3
EL MONTE
DEL DESTINO
Sam se quitó la andrajosa
capa de orco y la deslizó debajo de la cabeza de su amo; luego abrigó su cuerpo
y el de Frodo con el manto gris de Lorien; y mientras lo hacía recordó de nuevo
aquella tierra maravillosa y a la hermosa gente, confiando contra toda esperanza
que el paño tejido por las manos álficas tendría la virtud de esconderlos en
ese páramo aterrador. Los gritos y rumores de la refriega se fueron alejando
a medida que las tropas se internaban en la Garganta de Hierro. Al parecer,
en medio de la confusión y el tumulto la desaparición de los hobbits había pasado
inadvertida, al menos por el momento.
Sam tomó un sorbo de agua,
pero consiguió que Frodo también bebiera, y no bien lo vio algo recobrado le
dio una oblea entera del precioso pan del camino y lo obligó a comerla. Entonces,
demasiado rendidos hasta para sentir miedo, se echaron a descansar. Durmieron
durante un rato, pero con un sueño intranquilo y entrecortado; el sudor se les
helaba contra la piel, y las piedras duras les mordían la carne; y tiritaban
de frío. Desde la Puerta Negra en el norte y a través de Cirith Ungol corría
susurrando a ras del suelo un soplo cortante y glacial.
Con la mañana volvió la
luz gris; pues en las regiones altas soplaba aún el viento del oeste, pero abajo,
sobre las piedras y en los recintos de la Tierra Tenebrosa, el aire parecía
muerto, helado, y a la vez sofocante. Sam se asomó a mirar. Todo alrededor el
paisaje era chato, pardo y tétrico. En los caminos próximos nada se movía; pero
Sam temía los ojos avizores del muro de la Garganta de Hierro, a apenas unas
doscientas yardas de distancia hacia el norte. Al sudeste, lejana como una sombra
oscura y vertical, se erguía la Montaña. Y de ella brotaban humaredas espesas,
y aunque las que trepaban a las capas superiores del aire se alejaban a la deriva
rumbo al este, alrededor de los flancos rodaban unos nubarrones que se extendían
por toda la región. Algunas millas más al noreste se elevaban como fantasmas
grises y sombríos los contrafuertes de los Montes de Ceniza, y por detrás de
ellos, como nubes lejanas apenas más oscuras que el cielo sombrío, asomaban
envueltas en brumas las cumbres septentrionales.
Sam trató de medir las
distancias y de decidir qué camino les convendría tomar.
—Yo diría que hay por lo
menos unas cincuenta millas —murmuró, preocupado, mientras contemplaba la montaña
amenazadora—, y si es un trecho que en condiciones normales se recorre en un
día, a nosotros, en el estado en que se encuentra el señor Frodo, nos llevará
una semana. —Movió la cabeza, y mientras reflexionaba, un nuevo pensamiento
sombrío creció poco a poco en él. La esperanza nunca se había extinguido por
completo en el corazón animoso y optimista de Sam, y hasta entonces siempre
había confiado en el retorno. Pero ahora, de pronto, veía a todas luces la amarga
verdad: en el mejor de los casos las provisiones podrían alcanzar hasta el final
del viaje, pero una vez cumplida la misión, no habría nada más: se encontrarían
solos, sin un hogar, sin alimentos en medio de un pavoroso desierto. No había
ninguna esperanza de retorno.
«¿Así que era esta la tarea
que yo rne sentía llamado a cumplir, cuando partimos?», pensó Sam. «¿Ayudar
al señor Frodo hasta el final, y morir con él? Y bien, si esta es la tarea,
tendré que llevarla a cabo. Pero desearía con toda el alma volver a ver Delagua,
y a Rosita Coto y sus hermanos, y al Tío, y a Maravilla y a todos. Me cuesta
creer que Gandalf le encomendara al señor Frodo esta misión, si se trataba de
un viaje sin esperanza de retorno. Fue en Moria donde las cosas empezaron a
andar atravesadas, cuando Gandalf cayó al abismo. ¡Qué mala suerte! El habría
hecho algo.»
Pero la esperanza que moría,
o parecía morir en el corazón de Sam, se tranformó de pronto en una fuerza nueva.
El rostro franco del hobbit se puso serio, casi adusto; la voluntad se le fortaleció
de súbito, un estremecimiento lo recorrió de arriba abajo, y se sintió como
transmutado en una criatura de piedra y acero, inmune a la desesperación y la
fatiga, a quien ni las incontables millas del desierto podían amilanar.
Sintiéndose de algún modo
más responsable, volvió los ojos al mundo, y pensó en la próxima movida. Y cuando
la claridad aumentó, notó con sorpresa que lo que a la distancia le habían parecido
bajíos desnudos e informes era en realidad una llanura anfractuosa y resquebrajada.
La altiplanicie de Gorgoroth estaba surcada en toda su extensión por grandes
cavidades, como si en los tiempos en que era aún un desierto de lodo hubiera
sido azotada por una lluvia de rayos y peñascos. Los bordes de los fosos más
grandes eran de roca triturada y de ellos partían largas fisuras en todas direcciones.
Un terreno de esa naturaleza se habría prestado para que alguien fuerte y que
no tuviese prisa alguna pudiera arrastrarse de un escondite a otro sin ser visto,
excepto por ojos especialmente avizores. Para los hambrientos y cansados, y
que todavía tenían por delante un largo camino antes de morir, era de un aspecto
siniestro.
Reflexionando en todas
estas cosas, Sam volvió junto a su amo. No tuvo necesidad de despertarlo. Frodo
estaba acostado boca arriba con los ojos abiertos y observaba el cielo nuboso.
—Bueno, señor Frodo —dijo
Sam—, fui a echar un vistazo y estuve pensando un poquito. No se ve un alma
en los caminos, y convendría que nos alejáramos de aquí cuanto antes. ¿Le parece
que podrá?
—Podré —dijo Frodo—. Tengo
que poder.
