EL CAMPO
DE CORMALLEN
El océano embravecido de
los ejércitos de Mordor inundaba las colinas. Los Capitanes del Oeste empezaban
a zozobrar bajo la creciente marejada. El sol rojo, ardía, y bajo las alas de
los Nazgül las sombras negras de la muerte se proyectaban sobre la tierra. Aragorn,
erguido al pie de su estandarte, silencioso y severo, parecía abismado en el
recuerdo de cosas remotas; pero los ojos le resplandecían, como las estrellas
que brillan más cuanto más profunda y oscura es la noche. En lo alto de la colina
estaba Gandalf, blanco y frío, y sobre él no caía sombra alguna. El asalto de
Mordor rompió corno una ola sobre los montes asediados, y las voces rugieron
como una marea tempestuosa en medio de la zozobra y el fragor de las armas.
De pronto, como despertado
por una visión súbita, Gandalf se estremeció; y volviendo la cabeza miró hacia
el norte, donde el cielo estaba pálido y luminoso. Entonces levantó las manos
y gritó con una voz poderosa que resonó por encima del estrépito:
—¡Llegan las Águilas!
Y muchas voces respondieron,
gritando:
—¡Llegan las Águilas! ¡Llegan
las Águilas!
Los de Mordor levantaron
la vista, preguntándose qué podía significar aquella señal.
Y vieron venir a Gwaihir
el Señor de los Vientos, y a su hermano Landroval, las más grandes de todas
las Águilas del Norte, los descendientes más poderosos del viejo Thorondor,
aquel que en los tiempos en que la Tierra Media era joven, construía sus nidos
en los picos inaccesibles de las Montañas Circundantes. Detrás de las águilas,
rápidas como un viento creciente, llegaban en largas hileras todos los vasallos
de las montañas del Norte. Y desplomándose desde las altas regiones del aire,
se lanzaron sobre los Nazgül, y el batir de las grandes alas era como el rugido
de un huracán.
Pero los Nazgül, respondiendo
a la súbita llamada de un grito terrible en la Torre Oscura, dieron media vuelta,
y huyeron, desvaneciéndose en las tinieblas de Mordor; y en el mismo instante
todos los ejércitos de Mordor se estremecieron, la duda oprimió los corazones;
enmudecieron las risas, las manos temblaron, los miembros flaquearon. El Poder
que los conducía, que los
alimentaba de odio y de furia, vacilaba; ya su voluntad no estaba con ellos;
y al mirar a los ojos a los enemigos, vieron allí una luz de muerte, y tuvieron
miedo.
Entonces todos los Capitanes
del Oeste prorrumpieron en gritos, porque en medio de tanta oscuridad una nueva
esperanza henchía los corazones. Y desde las colinas sitiadas los Caballeros
de Gondor, los Jinetes de Rohan, los Dúnedain del Norte, compañías compactas
de valientes guerreros, se precipitaron sobre los adversarios vacilantes, abriéndose
paso con el filo implacable de las lanzas. Pero Gandalf alzó los brazos y una
vez más los exhortó con voz clara.
— ¡Deteneos, Hombres del
Oeste! ¡Deteneos y esperad! Ha sonado la hora del destino.
Y aun mientras pronunciaba
estas palabras, la tierra se estremeció bajo los pies de los hombres, una vasta
oscuridad llameante invadió el cielo, y se elevó por encima de las Torres de
la Puerta Negra, más alta que las montañas. Tembló y gimió la tierra. Las Torres
de los Dientes se inclinaron, vacilaron un instante y se desmoronaron; en escombros
se desplomó la poderosa muralla; la Puerta Negra saltó en ruinas, y desde muy
lejos, ora apagado, ora creciente, trepando hasta las nubes, se oyó un tamborileo
sordo y prolongado, un estruendo, los largos ecos de un redoble de destrucción
y ruina.
