4
EL SITIO
DE GÓNDOR
Despertado por Gandalf,
Pippin abrió los ojos. Había velas encendidas en el aposento, pues por las ventanas
sólo entraba una pálida luz crepuscular; el aire era pesado, como si se avecinara
una tormenta.
—¿Qué hora es? —preguntó
Pippin, bostezando.
—La hora segunda ha pasado
le respondió Gandalf. Tiempo de que te levantes y te pongas presentable. Has
sido convocado por el Señor de la Ciudad, para instruirte acerca de tus nuevos
deberes.
— ¿Y me servirá el desayuno?
— ¡ No! De eso me he ocupado
yo: y no tendrás más hasta el mediodía. Han racionado los víveres.
Pippin miró con desconsuelo
el panecillo minúsculo y «la mezquina», pensó, «redondela de manteca, junto
a un tazón de leche aguada».
—¿Por qué me trajiste aquí?
—preguntó.
—Lo sabes demasiado bien
dijo Gandalf. Para alejarte del mal. Y si no te agrada, recuerda que tú mismo
te lo buscaste. Pippin no dijo más.
Poco después recorría de
nuevo en compañía de Gandalf el frío corredor que conducía a la puerta de la
Sala de la Torre. Allí, en una penumbra gris, estaba sentado Denethor, «como
una araña vieja y paciente», pensó Pippin; parecía que no se hubiese movido
de allí desde la víspera. Le indicó a Gandalf que se sentara, pero a Pippin
lo dejó un momento de pie, sin prestarle atención. Al fin el viejo se volvió
hacia él.
—Bien, maese Peregrin,
espero que hayas aprovechado a tu gusto el día de ayer. Aunque temo que en esta
ciudad la mesa sea bastante más austera de lo que tú desearías.
Pippin tuvo la desagradable
impresión de que la mayor parte de lo que había dicho o hecho había llegado
de algún modo a oídos del Señor de la Ciudad, y que además muchos de sus pensamientos
eran conocidos por todos. No respondió.
— ¿Qué querrías hacer a
mi servicio?
—Pensé, Señor, que vos
me señalaríais mis deberes.
—Lo haré, una vez que conozca
tus aptitudes —dijo Denethor—. Pero eso lo sabré quizá más pronto teniéndote
a mi lado. Mi paje de cámara ha solicitado licencia para enrolarse en la guarnición
exterior, de modo que por un tiempo ocuparás su lugar. Me servirás, llevarás
mensajes, y conversarás conmigo, si la guerra y las asambleas me dejan algún
momento de ocio. ¿Sabes cantar?
—Sí —dijo Pippin—. Bueno,
sí, bastante bien para mi gente. Pero no tenemos canciones apropiadas para grandes
palacios y para tiempos de infortunio, señor. Rara vez nuestras canciones tratan
de algo más terrible que el viento o la lluvia. Y la mayor parte de mis canciones
hablan de cosas que nos hacen reír: o de la comida y la bebida, por supuesto.
— ¿Y por qué esos cantos
no serían apropiados para mis salones, o para tiempos como éstos? Nosotros,
que hemos vivido tantos años bajo la Sombra, ¿no tenemos acaso el derecho de
escuchar los ecos de un pueblo que no ha conocido un castigo semejante? Quizá
sintiéramos entonces que nuestra vigilia no ha sido en vano, aun cuando nadie
la haya agradecido.
A Pippin se le encogió
el corazón. No le entusiasmaba la idea de tener que cantar ante el Señor de
Minas Tirith las canciones de la Comarca, y menos aún las cómicas que conocía
mejor; y además eran... bueno, demasiado rústicas para ese momento. No se le
ordenó que cantase. Denethor se volvió a Gandalf haciéndole preguntas sobre
los Rohirrim y la política del reino de Rohan, y sobre la posición de Eomer,
el sobrino del rey. A Pippin le maravilló que el Señor pareciera saber tantas
cosas acerca de un pueblo que vivía muy lejos, «aunque hacía muchos años sin
duda» pensó, «que Denethor no salía de las fronteras del reino».
Al cabo Denethor llamó
a Pippin y le ordenó que se ausentase otra vez por algún tiempo.
—Ve a la armería de la
ciudadela —le dijo— y retira de allí la librea de la Torre y los avíos necesarios.
Estarán listos. Fueron encargados ayer. ¡Vuelve en cuanto estés vestido!