Una vez más emprendieron
la marcha, arrastrándose de hueco en hueco, escondiéndose detrás de cada reparo,
pero avanzando siempre en una línea sesgada hacia los contrafuertes de la cadena
septentrional. Al principio, el camino que corría más al este iba en la misma
dirección, pero luego se desvió y bordeando las faldas de las montañas se perdió
a lo lejos en un muro de sombra negra. En las extensiones chatas y grises no
se veían señales de vida, ni de hombres ni de orcos, pues el Señor Oscuro casi
había puesto fin a los movimientos de tropas, y hasta en la fortaleza donde
reinaba, buscaba el amparo de la noche, temeroso de los vientos del mundo que
se habían vuelto contra él quitándole los velos, desazonado por la noticia de
que espías temerarios habían logrado atravesar las defensas.
Al cabo de unas pocas millas
agotadoras, los hobbits se detuvieron. Frodo parecía casi exhausto. Sam comprendió
que de esa manera, a la rastra, o doblado en dos, o trastabillando en precipitada
carrera, o internándose con lentitud en un camino desconocido, no podrían llegar
mucho más lejos.
—Yo volveré al camino mientras
haya luz, señor Frodo —dijo—. ¡Probemos de nuevo la suerte! Casi nos falló la
última vez, pero no del todo. Una caminata de algunas millas a buen paso, y
luego un descanso.
Se arriesgaba a un peligro
mucho mayor de lo que imaginaba, pero Frodo, demasiado ocupado con el peso del
fardo y la lucha que se libraba dentro de él, no pensó en discutir; además,
se sentía tan desesperanzado que casi no valía la pena preocuparse. Treparon
al terraplén y continuaron avanzando penosamente por el camino duro y cruel
que conducía a la Torre Oscura. Pero la suerte los acompañó, y durante el resto
de aquel día no se toparon con ningún ser viviente ni observaron movimiento
alguno; y cuando cayó la noche desaparecieron de la vista, engullidos por las
tinieblas de Mordor. Todo el país parecía recogido, como en espera de una tempestad:
pues los Capitanes del Oeste habían pasado la Encrucijada e incendiado los campos
ponzoñosos de Imlad Morgul.
Así prosiguió el viaje
sin esperanzas, mientras el Anillo se encaminaba al sur y los estandartes de
los reyes cabalgaban rumbo al norte. Para los hobbits, cada jornada de marcha,
cada milla era más ardua que la anterior, a medida que las fuerzas los abandonaban
y se internaban en regiones más siniestras. Durante el día no encontraban enemigos.
A veces, por la noche, mientras dormitaban acurrucados e inquietos en algún
escondite a la vera del camino, oían clamores y el rumor de
numerosos pies o el galope
rápido de algún caballo espoleado con crueldad. Pero mucho peor que todos aquellos
peligros era la amenaza cada vez más inminente que se cernía sobre ellos: la
terrible amenaza del Poder que aguardaba, abismado en profundas cavilaciones
y en una malicia insomne detrás del velo oscuro que ocultaba el Trono. Se acercaba,
se acercaba cada vez más, negro y espectral, alzándose como un muro de tinieblas
en el confín último del mundo.
Llegó por fin una noche,
una noche terrible; y mientras los Capitanes del Oeste se acercaban a los lindes
de las tierras vivas, los dos viajeros llegaron a una hora de desesperación
ciega. Hacía cuatro días que habían escapado de las filas de los orcos, pero
el tiempo los perseguía como un sueño cada vez más oscuro. Durante todo aquel
día Frodo no había hablado ni una sola vez, y caminaba encorvado, tropezando
a cada rato, como si ya no distinguiera el camino. Sam adivinaba que de todas
las penurias que compartían, a Frodo le tocaba la peor: soportar el peso siempre
creciente del Anillo, una carga para el cuerpo y un tormento para la mente.
Y veía con desesperación que la mano de Frodo se alzaba de tanto en tanto como
para esquivar un golpe, o para proteger los ojos contraídos de la mirada inquisitiva
de un ojo abominable. Y que la mano derecha subía de vez en cuando al pecho
para aferrarse a algo; y que luego como dominándose, lo soltaba lentamente.
La noche retornaba, y Frodo
se sentó con la cabeza entre las rodillas; los brazos colgantes tocaban el suelo
y las manos le temblaban ligeramente. Sam no dejó de observarlo hasta que la
oscuridad los envolvió, y no pudieron verse. Entonces, no encontrando más que
decir, se volvió a sus propios y sombríos pensamientos. Pero a él, aunque exhausto
y bajo una sombra de temor, aún le quedaban fuerzas. En verdad, las lembas tenían
una virtud sin la cual hacía tiempo se habrían acostado a morir. Pero no saciaban
el hambre, y por momentos Sam soñaba despierto con comida, y suspiraba por el
pan y las viandas sencillas de la Comarca. Y sin embargo este pan del camino
de los elfos tenía una potencia que se acrecentaba a medida que los viajeros
dependían sólo de él para sobrevivir, y lo comían sin mezclarlo con otros alimentos.
Nutría la voluntad, y daba fuerza y resistencia, permitiendo dominar los músculos
y los miembros más allá de toda medida humana. Ahora, sin embargo, era menester
tomar una determinación. Por aquel camino ya no podían continuar, pues llevaba
al este, hacia la gran Sombra, mientras que la montaña se erguía ahora a la
derecha, casi en línea recta al sur, y hacia allí tenían que ir. Pero ante ella
se extendía una vasta región de tierra humeante, yerma, cubierta de cenizas.
— ¡Agua, agua! —murmuró
Sam. Había evitado beber y ahora tenía la boca reseca y la lengua pastosa e
hinchada; aun así les quedaba bien poca, tal vez una media botella, y para quién
sabe cuántos días de marcha. Y se les habría agotado hacía tiempo, si no se
hubieran atrevido
a tomar por el camino de
los orcos. Porque a lo largo del camino, a grandes intervalos, habían construido
cisternas para las tropas que enviaban con urgencia a las regiones sin agua.
En una de aquellas cisternas Sam había encontrado un fondo de agua, enlodada
por los orcos, pero suficiente en este caso desesperado. Sin embargo, de eso
hacía ya un día entero. Y no tenía esperanzas de encontrar
mas.