—¡El reino de Sauron ha
sucumbido! —dijo Gandalf—. El Portador del Anillo ha cumplido la Misión. —Y
al volver la mirada hacia el sur, hacia el país de Mordor, los Capitanes creyeron
ver, negra contra el palio de las nubes, una inmensa forma de sombra impenetrable,
coronada de relámpagos, que invadía toda la bóveda del cielo; se desplegó gigantesca
sobre el mundo, y tendió hacia ellos una gran mano amenazadora, terrible pero
impotente: porque en el momento mismo en que empezaba a descender, un viento
fuerte la arrastró y la disipó; y siguió un silencio profundo.
Los Capitanes del Oeste
bajaron entonces las cabezas; y cuando las volvieron a alzar he aquí que los
enemigos se dispersaban en fuga y el poder de Mordor se deshacía como polvo
en el viento. Así como las hormigas que cuando ven morir a la criatura despótica
y malévola que las tiene sometidas en la colina pululante, echan a andar sin
meta ni propósito, y se dejan morir, así también las criaturas de Sauron, orcos
y trolls, y bestias hechizadas, corrían despavoridas de un lado a otro; y algunas
se dejaban morir o se mataban entre ellas, otras se arrojaban a los fosos, o
huían gimiendo a esconderse en agujeros oscuros, lejos de toda esperanza. Pero
los hombres de Rhün y de Harad, los del Este y los Sureños, viendo la gran majestad
de los Capitanes del Oeste, daban ya
por perdida la guerra.
Y los que por más largo tiempo habían estado al servicio de Mordor, los que
más se habían sometido a aquella servidumbre, aquellos que odiaban al Oeste,
y eran aún arrogantes y temerarios, se unieron decididos a dar una última batalla
desesperada. Pero los demás huían hacia el este; y algunos arrojaban las armas
e imploraban clemencia.
Entonces Gandalf, dejando
la conducción de la batalla en manos de Aragorn y de los otros capitanes, llamó
desde la colina; y la gran águila Gwaihir, el Señor de los Vientos, descendió
y se posó a los pies del mago.
—Dos veces me has llevado
ya en tus alas, Gwaihir, amigo mío —dijo Gandalf—. Esta será la tercera y la
última, si tú quieres. No seré una carga mucho más pesada que cuando me recogiste
en Zirakzigil, donde ardió y se consumió mi vieja vida.
—A donde tú me pidieras
te llevaría —respondió Gwaihir—, aunque fueses de piedra.
—Vamos, pues, y que tu
hermano nos acompañe, junto con otro de tus vasallos más veloces. Es menester
que volemos más raudos que todos los vientos, superando a las alas de los Nazgül.
—Sopla el Viento del Norte
—dijo Gwaihir—, pero lo venceremos. —Y levantó a Gandalf y voló rumbo al sur,
seguido por Landroval, y por el joven y veloz Meneldor. Y volando pasaron sobre
Udün y Gorgoroth, y vieron toda la tierra destruida y en ruinas, y ante ellos
el Monte del Destino, que humeaba y vomitaba fuego.
—Me hace feliz que estés
aquí conmigo —dijo Frodo—. Aquí al final de todas las cosas, Sam.
—Sí, estoy con usted, mi
amo —dijo Sam, con la mano herida de Frodo suavemente apretada contra el pecho—.
Y usted está conmigo. Y el viaje ha terminado. Pero después de haber andado
tanto, no quiero aún darme por vencido. No sería yo, si entiende lo que le quiero
decir.
—Tal vez no, Sam —dijo
Frodo—, pero así son las cosas en el mundo. La esperanza se desvanece. Se acerca
el fin. Ahora sólo nos queda una corta espera. Estamos perdidos en medio de
la ruina y de la destrucción, y no tenemos escapatoria.
—Bueno, mi amo, de todos
modos podríamos alejarnos un poco de este lugar tan peligroso, de esta Grieta
del Destino, si así se llama. ¿ No le parece? Venga, señor Frodo, bajemos al
menos al pie de este sendero.
