5
LA CABALGATA
DE LOS ROHIRRIM
Estaba oscuro y Merry,
acostado en el suelo y envuelto en una manta, no veía nada; sin embargo, aunque
era una noche serena y sin viento, alrededor de él los árboles suspiraban invisibles.
Levantó la cabeza. Entonces lo volvió a escuchar: un rumor semejante al redoble
apagado de unos tambores en las colinas boscosas y en las estribaciones de las
montañas. El tamborileo cesaba de golpe para luego recomenzar en algún otro
punto, a veces más cercano, a veces más distante. Se preguntó si lo habrían
oído los centinelas.
No los veía, pero sabía
que allí, muy cerca, alrededor de él estaban las compañías de los Rohirrim.
Le llegaba en la oscuridad el olor de los caballos, los oía moverse, y escuchaba
el ruido amortiguado de los cascos contra el suelo cubierto de agujas de pino.
El ejército acampaba esa noche en los frondosos pinares de las laderas de Eilenach,
que se erguía por encima de las largas lomas del Bosque de Druadan al borde
del gran camino en el Anórien oriental.
Cansado como estaba, Merry
no conseguía dormir. Había cabalgado sin pausa durante cuatro días, y la oscuridad
siempre creciente empezaba a oprimirle el corazón. Se preguntaba por qué había
insistido tanto en venir, cuando le habían ofrecido todas las excusas posibles,
hasta una orden terminante del Señor, para no acompañarlos. Se preguntaba además
si el viejo rey estaría enterado de su desobediencia, y si se habría enfadado.
Tal vez no. Tenía la impresión de que había una cierta connivencia entre Dernhelm
y Elfhelm, el mariscal que capitaneaba el éored en que cabalgaban ahora. Elfhelm
y sus hombres parecían ignorar la presencia del hobbit, y fingían no oírlo cada
vez que hablaba. Bien hubiera podido ser un bulto más del equipaje de Dernhelm.
Pero Dernhelm mismo no era un compañero de viaje reconfortante: jamás hablaba
con nadie y Merry se sentía solo, insignificante y superfluo. Eran horas de
apremio y ansiedad, y el ejército estaba en peligro. Se encontraban a menos
de un día de cabalgata de los burgos amurallados de Minas Tirith, y antes de
seguir avanzando habían enviado batidores en busca de noticias. Algunos no habían
vuelto. Otros regresaron a galope tendido, anunciando que el camino estaba bloqueado.
Un ejército del enemigo había acampado a tres millas al oeste de Amon Din,
y las fuerzas que ya avanzaban
por la carretera estaban a no más de tres leguas de distancia. Patrullas de
orcos recorrían las colinas y los bosques de alrededor. En el vivac de la noche
el rey y Eomer celebraron consejo.
Merry tenía ganas de hablar
con alguien, y pensó en Pippin. Pero esto lo puso más intranquilo aún. Pobre
Pippin, encerrado en la gran ciudad de piedra, solo y asustado. Merry deseó
ser un jinete alto como Eomer: entonces haría sonar un cuerno, o algo, y partiría
al galope a rescatar a su compañero. Se sentó, y escuchó los tambores que volvían
a redoblar, ahora cercanos. Por fin oyó voces, voces muy quedas, y vio luces
que pasaban entre los árboles, el resplandor mortecino de unas linternas veladas.
Algunos hombres empezaron a moverse a tientas en la oscuridad.
Una figura alta irrumpió
de pronto entre las sombras, y al tropezar con el cuerpo de Merry maldijo las
raíces de los árboles. Merry reconoció la voz de Elfhelm, el mariscal.
—No soy la raíz de ningún
árbol, señor —dijo—, ni tampoco un saco de equipaje, sino un hobbit maltrecho.
Y lo menos que podéis hacer a modo de reparación es decirme qué hay de nuevo
bajo el sol.
—No mucho que uno pueda
ver en esta condenada oscuridad —respondió Elfhelm—. Pero mi señor manda decir
que estemos prontos: es posible que llegue de improviso una orden urgente.
—¿Quiere decir entonces
que el enemigo se acerca? —preguntó Merry con inquietud—. ¿Son sus tambores
los que se oyen? Casi empezaba a pensar que era pura imaginación de mi parte,
ya que nadie parecía hacerles caso.
