6

LA BATALLA DE LOS CAMPOS DEL PELENNOR

 

Pero no era un cabecilla orco ni un bandolero el que conducía el asalto de Gondor. Las tinieblas parecían disiparse demasiado pronto, antes de lo previsto por el amo del Capitán Negro: momentáneamente la suerte le era adversa, y el mundo parecía volverse contra él; y ahora se le escapaba la victoria, cuando ya iba a ponerle las manos encima. No obstante, él tenía aún el brazo largo, autoridad, y grandes poderes. Rey, Espectro del Anillo, Señor de los Nazgül, disponía de muchas armas. Se alejó de la Puerta y desapareció.

Théoden Rey de la Marca había llegado al camino que iba de la Puerta al río; de allí había marchado a la ciudad, distante ahora menos de una milla. Moderando el galope del caballo, buscó nuevos enemigos, y los caballeros de la escolta lo rodearon, y entre ellos estaba Dernhelm. Un poco más adelante, en las cercanías de los muros, los hombres de Elfhelm luchaban entre las máquinas de asedio, matando enemigos, traspasándolos con las lanzas, empujándolos hacia las trincheras de fuego. Casi toda la mitad norte de Pelennor estaba ocupada por los Rohirrim, y los campamentos ardían, y los orcos huían en dirección al río como manadas de animales salvajes perseguidas por cazadores; y los hombres de Rohan galopaban libremente, a lo largo y a lo ancho de los campos. Sin embargo, no habían desbaratado aún el asedio, ni reconquistado la Puerta. Los enemigos que la custodiaban eran numerosos, y la otra mitad de la llanura estaba ocupada por ejércitos todavía intactos. Al sur, del otro lado del camino, aguardaba la fuerza principal de los Haradrim, y la caballería estaba reunida en torno del estandarte del Capitán. Y el Capitán miró el horizonte a la creciente luz de la mañana y vio muy adelante y en pleno campo de batalla la bandera del rey, con unos pocos hombres alrededor. Poseído por una furia roja, lanzó un grito de guerra y desplegó el estandarte —una serpiente negra sobre fondo escarlata— y se precipitó con una gran horda sobre el corcel blanco en campo verde, y las cimitarras desnudas de los hombres del Sur centellearon como estrellas.

Sólo entonces reparó Théoden en la presencia del Capitán Negro; sin esperar el ataque, azuzó con un grito a Crinblanca y salió al paso de su adversario. Terrible fue el fragor de aquel encuentro. Pero la furia blanca de los Hombres del Norte era la más ardiente, y sus caballeros más hábiles con las largas lanzas, y despiadados. Como el fuego del rayo en un bosque, irrumpieron entre las filas de los Sureños abriendo grandes brechas. En medio de la refriega luchaba Théoden hijo de Thengel, y la lanza se le rompió en mil pedazos cuando abatió al capitán enemigo. Atravesó con la espada desnuda el estandarte, golpeando al mismo tiempo asta y jinete, y la serpiente negra se derrumbó. Entonces todos los sobrevivientes de la caballería enemiga dieron media vuelta y huyeron lejos.

Mas he aquí que de súbito, en la plenitud de la gloria del rey, el escudo de oro empezó a oscurecerse. La nueva mañana fue quitada del cielo. Las tinieblas cayeron alrededor. Los caballos gritaban, encabritados. Los jinetes arrojados de las sillas se arrastraban por el suelo.

—¡A mí! ¡A mí! —gritó Théoden—. ¡De pie, Eorlingas! ¡No os amedrente la oscuridad! —Pero Crinblanca, enloquecido de terror, se había levantado sobre las patas, luchaba con el aire, y de pronto, con un grito desgarrador, se desplomó de flanco: un dardo negro lo había traspasado. Y el rey cayó debajo de él.

Rápida como una nube de tormenta descendió la Sombra. Y se vio entonces que era una criatura alada: un ave quizá, pero más grande que cualquier ave conocida; y parecía desnuda, pues no tenía plumas. Las alas enormes eran como membranas coriáceas entre dedos callosos; hedían. Una criatura acaso de un mundo ya extinguido, cuya especie, escondida en montañas olvidadas y frías bajo la luna, había sobrevivido incubando en algún nido horripilante esta progenie última y maligna. Y el Señor Oscuro la había adoptado, alimentándola con carnes putrefactas, hasta que fue mucho más grande que todas las otras criaturas aladas; y como cabalgadura la había entregado a su servidor. Descendió, descendió, y luego, replegando las palmas digitadas, lanzó un graznido ronco, y se posó de pronto sobre Crinblanca, y le hincó las garras encorvando el largo cuello implume.