—Está bien, Sam, si ése
es tu deseo, yo te acompañaré —dijo Frodo; y se levantaron y lentamente bajaron
la cuesta sinuosa; y cuando llegaban al vacilante pie de la montaña, los Sammath
Naur escupieron un chorro de vapor y humo y el flanco del cono se resquebrajó,
y un vómito enorme e incandescente rodó en una cascada lenta y atronadora por
la ladera oriental de la montaña.
Frodo y Sam no pudieron
seguir avanzando. Las últimas energías del cuerpo y de la mente los abandonaban
con rapidez. Se habían detenido en un montículo de cenizas al pie de la montaña;
y desde allí no había ninguna vía de escape. Ahora era como una isla, pero no
resistiría mucho tiempo más, en medio de los estertores del Orodruin. La tierra
se agrietaba por doquier, y de las fisuras y de los pozos insondables saltaban
cataratas de humo y de vapores. Detrás, la montaña se contraía atormentada.
Grandes heridas rojas se abrían en los flancos, mientras ríos de fuego descendían
lentos hacia ellos. No tardarían mucho en sepultarlos. Caía una lluvia de ceniza
incandescente.
Ahora estaban de pie, inmóviles;
Sam, que aún sostenía la mano de Frodo, se la acarició. Luego suspiró.
—Qué cuento hemos vivido,
señor Frodo, ¿no le parece? —dijo—. ¡ Me gustaría tanto oírlo! ¿ Cree que dirán:
Y aquí empieza la historia de Frodo Nuevededos y el Anillo del Destino^ Y entonces
se hará un gran silencio, como cuando en Rivendel nos relataban la historia
de Beren el Manco y las Tres Joyas. ¡Cuánto me gustaría escucharla! Y cómo seguirá,
me pregunto, después de nuestra parte.
Pero mientras hablaba así,
para alejar el miedo hasta el final, la mirada de Sam se perdía en el norte,
y el ojo del huracán, allí donde el cielo distante aparecía límpido, pues un
viento frío, que ahora soplaba como un vendaval, disipaba la oscuridad y la
ruina de las nubes.
Y así fue como los vio
desde lejos la mirada de largo alcance de Gwaihir, cuando llevada por el viento
huracanado, y desafiando el peligro de los cielos, volaba en círculos altos:
dos figuras diminutas y oscuras, desamparadas, de pie sobre una pequeña colina,
y tomadas de la mano mientras alrededor el mundo agonizaba jadeando y estremeciéndose,
y rodeadas por torrentes de fuego que se les acercaban. Y en el momento en que
los descubrió y bajaba hacia ellos, los vio caer, exhaustos, o asfixiados por
el calor y las exhalaciones, o vencidos al fin por la desesperación, tapándose
los ojos para no ver llegar la muerte.
Yacían en el suelo, lado
a lado; y Gwaihir descendió y se posó junto a ellos; y detrás de él llegaron
Landroval y el veloz Meneldor; y como en un sueño, sin saber qué destino les
había tocado, los viajeros fueron recogidos y llevados fuera, lejos de las tinieblas
y los fuegos.
Cuando despertó, Sam notó
que estaba acostado en un lecho mullido, pero sobre él se mecían levemente grandes
ramas de abedul, y la luz verde y dorada del sol se filtraba a través del follaje.
Todo el aire era una mezcla de fragancias dulces.
Recordaba aquel perfume:
los aromas de Ithilien.
«¡Corcholis!», murmuró.
«¿Por cuánto tiempo habré dormido?»
