2
EL PAÍS
DE LA SOMBRA
Sam apenas alcanzó a esconder
el frasco en el pecho.
—¡Corra, señor Frodo! —gritó—.
¡No, por ahí no! Del otro lado del muro hay un precipicio. ¡Sígame!
Huyeron camino abajo y
se alejaron de la puerta. Unos cincuenta pasos más adelante, la senda contorneó
uno de los bastiones del risco, y los ocultó a los ojos de la Torre. Por el
momento estaban a salvo. Se agazaparon contra las rocas y respiraron llevándose
las manos al pecho. Posado ahora en lo alto del muro junto a la puerta en ruinas,
el Nazgül lanzaba sus gritos funestos. Los ecos retumbaban entre los riscos.
Avanzaron tropezando, aterrorizados.
Pronto el camino dobló bruscamente hacia el este, y por un momento los expuso
a la mirada pavorosa de la Torre. Echaron a correr, y al volver la cabeza vieron
la gran forma negra encaramada en la muralla, y se internaron en una garganta
que descendía en rápida pendiente al camino de Morgul. Así llegaron a la encrucijada.
No había aún señales de los orcos, ni había habido respuesta al grito del Nazgül;
pero sabían que aquel silencio no podía durar mucho, que de un momento a otro
comenzaría la persecución.
—Todo esto es inútil —dijo
Frodo—. Si fuésemos orcos de verdad, estaríamos corriendo hacia la Torre en
vez de huir. El primer enemigo con que nos topemos nos reconocerá. De alguna
manera tenemos que salir de este camino.
—Pero es imposible —dijo
Sam—. No sin alas.
Las laderas orientales
de Ephel Dúath caían a pique en una sucesión de riscos y precipicios hacia la
cañada negra que se abría entre ellos y la cadena interior. No lejos del cruce,
luego de trepar otra cuesta empinada, el camino se prolongaba en un puente volante
de piedra, cruzaba el abismo, y se internaba por fin en faldas desmoronadas
y en los valles del Morgai. En una carrera desesperada, Frodo y Sam llegaron
al puente, pero ya antes de cruzar comenzaron a oír los gritos y la algarabía.
A lo lejos, a espaldas de ellos, asomaba en la cresta la Torre de Cirith Ungol,
y las piedras centelleaban ahora con un fulgor morteci
no. De improviso la campana
discordante tañó otra vez. Sonaron los cuernos. Y del otro lado de la cabecera
del puente llegáronlos clamores de respuesta.
Allá abajo, en la hondonada
sombría, oculta a los fulgores moribundos del Orodruin, no veían nada, pero
oían ya las pisadas de unas botas de hierro, y allá arriba en el camino resonaba
el repiqueteo de unos cascos.
— ¡Pronto, Sam! ¡Saltemos!
—gritó Frodo. Se arrastraron hasta el parapeto debajo del puente. Por fortuna,
ya no había peligro de que se despeñaran, pues las laderas del Morgai se elevaban
casi hasta el nivel del camino; pero había demasiada oscuridad para que pudieran
estimar la profundidad del precipicio.
—Bueno, allá voy, señor
Frodo —dijo Sam—. ¡Hasta la vista!
Se dejó caer. Frodo lo
siguió. Y mientras caían oyeron el galope de los jinetes que pasaban por el
puente, y el golpeteo de los pies de los orcos. Sin embargo, de haberse atrevido,
Sam se habría reído a carcajadas. Temiendo una caída casi violenta entre rocas
invisibles, los hobbits, luego de un descenso de apenas una docena de pies,
aterrizaron con un golpe sordo y un crujido en el lugar más inesperado: una
maraña de arbustos espinosos. Allí Sam se quedó quieto, chupándose en silencio
una mano rasguñada.
Cuando el ruido de los
cascos se alejó, se aventuró a susurrar:
— ¡ Por mi alma, señor
Frodo, creía que en Mordor no crecía nada! De haberlo sabido, esto sería precisamente
lo que me habría imaginado. A juzgar por los pinchazos, estas espinas han de
tener un pie de largo; han atravesado todo lo que llevo encima. ¡ Por qué no
me habré puesto esa cota de malla!
—Las cotas de malla de
los orcos no te protegerían de estas espinas —dijo Frodo—. Ni siquiera un justillo
de cuero te serviría.
No les fue fácil salir
del matorral. Los espinos y las zarzas eran duros como alambres y se les prendían
como garras. Cuando al fin consiguieron librarse, tenían las capas desgarradas
y en jirones.
—Ahora bajemos, Sam —murmuró
Frodo—. Rápido al valle, luego doblaremos al norte tan pronto como sea posible.
Afuera, en el resto del
mundo, nacía un nuevo día, y muy lejos, más allá de las tinieblas de Mordor,
el sol despuntaba en el horizonte, al este de la Tierra Media; pero aquí todo
estaba oscuro, como si aún fuera de noche. En la montaña las llamas se habían
extinguido y los rescoldos humeaban bajo las cenizas. El resplandor desapareció
poco a poco de los riscos. El viento del este, que no había dejado de soplar
desde que partieran de Ithilien, ahora parecía muerto. Lenta y penosamente bajaron
gateando en las sombras, a tientas, tropezando, arrastrándose entre peñascos
y matorrales y ramas secas, bajando y bajando hasta que ya no pudieron continuar.
Se detuvieron al fin, y
se sentaron uno al lado del otro, recostándose contra una roca, sudando los
dos.
—Si Shagrat en persona
viniera a ofrecerme un vaso de agua, le estrecharía la mano —dijo Sam.
—¡No digas eso! —replicó
Frodo—. ¡Sólo consigues empeorar las cosas! —Luego se tendió en el suelo, mareado
y exhausto, y no volvió a hablar durante un largo rato. Por fin, se incorporó
otra vez, trabajosamente. Descubrió con asombro que Sam se había quedado dormido.—
¡Despierta, Sam! —dijo—. ¡Vamos! Es hora de hacer otro esfuerzo.
Sam se levantó a duras
penas.
—¡Bueno, nunca lo hubiera
imaginado! —dijo—. Supongo que el sueño me venció. Hace mucho tiempo, señor
Frodo, que no duermo como es debido, y los ojos se me cerraron solos.
Ahora Frodo encabezaba
la marcha, yendo todo lo posible hacia el norte, entre las piedras y los peñascos
amontonados en el fondo de la gran hondonada. Pero a poco de andar se detuvieron
de nuevo.
—No hay nada que hacerle,
Sam —dijo—. No puedo soportarla. Esta cota de malla, quiero decir. No hoy, al
menos. Aun la cota de mithril me pesaba a veces. Esta pesa muchísimo más. ¿Y
de qué me sirve? De todos modos no será peleando como nos abriremos paso.