Al fin, abrumado por las
preocupaciones, Sam se adormeció; quizá la mañana, cuando llegase, traería algo
nuevo; por el momento no podía hacer más. Los sueños se le confundían con la
vigilia en un duermevela desasosegado. Veía luces semejantes a ojos voraces
y malévolos, y formas oscuras y rastreras, y oía ruidos como de bestias salvajes
o los gritos escalofriantes de criaturas torturadas; y cuando se despertaba
sobresaltado, se encontraba en un mundo oscuro, perdido en un vacío de tinieblas.
Una vez, al incorporarse y mirar en torno con ojos despavoridos creyó ver unas
luces pálidas que parecían ojos, pero que al instante parpadearon y se desvanecieron.
Lenta, como con desgana,
transcurrió aquella noche espantosa. La mañana que siguió fue lívida y apagada:
pues allí, ya cerca de la montaña, el aire era eternamente lóbrego, y los velos
de la Sombra que Sauron tejía alrededor salían arrastrándose desde la Torre
Oscura. Tendido de espaldas en el suelo, Frodo continuaba inmóvil, y Sam de
pie junto a él, no se decidía a hablar, aunque sabía que era él ahora quien
tenía la palabra: era menester que convenciera a Frodo de la necesidad de un
nuevo esfuerzo. Por fin se agachó, y acariciando la frente de Frodo, le habló
al oído.
—¡Despiértese, mi amo!
—dijo — . Es hora de volver a partir.
Como arrancado del sueño
por el sonido repentino de una campanilla, Frodo se levantó rápidamente y miró
en lontananza, hacia el sur; pero cuando sus ojos tropezaron con la montaña
y el desierto, volvió a desanimarse.
—No puedo, Sam —dijo—.
Es tan pesado, tan pesado.
Sam sabía aún antes de
hablar que sus palabras serían inútiles, y que hasta podían causar más mal que
bien, pero movido por la compasión no pudo contenerse.
—Entonces, deje usted que
lo lleve yo un rato, mi amo —dijo—. Usted sabe que lo haría de buen grado, mientras
me queden fuerzas. Un resplandor feroz apareció en los ojos de Frodo.
—¡Atrás! ¡No me toques!
—gritó — . Es mío, te he dicho. ¡Vete! —La mano buscó a tientas la empuñadura
de la espada. Pero al instante habló con otra voz.— No, no, Sam —dijo con tristeza—.
Pero tienes que entenderlo. Es mi fardo, y sólo a mí me toca soportarlo. Ya
es demasiado tarde, Sam querido. Ya no puedes volver a ayudarme de esa
forma. Ahora me tiene casi
en su poder. No podría confiártelo, y si tú intentaras arrebatármelo, me volvería
loco. Sam asintió.
—Comprendo —dijo—. Pero
he estado reflexionando, señor Frodo, y creo que hay otras cosas de las que
podríamos prescindir. ¿Por qué no aligerar un poco la carga? Ahora tenemos que
ir derecho hacia allá. —Señaló la montaña.— Es inútil cargar con cosas que quizá
no necesitemos.
Frodo miró de nuevo la
montaña.
—No —dijo—, en ese camino
no necesitaremos muchas cosas. Y cuando lleguemos al final, no necesitaremos
nada.
Recogió el escudo orco
y lo arrojó a lo lejos, y con el yelmo hizo lo mismo. Luego, abriéndose el manto
élfico, desabrochó el pesado cinturón y lo dejó caer, y junto con él la espada
y la vaina. Rasgó los jirones de la capa negra y los desparramó por el suelo.
—Listo, ya no seré más
un orco —gritó—, ni llevaré arma alguna, hermosa o aborrecible. ¡Que me capturen,
si quieren!
Sam lo imitó, dejando a
un lado los atavíos orcos; luego vació la mochila. De algún modo, les había
tomado apego a todas las cosas que llevaba, acaso por la simple razón de que
lo habían acompañado en un viaje tan largo y penoso. De lo que más le costó
desprenderse fue de los enseres de cocina. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Se acuerda de aquella
presa de conejo, señor Frodo? —dijo—. ¿Y de nuestro refugio abrigado en el país
del Capitán Faramir, el día que vi el olifante?
—No, Sam, temo que no —dijo
Frodo—. Sé que esas cosas ocurrieron, pero no puedo verlas. Ya no me queda nada,
Sam: ni el sabor de la comida, ni la frescura del agua, ni el susurro del viento,
ni el recuerdo de los árboles, la hierba y las flores, ni la imagen de la luna
y las estrellas. Estoy desnudo en la oscuridad, Sam, y entre mis ojos y la rueda
de fuego no queda ningún velo. Hasta con los ojos abiertos empiezo a verlo ahora,
mientras todo lo demás se desvanece.
Sam se acercó y le besó
la mano.
—Entonces, cuanto antes
nos libremos de él, más pronto descansaremos —dijo con la voz entrecortada,
no encontrando palabras mejores—. Con hablar no remediamos nada —murmuró para
sus adentros, mientras recogía todos los objetos que habían decidido abandonar.
No le entusiasmaba la idea de dejarlos allí, en medio de aquel páramo, expuestos
a la vista de vaya a saber quién—. Por lo que oí decir, el hediondo se birló
una cota de orco, y ahora sólo falta que complete sus avíos con una espada.
Como si sus manos no fueran ya bastante peligrosas cuando están vacías. ¡Y no
permitiré que ande toqueteando mis cacerolas!
Llevó entonces todos los
utensilios a una de las muchas fisuras que surcaban el terreno y los echó allí.
El ruido que hicieron las preciosas
marmitas al caer en la
oscuridad resonó en el corazón del hobbit como una campanada fúnebre.
Regresó, y cortó un trozo
de la cuerda álfica para que Frodo se ciñera la capa gris alrededor del talle.
Enrolló con cuidado lo que quedaba y lo volvió a guardar en la mochila. Aparte
de la cuerda, sólo conservó los restos del pan del camino y la cantimplora;
y también a Dardo, que aún le pendía del cinturón; y ocultos en un bolsillo
de la túnica, junto a su pecho, el frasco de Galadriel y la cajita que le había
regalado la Dama.
Y ahora por fin emprendieron
la marcha de cara a la montaña, ya sin pensar en ocultarse, empeñados, a pesar
de la fatiga y la voluntad vacilante, en el esfuerzo único de seguir y seguir.