Pues aquella fragancia
lo había transportado al día que encendiera la pequeña fogata al pie del barranco
soleado, y por un instante todo lo que ocurrió después se le había borrado de
la memoria. Se desperezó. «¡Qué sueño he tenido!» murmuró. «¡Qué alegría haberme
despertado!» Se sentó y vio junto a él a Frodo, que dormía apaciblemente, una
mano bajo la cabeza, la otra apoyada en la manta: la derecha, y le faltaba el
dedo mayor de la mano derecha. Recordó todo de pronto, y gritó:
— ¡No era un sueño! ¿Entonces,
dónde estamos? Y una voz suave respondió detrás de él:
— En la tierra de Ithilien,
al cuidado del rey, que os espera. —Y al decir eso, Gandalf apareció ante él
vestido de blanco, y la barba le resplandecía como nieve al centelleo del sol
en el follaje.— Y bien, señor Samsagaz, ¿cómo se siente usted? —dijo. Pero Sam
se volvió a acostar y lo miró boquiabierto, con los ojos agrandados por el asombro,
y por un instante, entre el estupor y la alegría, no pudo responder. Al fin
exclamó:
— ¡Gandalf! ¡Creía que
estaba muerto! Pero yo mismo creía estar muerto. ¿Acaso todo lo triste era irreal?
¿Qué ha pasado en el mundo?
—Una gran Sombra ha desaparecido
—dijo Gandalf, y rompió a reír, y aquella risa sonaba como una música, o como
agua que corre por una tierra reseca; y al escucharla Sam se dio cuenta de que
hacía muchos días que no oía una risa verdadera, el puro sonido de la alegría.
Le llegaba a los oídos como un eco de todas las alegrías que había conocido.
Pero él, Sam, se echó a llorar. Luego, como una dulce llovizna que se aleja
llevada por un viento de primavera, las lágrimas cesaron, y se rió, y riendo
saltó del lecho.
— ¿Que cómo me siento?
—exclamó—. Bueno, no tengo palabras. Me siento, me siento... —agitó los brazos
en el aire—... me siento como la primavera después del invierno y el sol sobre
el follaje; ¡y como todas las trompetas y las arpas y todas las canciones que
he escuchado en mi vida! — Calló y miró a su amo.— Pero, ¿cómo está el señor
Frodo? —dijo—. ¿No es terrible lo que le ha sucedido en la mano? Aunque espero
que por lo demás se encuentre bien. Ha pasado momentos muy crueles.
—Sí, por lo demás estoy
muy bien —dijo Frodo, mientras se sentaba y se echaba a reír también él—. Me
dormí de nuevo mientras esperaba a que tú despertaras, dormilón. Yo desperté
temprano, y ahora ha de ser casi el mediodía.
—¿Mediodía? —dijo Sam,
tratando de echar cuentas—. ¿De qué día?
— El decimocuarto del Año
Nuevo —dijo Gandalf—, o si lo prefieres, el octavo día de abril según el Calendario
de la Comarca. 1. Pero en adelante el Año Nuevo siempre
comenzará en Gondor el veinticinco de marzo, el día en que cayó Sauron, el mismo
en que fuisteis rescatados
del fuego y traídos aquí,
a que el rey os curara. Porque es él quien os ha curado y ahora os espera. Comeréis
y beberéis con él. Cuando estéis prontos os llevaré a verlo.
—¿El rey? dijo Sam. ¿Qué
rey? ¿Y quién es?
—El Rey de Gondor y Soberano
de las Tierras Occidentales —dijo Gandalf—, que ha recuperado todo su antiguo
reino. Pronto irá a su coronación, pero os espera a vosotros.
—¿Qué nos pondremos? —dijo
Sam, porque no veía más que las ropas viejas y andrajosas con que habían viajado,
dobladas en el suelo al pie de los lechos.
—Las ropas que habéis usado
durante el viaje a Morder —dijo Gandalf—. Hasta los harapos de orcos con que
te disfrazaste en la tierra tenebrosa serán conservados, Frodo. No puede haber
sedas ni linos ni armaduras ni blasones dignos de más altos honores. Luego quizás
os consiga otros atavíos.