Todo sucedió como Denethor
había dicho, y pronto Pippin se vio ataviado con extrañas vestimentas, de color
negro y plata: un pequeño plaquín, de malla de acero tal vez, pero negro como
el azabache; y un yelmo de alta cimera, con pequeñas alas de cuervo a cada lado
y en el centro de la corona una estrella de plata. Sobre la cota de malla llevaba
una sobreveste corta, también negra pero con la insignia del Árbol bordada en
plata a la altura del pecho. Las ropas viejas de Pippin fueron dobladas y guardadas:
le permitieron conservar la capa gris de Lorien, pero no usarla durante el servicio.
Ahora sí que parecía, sin saberlo, la viva imagen del Ernil i Pheriannath, el
Príncipe de los Medianos, como la gente había dado en llamarlo; pero se sentía
incómodo, y la tiniebla empezaba a pesarle.
Todo aquel día fue oscuro
y tétrico. Desde el amanecer sin sol hasta la
noche, la sombra había
ido aumentando, y los corazones de la ciudad estaban oprimidos. Arriba, a lo
lejos, una gran nube, llevada por un viento de guerra, flotaba lentamente hacia
el oeste desde la Tierra Tenebrosa, devorando la luz; pero abajo el aire estaba
inmóvil, sin un soplo, como si el Valle del Anduin esperase el estallido de
una tormenta devastadora.
A eso de la hora undécima,
liberado al fin por un rato de las obligaciones del servicio, Pippin salió en
busca de comida y bebida, algo que lo animara e hiciese más soportable la espera.
En el rancho se encontró nuevamente con Beregond, que acababa de regresar de
una misión del otro lado del Pelennor, en las Torres de la Guardia del Terraplén.
Pasearon juntos sin alejarse de los muros, pues en los recintos cerrados Pippin
se sentía como prisionero, y hasta el aire de la alta ciudadela le parecía sofocante.
Y otra vez se sentaron en el antepecho de la tronera que miraba al este, donde
se habían entretenido la víspera, comiendo y hablando.
Era la hora del crepúsculo,
pero ya el enorme palio había avanzado muy lejos en el oeste, y un instante
apenas, al hundirse por fin en el Mar, logró el sol escapar para lanzar un breve
rayo de adiós antes de dar paso a la noche, el mismo rayo que Frodo, en la Encrucijada,
veía en ese momento en la cabeza del rey caído. Pero para los campos del Pelennor,
a la sombra del Mindolluin, nada resplandecía: todo era pardo y lúgubre.
Pippin tenía la impresión
de que habían pasado años desde la primera vez que se había sentado allí, en
un tiempo ya a medias olvidado, cuando todavía era un hobbit, un viajero despreocupado,
indiferente a los peligros que había atravesado hacía poco. Ahoja era un pequeño
soldado, un soldado entre muchos otros en una ciudad que se preparaba para soportar
un gran ataque, y vestía las ropas nobles pero sombrías de la Torre de la Guardia.
En otro momento y en otro
lugar, tal vez Pippin habría aceptado de buen grado ese nuevo atuendo, pero
ahora sabía que no estaba representando un papel en una comedia; estaba, seria
e irremisiblemente al servicio de un amo severo que corría un gravísimo peligro.
El plaquín lo agobiaba, y el yelmo le pesaba sobre la cabeza. Se había quitado
la capa y la había puesto sobre la piedra del asiento. Apartó los ojos fatigados
de los campos sombríos y bostezó, y luego suspiró.
— ¿Estás cansado del día
de hoy? —le preguntó Beregond. ''
—Sí dijo Pippin, muy cansado:
cansado de la inactividad y la espera. He estado de plantón a la puerta de la
cámara de mi señor durante horas interminables, mientras él discutía con Gandalf
y el Príncipe y otros grandes. Y no estoy acostumbrado, maese Beregond, a servir
con hambre la mesa de otros. Es una prueba muy dura para un
hobbit. Has de pensar sin
duda que tendría que sentirme profundamente honrado. Pero ¿para qué quiero un
honor semejante? Y a decir verdad ¿para qué comer y beber bajo esta sombra invasora?
¿Qué significa? ¡El aire mismo parece espeso y pardo! ¿Son frecuentes aquí estos
oscurecimientos cuando el viento sopla en el Este?