En la penumbra de aquel día lóbrego, aun en aquella tierra siempre alerta, pocos
hubieran sido capaces de descubrir la presencia de los hobbits, salvo a corta
distancia. Entre todos los esclavos del Señor Oscuro, sólo los Nazgül hubieran
podido ponerlo en guardia contra el peligro que se arrastraba, pequeño pero
indomable, hacia el corazón mismo del bien resguardado territorio. Pero los
Nazgül y sus alas negras estaban ausentes del reino, cumpliendo la misión que
les había sido encomendada: la de acechar, muy lejos de allí, la marcha de los
Capitanes del Oeste, y hacia ellos se volvía el pensamiento de la Torre Oscura.
Aquel día Sam creyó ver
en su amo una nueva fuerza, más de lo que podía justificar el aligeramiento
casi insignificante de la carga. Durante las primeras etapas progresaron más
rápidamente de lo que Sam se había atrevido a esperar. Aunque el terreno era
escabroso y hostil, avanzaron mucho, y la montaña se veía cada vez más próxima.
Pero con el correr del día, cuando la escasa luz empezó a declinar, Frodo volvió
a encorvarse, y a tropezar, como si el reiterado esfuerzo hubiese consumido
todas las energías que le quedaban.
En el último alto se dejó
caer y dijo:
—Tengo sed, Sam. —Y no
volvió a pronunciar palabra.
Sam le hizo beber un largo
sorbo de agua; ahora en la botella quedaba sólo otro trago. Sam no bebió, pero
más tarde, cuando de nuevo cayó sobre ellos la noche de Morder, el recuerdo
del agua se le apareció una y otra vez; y cada arroyuelo, cada río, cada manantial
que había visto en su vida, a la sombra verde de los sauces o centelleante al
sol, danzaba y se rizaba en la oscuridad, atormentándolo. Sentía en los dedos
de los pies la caricia refrescante del barro cuando chapoteaba en el Lago de
Delágua con Alegre Coto y Tom y Ñipo, y con la hermana de ellos, Rosita. «Pero
hace añares de esto», suspiró, «y tan lejos de aquí. El camino de regreso, si
lo hay pasa por la montaña».
No podía dormir, y discutió
consigo mismo. «Y bien, veamos, nos ha ido mejor de lo que esperabas», dijo
con firmeza. «En todo caso, fue un
buen comienzo. Me parece
que hemos recorrido la mitad del camino, antes de detenernos. Un día más, y
asunto terminado.» Hizo una pausa.
«No seas tonto, Sam Gamyi»,
se respondió con su propia voz. «El no podrá continuar como hasta ahora un día
más, y eso si puede moverse. Y tampoco tú podrás seguir así mucho tiempo, si
le das a él toda el agua, y casi todo lo que queda para comer.»
«Todavía puedo seguir un
largo trecho, y lo haré.»
«¿Hasta dónde?»
«Hasta la montaña, naturalmente.»
«¿Pero entonces, Sam Gamyi,
entonces qué? Cuando llegues allí ¿qué vas a hacer? El solo no podrá conseguir
nada.»
Sam comprendió desconsolado
que para esa pregunta no tenía respuesta. Frodo nunca le había hablado mucho
de la misión, y Sam sabía vagamente que de algún modo había que arrojar el Anillo
al fuego. «Las Grietas del Destino», murmuró, mientras el viejo nombre le volvía
a la memoria. «Pues bien, si el Amo sabe cómo encontrarlas, yo no lo sé.»
«¡Ahí lo tienes!», llegó
la respuesta. «Todo es completamente inútil. El mismo lo dijo. Tú eres el tonto,
tú que sigues afanándote, siempre con esperanzas. Hace días que podías haberte
echado a dormir junto a él, si no estuvieras tan emperrado. De todos modos te
espera la muerte, o algo peor aún. Tanto da que te acuestes ahora y te des por
vencido. Nunca llegarás a la cima.»
«Llegaré, aunque deje todo
menos los huesos por el camino. Y llevaré al señor Frodo a cuestas, aunque me
rompa el lomo y el corazón. ¡Así que basta de discutir!»
En aquel momento Sam sintió
temblar la tierra bajo sus pies y oyó o sintió un rumor prolongado, profundo
y remoto, como de un trueno prisionero en las entrañas de la tierra. Una llama
roja centelleó un instante por debajo de las nubes, y se extinguió. También
la montaña dormía intranquila.
Llegó la última etapa del
viaje al Orodruin, y fue un tormento mucho mayor que todo cuanto Sam se había
creído capaz de soportar. Se sentía enfermo y tenía la garganta tan reseca que
no podía tragar un solo bocado. La oscuridad no cambiaba, no sólo a causa de
los humos de la montaña: una tormenta parecía a punto de estallar, y a lo lejos,
en el sudeste, los relámpagos estriaban el cielo encapotado. Para colmo de males
el aire estaba impregnado de vapores; respirar era doloroso y difícil, y aturdidos
como estaban, tropezaban y caían con frecuencia. Aun así, no cedían, y proseguían
la penosa marcha.
La montaña crecía y crecía,
cada vez más cercana, tan cercana que cuando levantaban las pesadas cabezas,
no veían otra cosa que una enorme mole de ceniza y escoria y roca calcinada,
y en el centro un cono
de flancos empinados que
trepaba hasta las nubes. Antes que la luz crepuscular de todo aquel día se extinguiera
para dar paso a una noche real, los hobbits habían llegado arrastrándose y tropezando
a la base misma de la montaña.
Frodo jadeó y se dejó caer.
Sam se sentó junto a él. Descubrió sorprendido que se sentía cansado pero ligero,
y la cabeza parecía habérsele despejado. Ya no le turbaban la mente nuevas discusiones.
Conocía todas las argucias de la desesperación, y no les prestaba oídos. Estaba
decidido, y sólo la muerte podría detenerlo. Ya no sentía ni el deseo ni la
necesidad de dormir, sino la de mantenerse alerta. Sabía que ahora todos los
azares y peligros convergían hacia un punto: el día siguiente sería un día decisivo,
el día del esfuerzo final o del desastre, el último aliento.
Pero ¿cuándo llegaría?