Y extendió hacia ellos
las manos y vieron que una le resplandecía, envuelta en luz.
—¿Qué tienes ahí? —exclamó
Frodo—. ¿Es posible que sea...?
—Sí, os he traído vuestros
dos tesoros. Los tenía Sam, cuando fuisteis rescatados. Los regalos de la Dama
Galadriel: el frasco, Frodo, y la cajita, Sam. Os alegrará tenerlos de nuevo.
Una vez lavados y vestidos,
y después de un ligero refrigerio, los hobbits siguieron a Gandalf. Salieron
del bosquecillo de abedules donde habían dormido, y cruzaron un largo prado
verde que relucía al sol, flanqueado de árboles majestuosos de oscuro follaje
y cargados de flores rojas. A espaldas de ellos canturreaba una cascada, y un
arroyo corría adelante, entre riberas florecidas, y en el linde del prado se
internaba en un bosque frondoso y pasaba luego bajo una arcada de árboles, y
entre ellos y a lo lejos centelleaba el agua.
Al llegar al claro del
bosque les sorprendió ver unos caballeros de armadura brillante y unos guardias
altos engalanados de negro y de plata que los saludaban con respetuosas y profundas
reverencias. Se oyó un largo toque de trompeta, y siguieron avanzando por la
alameda, a la vera de las aguas cantarínas. Y llegaron a un amplio campo verde,
y más allá corría un río ancho en cuyo centro asomaba un islote boscoso con
numerosas naves ancladas en las costas. Pero en ese campo se había congregado
un gran ejército, en filas y compañías que resplandecían al sol. Y al ver llegar
a los hobbits desenvainaron las espadas y agitaron las lanzas; y resonaron las
trompetas y los cuernos, y muchas voces gritaron en muchas lenguas:
¡Vivan los Medianos! ¡Alabados
sean con grandes alabanzas! Cuio y Pheriain anann! Aglar ni Pheriannath!
¡Alabados sean con grandes
alabanzas, Frodo y Samsagaz! Daur a Berhael, Conin en Annün! Eglerio! ¡Alabados
sean! Eglerio!
A laita te, laita te! Andave
laituvalmet! ¡Alabados sean!
Cormacolindor, a laite
tárienna!
¡Alabados sean! ¡Alabados
sean con grandes alabanzas los Portadores
[del Anillo!
Y así, arreboladas las
mejillas por la sangre roja, con los ojos brillantes de asombro, Frodo y Sam
continuaron avanzando y vieron, en medio de la hueste clamorosa, tres altos
sitiales de hierba verde. Sobre el sitial de la derecha, blanco sobre verde,
flameando al viento, un gran corcel galopaba en libertad; sobre el de la izquierda
se alzaba un estandarte, y en él una nave de plata con la proa en forma de cisne
surcaba un mar azul. Pero sobre el trono del centro, el más elevado, flotaba
un gran estandarte, y en él, sobre un campo de sable, nimbado por una corona
resplandeciente de siete estrellas, florecía un árbol blanco. Y en el trono
estaba sentado un hombre vestido con una cota de malla; no usaba yelmo, pero
en sus rodillas descansaba una espada larga. Y al ver que llegaban los hobbits
se puso en seguida de pie. Y entonces lo reconocieron, cambiado como estaba,
tan alto y alegre de semblante, majestuoso, soberano de los hombres, oscuro
el cabello, grises los ojos.
Frodo le corrió al encuentro,
y Sam lo siguió.
—Bueno, si esto parece
de veras el colmo de los colmos —exclamó—. ¡Trancos! ¿O acaso estoy soñando
todavía?
—Sí, Sam, Trancos —dijo
Aragorn—. Qué lejana está Bree, ¿no es verdad?, donde dijiste que no te gustaba
mi aspecto. Largo ha sido el camino para todos, pero a vosotros os ha tocado
recorrer el más oscuro.