—Sin embargo, quizá nos
esperen algunos encuentros. Y puede haber cuchillos y flechas perdidas. Para
empezar, ese tal Gollum no está muerto. No me gusta pensar que sólo un trozo
de cuero lo protege de una puñalada en la oscuridad.
—Escúchame, Sam, hijo querido
—dijo Frodo—: estoy cansado, exhausto. No me queda ninguna esperanza. Pero mientras
pueda caminar, tengo que tratar de llegar a la montaña. El Anillo ya es bastante.
Esta carga excesiva me está matando. Tengo que deshacerme de ella. Pero no creas
que soy desagradecido. Me repugna pensar en ese trabajo que tuviste que hacer
entre los cadáveres para encontrarla.
—Ni lo mencione, señor
Frodo. ¡Por lo que más quiera! ¡Lo llevaría sobre mis espaldas, si pudiese!
¡Quítesela, entonces!
Frodo se sacó la capa,
se despojó de la cota de malla orea y la tiró lejos. Se estremeció ligeramente.
—Lo que en realidad necesito
es algún abrigo —dijo—. O ha refrescado, o he tomado frío.
—Puede ponerse mi capa,
señor Frodo —dijo Sam. Se descolgó la mochila de la espalda y sacó la capa élfica—.
¿Qué le parece, señor Frodo? Se envuelve en ese trapo orco, y se ajusta el cinturón
por fuera. Y encima de todo se pone la capa. No es exactamente a la usanza orea,
pero estará más abrigado; y hasta diría que lo protegerá mejor que cualquier
otra vestimenta. Fue hecha por la Dama.
Frodo tomó la capa y cerró
el broche.
— ¡Así me siento mejor!
—dijo—. Y mucho más liviano. Ahora puedo
continuar. Pero esta oscuridad
ciega invade de algún modo el corazón. Cuando estaba preso, Sam, trataba de
pensar en el Brandivino, en el Bosque Cerrado, y en El Agua corriendo por el
molino en Hobbiton. Pero ahora no puedo recordarlos.
— ¡Vamos, señor Frodo,
ahora es usted el que habla de agua! —dijo Sam—. Si la Dama pudiera vernos u
oírnos, yo le diría: «Señora, todo cuanto necesitamos es luz y agua: sólo un
poco de agua pura y la clara luz del día, mejor que cualquier joya, con el perdón
de usted.» Pero estamos muy lejos de Lorien. —Suspiró y movió una mano señalando
las cumbres de Ephel Dúath, ahora apenas visibles como una oscuridad más profunda
contra el cielo en tinieblas.
Reanudaron la marcha. No
habían avanzado mucho cuando Frodo se detuvo.
—Hay un Jinete Negro volando
sobre nosotros —dijo—. Siento su presencia. Será mejor que nos quedemos quietos
por un tiempo.
Se acurrucaron debajo de
un gran peñasco, de cara al oeste, y durante un rato permanecieron callados.
Al fin Frodo dejó escapar un suspiro de alivio.
—Ya pasó —dijo.
Se levantaron, y lo que
vieron los dejó mudos de asombro. A la izquierda y hacia el sur, contra un cielo
que ya casi era gris, comenzaban a asomar oscuros y negros los picos y las crestas
de la gran cordillera. Por detrás de ella crecía la luz. Trepaba lentamente
hacia el norte. En las alturas lejanas, en los ámbitos del cielo, se estaba
librando una batalla. Las turbulentas nubes de Mordor se alejaban, como rechazadas,
con los bordes hechos jirones, mientras un viento que soplaba desde el mundo
de los vivos barría las emanaciones y las humaredas hacia la tierra tenebrosa
de donde habían venido. Bajo las orlas del palio lúgubre, una luz tenue se filtraba
en Mordor como un amanecer pálido a través de las ventanas sucias de una prisión.
—¡Mire, señor Frodo! —dijo
Sam. ¡Mire! El viento ha cambiado. Algo ocurre. No se va a salir del todo con
la suya. Allá en el mundo la oscuridad se desvanece. ¡Me gustaría saber qué
está pasando!
Era la mañana del decimoquinto
día de marzo, y en el Valle del Anduin el sol asomaba por encima de las sombras
del este, y soplaba un viento del sudoeste. En los Campos del Pelennor, Théoden
yacía moribundo.
Mientras Frodo y Sam observaban
inmóviles el horizonte, la cinta de luz se extendió a lo largo de las crestas
de los Ephel Dúath; y de pronto una forma rápida apareció en el oeste, al principio
apenas una mancha negra en la franja luminosa de las cumbres, pero en seguida
creció, y atravesando como una flecha el manto de oscuridad, pasó muy alto por
encima de ellos. Al alejarse lanzó un chillido agudo y penetrante: la
voz de un Nazgül; pero
este grito ya no los asustaba: era un grito de dolor y de espanto, malas nuevas
para la Torre Oscura. La suerte del Señor de los Espectros del Anillo estaba
echada.
—¿Qué le dije? ¡Algo está
ocurriendo! —gritó Sam—. «La guerra marcha bien», dijo Shagrat; pero Gorbag
no estaba tan seguro. Y también en eso tenía razón. Parece que las cosas mejoran,
señor Frodo. ¿No se siente más esperanzado ahora?
—Bueno, no, no mucho, Sam
—suspiró Frodo—. Eso está ocurriendo muy lejos más allá de las montañas. Nosotros
vamos hacia el Este, no hacia el Oeste. Y estoy tan cansado. Y el Anillo pesa
tanto, Sam. Y empiezo a verlo en mi mente todo el tiempo, una gran rueda de
fuego.
El optimismo de Sam decayó
rápidamente. Miró ansioso a su amo, y le tomó la mano.
—¡Vamos, señor Frodo! —dijo—.
Conseguí una de las cosas que quería: un poco de luz. La suficiente para ayudarnos,
y sin embargo sospecho que también es peligrosa. Trate de avanzar un poco más,
y luego nos echaremos juntos a descansar. Pero ahora coma un bocado, un trocito
del pan de los elfos; le reconfortará.
Compartiendo una oblea
de lembas, y masticándola lo mejor que pudieron con las bocas resecas, Frodo
y Sam continuaron adelante. La luz, aunque apenas un crepúsculo gris, bastaba
para que vieran alrededor: estaban ahora en lo más profundo del valle entre
las montañas. Descendía en una suave pendiente hacia el norte, y por el fondo
corría el lecho seco y calcinado de un arroyo. Más allá del curso pedregoso
vieron un sendero trillado que serpeaba al pie de los riscos occidentales. Si
lo hubieran sabido, habrían podido llegar a él más rápidamente, pues era una
senda que se desprendía de la ruta principal a Morgul en la cabecera occidental
del puente y descendía por una larga escalera tallada en la roca hasta el fondo
mismo del valle; y la utilizaban las patrullas o los mensajeros que viajaban
a los puestos y fortalezas menores del lejano Norte, entre Cirith Ungol y los
desfiladeros de la Garganta de Hierro, las mandíbulas férreas de Carach Angren.