Una figura envuelta en un manto negro, enorme y amenazante, venía montada en aquella criatura. Llevaba una corona de acero, pero nada visible había entre el aro de la corona y el manto, salvo el fulgor mortal de unos ojos: el Señor de los Nazgül. Llamando a su corcel antes que se desvaneciera otra vez la oscuridad, había retornado al aire, y ahora volvía a atacar, trayendo consigo la ruina, transformando la esperanza en desesperación, y la victoria en muerte. Blandía una gran maza negra. Pero Théoden no había quedado totalmente abandonado. Los caballeros del séquito yacían sin vida en torno o habían sido llevados lejos de allí, arrastrados por la locura de sus corceles. Uno, sin embargo, permanecía junto al rey: el joven Dernhelm, fiel más allá del miedo, y lloraba, pues había amado a su señor como a un padre. Durante la batalla, y hasta que la Sombra bajó, Merry se había mantenido a salvo en la grupa de Hoja de Viento, pero de pronto, el corcel aterrorizado había arrojado al suelo a sus jinetes, y ahora corría desbocado a través de la llanura. Merry se arrastraba en cuatro patas como una alimaña aturdida; se sentía ciego y enfermo de terror.

«¡Paje del rey! ¡Paje del rey!» le gritaba el corazón dentro del pecho. «Tu obligación es seguir junto a él. "Seréis como un padre para mí", dijiste.» Pero la voluntad no le obedecía, y el cuerpo le temblaba. No se atrevía a abrir los ojos ni a levantar la cabeza.

De improviso, en medio de aquella oscuridad que le ocupaba la mente, creyó oír la voz de Dernhelm; pero le sonó extraña, como si le recordase la de alguien que conocía.

— ¡Vete de aquí, dwimmerlaik, señor de la carroña! ¡Deja en paz a los muertos!

Una voz glacial le respondió:

— ¡No te interpongas entre el Nazgül y su presa! No es tu vida lo que arriesgas perder si te atreves a desafiarme; a ti no te mataré: te llevaré conmigo muy lejos, a las casas de los lamentos, más allá de todas las tinieblas, y te devorarán la carne, y te desnudarán la mente, expuesta a la mirada del Ojo sin Párpado.

Se oyó el ruido metálico de una espada que salía de la vaina.

—Haz lo que quieras; mas yo lo impediré, si está en mis manos.

— ¡Impedírmelo! ¿A mí? Estás loco. ¡Ningún hombre viviente puede impedirme nada!

Lo que Merry oyó entonces no podía ser más insólito para esa hora: le pareció que Dernhelm se reía, y que la voz límpida vibraba como el acero.

—¡Es que no soy ningún hombre viviente! Lo que tus ojos ven es una mujer. Soy Eowyn hija de Eomund. Pretendes impedir que me acerque a mi señor y pariente. ¡Vete de aquí si no eres una criatura inmortal! Porque vivo o espectro oscuro, te traspasaré con mi espada si lo tocas.

La criatura alada respondió con un alarido, pero el Espectro del Anillo quedó en silencio, como si de pronto dudara. Estupefacto más allá del miedo, Merry se atrevió a abrir los ojos: las tinieblas que le oscurecían la vista y la mente se desvanecieron. Y allí, a pocos pasos, vio a la gran bestia, rodeada de una profunda oscuridad; y montando en ella como una sombra de desesperación, al Señor de los Nazgül. Un poco hacia la izquierda, delante de la bestia alada y su jinete, estaba ella, la mujer que hasta ese momento Merry llamara Dernhelm. Pero el yelmo que ocultaba el secreto de Eowyn había caído, y los cabellos sueltos de oro pálido le resplandecían sobre los hombros. La mirada de los ojos grises como el mar era dura y despiadada, pero había lágrimas en las mejillas. La mano esgrimía una espada, y alzando el escudo se defendía de la horrenda mirada del enemigo.