La noche parecía interminable e intemporal; los minutos morían uno tras otro
para formar una hora que no traía ningún cambio. Sam se preguntó si aquello
no sería el comienzo de una nueva oscuridad, si la luz del día no reaparecería
nunca. Al fin buscó a tientas la mano de Frodo. Estaba fría y trémula. Frodo
tiritaba.
—Hice mal en abandonar
mi manta —murmuró Sam. Y acostándose en el suelo trató de abrigar y reconfortar
a Frodo con los brazos y el cuerpo. Luego el sueño lo venció, y la débil luz
del último día de la misión los encontró lado a lado. El viento había cesado
el día anterior, cuando empezaba a soplar del oeste, y ahora se levantaba otra
vez, no ya desde el oeste sino del norte; la luz de un sol invisible se filtró
en la sombra en que yacían los hobbits.
— ¡Fuerza ahora! ¡El último
aliento! —dijo Sam mientras se incorporaba con dificultad.
Se inclinó sobre Frodo
y lo despertó. Frodo gimió, pero con un gran esfuerzo logró ponerse en pie;
vaciló, y en seguida cayó de rodillas. Alzó los ojos a los flancos oscuros del
Monte del Destino, y apoyándose sobre las manos empezó a arrastrarse.
Sam, que lo observaba,
lloró por dentro, pero ni una sola lágrima le asomó a los ojos secos y arrasados.
—Dije que lo llevaría a
cuestas aunque me rompiese el lomo —murmuró— ¡y lo haré!
»¡ Venga, señor Frodo!
—llamó—. No puedo llevarlo por usted, pero puedo llevarlo a usted junto con
él. ¡Vamos, querido señor Frodo! Sam lo llevará a babuchas. Usted le dice por
dónde, y él irá.
Frodo se le colgó a la
espalda, echándole los brazos alrededor del cuello y apretando firmemente las
piernas; y Sam se enderezó, tambaleándose; y entonces notó sorprendido que la
carga era ligera. Había temido que las fuerzas le alcanzaran a duras penas para
alzar al amo, y que por añadidura tendrían que compartir el peso terrible y
abruma
dor del Anillo maldito.
Pero no fue así. O Frodo estaba consumido por los largos sufrimientos, la herida
del puñal, la mordedura venenosa, las penas, y el miedo y las largas caminatas
a la intemperie, o él, Sam, era capaz aún de un último esfuerzo: lo cierto es
que levantó a Frodo con la misma facilidad con que llevaba a horcajadas a algún
hobbit niño cuando retozaba en los prados o los henares de la Comarca. Respiró
hondo y se puso en camino.
Habían llegado al pie de
la cara septentrional de la montaña, un poco hacia el oeste; allí los largos
flancos grises, aunque anfractuosos, no eran escarpados. Frodo no hablaba y
Sam avanzó como pudo, sin otro guía que la resolución inquebrantable de trepar
lo más alto posible antes que le flaquearan las fuerzas y la voluntad. Trepaba
y trepaba, doblando el cuerpo hacia uno u otro lado para atenuar la subida,
trastabillando con frecuencia, y ya al final arrastrándose como un caracol que
lleva a cuestas una pesada carga. Cuando la voluntad se negó a obedecerle, y
las piernas cedieron, se detuvo, y bajó con cuidado a su amo.
Frodo abrió los ojos y
aspiró una bocanada de aire. Aquí, lejos délos vapores que allá abajo flotaban
a la deriva y se retorcían en espirales, respirar era mucho más fácil.
—Gracias, Sam —dijo en
un susurro entrecortado—. ¿Cuánto falta aún para llegar?
—No lo sé —respondió Sam—,
pues no sé en verdad a dónde vamos.
Volvió la cabeza, y luego
miró para arriba, y al ver el largo trecho que acababa de recorrer quedó estupefacto.
Vista desde abajo, solitaria y siniestra, la montaña le había parecido más alta.
Ahora veía que era menos elevada que las gargantas que él y Frodo habían escalado
en los Ephel Dúath. Los contrafuertes informes y dilapidados de la enorme base
se elevaban hasta unos tres mil pies por encima de la llanura, y sobre ellos,
en el centro, se erguía el cono central, que sólo tenía la mitad de aquella
altura, y que parecía un horno o una chimenea gigantesca coronada por un cráter
mellado. Pero ya Sam había subido hasta la mitad, y la llanura de Gorgoroth
apenas se veía, envuelta en humos y sombras. Y si la garganta reseca se lo hubiese
permitido, Sam habría dado un grito de triunfo al mirar hacia la altura; porque
allá arriba, entre las jibas y las estribaciones escabrosas, acababa de ver
claramente un sendero o camino. Trepaba como una cinta desde el oeste, y serpeando
alrededor de la montaña, y antes de desaparecer en un recodo, llegaba a la base
del cono en la cara occidental.
Sam no alcanzaba a ver
por dónde pasaba el camino directamente encima, pues una cuesta empinada lo
ocultaba a lo lejos; pero adivinaba que lo encontraría si era capaz de hacer
un último esfuerzo, y la esperanza volvió a él. Quizá pudiera aún conquistar
la montaña.
«¡Hasta diría que lo han
puesto a propósito!», se dijo. «Si ese
sendero no estuviera
allí, ahora tendría que aceptar que he sido derrotado.»
El camino no había sido
construido a propósito para Sam. El no lo sabía, pero aquel era el Camino de
Sauron, el que iba desde Baraddür hasta los Sammath Naur, los Recintos del Fuego.
Partía de la gran puerta occidental de la Torre Oscura, atravesaba por un largo
puente de hierro un abismo profundo, y se internaba luego en los llanos; durante
una legua corría entre dos precipicios humeantes y llegaba a un extenso terraplén
empinado en el flanco oriental. Desde allí, girando y enroscándose en la ancha
cintura de la montaña de norte a sur, trepaba por fin alrededor del cono, pero
lejos aún de la cima humeante, hasta una entrada oscura que miraba al este,
a la ventana del Ojo en la fortaleza envuelta en sombras de Sauron. La vorágine
de los hornos de la montaña obstruía o destruía el camino con frecuencia, y
una tropa de orcos trabajaba día y noche reparándolo y limpiándolo.
Sam respiró con fuerza.