Era un sendero peligroso
para los hobbits, pero el tiempo apremiaba, y Frodo no se sentía capaz de trepar
y gatear entre los peñascos o en las hondonadas del Morgai. Y suponía además
que el del norte era el camino en que sus perseguidores menos esperarían encontrarlos.
Sin duda comenzarían la búsqueda por el camino al este de la llanura, o por
el paso que volvía hacia el oeste. Sólo cuando estuvieran bien al norte de la
Torre se proponía cambiar de rumbo y buscar una salida hacia el este: hacia
la última y desesperada etapa de aquel viaje. Cruzaron pues el lecho de piedras,
y tomaron el sendero orco, y avanzaron por él durante un tiempo. Los riscos
altos y salientes de la izquierda impedían que pudieran verlos desde arriba;
pero el sendero tenía muchas curvas, y en
cada recodo aferraban la
empuñadura de la espada y avanzaban con cautela.
La luz no aumentaba, porque
el Orodruin continuaba vomitando una espesa humareda que subía cada vez más
arriba, empujada por corrientes antagónicas, y al llegar a una región por encima
de los vientos, se desplegaba en una bóveda inconmensurable, cuya columna central
emergía de las sombras fuera de la vista de los hobbits. Habían caminado penosamente
durante más de una hora, cuando un rumor hizo que se detuvieran: increíble,
pero a la vez inconfundible. El susurro del agua. A la izquierda de una cañada
tan pronunciada y estrecha que se hubiera dicho que el risco negro había sido
hendido por un hacha enorme, corría un hilo de agua: acaso los últimos vestigios
de alguna lluvia dulce recogida en mares soleados, pero con la triste suerte
de ir a caer sobre los muros del País Tenebroso, y perderse luego en el polvo.
Aquí brotaba de la roca en una pequeña cascada, y fluía a lo largo del camino,
y girando hacia el sur huía entre las piedras muertas.
Sam saltó hacia la cascada.
—¡Si alguna vez vuelvo
a ver a la Dama, se lo diré! —gritó—. ¡Luz, y ahora agua! —Se detuvo.— ¡Déjeme
beber primero, señor Frodo! —dijo.
—Está bien, pero hay sitio
suficiente para dos.
—No es eso —dijo Sam—.
Quiero decir: si es venenosa, o si hay en ella algo malo que se manifieste en
seguida; bueno, es preferible que sea yo y no usted, mi amo, si me entiende.
—Te entiendo. Pero me parece
que tendremos que confiar juntos en nuestra suerte, Sam, mala o buena. ¡De todos
modos, ten cuidado, si está muy fría!
El agua estaba fresca pero
no helada, y tenía un sabor desagradable, a la vez amargo y untuoso, o por lo
menos eso habrían opinado en la Comarca. Aquí, les pareció maravillosa, y la
bebieron sin temor ni prudencia. Bebieron hasta saciarse, y Sam llenó la cantimplora.
Después de esto Frodo se sintió mejor, y prosiguieron la marcha durante varias
millas, hasta que un ensanchamiento del camino y la aparición de un muro tosco
que lo flanqueaba, les advirtió que se estaban acercando a otra fortaleza orea.
—Aquí es donde cambiamos
de rumbo, Sam —dijo Frodo—. Y ahora tenemos que marchar hacia el este. —Miró
las crestas sombrías del otro lado del valle, y suspiró.— Apenas me quedan fuerzas
para buscar algún agujero allá arriba. Y luego necesito descansar un poco.
El lecho del río corría
un poco más abajo del sendero. Descendieron hasta él gateando, y comenzaron
a atravesarlo. Sorprendidos, encontraron charcos oscuros alimentados por hilos
de agua que bajaban de algún manantial en lo alto del valle. Las cercanías de
Mordor al pie de las montañas occidentales eran una tierra moribunda, pero aún
no estaba muerta. Y aquí crecía alguna vegetación, áspera, retorcida, amarga,
que trataba de sobrevivir. En las cañadas del Morgai, del otro lado del valle,
se aferraban al suelo unos árboles bajos y achaparrados, matorrales de hierba
grises luchaban con las piedras, y liqúenes resecos se enroscaban en los matorrales,
y grandes marañas de zarzas retorcidas crecían por doquier. Algunas tenían largas
espinas punzantes, otras púas ganchudas y afiladas como cuchillos. Las hojas
marchitas y arrugadas del último verano colgaban crujiendo y crepitando en el
aire triste, pero los brotes infestados de larvas todavía estaban abriéndose.
Moscas, pardas, grises o negras, marcadas como los orcos con una mancha roja
que parecía un ojo, zumbaban y picaban; y sobre los brezales danzaban y giraban
nubes de mosquitos hambrientos.
—Los atavíos orcos no sirven
—dijo Sam, agitando los brazos—. ¡Ojalá tuviera el pellejo de un orco!
Por último Frodo no pudo
continuar. Habían trepado a una barranca empinada y angosta, pero aún les quedaba
un largo trecho antes que pudieran ver la última cresta escarpada.
—Ahora necesito descansar,
Sam, y dormir si puedo —dijo Frodo. Miró alrededor, pero en aquel paraje lúgubre
no parecía haber un sitio donde al menos un animal salvaje pudiera guarecerse.
Al cabo, exhaustos, se escondieron debajo de una cortina de zarzas que colgaba
como una estera de una pared de roca.
Allí se sentaron y comieron
como mejor pudieron. Conservando las preciosas lembas para los malos días del
futuro, tomaron la mitad de lo que quedaba en la bolsa de Sam de las provisiones
de Faramir: algunas frutas secas y una pequeña lonja de carne ahumada, y bebieron
unos sorbos de agua. Habían vuelto a beber en los charcos del valle, pero otra
vez tenían mucha sed. Había un dejo amargo en el aire de Mordor que secaba la
boca. Cada vez que Sam pensaba en el agua, hasta él mismo se sentía desanimado.
Más allá del Morgai les quedaba aún por atravesar la temible llanura de Gorgoroth.
—Ahora usted dormirá primero,
señor Frodo —dijo—. Ya oscurece otra vez. Me parece que este día está por acabar.