—No, no —dijo Elfhelm—,
el enemigo está en el camino, no aquí en las colinas. Estás oyendo a los Hombres
Salvajes de los Bosques: así se comunican entre ellos a distancia. Vestigios
de un tiempo ya remoto, viven secretamente, en grupos pequeños, y son cautos
e indómitos como bestias. Se dice que aún hay algunos escondidos en el Bosque
de Druadan. No combaten a Gondor ni a la Marca; pero ahora la oscuridad y la
presencia de los orcos los han inquietado, y temen la vuelta de los Años Oscuros,
cosa bastante probable. Agradezcamos que no nos persigan, pues se dice que tienen
flechas envenenadas, y nadie conoce tan bien como ellos los secretos de los
bosques. Pero le han ofrecido sus servicios a Théoden. En este mismo momento
uno de sus jefes es conducido hasta el rey. Allá, donde se ven las luces. Esto
es todo lo que he oído decir. Y ahora tengo que cumplir las órdenes de mi amo.
¡Levántate, Señor Equipaje! —Y se desvaneció en la oscuridad.
Esa historia de hombres
salvajes y flechas envenenadas no tranquilizó a Merry, pero además el peso del
miedo lo abrumaba. La espera se le hacía insoportable. Quería saber qué iba
a pasar. Se levantó, y un momento después caminaba con cautela en persecución
de la última linterna antes que desapareciera entre los árboles.
No tardó en llegar a un
claro donde habían levantado una pequeña tienda para el rey, al reparo de un
árbol grande. Un gran farol, velado en la parte superior, colgaba de una rama
y arrojaba abajo un círculo de luz pálida. Allí estaban Théoden y Eomer, y sentado
en cuclillas ante ellos, un extraño ejemplar de hombre, apeñuscado como una
piedra vieja, la barba rala como manojos de musgo seco en el mentón protuberante.
De piernas cortas y brazos gordos, membrudo y achaparrado, llevaba como única
prenda unas hierbas atadas a la cintura. Merry tuvo la impresión de que lo había
visto antes en alguna parte, y recordó de pronto a los hombres Púkel del Sagrario.
Era como si una de aquellas imágenes legendarias hubiese cobrado vida, o quizás
un auténtico descendiente de los hombres que sirvieran de modelos a los artistas
hacía tiempo olvidados.
Estaban en silencio cuando
Merry se aproximó, pero al cabo de un momento el Hombre Salvaje empezó a hablar,
como en respuesta a una pregunta. Tenía una voz profunda y gutural, y Merry
oyó con asombro que hablaba en la Lengua Común, aunque de un modo entrecortado
e intercalando palabras extrañas.
—No, padredelosjinetes
—dijo—, nosotros no peleamos, solamente cazamos. Matamos a los gorgün en los
bosques, aborrecemos a los orcos. También vosotros aborrecéis a los gorgün.
Ayudamos como podemos. Los Hombres Salvajes tienen orejas largas, ojos largos.
Conocen todos los senderos. Los Hombres Salvajes viven aquí antes que CasasdePiedra;
antes que los Hombres Altos vinieran de las aguas.
—Pero lo que necesitamos
es ayuda en la batalla —dijo Eomer—. ¿Cómo podréis ayudarnos, tú y tu gente?
—Traemos noticias —dijo
el Hombre Salvaje—. Nosotros observamos desde las lomas. Trepamos a la montaña
alta y miramos abajo. Ciudad de Piedra está cerrada. Hay fuego allá fuera; ahora
también dentro. ¿Allí queréis ir? Entonces, hay que darse prisa. Pero los gorgün
y los hombres venidos de lejos —movió un brazo corto y nudoso apuntando al este—
esperan en el camino de los caballos. Muchos, muchos más que todos los jinetes.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó
Eomer.
El rostro chato y los ojos
oscuros del viejo no expresaban nada, pero en la voz había un hosco descontento.
—Hombres Salvajes son salvajes,
libres, pero no niños —replicó—. Yo soy gran jefe GhanburiGhán. Yo cuento muchas
cosas: estrellas en el cielo, hojas en los árboles, hombres en la oscuridad.
Vosotros tenéis veinte veintenas contadas cinco veces más cinco. Ellos tienen
más. Gran batalla, ¿y quién ganará? Y muchos otros caminan alrededor de los
muros de CasasdePiedra.