Y entonces, ante la profunda
sorpresa y turbación de Sam, hincó ante ellos la rodilla; y tomándolos de la
mano, a Frodo con la diestra y a Sam con la siniestra, los condujo hasta el
trono, y luego de hacerlos sentar en él, se volvió a los hombres y a los capitanes
que estaban cerca, y habló con voz fuerte para que la hueste entera pudiese
escucharlo: —¡Alabados sean con grandes alabanzas!
,"Y cuando una vez
más se acallaron los clamores de júbilo, un juglar de Gondor se adelantó, y
arrodillándose, pidió permiso para cantar. Y oh maravilla, como para dar a Sam
una satisfacción total y colmarlo de pura alegría, he aquí lo que dijo:
— ¡Escuchad, señores y
caballeros y hombres de valor sin tacha, reyes y príncipes, y leal pueblo de
Gondor; y Jinetes de Rohan, y vosotros, hijos de Elrond, y los Dúnedain del
Norte, y Elfo y Enano, y nobles corazones de la Comarca, y de todos los pueblos
libres del Oeste!
Escuchad ahora mi lay.
Porque he venido a cantar para vosotros la balada de Frodo Nuevededos y el Anillo
del Destino.
Y Sam al oírlo estalló
en una carcajada de puro regocijo, y se levantó y gritó:
—¡Oh gloria y esplendor!
¡Todos mis deseos se ven realizados! Y lloró.
Y el ejército en pleno
reía y lloraba, y en medio del júbilo y de las lágrimas se elevó la voz límpida
de oro y plata del juglar, y todos enmudecieron. Y cantó para ellos, en lengua
álfica y en las lenguas del Oeste, hasta que los corazones, traspasados por
la dulzura de las palabras, se desbordaron; y la alegría de todos centelleó
como espadas, y los pensamientos se elevaron hasta las regiones donde el dolor
y la felicidad fluyen juntos y las lágrimas son el vino de la ventura.
Y por fin, cuando el sol
descendía del cénit y alargaba las sombras de los árboles, el juglar terminó
su canción:
— ¡Alabados sean con grandes
alabanzas! —dijo, y se hincó de rodillas. Y entonces Aragorn se puso de pie,
y el ejército entero lo siguió, y todos se encaminaron a los pabellones que
habían sido preparados para comer y beber y festejar hasta el final del día.
A Frodo y a Sam los condujeron
a una tienda, donde luego de quitarles los viejos ropajes, que sin embargo doblaron
y guardaron con honores, los vistieron con lino limpio. Y entonces llegó Gandalf,
y ante el asombro de Frodo, traía en los brazos la espada y la capa élficas
y la cota de malla de mithril que le fueran robadas en Mordor. Y para Sam traía
una cota de malla dorada, y la capa élfica, limpia ahora de todas las manchas
y daños; y depositó dos espadas a los pies de los hobbits.
—Yo no deseo llevar una
espada —dijo Frodo.
—Tendrás que llevarla al
menos esta noche —dijo Gandalf. Frodo tomó entonces la espada pequeña, la que
fuera de Sam y que había quedado junto a él en Cirith Ungol.
—Dardo es tuya, Sam —dijo—.
Yo mismo te la di.
—¡ No, mi amo! El señor
Bilbo se la regaló a usted, y hace juego con la cota de plata; a él no le gustaría
que otro la usara ahora.
Frodo cedió; y Gandalf,
como si fuera el escudero de los dos, se arrodilló y les ciñó las hojas; y luego
les puso sobre las cabezas unas pequeñas diademas de plata. Y así ataviados
se encaminaron al festín; y se sentaron a la mesa del Rey con Gandalf, y el
Rey Eomer de Rohan, y el Príncipe Imrahil y todos los grandes capitanes; y también
Gimli y Lególas estaban con ellos.