Frodo suspiró y se durmió
casi antes que Sam hubiese dicho esto. Luchando con su propio cansancio, Sam
tomó la mano de Frodo; y así permaneció, en silencio, hasta que cayó la noche.
Luego, para mantenerse despierto, se deslizó fuera del escondite y miró en torno.
El lugar parecía poblado de crujidos y crepitaciones y ruidos furtivos, pero
no se oían voces ni rumores de pasos. A lo lejos, sobre los Ephel Dúath en el
oeste, el cielo nocturno era aún pálido y lívido. Allá, asomando entre las nubes
por encima de un peñasco sombrío en lo alto de los montes, Sam vio de pronto
una estrella blanca que titilaba. Tanta belleza, contemplada desde aquella tierra
desolada e inhóspita, le llegó al corazón, y la esperanza renació en él. Porque
frío y nítido como una saeta lo traspasó
Se despertaron al mismo
tiempo, tomados de la mano. Sam se sentía casi restaurado, listo para afrontar
un nuevo día; pero Frodo suspiró. Había dormido mal, acosado por sueños de fuego,
y no despertaba de buen ánimo. Aun así, el descanso no había dejado de tener
un efecto curativo. Se sentía más fuerte, más dispuesto a soportar la carga
durante una nueva jornada. No sabían qué hora era ni cuánto tiempo habían dormido;
pero luego de comer un bocado y beber un sorbo de agua continuaron escalando
el barranco, que terminaba en un despeñadero. Allí las últimas cosas vivas renunciaban
a la lucha: las cumbres del Morgai eran yermas, melladas, desnudas y negras
como un techo de pizarra.
Después de errar durante
largo rato en busca de un camino, descubrieron uno por el que podían trepar.
Subieron penosamente un centenar de pies, y al fin llegaron a la cresta. Atravesaron
una hendidura entre dos riscos oscuros, y se encontraron en el borde mismo de
la última empalizada de Mordor. Abajo, en el fondo de una depresión de unos
mil quinientos pies, la llanura interior se dilataba hasta perderse de vista
en una tiniebla informe. El viento del mundo soplaba ahora desde el oeste levantando
las nubes espesas, que se alejaban flotando hacia el este; pero a los temibles
campos de Gorgoroth sólo llegaba una luz grisácea. Allí los humos reptaban a
ras del suelo y se agazapaban en los huecos, y los vapores escapaban por las
grietas de la tierra.
Todavía lejano, a unas
cuarenta millas por lo menos, divisaron el Monte del Destino, la base sepultada
en ruinas de cenizas, el cono elevándose, gigantesco, con la cabeza humeante
envuelta en nubes. Ahora aletargado, los fuegos momentáneamente aplacados, se
erguía, peligroso y hostil, como una bestia adormecida. Y por detrás asomaba
una sombra vasta, siniestra como una nube de tormenta: los velos distantes de
Baraddür, que se alzaba a lo lejos sobre un espolón largo, una de las estribaciones
septentrionales de los Montes de Ceniza. El Poder Oscuro cavilaba, con el Ojo
vuelto hacia adentro, sopesando las noticias de peligro e incertidumbre; veía
una espada refulgente y un rostro majestuoso y severo, y por el momento había
dejado de lado los otros problemas; y la poderosa fortaleza, puerta tras puerta,
y torre sobre torre, estaba envuelta en una tiniebla de preocupación.
Frodo y Sam contemplaban
el país abominable con una mezcla de repugnancia y asombro. Entre ellos y la
montaña humeante, y alrededor de ella al norte y al sur, todo parecía muerto
y destruido, un desierto calcinado y convulso. Se preguntaron cómo haría el
Señor de aquel reino para mantener y alimentar a los esclavos y los ejércitos.
Porque ejércitos tenía, sin duda. Hasta perderse de vista, a lo largo de las
laderas del Morgai y a lo lejos hacia el sur, se sucedían los campamentos, algunos
de tiendas, otros ordenados como pequeñas ciudades. Uno de los mayores se extendía
justo abajo de donde se encontraban los hobbits: semejante a un apiñado nido
de insectos, y entrecruzado por callejuelas rectas y lóbregas de chozas y barracas
grises, ocupaba casi una milla de llanura. Alrededor, la gente iba y venía;
un camino ancho partía del caserío hacia el sudeste y se unía a la carretera
de Morgul, por la que se apresuraban filas y filas de pequeñas formas negras.
—No me gusta nada cómo
pinta esto —dijo Sam—. No es muy alentador... excepto que donde vive tanta gente
tiene que haber pozos, o agua; y comida, ni que hablar. Y éstos no son orcos
sino hombres, si la vista no me engaña.
Ni él ni Frodo sabían nada
de los extensos campos cultivados por esclavos en el extremo Sur del reino,
más allá de las emanaciones de la montaña y en las cercanías de las aguas sombrías
y tristes del Lago Núrnen; ni de las grandes carreteras que corrían hacia el
este y el sur a los países tributarios, de donde los soldados de la Torre venían
con largas caravanas de víveres y botines y nuevas legiones de esclavos. Allí,
en las regiones septentrionales, se encontraban las fraguas y las minas, allí
se acantonaban las reservas humanas para una guerra largamente premeditada;
y allí también el Poder Oscuro reunía sus ejércitos, moviéndolos como peones
sobre el tablero. Las primeras movidas, con las que había probado fuerzas, habían
puesto las piezas en jaque en el frente occidental, en el Sur y en el Norte.
Y ahora las había retirado, y engrosándolas con nuevos refuerzos, las había
apostado en las cercanías de Cirith Gorgor en espera del momento propicio para
tomarse la revancha. Y si lo que se proponía era defender a la vez la montaña
de una probable tentativa de asalto, no podía haberlo hecho mejor.
—¡Y bien! —prosiguió Sam—.
No sé qué tienen de comer y de beber, pero no está a nuestro alcance. No veo
ningún camino que nos permita llegar allá abajo. Y aunque lográsemos descender,
jamás podríamos atravesar ese territorio plagado de enemigos.
—No obstante tendremos
que intentarlo —replicó Frodo—. No es peor de lo que yo me imaginaba. Nunca
tuve la esperanza de llegar; tampoco la tengo ahora. Pero aun así, he de hacer
lo que esté a mi alcance. Por el momento impedir que me capturen, tanto tiempo
como sea posible. Me parece pues, que tendremos que continuar hacia el
norte, y ver cómo se presentan
las cosas allí donde la llanura comienza a estrecharse.
—Creo adivinar cómo se
presentarán —dijo Sam—. En la parte más estrecha de la llanura los orcos y los
hombres estarán más apiñados que nunca. Ya lo verá, señor Frodo.