—Ay, con demasiado tino
habla dijo Théoden—. Y los batidores nos dicen que han cavado fosos y que hay
hogueras emboscadas a lo
largo del camino. Nos será
imposible tomarlos por sorpresa y arrasarlos.
—Pero tenemos que actuar
con rapidez —dijo Eomer—. ¡Mundburgo está en llamas!
—¡Dejad terminar a GhánburiGhánl
—dijo el Hombre Salvaje—. El conoce más de un camino. El os guiará por sendero
sin fosos, que los gorgün no pisan, sólo los Hombres Salvajes y las bestias.
Muchos caminos construyó la GentedeCasasdePiedra cuando era más fuerte. Despedazaban
colinas como cazadores despedazan carne de animales. Los Hombres Salvajes creen
que comían piedras. Iban con grandes carretas a Rimmon a través del Drúadan.
Ahora no van más. El camino fue olvidado, pero no por los Hombres Salvajes.
Por encima de la colina y detrás de la colina, todavía sigue allí bajo la hierba
y el árbol, atrás del Rimmon; y bajando por el Din, vuelve a unirse al Camino
de los Jinetes. Los Hombres Salvajes os mostrarán ese camino. Entonces mataréis
gorgün y con el hierro brillante ahuyentaréis la oscuridad maligna, y los Hombres
Salvajes podrán dormir otra vez en los bosques salvajes.
Eomer y el rey deliberaron
un momento en la lengua de ellos. Al cabo, Théoden se volvió al Hombre Salvaje.
—Aceptamos tu ofrecimiento
—le dijo—. Pues aun cuando dejemos atrás una hueste de enemigos ¿qué puede importarnos?
Si la Ciudad de Piedra sucumbe, no habrá retorno para nosotros, y si se salva,
entonces serán las huestes de los orcos las que tendrán cortada la retirada.
Si eres leal, GhánburiGhán, recibirás una buena recompensa, y contarás para
siempre con la amistad de la Marca.
—Los hombres muertos no
son amigos de los vivos y no hacen regalos —dijo el Hombre Salvaje—. Pero si
sobrevivís a la Oscuridad, dejad que los Hombres Salvajes vivan tranquilos en
los bosques y nunca más los persigáis como a bestias. GhanburiGhán no os conducirá
a ninguna trampa. El mismo irá con el padre de los jinetes, y si lo guía mal,
lo mataréis.
—Sea —dijo Théoden.
—¿Cuánto tardaremos en
adelantarnos al enemigo y volver al camino? —preguntó Eomer—. Si tú nos guías
tendremos que avanzar al paso; y el camino ha de ser estrecho.
—Los Hombres Salvajes son
de pies ligeros —dijo Ghán—. Allá lejos el camino es ancho, para cuatro caballos
en el Pedregal de las Carretas —señaló con la mano hacia el sur—, pero es estrecho
al comienzo y al final. El Hombre Salvaje puede caminar de aquí a Din entre
la salida del sol y mediodía.
—Entonces hemos de estimar
por lo menos siete horas para las primeras filas —dijo Eomer—; pero más vale
contar unas diez en total. Algo imprevisible podría retrasarnos, y si el ejército
tiene que avanzar en filas, necesitaremos un tiempo para reordenarlo al salir
de las lomas. ¿Qué hora es?
—¿Quién puede saberlo?
—dijo Théoden—. Todo es noche ahora.
—Todo está oscuro, pero
no todo es noche —dijo Ghán—. Cuando el sol se levanta nosotros lo sentimos,
aunque esté escondido. Ya trepa sobre las montañas del este. Se abre el día
en los campos del cielo.
—Entonces tenemos que partir
cuanto antes —dijo Eomer—. Aun así, no hay esperanzas de que lleguemos hoy a
socorrer a Gondor.
Sin esperar a oír más,
Merry se escurrió, y fue a prepararse para la orden de partida. Esta era la
última jornada anterior a la batalla. Y aunque le parecía improbable que muchos
pudieran sobrevivir, pensó en Pippin y en las llamas de Minas Tirith, y sofocó
sus propios temores.