Era Eowyn y también era Dernhelm. Y el recuerdo del rostro que había visto en el Sagrario a la hora de la partida reapareció una vez más en la mente del hobbit: el rostro de alguien que ha perdido toda esperanza y busca la muerte. Y sintió piedad, y asombro; y de improviso, el coraje de los de su raza, lento en encenderse, volvió a mostrarse en él. Apretó los puños. Tan hermosa, tan desesperada, Eowyn no podía morir. En todo caso no iba a morir a solas, sin ayuda.

El enemigo no lo miraba, pero Merry, no se atrevía a moverse temiendo que los ojos asesinos lo descubrieran. Lenta, muy lentamente, se arrastró a un lado; pero el Capitán Negro, movido por la duda y la malicia, sólo miraba a la mujer que tenía delante, y a Merry no le prestó más atención que a un gusano en el fango.

De pronto, la bestia horripilante batió las alas, levantando un viento hediondo. Subió en el aire, y luego se precipitó sobre Eowyn, atacándola con el pico y las garras abiertas.

Tampoco ahora se inmutó Eowyn: doncella de Rohan, descendiente de reyes, flexible como un junco pero templada como el acero, hermosa pero terrible. Descargó un golpe rápido, hábil y mortal. Y cuando la espada cortó el cuello extendido, la cabeza cayó como una piedra, y la mole del cuerpo se desplomó con las alas abiertas. Eowyn dio un salto atrás. Pero ya la sombra se había desvanecido. Un resplandor la envolvió y los cabellos le brillaron a la luz del sol naciente.

El Jinete Negro emergió de la carroña, alto y amenazante. Con un grito de odio que traspasaba los tímpanos como un veneno, descargó la maza. El escudo se quebró en muchos pedazos, y Eowyn vaciló y cayó de rodillas: tenía el brazo roto. El Nazgül se abalanzó sobre ella como una nube; los ojos le relampaguearon, y otra vez levantó la maza, dispuesto a matar.

Pero de pronto se tambaleó también él, y con un alarido de dolor cayó de bruces, y la maza, desviada del blanco, fue a morder el polvo del terreno. Merry lo había herido por la espalda. Atravesando el manto negro, subiendo por el plaquín, la espada del hobbit se había clavado en el tendón detrás de la poderosa rodilla.

— ¡Eowyn! ¡Eowyn! —gritó Merry.

Entonces Eowyn, trastabillando, había logrado ponerse de pie una vez más, y juntando fuerzas había hundido la espada entre la corona y el manto, cuando ya los grandes hombros se encorvaban sobre ella. La espada chisporroteó y voló por los aires hecha añicos. La corona rodó a lo lejos con un ruido de metal. Eowyn cayó de bruces sobre el enemigo derribado. Mas he aquí que el manto y el plaquín estaban vacíos. Ahora yacían en el suelo, despedazados y en un montón informe; y un grito se elevó por el aire estremecido y se transformó en un lamento áspero, y pasó con el viento, una voz tenue e incorpórea que se extinguió, y fue engullida, y nunca más volvió a oírse en aquella era del mundo.

Y allí, de pie entre los caídos estaba Meriadoc el hobbit, parpadeando como un búho a la luz del día, cegado por las lágrimas; y a través de una bruma vio la hermosa cabeza de Eowyn, que yacía inmóvil; y miró el rostro del rey, caído en la plenitud de la gloria. Pues Crinblanca, en su agonía, había rodado alejándose del cuerpo del soberano; de cuya muerte era sin embargo la causa.

Merry se inclinó, y en el momento en que tomaba la mano del rey para besársela, Théoden abrió los ojos, que aún estaban límpidos, y habló con una voz fatigada pero serena.

—¡Adiós, señor Holbytla! —dijo. Tengo el cuerpo deshecho. Voy a reunirme con mis padres. Pero ahora ni aun en esa soberbia compañía me sentiré avergonzado. ¡Abatí a la serpiente negra! ¡Un amanecer siniestro, un día feliz, y un crepúsculo de oro!

Merry no podía decir una palabra y no dejaba de llorar.

—Perdonadme, señor —logró decir al fin—, por haber desobedecido vuestra orden, y por no haberos prestado otro servicio que llorar en la hora de la despedida.