No dijo Beregond. Esta
no es una oscuridad natural del mundo. Es algún artificio creado por la malicia
del enemigo; alguna emanación de la Montaña de Fuego, que envía para ensombrecer
los corazones y las deliberaciones. Y lo consigue por cierto. Ojalá vuelva el
Señor Faramir. El no se dejaría amilanar. Pero ahora, ¡quién sabe si alguna
vez podrá regresar de la Oscuridad a través del río!
Sí —dijo Pippin. Gandalf
también está impaciente. Fue una decepción para él, creo, no encontrar aquí
a Faramir. Y Gandalf ¿por dónde andará? Se retiró del consejo del Señor antes
de la comida de mediodía, y no de buen humor, me pareció. Quizá tenga el presentimiento
de alguna mala nueva.
De pronto, mientras hablaban,
enmudecieron de golpe; inmóviles, paralizados, convertidos de algún modo en
dos piedras que escuchaban. Pippin se tiró al suelo, tapándose los oídos con
las manos; pero Beregond, que mientras hablaba de Faramir había estado mirando
a lo lejos por encima del parapeto almenado, se quedó donde estaba, tieso, los
ojos desencajados. Pippin conocía aquel grito estremecedor: era el mismo que
mucho tiempo atrás había oído en los Marjales de la Comarca; pero ahora había
crecido en potencia y en odio, y atravesaba el corazón con una venenosa desesperanza.
Al fin Beregond habló, con un esfuerzo.
¡Han llegado! dijo. ¡Atrévete
y mira! Hay cosas terribles allá abajo.
Pippin se encaramó de mala
gana en el asiento y asomó la cabeza por encima del muro. Abajó el Pelennor
se extendía en las sombras e iba a perderse en la línea adivinada apenas del
Río Grande. Pero ahora, girando vertiginosamente sobre los campos como sombras
de una noche intempestiva, vio a media altura cinco formas de pájaros, horripilantes
como buitres, pero más grandes que águilas, y crueles como la muerte. Ya bajaban
de pronto, aventurándose hasta ponerse casi al alcance de los arqueros apostados
en el muro, ya se alejaban volando en círculos.
— ¡Jinetes Negros! —murmuró
Pippin—. ¡Jinetes Negros del aire! ¡Pero mira, Beregond! —exclamó—. ¡Están buscando
algo! ¡Miracómo vuelan y descienden, siempre hacia el mismo punto! ¿Y no ves
algo que se mueve en el suelo? Formas oscuras y pequeñas. ¡Sí, hombres a caballo:
cuatro o cinco! ¡Ah, no lo puedo soportar! ¡Gandalf! ¡Gandalf! ¡Socorro!
Otro alarido largo vibró
en el aire y se apagó, y Pippin, jadeando como un animal perseguido, se arrojó
de nuevo al suelo y se acurrucó al pie del muro. Débil, y aparentemente remota
a través de aquel grito escalofriante, tremoló desde abajo la voz de una trompeta
y culminó en una nota aguda y prolongada.
¡Faramir! ¡El Señor Faramir!
¡Es su llamada! gritó Beregond. ¡Corazón intrépido! ¿Pero cómo podrá llegar
a la Puerta, si esos halcones inmundos e infernales cuentan con otras armas
además del terror? ¡Pero míralos! ¡No se arredran! Llegarán a la Puerta. ¡No!
Los caballos se encabritan. ¡Oh! Arrojan al suelo a los jinetes; ahora corren
a pie. No, uno sigue montado, pero retrocede hacia los otros. Tiene que ser
el capitán: él sabe cómo dominar a las bestias y a los hombres. ¡ Ay! Una de
esas cosas inmundas se lanza sobre él. ¡Socorro! ¡Socorro! ¿Nadie acudirá en
su auxilio? ¡Faramir!
Y Beregond echó a correr
y desapareció en la oscuridad. Asustado y avergonzado, mientras que Beregond
de la Guardia pensaba ante todo en su amado capitán, Pippin se levantó y miró
fuera. En ese momento alcanzó a ver un destello de nieve y de plata que venía
del norte, como una estrella diminuta que hubiese descendido a los campos sombríos.
Avanzaba como una flecha y crecía a medida que se acercaba a los cuatro hombres
que huían hacia la Puerta. Parecía esparcir una luz pálida, y Pippin tuvo la
impresión de que la sombra espesa retrocedía a su paso; entonces, cuando estuvo
más cerca, creyó oír, como un eco entre los muros, una voz poderosa que llamaba.