Todo anduvo bien aquel
día, y no vieron ni oyeron ninguna señal de que el enemigo estuviese al acecho
con una celada. Los Hombres Salvajes pusieron una cortina de cazadores alertas
y avispados alrededor del ejército, a fin de que ningún orco o espía merodeador
pudiese conocer los movimientos en las lomas. Cuando empezaron a acercarse a
la ciudad sitiada, la luz era más débil que nunca, y las largas columnas de
jinetes pasaban como sombras de hombres y de caballos. Cada una de las compañías
de los Rohirrim llevaba como guía un Hombre Salvaje de los Bosques; pero el
viejo Ghán caminaba a la par del rey. La partida había sido más lenta de lo
previsto, pues los jinetes, a pie y llevando los caballos por la brida, habían
tardado algún tiempo en abrirse camino en la espesura de las lomas y en descender
al escondido Pedregal de las Carretas. Era ya entrada la tarde cuando la vanguardia
llegó a los vastos boscajes grises que se extendían más allá de la ladera oriental
del Amon Din, enmascarando una amplia abertura en la cadena de cerros que desde
Nardol a Din corría hacia el este y el oeste. Por ese paso descendía en tiempos
lejanos la carretera olvidada que atravesando Anórien volvía a unirse al camino
principal para cabalgaduras; pero a lo largo de numerosas generaciones de hombres,
los árboles habían crecido allí, y ahora yacía sumergida, enterrada bajo el
follaje de años innumerables. En realidad, la espesura ofrecía a los Rohirrim
un último reparo antes que salieran a cara descubierta al fragor de la batalla:
pues delante de ellos se extendían el camino y las llanuras del Anduin, en tanto
que en el este y el sur las pendientes eran desnudas y rocosas, y se apeñuscaban
y trepaban, bastión sobre bastión, para unirse a la imponente masa montañosa
y a las estribaciones del Mindolluin.
Las primeras filas hicieron
alto, y mientras las que venían detrás atravesaban el paso del Pedregal de las
Carretas, se desplegaron para acampar bajo los árboles grises. El rey convocó
a consejo a los capitanes. Eomer envió batidores a vigilar el camino, pero el
viejo Ghán movió la cabeza.
—Inútil mandar hombresacaballo
—dijo—. Los Hombres Salvajes
ya han visto todo lo que
es posible ver en este aire malo. Pronto vendrán a hablar conmigo.
Los capitanes se reunieron;
y de entre los árboles salieron con cautela otros hombrespúkel, tan parecidos
al viejo Ghán que Merry no hubiera podido distinguir entre ellos. Hablaron con
Ghán en una lengua extraña y gutural.
Pronto Ghán se volvió al
rey.
—Los Hombres Salvajes dicen
muchas cosas —anunció—. Primero: ¡sed cautelosos! Todavía hay muchos hombres
acampando del otro lado de Din, a una hora de marcha, por allí. —Agitó el brazo
señalando el oeste, las negras colinas. — Pero ninguno a la vista de aquí a
los muros nuevos de GentedePiedra. Allí hay muchos y muy atareados. Los muros
ya no resisten: los gorgün los derriban con trueno de tierra y mazas de hierro
negro. Son imprudentes y no miran alrededor. Creen que sus amigos vigilan todos
los caminos. —Y al decir esto soltó un extraño gorgoteo, que bien podía parecer
una carcajada.
— ¡Buenas noticias! —exclamó
Eomer—. Aun en esta oscuridad brilla de nuevo una luz de esperanza. Más de una
vez los artilugios del enemigo nos han favorecido. La maldita oscuridad puede
ser para nosotros un manto protector. Y ahora, encarnizados como están en la
destrucción de Gondor, decididos a no dejar piedra sobre piedra, los orcos me
han librado del mayor de mis temores. El muro exterior habría resistido largo
tiempo a nuestros embates. Ahora podremos atravesarlo como un trueno... si llegamos
a él.
—Gracias otra vez, GhánburiGhan
del bosque —dijo Théoden—. ¡ Que la fortuna te sea propicia en recompensa por
las noticias y la ayuda que nos has traído!
— ¡Matad gorgünl ¡Matad
orcos! Los Hombres Salvajes no conocen palabras más placenteras —le respondió
Ghán—. ¡Ahuyentad el aire malo y la oscuridad con el hierro brillante!