—Supongo que lo veré, si
alguna vez llegamos —dijo Frodo, y dio media vuelta.
No tardaron en descubrir
que no podían continuar avanzando a lo largo de la cresta del Morgai, ni por
los niveles más altos, donde no había senderos y abundaban las hondonadas profundas.
Por último tuvieron que regresar por el barranco que habían escalado, en busca
de una salida desde el valle. Fue una caminata ardua, pues no se atrevían a
cruzar hasta el sendero que corría del lado occidental. Al cabo de una milla
o más, oculto en una cavidad al pie del risco, vieron el bastión orco que estaban
esperando encontrar: un muro y un apretado grupo de construcciones de piedra
dispuestas a los lados de una caverna sombría. No se advertía ningún movimiento,
pero los hobbits avanzaron con cautela, manteniéndose lo más cerca posible de
los zarzales que a esta altura crecían en abundancia a ambos lados del lecho
seco del arroyo.
Continuaron por espacio
de dos o tres millas, y el bastión orco desapareció detrás de ellos; pero cuando
empezaban a sentirse más tranquilos, oyeron unas voces de orcos, ásperas y estridentes.
Se escondieron detrás de un arbusto pardusco y achaparrado. Las voces se acercaban.
De pronto dos orcos aparecieron a la vista. Uno vestía harapos pardos e iba
armado con un arco de cuerno; era de una raza más bien pequeña, negro de tez,
y la nariz, de orificios muy dilatados, husmeaba el aire sin cesar: sin duda
una especie de rastreador. El otro era un orco corpulento y aguerrido, como
los de la compañía de Shagrat, y lucía la insignia del Ojo. También él llevaba
un arco a la espalda y una lanza corta de punta ancha. Como de costumbre se
estaban peleando, y por pertenecer a razas diferentes empleaban a su manera
la Lengua Común.
A sólo veinte pasos de
donde estaban escondidos los hobbits, el orco pequeño se detuvo.
—¡Nar! —gruñó—. Yo me vuelvo
a casa. —Señaló a través del valle en dirección al fuerte orco.— No vale la
pena que me siga gastando la nariz olfateando piedras. No queda ni un rastro,
te digo. Por hacerte caso a ti les perdí la pista. Subía por las colinas, no
a lo largo del valle, te digo.
—¿No servís de mucho, eh,
vosotros, pequeños husmeadores? —dijo el orco grande—. Creo que los ojos son
más útiles que vuestras narices mocosas.
—¿Qué has visto con ellos,
entonces? —gruñó el otro—. ¡Garn! ¡Si ni siquiera sabes lo que andas buscando!
—¿Y quién tiene la culpa?
—replicó el soldado—. Yo no. Eso viene de arriba. Primero dicen que es un gran
elfo con una armadura brillante, luego que es una especie de hombrecitoenano,
y luego que puede tratarse de una horda de Urukhai rebeldes; o quizá son todos
ellos juntos.
— ¡Ar! —dijo el rastreador—.
Han perdido el seso, eso es lo que les pasa. Y algunos de los jefes también
van a perder el pellejo, sospecho, si lo que he oído es verdad: que han invadido
la Torre, que centenares de tus compañeros han sido liquidados, y que el prisionero
ha huido. Si así es como os comportáis vosotros, los combatientes, no es de
extrañar que haya malas noticias desde los campos de batalla.
—¿Quién dice que hay malas
noticias? —vociferó el soldado.
— ¡Ar! ¿Quién dice que
no las hay?
—Así es como hablan los
malditos rebeldes, y si no callas te ensarto. ¿Me has oído?
—¡Está bien, está bien!
—dijo el rastreador—. No diré más y seguiré pensando. Pero ¿qué tiene que ver
en todo esto ese monstruo negro y escurridizo? Ese de las manos como paletas
y que habla en gorgoteos.
—No lo sé. Nada, quizá.
Pero apuesto que no anda en nada bueno, siempre husmeando por ahí. ¡Maldito
sea! Ni bien se nos escabulló y huyó, llegó la orden de que lo querían vivo,
y cuanto antes.
—Bueno, espero que lo encuentren
y le den su merecido —masculló el rastreador—. Nos confundió el rastro allá
atrás, cuando se apropió de esa cota de malla, y anduvo palmeteando por todas
partes antes que yo consiguiera llegar.
—En todo casóle salvóla
vida —dijo el soldado—.Antes de saber que lo buscaban, yo le disparé, a cincuenta
pasos y por la espalda; pero siguió corriendo.
—¡Garn! Le erraste —dijo
el rastreador—. Para empezar, disparas a tontas y a locas, luego corres con
demasiada lentitud, y por último mandas buscar a los pobres rastreadores. Estoy
harto de ti. —Se alejó rápidamente a grandes trancos.
—¡Vuelve! —vociferó el
soldado—, ¡vuelve o te denunciaré!
—¿A quién? No a tu precioso
Shagrat. Ya no será más el capitán.
—Daré tu nombre y tu número
a los Nazgül —dijo el soldado bajando la voz hasta un siseo—. Uno de ellos está
ahora a cargo de la Torre. El otro se detuvo, la voz cargada de miedo y de furia.
—¡Soplón, maldito! —aulló—.
No sabes hacer tu trabajo, y ni siquiera defiendes a los tuyos. ¡Vete con tus
inmundos gritones y ojalá te arranquen el pellejo! Si el enemigo no se les adelanta.
¡ He oído decir que han liquidado al Número Uno, y espero que sea cierto!
El orco grande, lanza en
mano, echó a correr detrás de él. Pero el rastreador, brincando por detrás de
una piedra, le disparó una flecha en el ojo, y el otro se desplomó con estrépito
en plena carrera. El rastreador huyó a valle traviesa y desapareció.
Durante un rato los hobbits
permanecieron en silencio. Por fin Sam se movió.
Bueno, esto es lo que yo
llamo las cosas claras dijo. Si esta simpática cordialidad se extendiera por
Morder, la mitad de nuestros problemas estarían ya resueltos.
En voz baja, Sam —susurró
Frodo—. Puede haber otros por aquí. Es evidente que escapamos por un pelo, y
que los cazadores no estaban tan descaminados como pensábamos. Pero ese es el
espíritu de Mordor, Sam; y ha llegado a todos los rincones. Los orcos siempre
se han comportado de esa manera o así lo cuentan las leyendas, cuando están
solos. Pero no puedes confiar demasiado. A nosotros nos odian mucho más, de
todas formas y en todo tiempo. Si estos dos nos hubiesen visto, habrían interrumpido
la pelea hasta terminar con nosotros.
Hubo otro silencio prolongado.
Sam volvió a interrumpirlo, esta vez en un murmullo.
