestad, desde el crepúsculo de la condenación a la oscuridad del mundo. Y las aguas profundas se levantaban debajo en una furia gigantesca, y olas como montañas avanzaron coronadas de nieve desgarrada, y cargaron a los Hombres entre jirones de nubes, y al cabo de muchos días los arrojaron a las costas de la Tierra Media. Y en aquel tiempo todas las costas y las regiones marinas del mundo occidental cambiaron y se arrumaron; porque los mares invadieron las tierras, y las costas se derrumbaron, y las antiguas islas fueron anegadas, y otras islas se alzaron en el mar; y las montañas cayeron y los ríos se desviaron en extraños cursos.
Más tarde Elendil y sus hijos fundaron reinos en la Tierra Media; y aunque en ciencia y habilidad no eran sino un eco de lo que habían sido antes de que Sauron llegara a Númenor, no obstante les parecieron muy grandes a los Hombres salvajes del mundo. Y mucho se dice en otras historias de los hechos de los herederos de Elendil en la edad que vino después, y de la lucha que libraron con Sauron, que aún no estaba terminada.
Porque el mismo Sauron sintió gran temor ante la ira de los Valar, y el hado que Eru había impuesto a la tierra y al mar. No había imaginado nada semejante, pues sólo había esperado la muerte de los Númenóreanos y la derrota del orgulloso rey. Y Sauron, sentado en la silla negra en medio del Templo, había reído cuando oyó las trompetas de Ar-Pharazón que llamaban al combate, y otra vez había reído cuando oyó el trueno de la tormenta; y una tercera vez, mientras reía pensando en lo que haría en el mundo, ahora que se había desembarazado de los Edain para siempre, fue sorprendido bruscamente, y el asiento y el Templo cayeron al abismo. Pero Sauron no era de carne mortal, y aunque había sido despojado de la forma en que hiciera tanto daño, de modo que ya nunca podría lucir una hermosa figura ante los ojos de los Hombres, su espíritu se alzó desde las profundidades, y pasó como una sombra y un viento negro sobre el mar, y llegó de vuelta a la Tierra Media y a Mordor, que era su morada. Se instaló de nuevo en Barad-dûr, se puso el Gran Anillo, y vivió allí, oscuro y silencioso, hasta que se dio a sí mismo una nueva forma, una imagen visible de malicia y odio; y el ojo de Sauron el Terrible pocos podían soportarlo.
Pero estas cosas no pertenecen a la historia de la Anegación de Númenor, de la cual todo se ha dicho ahora. Y aun el nombre de esa tierra pereció, y desde entonces los Hombres ya no hablaron de Elenna, ni de Andor, el Don que había sido arrebatado, ni de Númenórë en los confines del mundo; pero los exiliados en las costas del hacia el anhelado Occidente, hablaban de Mar-nu-Falmar, que se hundió bajo las olas, Akallabêth, la Sepultada, Atalanté en lengua Eldarin.
Entre los Exiliados, muchos creían que la Cima del Meneltarma, el Pilar del Cielo, no fue anegada para siempre, sino que se levantó otra vez por encima de las olas, una isla perdida en las grandes aguas; porque había sido un sitio consagrado y nadie lo había mancillado nunca, aun en días de Sauron. Y algunos hubo de la simiente de Eärendil que después lo buscaron, porque se decía entre los sabios que en otro tiempo los Hombres de vista penetrante alcanzaban a atisbar desde el Meneltarma las Tierras Inmortales. Porque aún después de la ruina el corazón de los Dúnedain se volcaba hacia el oeste; y aunque en verdad sabían que el mundo había cambiado, decían: "Avallónë ha desaparecido de la faz de la Tierra y la Tierra de Aman ha sido arrebatada, y nadie puede encontrarlas en este mundo de oscuridad. No obstante, una vez fueron, y por tanto todavía son, plenamente, y en la forma cabal del mundo tal como fue concebido por vez primera".
Porque los Dúnedain sostenían que aun los Hombres mortales, si se los bendecía, podrían ver otros tiempos que el de la vida de los cuerpos; y anhelaban siempre escapar de las sombras del exilio y contemplar de algún modo la luz que no muere; porque el dolor del pensamiento de la muerte los había perseguido por sobre los abismos del mar. Por ese motivo, los grandes marineros que había entre ellos exploraban todavía los mares vacíos, con la esperanza de llegar a la Isla del Meneltarma, y tener allí una visión de las cosas que fueron. Pero no la encontraban. Y los que viajaban hasta muy lejos, sólo llegaban a tierras nuevas, y las encontraban semejantes a las tierras viejas, y también sometidas a la muerte. Y los que viajaban más lejos todavía sólo trazaban un círculo alrededor de la Tierra para volver fatigados por fin al lugar de partida; y decían: —Todos los caminos son curvos ahora.
De este modo, en parte por los viajes de los barcos, en parte por la ciencia y la lectura de las estrellas, los reyes de los Hombres supieron que el mundo era en verdad redondo, y sin embargo aún se permitía que los Eldar partieran y navegaran hacia el Antiguo Occidente y a Avallónë, si así lo querían. Por tanto, los sabios de entre los Hombres decían que tenía que haber un Camino Recto, para aquellos a quienes se les permitiese descubrirlo. Y enseñaban que aunque el nuevo mundo estuviese torcido, el viejo camino y el sendero del recuerdo del Occidente todavía estaban allí, como si fueran un poderoso puente invisible que atravesara el aire del aliento y del vuelo (que eran curvos ahora, como el mundo), y cruzara el limen, que ninguna carne puede soportar sin asistencia, hasta llegar a Tol Eressëa, la Isla Solitaria, y quizás aún más allá, hasta Valinor, donde habitan todavía los Valar y observan el desarrollo de la historia del mundo. Y cuentos y rumores nacieron a lo largo de las costas del mar acerca de marineros y Hombres abandonados en las aguas, que por algún destino o gracia o favor de los Valar habían encontrado el Camino Recto y habían visto cómo se hundía por debajo de ellos la faz del mundo, y de ese modo habían llegado al puerto de Avallónë, con lámparas que iluminaban los muelles, o en verdad a las últimas playas de Aman; y allí habían contemplado la Montaña Blanca, terrible y hermosa, antes de morir.