El viejo rey sonrió:

—No te preocupes. Ya has sido perdonado. Que el magnánimo hable en nosotros. Vive ahora años de bendiciones; y cuando te sientes en paz a fumar tu pipa ¡ acuérdate de mí! Porque ya nunca más podré cumplir la promesa de sentarme contigo en Meduseld, ni de aprender de ti los secretos de la hierba. —Cerró los ojos, y Merry se inclinó de nuevo, pero él pronto volvió a hablar. — ¿Dónde está Eomer? Se me enturbia la vista y me gustaría verlo antes de irme. El será el próximo rey. Y también quisiera enviarle un mensaje a Eowyn. No quería separarse de mí, y ahora nunca la volveré a ver, a Eowyn, más cara para mí que una hija.

—Señor, Señor —empezó a decir Merry con voz entrecortada—, está...

Pero en ese mismo instante hubo un gran clamor, y resonaron los cuernos y las trompetas. Merry levantó la cabeza y miró en derredor; se había olvidado de la guerra, y del resto del mundo; tenía la impresión de que habían pasado muchas horas desde que el rey cabalgara al encuentro de la muerte, cuando en realidad todo había ocurrido pocos minutos antes. Pero en ese momento cayó en la cuenta de que corrían el riesgo de quedar atrapados en medio de la gran batalla que no tardaría en comenzar.

Nuevas huestes enemigas llegaban, presurosas; y desdé los muros avanzaban los ejércitos de Morgul; y más al sur desde los campos, la infantería de los Harad, precedida por la caballería y seguida por los numakilde lomos gigantescos que transportaban torres de guerra. Pero,

en el norte, una vez más reunida y reorganizada por Eomer, detrás del penacho blanco de su cimera, avanzaba la gran vanguardia de los Rohirrim; y desde la ciudad descendían todos los hombres que habían quedado dentro; llevaban el cisne de plata de Dol Amroth, y dispersaron a los enemigos que custodiaban la Puerta.

Un pensamiento cruzó un instante por la mente de Merry: «¿Dónde anda Gandalf? ¿Por qué no está aquí? ¿No podría haber salvado al rey y a Eowyn?»

En ese momento llegó Eomer al galope, acompañado por los sobrevivientes de la escolta del rey que habían logrado dominar a los caballos. Y todos miraron con asombro el cadáver de la bestia abominable; y los caballos se negaban a acercarse. Pero Eomer se apeó de un salto, y el dolor y el desconsuelo cayeron de pronto sobre él cuando llegó junto al rey y se quedó allí en silencio.

Entonces uno de los caballeros tomó de la mano de Gúthlaf, el portaestandarte que yacía muerto, la bandera del rey, y la levantó en alto. Théoden abrió lentamente los ojos, y al ver el estandarte indicó con una seña que se lo entregaran a Eomer.

—¡Salve, Rey de la Marca! —dijo—. ¡Marcha ahora a la victoria! ¡Llévale mis adioses a Eowyn! —Y así murió Théoden sin saber que Eowyn yacía a su lado. Y quienes lo rodeaban lloraron, clamando:— ¡Théoden Rey! ¡Théoden Rey!

Pero Eomer les dijo:

¡No derraméis excesivas lágrimas! Noble fue en vida el caído y tuvo una muerte digna. Cuando el túmulo se levante, llorarán las mujeres. ¡Ahora la guerra nos reclama!

Sin embargo, Eomer mismo lloraba al hablar.

—Que los caballeros de la escolta monten guardia junto a él, y con honores retiren de aquí el cuerpo, para que no lo pisoteen las tropas en la batalla. Sí, el cuerpo del rey y el de todos los caballeros de su escolta que aquí yacen. —Y miró a los caídos, y recordó sus nombres. De pronto vio a Eowyn, su hermana, y la reconoció. Quedó un instante en suspenso, como un hombre herido en el corazón por una flecha en la mitad de un grito. Una palidez cadavérica le cubrió el rostro, y una furia mortal se alzó en él, y por un momento no pudo decir nada. Parecía que había perdido la razón.

— ¡Eowyn, Eowyn! —gritó al fin—. ¡Eowyn! ¿Cómo llegaste aquí? ¿Qué locura es ésta, qué artificio diabólico? ¡Muerte, muerte, muerte! ¡Que la muerte nos lleve a todos!

Entonces, sin consultar a nadie, sin esperar la llegada de los hombres de la ciudad, montó y volvió al galope hacia la vanguardia del gran

ejército, hizo sonar un cuerno y dio con fuertes gritos la orden de iniciar el ataque. Clara resonó la voz de Eomer a través del campo:

— ¡Muerte! ¡Galopad, galopad hacia la ruina y el fin del mundo!