Había un sendero, pero no sabía cómo escalaría la ladera que llevaba a él. Ante
todo necesitaba aliviar la espalda dolorida. Se acostó un rato junto a Frodo.
Ninguno de los dos hablaba. La claridad crecía lentamente. De pronto lo asaltó
un sentimiento inexplicable de apremio, como si alguien le hubiese gritado:
¡Ahora, ahora, o será demasiado tarde! Se incorporó. También Frodo parecía haber
sentido la llamada. Trató de ponerse de rodillas. —Me arrastraré, Sam —jadeó.
Y así, palmo a palmo, como
pequeños insectos grises, reptaron cuesta arriba. Cuando llegaron al sendero
notaron que era ancho y que estaba pavimentado con cascajo y ceniza apisonada.
Frodo gateó hasta él, y luego, como de mala gana, giró con lentitud sobre sí
mismo para mirar al Este. Las sombras de Sauron flotaban a lo lejos; pero desgarradas
por una ráfaga de algún viento del mundo, o movidas quizá por una profunda desazón
interior, las nubes envolventes ondularon y se abrieron un instante; y entonces
Frodo vio, negros, más negros y más tenebrosos que las vastas sombras de alrededor,
los pináculos crueles y la corona de hierro de la torre más alta de Baraddür:
espió un segundo apenas, pero fue como si desde una ventana enorme e inconmensurablemente
alta brotara una llama roja, un puñal de fuego que apuntaba hacia el Norte:
el parpadeo de un Ojo escrutador y penetrante; en seguida las sombras se replegaron
y la terrible visión desapareció. El Ojo no apuntaba hacia ellos: tenía la mirada
fija en el norte, donde se encontraban acorralados los Capitanes del Oeste;
y en ellos concentraba ahora el Poder toda su malicia, mientras se preparaba
a asestar el golpe mortal; pero Frodo, ante aquella visión pavorosa, cayó como
herido mortalmente. La mano buscó a tientas la cadena alrededor del cuello.
Sam se arrodilló junto
a él. Débil, casi inaudible, escuchó la voz susurrante de Frodo:
— ¡Ayúdame, Sam! ¡Ayúdame!
¡Deténme la mano! Yo no puedo hacerlo.
Sam le tomó las dos manos
y juntándolas, palma contra palma, las besó; y las retuvo entre las suyas. De
pronto, tuvo miedo. «¡Nos han descubierto!», se dijo. «Todo ha terminado, o
terminará muy pronto. Sam Gamyi, este es el fin del fin.»
Levantó de nuevo a Frodo,
y sosteniéndole las manos apretadas contra su propio pecho, lo cargó una vez
más, con las piernas colgantes. Luego inclinó la cabeza, y echó a andar cuesta
arriba. El camino no era tan fácil de recorrer como le había parecido a primera
vista. Por fortuna, los torrentes de fuego que la montaña había vomitado cuando
Sam se encontraba en Cirith Ungol, se habían precipitado sobre todo a lo largo
de las laderas meridional y occidental, y de este lado el camino no estaba obstruido,
aunque sí desmoronado en muchos sitios, o atravesado por largas y profundas
fisuras. Luego de trepar hacia el este durante un trecho, se replegaba sobre
sí mismo en un ángulo cerrado, y continuaba avanzando hacia el oeste. Allí,
en la curva, lo cortaba un risco de vieja piedra carcomida por la intemperie,
vomitada en días remotos por los hornos de la montaña. Jadeando bajo su carga,
Sam volvió el recodo; y en el momento mismo en que doblaba alcanzó a ver de
soslayo algo que caía desde el risco, algo que parecía ser un pedacito de roca
negra que se hubiera desprendido mientras él pasaba.
Sintió el golpe de un peso
repentino, y cayó de bruces, lastimándose el dorso de las manos, que aún sujetaban
las de Frodo. Entonces comprendió lo que había pasado, porque por encima de
él, mientras yacía en el suelo, oyó una voz que odiaba.
—¡Amo malvado! —siseó la
voz—, ¡Amo malvado que nos traiciona; traiciona a Sméagol, gollum\ No tiene
que ir en esta dirección. No tiene que dañar el Tesoro. ¡Dáselo a Sméagol, dáselo
a nosotros! ¡Dáselo a nosotros!
De un tirón violento, Sam
se levantó y desenvainó a Dardo; pero no pudo hacer nada. Gollum y Frodo estaban
en el suelo, trabados en lucha. De bruces sobre Frodo, Gollum manoteaba, tratando
de aferrar la cadena y el Anillo. Aquello, un ataque, una tentativa de arrebatarle
por la fuerza el tesoro, era quizá lo único que podía avivar las ascuas moribundas
en el corazón y en la voluntad de Frodo. Se debatía con una furia repentina
que dejó atónito a Sam, y también a Gollum. Sin embargo, el desenlace habría
sido quizá muy diferente, si Gollum hubiera sido la criatura de antes; pero
los senderos tormentosos que había transitado, solo, hambriento y sin agua,
impulsado por una codicia devoradora y un miedo aterrador, habían dejado en
él huellas lastimosas. Estaba flaco, consumido y macilento, todo piel y huesos.
Una luz salvaje le ardía en los ojos, pero ya la fuerza de los pies y las manos
no respondía como antes a la malicia de la criatura. Frodo se desembarazó de
él de un empujón, y se levantó temblando.
— ¡Al suelo, al suelo!
—jadeó, mientras apretaba la mano contra el pecho para aferrar el Anillo bajo
el justillo de cuero—. ¡Al suelo, criatura rastrera, apártate de mi camino!
Tus días están contados. Ya no puedes traicionarme ni matarme.
Entonces, como le sucediera
ya una vez a la sombra de los Emyn Muil, Sam vio de improviso con otros ojos
a aquellos dos adversarios. Una figura acurrucada, la sombra pálida de un ser
viviente, una criatura destruida y derrotada, y poseída a la vez por una codicia
y una furia monstruosa; y ante ella, severa, insensible ahora a la piedad, una
figura vestida de blanco, que lucía en el pecho una rueda de fuego. Y del fuego
brotó imperiosa una voz.
— ¡Vete, no me atormentes
más! ¡Si me vuelves a tocar, también tú serás arrojado al Fuego del Destino!