—¡Gandalf! gritó Pippin.
¡Gandalf! Siempre llega en el momento más sombrío. ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Caballero
Blanco! ¡Gandalf! ¡ Gandalf! gritó, con la vehemencia del espectador de una
gran carrera, como alentando a un corredor que no necesita la ayuda de exhortaciones.
Mas ya las sombras aladas
habían advertido la presencia del recién llegado. Una de ellas voló en círculos
hacia él, pero a Pippin le pareció ver que Gandalf levantaba una mano y que
de ella brotaba como un dardo un haz de luz blanca. El Nazgül dejó escapar un
grito largo y doliente y se apartó; y los otros cuatro, tras un instante de
vacilación, se elevaron en espirales vertiginosas y desaparecieron en el este,
entre las nubes bajas; y por un momento los campos del Pelennor parecieron menos
oscuros.
Pippin observaba, y vio
que los jinetes y el Caballero Blanco se reunían al fin, y se detenían a esperar
a los que iban a pie. Grupos de hombres les salían al encuentro desde la ciudad;
y pronto Pippin los perdió de vista bajo los muros exteriores, y adivinó que
estaban trasponiendo la puerta. Sospechando que subirían inmediatamente a la
Torre, y a ver al Senescal, corrió a la entrada de la ciudadela. Allí se le
unieron muchos otros que habían observado la carrera y el rescate desde los
muros.
Pronto en las calles que
subían de los círculos exteriores se elevó un gran clamor, y hubo muchos vítores,
y por todas partes voceaban y aclamaban los nombres de Faramir y Mithrandir.
Pippin vio unas antorchas, y luego dos jinetes que cabalgaban lentamente seguidos
por una gran multitud: uno estaba vestido de blanco, pero ya no resplandecía,
pálido en el crepúsculo como si el fuego que ardía en él se hubiese consumido
o velado. El otro era sombrío y tenía la cabeza gacha. Desmontaron y mientras
los palafreneros se llevaban a Sombragris y al otro caballo, avanzaron hacia
el centinela de la puerta: Gandalf con paso firme, el manto gris fletándole
a la espalda y en los ojos un fuego todavía encendido; el otro, vestido de verde,
más lentamente, vacilando un poco como un hombre herido o fatigado.
Pippin se adelantó entre
el gentío, y en el momento en que los hombres pasaban bajo la lámpara de la
arcada vio el rostro pálido de Faramir y se quedó sin aliento. Era el rostro
de alguien que asaltado por un miedo terrible o una inmensa angustia ha conseguido
dominarse y recobrar la calma. Orgulloso y grave, se detuvo un momento a hablar
con el guardia, y Pippin, que no le quitaba los ojos de encima, vio hasta qué
punto se parecía a su hermano Boromir, a quien él había querido desde el principio,
admirando la hidalguía y la bondad del gran hombre. De pronto, sin embargo,
en presencia de Faramir, un sentimiento extraño que nunca había conocido antes,
le embargó el corazón. Este era un hombre de alta nobleza, semejante a la que
por momentos viera en Aragorn, menos sublime quizá pero a la vez menos imprevisible
y remota: uno de los Reyes de los Hombres nacido en una época más reciente,
pero tocado por la sabiduría y la tristeza de la Antigua Raza. Ahora sabía por
qué Beregond lo nombraba con veneración. Era un capitán a quien los hombres
seguirían ciegamente, a quien él mismo seguiría, aun bajo la sombra de las alas
negras.
—¡Faramir! —gritó junto
con los otros—. ¡Faramir! Y Faramir, advirtiendo el acento extraño del hobbit
entre el clamor de los hombres de la ciudad, se dio vuelta, y lo miró estupefacto.
—¿Y tú de dónde vienes?
—le preguntó—. ¡Un mediano, y vestido con la librea de la Torre! ¿De dónde...?
Pero en ese momento Gandalf
se le acercó y habló:
—Ha venido conmigo desde
el país de los medianos —dijo—. Ha venido conmigo. Pero no nos demoremos aquí.
Hay mucho que decir y mucho por hacer, y tú estás fatigado. El nos acompañará.
En realidad, tiene que acompañarnos, pues si no olvida más fácilmente que yo
sus nuevas obligaciones, dentro de menos de una hora ha de tomar servicio con
su señor. ¡Ven, Pippin, sigúenos!