A esta señal, el ejército de los Rohirrim se puso en movimiento. Pero los hombres ya no cantaban. Muerte, gritaban con una sola voz poderosa y terrible, y acelerando el galope de las cabalgaduras, pasaron como una inmensa marea alrededor del rey caído, y se precipitaron rugiendo rumbo al sur.

Y Meriadoc el hobbit seguía allí sin moverse, parpadeando a través de las lágrimas, y nadie le hablaba: nadie, en realidad, parecía verlo. Se enjugó las lágrimas y agachándose a recoger el escudo verde que le regalara Eowyn, se lo colgó al hombro. Buscó entonces la espada, que se le había caído, pues en el momento de asestar el golpe se le había entumecido el brazo, y ahora sólo podía utilizar la mano izquierda. Y de pronto vio el arma en el suelo, pero la hoja crepitaba y echaba humo como una rama seca echada a una hoguera; y mientras Merry la observaba estupefacto, el arma ardió, se retorció, y se consumió hasta desaparecer.

Tal fue el destino de la espada de las Quebradas de los Túmulos, fraguada en el Oesternesse. Hubiera querido conocer al artífice que la forjara en otros tiempos en el Reino del Norte, cuando los Dúnedain eran jóvenes, y tenían como principal enemigo al temible reino de Angmar y a su rey hechicero. Ninguna otra hoja, ni aun esgrimida por manos mucho más poderosas, habría podido infligir una herida más cruel, hundirse de ese modo en la carne venida de la muerte, romper el hechizo que ataba los tendones invisibles a la voluntad del espectro.

Varios hombres levantaron al rey, y tendiendo mantas sobre las varas de las lanzas, improvisaron unas angarillas para transportarlo a la ciudad; otros recogieron con delicadeza el cuerpo de Eowyn y siguieron al cortejo. Mas no pudieron retirar del campo a todos los hombres de la casa del rey, pues eran siete los caídos en la batalla, entre ellos Déorwine el jefe de la escolta. Entonces, agrupándolos lejos de los cadáveres de los enemigos y la bestia abominable, los rodearon con una empalizada de lanzas. Y más tarde, cuando todo hubo pasado, regresaron y encendieron una gran hoguera y quemaron la carroña de la bestia; pero para Crinblanca cavaron una tumba, y pusieron sobre ella una lápida con un epitafio grabado en las lenguas de Gondor y de la Marca:

Fiel servidor y perdición del amo.

Hijo de Piesligeros, el rápido Crinblanca.

Verde y alta creció la hierba sobre el túmulo de Crinblanca, pero el sitio donde incineraron el cadáver de la bestia estuvo siempre negro y desnudo.

Ahora Merry caminaba con paso lento y triste junto al cortejo, y había perdido todo interés en la batalla. Se sentía dolorido y cansado, y los miembros le temblaban como si tuviese frío. Una fuerte lluvia llegó desde el Mar, y fue como si todas las cosas lloraran por Théoden y Eowyn, apagando con lágrimas grises los incendios de la ciudad. Como a través de una niebla, vio llegar la vanguardia de los hombres de Gondor. Imrahil, Príncipe de Dol Amroth, se adelantó hasta ellos y se detuvo.

—¿Qué es esa carga que lleváis, Hombres de Rohan? —gritó.

—Théoden Rey —le respondieron—. Ha muerto. Pero ahora Eomer Rey galopa en la batalla: el de la crin blanca al viento.

El príncipe se apeó del caballo, y arrodillándose junto a las parihuelas improvisadas, rindió homenaje al rey y a su heroísmo; y lloró. Y al levantarse, vio de pronto a Eowyn, y la miró estupefacto.

— ¿No es una mujer? —exclamó—. ¿Acaso las mujeres de los Rohirrim han venido también a la guerra, a prestarnos ayuda?

— ¡ Nada de eso! — le respondieron—. Sólo una ha venido. Es la Dama Eowyn, hermana de Eomer; y hasta este momento ignorábamos que estuviese aquí, y lo deploramos amargamente.

Entonces el príncipe, al verla tan hermosa, pese a la palidez del rostro frío, le tomó la mano y se inclinó para mirarla más de cerca.

— ¡Hombres de Rohan! —gritó—. ¿No hay un médico entre vosotros? Está herida, tal vez de muerte, pero creo que todavía vive. —Le acercó a los labios fríos el brazal brillante y pulido de la armadura, y he aquí que una niebla tenue y apenas visible empañó la superficie bruñida.