—Para eso hemos venido
desde muy lejos —dijo el rey—, y lo intentaremos. Pero lo que consigamos, sólo
mañana se verá.
GhánburiGhan se inclinó
hasta tocar el suelo con la frente en señal de despedida. Luego se levantó como
si se dispusiera a marcharse. Pero de pronto se quedó quieto con la cabeza levantada,
como un animal del bosque que husmea un olor extraño. Un resplandor le iluminó
los ojos.
—¡El viento está cambiando!
—gritó, y con estas palabras, como en un parpadeo, él y sus compañeros desaparecieron
en las tinieblas, y los hombres de Rohan no los volvieron a ver nunca más. Poco
después se oyó otra vez en el este lejano el batir apagado de los tambores.
Pero en todo el ejército de los Rohirrim nadie temió un instante que los Hombres
Salvajes pudieran cometer una traición, por más que pareciesen extraños y poco
atractivos.
—Ya no tenemos necesidad
de guías dijo Elfhelm. Hay entre nosotros jinetes que han cabalgado hasta Mundburgo
en tiempos de paz. Empezando por mí. Cuando lleguemos al camino, doblará hacia
el sur, y desde allí hasta el muro de los confines de los burgos, habrá otras
siete leguas. La hierba abunda a los lados de casi todo el camino. En ese tramo
los mensajeros de Gondor corrían más que nunca. Podremos cabalgar rápidamente
y sin hacer mucho ruido.
—Pues como nos espera una
lucha cruenta y necesitaremos de todas nuestras fuerzas —dijo Eomer—, yo propondría
que ahora descansáramos, y que partiéramos por la noche; de ese modo podríamos
llegar a los campos cuando haya tanta luz como pueda haberla, o cuando nuestro
señor nos dé la señal.
El rey estuvo de acuerdo
y los capitanes se retiraron. Pero Elfhelm volvió poco después.
—Los batidores no han encontrado
nada más allá del bosque gris, Señor —dijo—, salvo dos hombres: dos hombres
muertos y dos caballos muertos.
— ¿Entonces? —dijo Eomer.
—Entonces esto, Señor:
eran mensajeros de Gondor; uno de ellos podría ser Hirgon. En todo caso aún
apretaba en la mano la Flecha Roja, pero lo habían decapitado. Y también esto:
según los indicios, parecería que huían hada el oeste cuando fueron abatidos.
A mi entender, al regresar encontraron al enemigo ya dueño del muro exterior,
o atacándolo, y eso ha de haber ocurrido hace dos noches, si utilizaron los
caballos de recambio de las postas, como es costumbre. Al no poder entrar en
la ciudad, han de haber dado media vuelta.
—¡Ay! —dijo Théoden—. Eso
quiere decir que Denethor no ha tenido noticias de nuestra partida, y ya habrá
desesperado.
— La necesidad no tolera
tardanzas, pero más vale tarde que nunca —dijo Eomer—. Y acaso ahora el viejo
refrán demuestra ser más cierto que en todos los tiempos pasados, desde que
los hombres se expresan con la boca.
Era de noche. Por las dos
orillas del camino avanzaba en silencio el ejército de Rohan. El camino que
contorneaba las pendientes del Mindolluin corría ahora hacia el sur. En lontananza,
delante de ellos y casi en línea recta, había un resplandor rojo, y bajo el
cielo negro las laderas de la gran montaña eran sombrías y amenazantes. Ya se
estaban acercando al Rammas del Pelennor, pero aún no había llegado el día.
En medio de la primera
compañía cabalgaba el rey, rodeado por su escolta. Seguía el éored de Elfhelm,
y Merry notó que Dernhelm se separaba de los suyos y avanzaba hasta cabalgar
detrás de la guardia del rey. La columna hizo un alto. Merry oyó que enfrente
hablaban en voz baja. Algunos de los batidores que se habían aventurado hasta
las cercanías del muro acababan de regresar. Se acercaron al rey.
—Hay grandes hogueras,
Señor —dijo uno—. La ciudad está toda en
llamas, y el enemigo cubre
los campos. Pero todos parecen tener una única preocupación: el asalto de la
fortaleza y hasta donde hemos podido ver son pocos los que quedan fuera de los
muros, y empeñados como están en la destrucción, no se dan cuenta de lo que
pasa alrededor.