La forma acurrucada retrocedió;
los ojos contraídos reflejaban terror, pero también un deseo insaciable.
Entonces la visión se desvaneció,
y Sam vio a Frodo de pie, la mano sobre el pecho, respirando afanoso, y a Gollum
de rodillas a los pies de su amo, las palmas abiertas apoyadas en el suelo.
— ¡Cuidado! —gritó Sam—.
¡Va a saltar! —Dio un paso adelante, blandiendo la espada.— ¡Pronto, Señor!
—jadeó—. ¡Siga adelante! ¡Adelante! No hay tiempo que perder. Yo me encargo
de él. ¡Adelante!
—Sí, tengo que seguir adelante
—dijo Frodo—. ¡Adiós, Sam! Este es el fin. En el Monte del Destino se cumplirá
el destino. ¡Adiós!
Dio media vuelta, y lento
pero erguido echó a andar por el sendero ascendente.
— ¡ Ahora! — dij o Sam—.
¡ Por fin puedo arreglar cuentas contigo! —Saltó hacia delante, con la espada
pronta para la batalla. Pero Gollum no reaccionó. Se dejó caer en el suelo cuan
largo era, y se puso a lloriquear.
—No mates a nosssotros
—gimió — . No lassstimes a nosssotros con el horrible y cruel acero. ¡Déjanosss
vivir, sssí, déjanosss vivir sólo un poquito más! ¡Perdidos perdidos! Essstamos
perdidos. Y cuando el Tesssoro desaparezca, nosssotros moriremos, sssí, moriremos
en el polvo. —Con los largos dedos descarnados manoteó un puñado de cenizas.—
¡Sssí! —siseó—, ¡en el polvo!
La mano de Sam titubeó.
Ardía de cólera, recordando pasadas felonías. Matar a aquella criatura pérfida
y asesina sería justo: se lo había merecido mil veces; y además, parecía ser
la única solución segura. Pero en lo profundo del corazón, algo retenía a Sam:
no podía herir de muerte a aquel ser desvalido, deshecho, miserable que yacía
en el polvo. El, Sam, había llevado el Anillo, sólo por poco tiempo, pero ahora
imaginaba oscuramente la agonía del desdichado Gollum, esclavizado al Anillo
en cuerpo y alma, abatido, incapaz de volver a conocer en la
vida paz y sosiego. Pero
Sam no tenía palabras para expresar lo que sentía.
—¡Maldita criatura pestilente!
—dijo—. ¡Vete de aquí! ¡Lárgate! No me fío de ti, no, mientras te tenga lo bastante
cerca como para darte un puntapié; pero lárgate. De lo contrario te lastimaré,
sí, con el horrible y cruel acero.
Gollum se levantó en cuatro
patas y retrocedió varios pasos, y de improviso, en el momento en que Sam amenazaba
un puntapié, dio media vuelta y echó a correr sendero abajo. Sam no se ocupó
más de él. De pronto se había acordado de Frodo. Escudriñó la cuesta y no alcanzó
a verlo. Corrió arriba, trepando. Si hubiera mirado para atrás, habría visto
a Gollum que un poco más abajo daba otra vez media vuelta, y con una luz de
locura salvaje en los ojos, se arrastraba veloz pero cauto, detrás de Sam: una
sombra furtiva entre las piedras.
El sendero continuaba en
ascenso. Un poco más adelante describía una nueva curva, y luego de un último
tramo hacia el este, entraba en un saliente tallado en la cara del cono, y llegaba
a una puerta sombría en el flanco de la montaña, la Puerta de los Sammath Naur.
Subiendo ahora hacia el sur a través de la bruma y la humareda, el sol ardía
amenazante, un disco borroso de un rojo casi lívido; y Morder yacía como una
tierra muerta alrededor de la Montaña, silencioso, envuelto en sombras, a la
espera de algún golpe terrible.
Sam fue hasta la boca de
la cavidad y se asomó a escudriñar. Estaba a oscuras y exhalaba calor, y un
rumor profundo vibraba en el aire.
— ¡Frodo! ¡Mi amo! —llamó.
No hubo respuesta. Sintiendo que el miedo le encogía el corazón, aguardó un
momento, y luego se precipitó a la cavidad. Una sombra se escurrió detrás de
él.
Al principio no vio nada.
Sacó una vez más el frasco de Galadriel, pero estaba pálido y frío en la mano
temblorosa, y en aquella oscuridad asfixiante no emitía ninguna luz. Sam había
penetrado en el corazón del reino de Sauron y en las fraguas de su antiguo poderío,
el más omnipotente de la Tierra Media, que subyugara a todos los otros poderes.
Había avanzado unos pasos temerosos e inciertos en la oscuridad, cuando un relámpago
rojo saltó de improviso, y se estrelló contra el techo negro y abovedado. Sam
vio entonces que se encontraba en una caverna larga o en una galería perforada
en el cono humeante de la montaña. Un poco más adelante el pavimento y las dos
paredes laterales estaban atravesados por una profunda fisura, y de ella brotaba
el resplandor rojo, que de pronto trepaba en una súbita llamarada, de pronto
se extinguía abajo, en la oscuridad; desde los abismos subía un rumor y una
conmoción, como de máquinas enormes que golpearan y trabajaran.
La luz volvió a saltar,
y allí, al borde del abismo de pie delante de la Grieta del Destino, vio a Frodo,
negro contra el resplandor, tenso, erguido pero inmóvil, como si fuera de piedra.
— ¡Amo! —gritó Sam.
Entonces Frodo pareció
despertar, y habló con una voz clara, una voz límpida y potente que Sam no le
conocía, y que se alzó sobre el tumulto y los golpes del Monte del Destino,
y retumbó en el techo y las paredes de la caverna.
—He llegado —dijo—. Pero
ahora he decidido no hacer lo que he venido a hacer. No lo haré. ¡El Anillo
es mío! Y de pronto se lo puso en el dedo, y desapareció de la vista de Sam.
Sam abrió la boca y jadeó, pero no llegó a gritar, porque en aquel instante
ocurrieron muchas
cosas.
Algo le asestó un violento
golpe en la espalda, que lo hizo volar piernas arriba y caer a un costado, de
cabeza contra el pavimento de piedra, mientras una forma oscura saltaba por
encima de él. Se quedó tendido allí un momento, y luego todo fue oscuridad.