—Ahora —dijo— tenemos que darnos prisa —y ordenó a uno de los hombres que corriera a la ciudad en busca de socorro. Pero él mismo se despidió de los caídos con una reverencia, y volviendo a montar partió al galope hacia el camino de batalla.

La furia del combate arreciaba en los campos del Pelennor; el fragor de las armas crecía con los gritos de los hombres y los relinchos de los caballos. Resonaban los cuernos, vibraban las trompetas, y los nümakil mugían con estrépito empujados a la batalla. Al pie de los muros del sur, la infantería de Gondor atacaba a las legiones de Morgul que aún seguían apiñadas allí. Pero la caballería galopaba hacia el este en auxilio de Eomer: Húrin el Alto, Guardián de las Llaves, y el Señor de Lossarnach, e Hirluin de las Colinas Verdes, y el Príncipe Imrahil el Hermoso rodeado por todos sus caballeros.

En verdad, esta ayuda no les llegaba a los Rohirrim antes de tiempo: la fortuna le había dado la espalda a Eomer; su propia furia lo había traicionado. La violencia de la primera acometida había devastado el frente enemigo y los Jinetes de Rohan habían irrumpido en las filas de los Hombres del Sur, dispersando a la caballería y aplastando a la infantería. Pero en presencia de los nümakil los caballos se plantaban negándose a avanzar; nadie atacaba a los grandes monstruos, erguidos como torres de defensa, y en torno se atrincheraban los Haradrim. Y si al comienzo del ataque la fuerza de los Rohirrim era tres veces menor que la del enemigo, ahora la situación se había agravado: desde Osgiliath, donde las huestes enemigas se habían reunido a esperar la señal del Capitán Negro para lanzarse al saqueo de la ciudad y la ruina de Gondor, llegaban sin cesar nuevas fuerzas. El Capitán había caído; pero Gothmog, el lugarteniente de Morgul, los exhortaba ahora a la contienda: Hombres del Este que empuñaban hachas, Variags que venían de Khand, Hombres del Sur vestidos de escarlata, y Hombres Negros que de algún modo parecían trolls llegados de la Lejana Harad, de ojos blancos y lenguas rojas. Algunos se precipitaban a atacar a los Rohirrim por la espalda, mientras otros contenían en el oeste a las fuerzas de Gondor, para impedir que se reunieran con las de Rohan.

Entonces, a la hora precisa en que la suerte parecía volverse contra Gondor, y las esperanzas flaqueaban, se elevó un nuevo grito en la ciudad. Mediaba la mañana; soplaba un viento fuerte, y la lluvia huía hacia el norte; y el sol brilló de pronto. En el aire límpido los centinelas apostados en los muros atisbaron a lo lejos una nueva visión de terror; y perdieron la última esperanza.

Pues desde el recodo del Harlond, el Anduin corría de tal modo que los hombres de la ciudad podían seguir con la mirada el curso de las aguas hasta muchas leguas de distancia, y los de vista más aguda alcanzaban a ver las naves que venían del mar. Y mirando hacia allí, los centinelas prorrumpieron en gritos desesperados: negra contra el agua centelleante vieron una flota de galeones y navíos de gran calado y muchos remos, las velas negras henchidas por la brisa.

— ¡Los Corsarios de Umbar! —gritaron—. ¡Los Corsarios de Umbar! ¡Mirad! ¡ Los Corsarios de Umbar vienen hacia aquí! Entonces ha caído Belfalas, y también el Ethir y el Lebennin. ¡ Los Corsarios ya están sobre nosotros! ¡Es el último golpe del destino!

Y algunos, sin que nadie lo mandase, pues no quedaba en la ciudad ningún hombre que pudiera dar órdenes, corrían a las campanas y tocaban la alarma; y otros soplaban las trompetas llamando a la retirada de las tropas.

—¡Retornad a los muros! —gritaban—. ¡Retornad a los muros! ¡Volved a la ciudad antes que todos seamos arrasados!

Pero el mismo viento que empujaba los navios se llevaba lejos el clamor de los hombres.