—¿Recordáis las palabras
del Hombre Salvaje, Señor? —dijo otro—. Yo, en tiempos de paz, vivo en la campiña
y al aire libre. Me llamo Widfara, y también a mí el aire me trae mensajes.
Ya el viento está cambiando. Ahora sopla una ráfaga del Sur, con olores marinos,
aunque todavía leves. La mañana traerá novedades. Por encima del humo llegará
el alba, cuando paséis el muro.
—Si es cierto lo que dices,
Widfara, ojalá la vida te conceda cien años de bendiciones a partir de este
día —dijo Théoden. Y volviéndose a los hombres del séquito les habló con voz
clara, para que muchos de los jinetes del primer éored también pudiesen escucharlo.
—¡Jinetes de la Marca,
hijos de Eorl, la hora ha llegado! Lejos os encontráis de vuestros hogares,
y ya tenéis por delante el fuego y el enemigo. Vais a combatir en campos extranjeros,
pero la gloria que ganéis será vuestra para siempre. Habéis prestado juramento:
¡Id ahora a cumplirlo, en nombre de vuestro rey, de vuestra tierra y la alianza
de amistad!
Los hombres golpearon las
lanzas contra el brocal de los escudos.
— ¡Eomer, hijo mío! Tú
irás a la cabeza del primer éored —dijo Théoden—, que marchará en el centro
detrás del estandarte real. Elfhelm, conduce a tu compañía hacia la derecha
cuando hayamos pasado el muro. Y que Grimbold lleve la suya hacia la izquierda.
Las compañías restantes seguirán a estas tres primeras, a medida que vayan llegando.
Y allí donde encontréis hordas de enemigos, atacad. Otros planes no podemos
hacer, pues ignoramos aún cómo están las cosas en el campo. ¡Adelante ahora,
y que no os arredre la oscuridad!
La primera compañía partió
tan rápidamente como pudo, pues pese a lo augurado por Widfara la oscuridad
era todavía profunda. Merry iba montado en la grupa del caballo de Dernhelm,
y mientras se sostenía con la mano izquierda, con la otra procuraba desenvainar
la espada. Ahora sentía en carne viva cuánto había de verdad en las palabras
del rey: ¿Qué harías tú, Meriadoc, en semejante batalla? «Lo que estoy haciendo,
ni más ni menos», se dijo: «convertirme en un estorbo para un jinete, ¡y conseguir
al menos mantenerme en la silla y no morir aplastado bajo los cascos!».
Una distancia de apenas
una legua los separaba del sitio donde antes se alzaban las murallas, y poco
les llevó recorrerlas: demasiado poco para el gusto de Merry. Hubo gritos salvajes
y algún ruido de armas, pero la escaramuza fue breve. Los orcos en actividad
alrededor de las murallas eran poco numerosos, y tomados por sorpresa fue fácil
abatirlos, o al menos obligarlos
a retroceder. Ante la puerta en ruinas del norte del Rammas, el rey ordenó un
nuevo alto. Tras él, y flanqueándolo por ambos lados, se detuvo el primer éored.
Dernhelm continuaba cabalgando a pocos pasos del rey, pese a que la compañía
de Elfhelm se había desviado a la derecha. Los hombres de Grimbold fueron hacia
el este y un poco más lejos penetraron por una brecha en el muro.
Merry espió por detrás
de la espalda de Dernhelm. A lo lejos, a diez millas o quizá más, había un gran
incendio; pero a media distancia las líneas de fuego ardían en una vasta media
luna, y el cuerno más próximo estaba a sólo una legua de las primeras filas
de jinetes. Nada más distinguió el hobbit en la oscuridad de la llanura, ni
vio por el momento ninguna esperanza de amanecer, ni sintió el más leve soplo
de viento cambiante o no.
Ahora el ejército de Rohan
avanzaba en silencio por los campos de Gondor, una corriente lenta pero continua,
como la marea alta cuando irrumpe por las fisuras de un dique que se consideraba
seguro. Pero el pensamiento y la voluntad del Capitán Negro estaban dedicados
por entero al asedio y la destrucción de la ciudad, y hasta ese momento no había
llegado a él ninguna noticia que anunciara una posible falla en sus planes.