¿Oyó lo que decían del
que habla en gorgoteos, señor Frodo? Le dije que Gollum no estaba muerto ¿no?
Sí, recuerdo. Y me preguntaba
cómo lo sabrías —dijo Frodo—. Bueno. Creo que es mejor que no salgamos de aquí
hasta que haya oscurecido por completo. Así podrás decirme cómo lo sabes, y
contarme todo lo sucedido. Si puedes hablar en voz baja.
Trataré —dijo Sam—, pero
cada vez que pienso en ese apestoso, me pongo tan frenético que me dan ganas
de gritar.
Allí permanecieron los
hobbits, al amparo del arbusto espinoso, mientras la luz lúgubre de Mordor se
extinguía lentamente para dar paso a una noche profunda y sin estrellas; y Sam,
hablándole a Frodo al oído, le contó todo cuanto pudo poner en palabras del
ataque traicionero de Gollum, el horror de EllaLaraña, y sus propias aventuras
con los orcos. Cuando hubo terminado, Frodo no dijo nada, pero tomó la mano
de Sam y se la apretó. Al cabo de un rato se sacudió y dijo:
Bueno, supongo que hemos
de reanudar la marcha. Me pregunto cuánto tiempo pasará antes que seamos realmente
capturados, y acaben al fin estas penurias y escapadas, y todo haya sido inútil.
—Se puso de pie.— Está oscuro, y no podemos usar el frasco de la Dama. Quédate
con él por ahora, Sam, y cuídalo bien. Yo no tengo dónde guardarlo, excepto
las manos, y necesitaré de las dos en esta noche ciega. Pero a Dardo, te lo
doy. Ahora tengo una espada orea, aunque no creo que me toque asestar algún
otro golpe.
Era difícil y peligroso
caminar de noche por aquella región sin senderos; pero poco apoco, tropezando
con frecuencia, los dos hobbits avanzaron hacia el norte a lo largo de la orilla
oriental del valle pedregoso. Y cuando una tímida luz gris volvió a asomar por
encima de las cumbres occidentales, mucho después de que naciera el día en las
tierras lejanas, se escondieron
otra vez y durmieron un poco, por turno. En los ratos de vigilia a Sam lo obsesionaba
el problema de la comida. Por fin, cuando Frodo despertó y habló de comer y
de prepararse para otro nuevo esfuerzo, Sam le hizo la pregunta que más lo preocupaba.
Con el perdón de usted,
señor Frodo —dijo, pero ¿tiene alguna idea de cuánto nos falta por recorrer?
No, ninguna idea demasiado
precisa, Sam —respondió Frodo—. En Rivendel, antes de partir, me mostraron un
mapa de Mordor anterior al retorno del enemigo; pero lo recuerdo vagamente.
Lo que recuerdo con más precisión es que en un determinado lugar de las cadenas
del oeste y el norte se desprendían unas estribaciones que casi llegaban a unirse.
Estimo que se encontraban a no menos de veinte leguas del puente próximo a la
Torre. Podría ser un buen paso. Pero por supuesto, si llegamos allí, estaremos
aún más lejos de la montaña, a unas sesenta millas diría yo. Sospecho que nos
hemos alejado unas doce leguas al norte del puente. Aunque todo marchara bien,
no creo que llegáramos a la montaña en menos de una semana. Me temo, Sam, que
la carga se hará muy pesada, y que avanzaré con mayor lentitud a medida que
nos vayamos acercando.
Sam suspiró.
Eso es justamente lo que
yo temía —dijo—. Y bien, por no mencionar el agua, tendremos que comer menos,
señor Frodo, o de lo contrario movernos un poco más rápido, al menos mientras
continuemos en este valle. Un bocado más, y se nos habrán acabado todas las
provisiones, excepto el pan del camino de los elfos.
Trataré de caminar un poco
más rápido, Sam dijo Frodo respirando hondo—. ¡Adelante! ¡En marcha otra vez!
Aún no había oscurecido
por completo. Avanzaban penosamente, adentrándose en la noche. Las horas pasaban,
y los hobbits caminaban fatigados dando traspiés, con uno que otro breve descanso.
Al primer atisbo de luz gris bajo las orlas del palio de sombra se escondieron
otra vez en una cavidad oscura al pie de una pared de roca. La luz aumentó poco
a poco, en un cielo cada vez más límpido. Un viento fuerte del oeste arrastraba
los vapores de Mordor en las capas altas del aire. Al poco tiempo los hobbits
pudieron ver el territorio que se extendía alrededor. La hondonada entre las
montañas y el Morgai se había ido estrechando paulatinamente a medida que ascendían,
y el borde interior no era más que una cornisa en las caras escarpadas de los
Ephel Dúath; pero en el este se precipitaba tan a pique como siempre hacia Gorgoroth.
Delante de ellos, el lecho del arroyo se interrumpía en escalones de roca resquebrajada;
pues de la cadena principal emergía bruscamente un espolón alto y árido, que
se adelantaba hacia el este como un muro. La cadena septentrional gris y brumosa
de los Ered
Lithui extendía allí un
largo brazo sobresaliente que se unía al espolón, y entre uno y otro extremo
corría un valle estrecho: Carach Angren, la Garganta de Hierro, que más allá
se abría en el valle profundo de Udün. En esa llanura detrás del Morannos se
escondían los túneles y arsenales subterráneos construidos por los servidores
de Mordor como defensas de la Puerta Negra; y allí el Señor Oscuro estaba reuniendo
de prisa unos ejércitos poderosos para enfrentar a los Capitanes del Oeste.
Sobre los espolones habían construido fuertes y torres, y ardían los fuegos
de guardia; y a todo lo largo de la garganta habían erigido una pared de adobe,
y cavado una profunda trinchera atravesada por un solo puente.
Algunas millas más al norte,
en el ángulo en que el espolón del oeste se desprendía de la cadena principal,
se levantaba el viejo castillo de Durthang, convertido ahora en una de las numerosas
fortalezas oreas que se apiñaban alrededor del valle de Udün. Y desde él, visible
ya a la luz creciente de la mañana, un camino descendía serpenteando, hasta
que a sólo una milla o dos de donde estaban los hobbits, doblaba al este y corría
a lo largo de una cornisa cortada en el flanco del espolón, y continuaba en
descenso hacia la llanura, para desembocar en la Garganta de Hierro.
Mirando esta escena, a
los hobbits les pareció de pronto que el largo viaje al norte había sido inútil.
En la llanura que se extendía a la derecha envuelta en brumas y humos, no se
veían campamentos ni tropas en marcha; pero toda aquella región estaba bajo
la vigilancia de los fuertes de Carach Angren.