Los Rohirrim no necesitaban de esas llamadas y voces de alarma: demasiado bien veían con sus propios ojos los velámenes negros. Pues en aquel momento Éomer combatía a apenas una milla del Harlond, y entre él y el puerto había una compacta hueste de adversarios; y mientras tanto los nuevos ejércitos se arremolinaban en la retaguardia, separándolo del Príncipe. Y cuando miró el río, la esperanza se extinguió en él, y maldijo el viento que poco antes había bendecido. Pero las huestes de Mordor cobraron entonces nuevos ánimos, y enardecidas por una vehemencia y una furia nuevas, se lanzaron al ataque dando gritos.

Eomer se había tranquilizado, y tenía ahora la mente clara. Hizo sonar los cuernos para reunir alrededor del estandarte a los hombres que pudieran llegar hasta él; pues se proponía levantar al fin un muro de escudos, y resistir, y combatir a pie hasta que cayera el último hombre, y llevar a cabo en los campos de Pelennor hazañas dignas de ser cantadas, aunque nadie quedase con vida en el Oeste para recordar al último Rey de la Marca. Cabalgó entonces hasta una loma verde y allí plantó el estandarte, y el Corcel Blanco flameó al viento.

Saliendo de la duda, saliendo de las tinieblas

vengo cantando al sol, y desnudo mi espada.

Yo cabalgaba hacia el fin de la esperanza, y la aflicción del corazón.

¡Ha llegado la hora de la ira, la ruina y un crepúsculo rojo!

Pero mientras recitaba esta estrofa se reía a carcajadas. Pues una vez más había renacido en él el espíritu guerrero; y aún seguía indemne, y era joven, y era el rey: el señor de un pueblo indómito. Y mientras reía de desesperación, miró otra vez las embarcaciones negras, y levantó la espada en señal de desafío.

Entonces, de pronto, quedó mudo de asombro. En seguida lanzó en alto la espada a la luz del sol, y cantó al recogerla en el aire. Todos los ojos siguieron la dirección de la mirada de Eomer, y he aquí que la primera nave había enarbolado un gran estandarte, que se desplegó y flotó en el viento, mientras la embarcación viraba hacia el Harlond. Y un Árbol Blanco, símbolo de Gondor, floreció en el paño; y Siete Estrellas lo circundaban, y lo nimbaba una corona, el emblema de Elendil, que en años innumerables no había ostentado ningún señor. Y las estrellas centelleaban a la luz del sol, porque eran gemas talladas por Arwen, la hija de Elrond; y la corona resplandecía al sol de la mañana, pues estaba forjada en oro y mithril.

Así, traído de los Senderos de los Muertos por el viento del Mar, llegó Aragorn hijo de Arathorn, Elessar, heredero de Isildur al Reino de Gondor. Y la alegría de los Rohirrim estalló en un torrente de risas y en un relampagueo de espadas, y el júbilo y el asombro de la Ciudad se volcaron en fanfarrias y trompetas y en campanas al viento. Pero los ejércitos de Mordor estaban estupefactos, pues les parecía cosa de brujería que sus propias naves llegasen a puerto cargadas de enemigos; y un pánico negro se apoderó de ellos, viendo que la marea del destino había cambiado, y que la hora de la ruina estaba próxima.

Hacia el este galopaban los caballeros del Dol Amroth, empujando delante al enemigo: trolls, variags y orcos que aborrecían la luz del sol. Y hacia el sur galopaba Eomer, y todos los que huían ante él quedaban atrapados entre el martillo y el yunque. Pues ya una multitud de hombres saltaba de las embarcaciones al muelle del Harlond e invadía el norte como una tormenta. Y con ellos venían Lególas, y Gimli esgrimiendo el hacha, y Halbarad portando el estandarte, y Elladan y Elrohir con las estrellas en la frente, y los indómitos Dúnedain, Montaraces del Norte, al frente de un ejército de hombres del Lebennin, el Lamedon y los feudos del Sur. Pero delante de todos iba Aragorn, blandiendo la Llama del Oeste, Anduril, que chisporroteaba como un fuego recién encendido, Narsil forjada de nuevo, y tan mortífera como antaño; y Aragorn llevaba en la frente la Estrella de Elendil.

Y así Eomer y Aragorn volvieron a encontrarse por fin, en la hora más reñida del combate; y apoyándose en las espadas se miraron a los ojos y se alegraron.

—Ya ves cómo volvemos a encontrarnos, aunque todos los ejércitos de Mordor se hayan interpuesto entre nosotros —dijo Aragorn—. ¿No te lo predije en Cuernavilla?