Y allá lejos, mientras
Frodo se ponía el Anillo y lo reclamaba para él, hasta en los Sammath Naur,
el corazón mismo del reino de Sauron, el Poder de Baraddür se estremecía, y
la Torre temblaba desde los cimientos hasta la cresta fiera y orgullosa. El
Señor Oscuro comprendió de pronto que Frodo estaba allí, y el Ojo, capaz de
penetrar en todas las sombras, escrutó a través de la llanura hasta la puerta
que él había construido; y la magnitud de su propia locura le fue revelada en
un relámpago enceguecedor, y todos los ardides del enemigo quedaron por fin
al desnudo. Y la ira ardió en él con una llama devoradora, y el miedo creció
como un inmenso humo negro, sofocándolo. Pues conocía ahora qué peligro mortal
lo amenazaba, y el hilo del que pendía su destino.
Y al abandonar de pronto
todos los planes y designios, las redes de miedo y perfidia, las estratagemas
y las guerras, un estremecimiento sacudió al reino entero, de uno a otro confín;
y los esclavos se encogieron, y los ejércitos suspendieron la lucha, y los capitanes,
de pronto sin guía, privados de voluntad, temblaron y desesperaron. Porque habían
sido olvidados. La mente y los afanes del poder que los conducía se concentraban
ahora con una fuerza irresistible en la montaña. Convocados por él, remontándose
con un grito horripilante, en una última carrera desesperada, más raudos que
los vientos volaron los Nazgül, los Espectros del Anillo, y en medio de una
tempestad de alas se precipitaron al sur, hacia el Monte del Destino.
Sam se levantó. Se sentía
aturdido, y la sangre que le manaba de la cabeza le oscurecía la vista. Avanzó
a tientas, y de pronto se encontró con una escena terrible y extraña. Gollum
en el borde del abismo
Los fuegos del abismo despertaron
iracundos, la luz roja se encendió en grandes llamaradas, y un resplandor incandescente
llenó la caverna. Y de pronto Sam vio que las largas manos de Gollum subían
hasta la boca; los blancos colmillos relucieron y se cerraron con un golpe seco
al morder. Frodo lanzó un grito, y apareció, de rodillas en el borde del abismo.
Pero Gollum bailaba desenfrenado, y levantaba en alto el Anillo, con un dedo
todavía ensartado en el aro. Y ahora brillaba como si en verdad lo hubiesen
forjado en fuego vivo.
—¡Tesssoro, tesssoro, tesssoro!
—gritaba Gollum—. ¡Mi tesssoro! ¡Oh mi Tesssoro! —Y entonces, mientras alzaba
los ojos para deleitarse en el botín, dio un paso de más, se tambaleó un instante
en el borde, y luego, con un alarido, se precipitó en el vacío. Desde los abismos
llegó su último lamento ¡Tesssoro! y desapareció para siempre.
Hubo un rugido y una gran
confusión de ruidos. Las llamas brincaron y lamieron el techo. Los golpes aumentaron
y se convirtieron en un tumulto, y la montaña tembló. Sam corrió hacia Frodo,
lo levantó y lo llevó en brazos hasta la puerta. Y allí, en el oscuro umbral
de los Sammath Naur, allá arriba, lejos, muy lejos de las llanuras de Morder,
quedó de pronto inmóvil de asombro y de terror, y olvidándose de todo miró en
torno, como petrificado.
Tuvo una visión fugaz de
nubes turbulentas, en medio de las cuales se erguían torres y murallas altas
como colinas, levantadas sobre el poderoso trono de la montaña por encima de
fosos insondables; vastos patios y mazmorras, y prisiones de muros ciegos y
verticales como acantilados, y puertas entreabiertas de acero y adamante; y
de pronto todo desapareció. Se desmoronaron las torres y se hundieron las montañas;
los muros se resquebrajaron, derrumbándose en escombros; trepó el humo en espirales,
y unos grandes chorros de vapor se encresparon, estrellándose como la cresta
impetuosa de una ola, para volcarse en espuma sobre la tierra. Y entonces, por
fin, llegó un rumor sordo y prolongado que creció y creció hasta transformarse
en un estruendo y en un estrépito ensordecedor; tembló la tierra, la llanura
se hinchó y se agrietó, y el Orodruin vaciló. Y por la cresta hendida vomitó
ríos de fuego. Estriados de relámpagos, atronaron los cielos. Restallando como
furiosos latigazos, cayó un torrente de lluvia negra. Y al corazón mismo de
la tempestad, con un grito que traspasó todos los otros ruidos, desgarrando
las nubes, llegaron los Nazgül; y atrapados como dardos incandescentes en la
vorágine de fuego de las montañas y los cielos, crepitaron, se consumieron,
y desaparecieron.
—Y bien, éste es el fin,
Sam Gamyi —dijo una voz junto a Sam. Y allí estaba Frodo, pálido y consumido,
pero otra vez él, y ahora había paz en sus ojos: no más locura, ni lucha interior,
ni miedos. Ya no llevaba la carga consigo. Era ahora el querido amo de los dulces
días de la Comarca.
—¡Mi amo! —gritó Sam, y
cayó de rodillas. En medio de todo aquel mundo en ruinas, por el momento sólo
sentía júbilo, un gran júbilo. El fardo ya no existía. El amo se había salvado
y era otra vez Frodo, el Frodo de siempre, y estaba libre. De pronto Sam reparó
en la mano mutilada y sangrante.
—¡Oh, esa mano de usted!
—exclamó—. Y no tengo nada con que aliviarla o vendarla. Con gusto le habría
cedido a cambio una de las mías. Pero ahora se ha ido, se ha ido para siempre.
—Sí —dijo Frodo—. Pero
¿recuerdas las palabras de Gandalf ? Hasta Gollum puede tener aún algo que hacer.
Si no hubiera sido por él, Sam, yo no habría podido destruir el Anillo. Y el
amargo viaje habría sido en vano, justo al fin. ¡Entonces, perdonémoslo! Pues
la misión ha sido cumplida, y todo ha terminado. Me hace feliz que estés aquí
conmigo. Aquí al final de todas las cosas, Sam.
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