Al cabo de cierto tiempo
el rey desvió la cabalgata ligeramente hacia el este, para pasar entre los fuegos
del asedio y los campos exteriores. Hasta allí habían avanzado sin encontrar
resistencia, y Théoden no había dado aún ninguna señal. Por fin hicieron un
último alto. Ahora la ciudad estaba cerca. El olor de los incendios flotaba
en el aire, y la sombra misma de la muerte. Los caballos piafaban, inquietos.
Pero el rey, inmóvil, montado en Crinblanca, contemplaba la agonía de Minas
Tirith, como si la angustia o el terror lo hubieran paralizado. Parecía encogido,
acobardado de pronto por la edad. Hasta Merry se sentía abrumado por el peso
insoportable del horror y la duda. El corazón le latía lentamente. El tiempo
parecía haberse detenido en la incertidumbre. ¡Habían llegado demasiado tarde!
¡Demasiado tarde era peor que nunca! Acaso Théoden estuviera a punto de ceder,
de dejar caer la vieja cabeza, dar media vuelta, y huir furtivamente a esconderse
en las colinas.
Entonces, de improviso,
Merry sintió por fin, inequívoco, el cambio: el cambio de viento. ¡Le soplaba
en la cara! Asomó una luz. Lejos, muy lejos en el sur, las nubes eran formas
grises y remotas que se amontonaban flotando a la deriva: más allá se abría
la mañana.
Pero en ese mismo instante
hubo un resplandor, como si un rayo hubiese salido de las entrañas mismas de
la tierra, bajo la ciudad. Durante un segundo vieron la forma incandescente,
enceguecedora y lejana en blanco y negro, y la torre más alta resplandeció como
una
aguja rutilante; y un momento
después, cuando volvió a cerrarse la oscuridad, un trueno ensordecedor y prolongado
llegó desde los campos.
Como al conjuro de aquel
ruido atronador, la figura encorvada del rey se enderezó súbitamente. Y otra
vez se le vio en la montura alto y orgulloso; e irguiéndose sobre los estribos
gritó, con una voz más fuerte y clara que la que oyera jamás ningún mortal:
¡De pie, de pie, Jinetes
de Théoden!
Un momento cruel se avecina:
¡fuego y matanza!
Trepidarán las lanzas,
volarán en añicos los escudos,
¡un día de la espada, un
día rojo, antes que llegue el alba!
¡Galopad ahora, galopad!
¡A Gondor!
Y al decir esto, tomó un
gran cuerno de las manos de Guthlaf, el portaestandarte, y lo sopló con tal
fuerza que el cuerno se quebró. Y al instante se elevaron juntas las voces de
todos los cuernos del ejército, y el sonido de los cuernos de Rohan en esa hora
fue como una tempestad sobre la llanura y como un trueno en las montañas.
¡Galopad ahora, galopad!
¡A Gondor!
De pronto, a una orden del rey, Crinblanca se lanzó hacia adelante. Detrás de él el estandarte flameaba al viento: un caballo blanco en un campo verde: pero Théoden ya se alejaba. En pos del rey galopaban los jinetes de la escolta, pero ninguno lograba darle alcance. Con ellos galopaba Eomer, y la crin blanca de la cimera del yelmo le flotaba al viento, y la vanguardia del primer éored rugía como un oleaje embravecido al estrellarse contra las rocas de la orilla, pero nadie era tan rápido como el rey Théoden. Galopaba con un furor demente, como si la fervorosa sangre guerrera de sus antepasados le corriera por las venas en un fuego nuevo; y transportado por Crinblanca parecía un dios de la antigüedad, el propio Oróme el Grande, se hubiera dicho, en la batalla de Valar, cuando el mundo era joven. El escudo de oro resplandecía y centelleaba como una imagen del sol, y la hierba reverdecía alrededor de las patas del caballo. Pues llegaba la mañana, la mañana y un viento del mar; y ya se disipaban las tinieblas; y los hombres de Mordor gemían, y conocían el pánico, y huían y morían, y los cascos de la ira pasaban sobre ellos. Y de pronto los ejércitos de Rohan rompieron a cantar, y cantaban mientras mataban, pues el júbilo de la batalla estaba en todos ellos, y los sonidos de ese canto que era hermoso y terrible llegaron aun a la ciudad.
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