—Hemos llegado a un punto
muerto, Sam —dijo Frodo—. Si continuamos, sólo llegaremos a esa torre orea;
pero el único camino que podemos tomar es el que baja de la torre... a menos
que volvamos por donde vinimos. No podemos trepar hacia el oeste, ni descender
hacia el este.
—En ese caso tendremos
que seguir por el camino, señor Frodo — dijo Sam—. Tendremos que seguirlo y
tentar fortuna. Si hay fortuna en Mordor. Ahora da igual que nos rindamos o
que intentemos volver. La comida no nos alcanzará. ¡Tendremos que darnos prisa!
—Está bien, Sam —dijo Frodo—.
¡Guíame! Mientras te quede una esperanza. A mí no me queda ninguna. Pero no
puedo darme prisa, Sam. A duras penas podré arrastrarme detrás de ti.
—Antes de seguir arrastrándose,
necesita dormir y comer, señor Frodo. Vamos, aproveche lo que pueda.
Le dio a Frodo agua y una
oblea de pan del camino, y quitándose la capa improvisó una almohada para la
cabeza de su amo. Frodo estaba demasiado agotado para discutir, y Sam no le
dijo que había bebido la última gota de agua, y que había comido la otra ración
además de la propia. Cuando Frodo se durmió, Sam se inclinó sobre él y lo oyó
respirar y le examinó el rostro. Estaba ajado y enflaquecido, y sin embargo,
ahora mientras dormía parecía tranquilo y sin temores.
— ¡Bueno, amo, no hay más
remedio! —murmuró Sam—. Tendré que abandonarlo un rato y confiar en la suerte.
Agua vamos a necesitar, o no podremos seguir adelante.
Sam salió con sigilo del
escondite, y saltando de piedra en piedra con más cautela de la habitual en
los hobbits, descendió hasta el lecho seco del arroyo y lo siguió por un trecho
en su ascenso hacia el norte, hasta que llegó a los escalones de roca donde
antaño el manantial se precipitaba sin duda en una pequeña cascada. Ahora todo
parecía seco y silencioso; pero Sam no se dio por vencido: inclinó la cabeza
y escuchó deleitado un susurro cristalino. Trepando algunos escalones descubrió
un arroyuelo de agua oscura que brotaba del flanco de la colina y llenaba un
pequeño estanque desnudo, del que volvía a derramarse, y desaparecía luego bajo
las piedras áridas.
Sam probó el agua, y le
pareció suficientemente buena. Entonces bebió hasta saciarse, llenó la botella
y dio media vuelta para regresar. En aquel momento vislumbró una forma o una
sombra negra que saltaba entre las rocas un poco más lejos, cerca del escondite
de Frodo. Reprimiendo un grito, bajó de un brinco del manantial y corrió saltando
de piedra en piedra. Era una criatura astuta, difícil de ver, pero Sam tenía
pocas dudas: no pensaba en otra cosa que en retorcerle el pescuezo. Pero la
criatura lo oyó acercarse, y se escabulló alejándose de prisa. Sam creyó ver
por último que la forma se asomaba al borde del precipicio oriental, antes de
esconder la cabeza y desaparecer.
—¡Bueno, la suerte no me
abandonó —murmuró Sam—, pero por un pelo! ¡Como si no bastara que haya orcos
por millares, tenía que venir a meter la nariz ese bribón maloliente! ¡Ojalá
lo hubieran liquidado!
Se sentó junto a Frodo
y no lo despertó; pero no se atrevió a echarse a dormir. Por fin, cuando sintió
que se le cerraban los ojos y supo que no podía seguir luchando por mantenerse
despierto mucho tiempo más, despertó a Frodo tocándolo apenas.
—Me temo que ese Gollum
anda rondando otra vez, señor Frodo —dijo—. O al menos, si no era él, quiere
decir que tiene un doble. Salí a buscar un poco de agua y lo descubrí husmeando
por los alrededores justo cuando volvía. Me parece que no es prudente que ambos
durmamos al mismo tiempo, y con el perdón de usted, no puedo tener los ojos
abiertos un minuto más.
—¡Bendito seas, Sam! —le
dijo Frodo—. ¡Acuéstate y duerme cuanto necesites! Pero yo prefiero a Gollum
antes que a los orcos. En todo caso no nos entregará... a menos que lo capturen.
—Pero podría tratar de
robar y asesinar por cuenta propia —gruñó Sam—. ¡Mantenga los ojos bien abiertos,
señor Frodo! Hay una botella llena de agua. Beba usted. Podemos volverla a llenar
cuando nos vayamos. —Y con esto Sam se hundió en el sueño.
La luz se extinguía cuando
despertó. Frodo estaba sentado contra una roca, pero se había quedado dormido.
La botella de agua estaba vacía. No había señales de Gollum.
Había vuelto la oscuridad
de Mordor; y cuando los hobbits se pusieron nuevamente en marcha en la etapa
más peligrosa del viaje, los fuegos de los vivaques ardían en las alturas feroces
y rojos. Fueron primero al pequeño manantial, y luego, trepando con cautela
llegaron al camino en el punto en que doblaba hacia el este y la Garganta de
Hierro, ahora a veinte millas de distancia. No era un camino ancho, y no tenía
ni muro ni parapeto, y a medida que avanzaba, la caída a pique a lo largo del
borde era cada vez más profunda. No oían que nada se moviera, y luego de escuchar
un rato partieron con paso firme rumbo al este.
Después de unas doce millas
de marcha, se detuvieron. Detrás, el camino describía una ligera curva hacia
el norte, y las tierras que acababan de dejar atrás ya no se veían. Esta circunstancia
resultó desastrosa. Descansaron algunos minutos y otra vez se pusieron en camino;
pero habían avanzado unos pocos pasos cuando en el silencio de la noche oyeron
de pronto el ruido que habían estado temiendo en secreto: un rumor de pasos
en marcha. Parecían no estar muy cerca todavía, pero al volver la cabeza Frodo
y Sam vieron el chisporroteo de las antorchas, que ya habían pasado la curva
a menos de una milla, y se acercaban con rapidez: con demasiada rapidez para
que Frodo escapara a todo correr por el camino.
—Me lo temía, Sam —dijo
Frodo—. Hemos confiado en nuestra buena suerte y nos ha traicionado. Estamos
atrapados. —Miró con desesperación el muro amenazante; los constructores de
caminos de antaño habían cortado la roca a pique a muchas brazas de altura.
Corrió al otro lado y se asomó a un precipicio de tinieblas. — ¡ Nos han atrapado
al fin! —dijo. Se dejó caer en el suelo al pie de la pared rocosa y hundió la
cabeza entre los hombros.