—Sí, eso dijiste —respondió Eomer—, pero las esperanzas suelen ser engañosas, y en ese entonces yo ignoraba que fueses vidente. No obstante, es dos veces bendita la ayuda inesperada, y jamás un reencuentro entre amigos fue más jubiloso. —Y se estrecharon las manos.— Ni más oportuno, en verdad —añadió Eomer—.Tu llegada no es prematura, amigo mío. Hemos sufrido grandes pérdidas y terribles pesares.

—¡A vengarlos, entonces, más que a hablar de ellos! exclamó Aragorn; y juntos cabalgaron de vuelta a la batalla.

Dura y agotadora fue la larga batalla que los esperaba, pues los Hombres del Sur eran temerarios y encarnizados, y feroces en la desesperación; y los del Este, recios y aguerridos, no pedían cuartel. Aquí y allá, en las cercanías de algún granero o una granja incendiados, en las lomas y montecillos, al pie de una muralla o en campo raso, volvían a reunirse y a organizarse, y la lucha no cejó hasta que acabó el día.

Y cuando el sol desapareció detrás del Mindolluin y los grandes

fuegos del ocaso llenaron el cielo, las montañas y colinas de alrededor parecían tintas en sangre; las llamas rutilaban en las aguas del río, y las hierbas que tapizaban los campos del Pelennor eran rojas a la luz del atardecer. A esa hora terminó la gran batalla de los campos de Gondor; y dentro del circuito del Rammas no quedaba con vida un solo enemigo. Todos habían muerto allí, salvo aquellos que huyeron para encontrarla muerte o perecer ahogados en las espumas rojas del río. Pocos pudieron regresar al Este, a Morgul o a Morder; y sólo rumores de las regiones lejanas llegaron a las tierras de los Haradrim: los rumores de la ira y el terror de Gondor.

las aguas oscuras del Morthond.

La muerte se llevó a nobles y a humildes

desde la mañana hasta el término del día.

Un largo sueño duermen ahora

junto al Río Grande, bajo las hierbas de Gondor.

Las aguas que corrían rugiendo y eran rojas

son grises ahora como lágrimas, de plata centelleante;

la espuma teñida de sangre llameaba al atardecer;

las montañas ardían como hogueras en la noche;

rojo cayó el rocío en el Rammas Echor.

Extenuados más allá de la alegría y el dolor, Aragorn, Eomer e Imrahil regresaron cabalgando a la Puerta de la Ciudad: ilesos los tres por obra de la fortuna y el poder y la destreza de sus brazos; pocos se habían atrevido a enfrentarlos o desafiarlos en la hora de la cólera. Pero los caídos en el campo de batalla, heridos, mutilados o muertos eran numerosos. Las hachas enemigas habían decapitado a Forlong mientras combatía desmontado y a solas; y Duilin de Morthond y su hermano habían perecido pisoteados por los múmakil cuando al frente de los arqueros se acercaban para disparar a los ojos de los monstruos. Ni Huirlin el Hermoso volvería jamás a Pinnath Gelin, ni Grimbold al Bosque Oscuro, ni Halabard a las Tierras Septentrionales, montaraz de mano inflexible. Muchos fueron los caídos, caballeros de renombre o desconocidos, capitanes y soldados; porque grande fue la batalla, y ninguna historia ha narrado aún todas sus peripecias. Así decía muchos años después en Rohan un hacedor de canciones al cantar la balada de los Túmulos de Mundburgo:

En las colinas oímos resonar los cuernos;

brillaron las espadas en el Reino del Sur.

Como un viento en la mañana los caballos galoparon

hacia los Pedregales. Ya la guerra arreciaba.

Allí cayó Théoden, hijo de Thengel,

y a los palacios de oro y las praderas verdes

de los campos del Norte nunca más regresó.

Allí en tierras lejanas murieron combatiendo

Gúthlaf y Hardin, Dúnhere, Deorwine y el valiente Grimbold,

Herfara, Herubrand, Horn y Fastred.

Hoy en Mundburgo yacen bajo los Túmulos

junto a sus aliados, señores de Gondor.

Ni Hirluin el Hermoso a las colinas junto al mar,

ni Forlong el Viejo a los valles floridos del reino de Arnach

retornaron en triunfo. Y los altos arqueros Derufin y Duilin

nunca más contemplaron a la sombra de las montañas.


 

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