Y cuando después del Silencio
Ritual trajeron el vino, dos escuderos entraron para servir a los reyes; o escuderos
parecían al menos: uno vestía la librea negra y plateada de los Guardias de
Minas Tirith, y el otro de verde y de blanco. Y Sam se preguntó qué harían dos
mozalbetes
como aquellos en un ejército
de hombres fuertes y poderosos. Y entonces, cuando se acercaron, los vio de
pronto más claramente, y exclamó:
— ¡ Mire, señor Frodo!
¡ Mire! ¿ No es Pippin ? ¡ El señor Peregrin Tuk, tendría que decir, y el señor
Merry! ¡Cuánto han crecido! ¡Córcholis! Veo que además de la nuestra hay otras
historias para contar.
—Claro que las hay —dijo
Pippin volviéndose hacia él—. Y empezaremos no bien termine este festín. Mientras
tanto, puedes probar suerte con Gandalf. Ya no es tan misterioso como antes,
aunque ahora se ríe más de lo que habla. Por el momento, Merry y yo estamos
ocupados. Somos caballeros de la Ciudad y de la Marca, como espero habrás notado.
Concluyó al fin el día
de júbilo; y cuando el sol desapareció y la luna subió redonda y lenta sobre
las brumas del Anduin, y centelleó a través del follaje inquieto, Frodo y Sam
se sentaron bajo los árboles susurrantes, allí en la hermosa y perfumada tierra
de Ithilien; y hasta muy avanzada la noche conversaron con Merry y Pippin y
Gandalf, y pronto se unieron a ellos Lególas y Gimli. Allí fue donde Frodo y
Sam oyeron buena parte de cuanto le había ocurrido a la Compañía, desde el día
infausto en que se habían separado en Parth Galen, cerca de las Cascadas del
Rauros; y siempre tenían otras cosas que preguntarse, nuevas aventuras que narrar.
Los orcos, los árboles
parlantes, las praderas de leguas interminables, los jinetes al galope, las
cavernas relucientes, las torres blancas y los palacios de oro, las batallas
y los altos navios surcando las aguas, todo desfiló ante los ojos maravillados
de Sam. Sin embargo, entre tantos y tantos prodigios, lo que más le asombraba
era la estatura de Merry y de Pippin; y los medía, comparándolos con Frodo y
con él mismo, y se rascaba la cabeza.
—¡Esto sí que no lo entiendo,
a la edad de ustedes! —dijo—. Pero lo que es cierto es cierto, y ahora miden
tres pulgadas más de lo normal. O yo soy un enano.
—Eso sí que no —dijo Gimli—.
Pero ¿no os lo previne? Los mortales no pueden beber los brebajes de los ents
y pensar que no les hará más efecto que un jarro de cerveza.
—¿Brebajes de los ents?
—dijo Sam—. Ahora vuelve a mencionar a los ents. Pero ¿qué son? No alcanzo a
comprenderlo. Pasarán semanas y semanas antes que hayamos aclarado todo esto.
—Semanas por cierto —dijo
Pippin—. Y luego habrá que encerrar a Frodo en una torre de Minas Tirith para
que lo ponga todo por escrito. De lo contrario se olvidará de la mitad, y el
pobre viejo Bilbo tendrá una tremenda decepción.
Al cabo Gandalf se levantó.
—Las manos del Rey son
las de un curador, mis queridos amigos —dijo—. Pero antes que él os llamara,
recurriendo a todo su poder para llevaros al dulce olvido del sueño, estuvisteis
al borde de la muerte. Y aunque sin duda habéis dormido largamente y en paz,
ya es hora de ir a dormir de nuevo.
—Y no sólo Sam y Frodo
—dijo Gimli, sino también tú, Pippin. Te quiero mucho, aunque sólo sea por las
penurias que me has causado, y que no olvidaré jamás. Tampoco me olvidaré de
cuando te encontré en la cresta de la colina en la última batalla. Sin Gimli
el enano, te habrías perdido. Pero ahora al menos sé reconocer el pie de un
hobbit, aunque sea la única cosa visible en medio de un montón de cadáveres.