—Así parece —dijo Sam—.
Bueno, no nos queda más remedio que esperar y ver.
Y se sentó junto a Frodo
a la sombra del acantilado.
No tuvieron que esperar
mucho. Los orcos avanzaban a grandes trancos. Los de las primeras filas llevaban
antorchas. Y se acercaban: llamas rojas que crecían rápidamente en la oscuridad.
Ahora también Sam inclinó la cabeza, con la esperanza de que no se le viera
la cara cuando llegasen las antorchas; y apoyó los escudos contra las rodillas
de ambos, para que les ocultasen los pies.
«¡Ojalá lleven prisa y
pasen de largo, dejando en paz a un par de soldados fatigados!», pensó.
Y al parecer iban a pasar
de largo. La vanguardia orea llegó trotando, jadeante, con las cabezas gachas.
Era una banda de la raza más pequeña, arrastrados a pelear en las guerras del
Señor Oscuro: no querían otra cosa que terminar de una vez con aquella marcha
forzada y esquivar los
latigazos. Con ellos, corriendo
de arriba abajo a lo largo de la fila, iban dos de los corpulentos y feroces
uruks, blandiendo los látigos y vociferando órdenes. Marchaban, fila tras fila;
la delatadora luz de las antorchas empezaba a alejarse. Sam contuvo el aliento.
Ya más de la mitad de la compañía había pasado. De pronto uno de los uruks descubrió
las dos figuras acurrucadas a la vera del camino. Hizo chasquear el látigo y
los increpó:
— ¡ Eh, vosotros! ¡ Arriba!
No le respondieron y detuvo con un grito a toda la compañía.
—¡Arriba, zánganos! —aulló—.
No es ahora momento de dormir. Dio un paso hacia los hobbits, y aún en la oscuridad
reconoció las insignias de los escudos.
—Con que desertando, ¿eh?
gritó. ¿O conspirando para desertar? Todos vosotros teníais que haber llegado
a Udün ayer antes de la noche. Bien lo sabéis. De pie y a la fila, o tomaré
vuestros números y os denunciaré.
Los hobbits se levantaron
con dificultad, y caminaron encorvados, cojeando como soldados con los pies
doloridos, se pusieron en la última fila.
—¡No, en la última no!
—vociferó el guardián de los esclavos. ¡Tres filas más adelante! ¡Y quedaos
allí, o en mi próxima recorrida sabréis lo que es bueno!
La larga correa chasqueó
no muy lejos de las cabezas de los hobbits; en seguida, tras otro latigazo en
el aire y un nuevo alarido, la compañía reanudó la marcha con un trote rápido.
Era duro para el pobre
Sam, cansado como estaba; pero para Frodo era una tortura, y no tardó en convertirse
en una pesadilla. Apretó los dientes y tratando de no pensar, continuó avanzando.
El hedor de los orcos sudorosos lo sofocaba; jadeaba y tenía sed. Y seguían
trotando y trotando, y Frodo empeñándose en respirar y en obligar a sus piernas
a que se flexionaran; no se atrevía ni a imaginar cuál podía ser el término
nefasto de tantas fatigas y tantos padecimientos. No tenía la más remota esperanza
de salir de la fila sin ser descubierto. Y el guardián de los orcos volvía a
la retaguardia una y otra vez y se mofaba de ellos con ferocidad.
— ¡A ver! reía, amenazando
azotarles las piernas—. ¡Donde hay un látigo hay una voluntad, zánganos míos!
¡Fuerza! Ahora mismo os daría una buena zurra, aunque cuando lleguéis con retraso
a vuestro campamento recibiréis tantos latigazos como os quepan en el pellejo.
Os sentarán bien. ¿No sabéis que estamos en guerra?
Habían recorrido algunas
millas, y el camino comenzaba por fin a descender hacia la llanura en una larga
pendiente, cuando las fuerzas empezaron a flaquearle a Frodo. Se tambaleaba
y tropezaba. Sam trató de ayudarlo, de sostenerlo, aunque tampoco él se sentía
capaz de
soportar mucho tiempo más
aquella marcha. Sabía que el final llegaría de un momento a otro: Frodo acabaría
por desvanecerse o por caer rendido, y entonces los descubrirían, y todos los
esfuerzos y sufrimientos habrían sido en vano.
—De todas maneras, antes
le daré su merecido a ese gigante endiablado que arrea las tropas.
Entonces, en el preciso
momento en que llevaba la mano a la empuñadura de la espada, hubo un alivio
inesperado. Ahora estaban en plena llanura y se acercaban a la entrada de Udün.
No lejos de ella, delante de la puerta próxima a la cabecera del puente, el
camino del oeste convergía con otros que venían del sur y de Baraddür, y en
todos ellos se veía un agitado movimiento de tropas; pues los Capitanes del
Oeste estaban avanzando, y el Señor Oscuro se apresuraba a acantonar en el norte
todos sus ejércitos. Así ocurrió que a la encrucijada envuelta en tinieblas,
inaccesible a la luz de las hogueras que ardían en lo alto de los muros, llegaron
simultáneamente varias compañías. Hubo encontronazos violentos y una gran confusión,
y gritos y maldiciones, porque cada compañía trataba de ser la primera en llegar
a la puerta y al final de la marcha. A pesar de los gritos de los cabecillas
y del chasquido de los látigos, hubo escaramuzas, y algunas espadas se desenvainaron.
Una tropa de ttruks de Baraddür armados hasta los dientes atacó a los Durthang,
desordenando las filas.
Aturdido como estaba por
el dolor y el cansancio, Sam se despabiló de golpe, y aprovechando en seguida
la ocasión se arrojó al suelo, arrastrando a Frodo. Lentamente, a cuatro patas
y a la rastra, los hobbits se alejaron del tumulto, hasta que por fin y sin
que nadie los viera llegaron a la orilla opuesta del camino y trepándose a una
especie de parapeto bajo destinado a orientar a los guías de las tropas en las
noches oscuras o brumosas, se dejaron caer al otro lado.
Durante un rato permanecieron
inmóviles. La oscuridad era demasiado impenetrable para buscar un refugio, si
había alguno en aquel lugar; pero Sam tenía la impresión de que les convenía
en todo caso alejarse un poco más de las carreteras principales y de la luz
de las antorchas.
—¡Vamos, señor Frodo! —murmuró—.
Arrástrese usted un poquito más, y en seguida podrá descansar.
Con un último esfuerzo
desesperado, Frodo se apoyó sobre las manos y avanzó unas veinte yardas. Y entonces
cayó en un pozo poco profundo que inesperadamente se abrió delante de ellos,
y allí permaneció inmóvil como un cuerpo sin vida.
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