Y cuando libré tu cuerpo de aquella carroña enorme, creí que estabas muerto.
Poco faltó para que me arrancara las barbas. Y hace apenas un día que estás
levantado y que saliste por primera vez. Así que ahora te irás a la cama. Y
yo también.
—Y yo —dijo Lególas— iré
a caminar por los bosques de esta tierra hermosa, que para mí es descanso suficiente.
En días por venir, si el señor de los elfos lo permite, algunos de nosotros
vendremos a morar aquí, y cuando lleguemos estos lugares serán bienaventurados,
por algún tiempo. Por algún tiempo: un mes, una vida, un siglo de los hombres.
Pero el Anduin está cerca, y el Anduin conduce al Mar. ¡Al Mar!
¡Al Mar, al Mar! Claman
las gaviotas blancas.
El viento sopla y la espuma
blanca vuela.
Lejos al Oeste se pone
el Sol redondo.
Navio gris, navio gris
¿no escuchas la llamada,
las voces de los míos que
antes que yo partieron?
Partiré, dejaré los bosques
donde vi la luz;
nuestros días se acaban,
nuestros años declinan.
Surcaré siempre solo las
grandes aguas.
Largas son las olas que
se estrellan en la playa última,
dulces son las voces que
me llaman desde la Isla Perdida.
En Eresséa, el Hogar de
los Elfos que los Hombres nunca descubrirán.
Donde las hojas no caen:
la tierra de los míos para siempre.
Y así, cantando, Lególas
se alejó colina abajo.
Entonces también los otros
se separaron, y Frodo y Sam volvieron a sus lechos y durmieron. Y por la mañana
se levantaron, tranquilos y esperanzados, y se quedaron muchos días en Ithilien.
Y desde el campamento, instalado ahora en el Campo de Cormallen, en las cercanías
de Henneth Annün, oían por la noche el agua que caía
impetuosa por las cascadas
y corría susurrando a través de la puerta de roca para fluir por las praderas
en flor y derramarse en las tumultuosas aguas del Anduin, cerca de la isla de
Cair Andros. Los hobbits paseaban por aquí y por allá, visitando de nuevo los
lugares donde ya habían estado; y Sam no perdía la esperanza de ver aparecer,
entre la fronda de algún bosque o en un claro secreto, el gran olifante. Y cuando
supo que muchas de aquellas bestias habían participado en la batalla de Gondor,
y que todas habían sido exterminadas, lo lamentó de veras.
—Y bueno, uno no puede
estar en todas partes al mismo tiempo —dijo—. Pero por lo que parece, me he
perdido de ver un montón de cosas.
Entretanto el ejército
se preparaba a regresar a Minas Tirith. Los fatigados descansaban y los heridos
eran curados. Porque algunos habían tenido que luchar con denuedo antes de desbaratar
la resistencia postrera de los Hombres del Este y del Sur. Y los últimos en
regresar fueron los hombres que habían entrado en Mordor, y destruido las fortalezas
en el norte del país.
Pero por fin, cuando se
aproximaba el mes de mayo, los Capitanes del Oeste se pusieron nuevamente en
camino: levaron anclas en Cair Andros, y fueron por el Anduin aguas abajo hasta
Osgiliath; allí se detuvieron un día; y al siguiente llegaron a los campos verdes
del Pelennor, y volvieron a ver las torres blancas al pie del imponente Mindolluin,
la Ciudad de los Hombres de Gondor, el último recuerdo del Oesternesse, que
salvado del fuego y de la oscuridad había despertado a un nuevo día.
Y allí en medio de los
campos levantaron las tiendas en espera de la mañana: pues era la Víspera de
Mayo, y el Rey entraría por las puertas a la salida del sol.
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