Así llegaron por fin a
la cámara privada del Señor de la Ciudad. Alrededor de un brasero de carbón
de leña, habían dispuesto asientos
bajos y mullidos; y trajeron
vino; y allí Pippin, cuya presencia nadie parecía advertir, de pie detrás del
asiento de Denethor, escuchaba con tanta avidez todo cuanto se decía que olvidó
su propio cansancio.
Una vez que Faramir hubo
tomado el pan blanco y bebido un sorbo de vino, se sentó en uno de los asientos
bajos a la izquierda de su padre. Un poco más alejado, a la derecha de Denethor,
estaba Gandalf, en un sillón de madera tallada; y al principio parecía dormir.
Pues en un comienzo Faramir habló sólo de la misión que le había sido encomendada
diez días atrás; y traía noticias del Ithilien y de los movimientos del enemigo
y sus aliados; y narró la batalla del camino, en la que los hombres de Harald
y la bestia descomunal que los acompañaba fueran derrotados: un capitán que
comunica a un superior sucesos de un orden casi cotidiano, los episodios insignificantes
de una guerra de fronteras que ahora parecían vanos y triviales, sin grandeza
ni gloria.
Entonces, de improviso,
Faramir miró a Pippin.
—Pero ahora llegamos a
la parte más extraña —dijo—. Porque éste no es el primer mediano que veo salir
de las leyendas del Norte para aparecer en las Tierras del Sur.
Al oír esto Gandalf se
irguió y se aferró a los brazos del sillón; pero no dijo nada, y con una mirada
detuvo la exclamación que estaba a punto de brotar de los labios de Pippin.
Denethor observó los rostros de todos y sacudió la cabeza, como indicando que
ya había adivinado mucho, aun antes de escuchar el relato de Faramir. Lentamente,
mientras los otros permanecían inmóviles y silenciosos, Faramir narró su historia,
casi sin apartar los ojos de Gandalf, aunque de tanto en tanto miraba un instante
a Pippin, como para refrescarse la memoria.
Cuando Faramir llegó a
la parte del encuentro con Frodo y su sirviente, y hubo narrado los sucesos
de Hennet Annün, Pippin notó que un temblor agitaba las manos de Gandalf, aferradas
como garras a la madera tallada. Blancas parecían ahora, y muy viejas, y Pippin
adivinó, con un sobresalto, que Gandalf, el gran Gandalf, estaba inquieto, y
que tenía miedo. En la estancia cerrada el aire no se movía. Y cuando Faramir
habló por fin de la despedida de los viajeros, y de la resolución de los hobbits
de ir a Cirith Ungol, la voz le flaqueó, y movió la cabeza, y suspiró. Gandalf
se levantó de un salto.
—¿Cirith Ungol, dijiste?
¿El Valle de Morgul? —preguntó—. ¿En qué momento, Faramir, en qué momento? ¿Cuándo
te separaste de ellos? ¿Cuándo pensaban llegar a ese valle maldito?
—Nos separamos hace dos
días, por la mañana —dijo Faramir—. Hay quince leguas de allí al valle del Morgulduin,
si siguieron en línea recta hacia el sur; y entonces estarían aún a cinco leguas
de la Torre maldita. Por muy rápido que hayan ido, no pueden haber llegado antes
de hoy, y es posible que aún estén en camino. En verdad, veo lo que temes. Pero
la oscuridad no proviene de la aventura de tus amigos. Comenzó ayer al caer
la tarde, y ya anoche todo el Ithilien estaba envuelto en sombras. Es
evidente para mí que el
enemigo preparaba este ataque desde hace mucho tiempo, y que la hora ya había
sido fijada antes del momento en que me separé de los viajeros, dejándolos sin
mi custodia. Gandalf iba y venía con paso nervioso por la habitación.
— ¡Anteayer por la mañana,
casi tres días de viaje! ¿A qué distancia queda el lugar en que os separasteis?
—Unas veinticinco leguas
a vuelo de pájaro —respondió Faramir—. Pero me fue imposible llegar antes. Anoche
dormí en Cair Andros, la isla larga en el norte del río, donde mantenemos una
guarnición, y caballos en nuestra orilla. Cuando vi cerrarse la oscuridad, comprendí
que la premura era necesaria, y entonces partí con otros tres hombres que disponían
de caballos. El resto de mi compañía lo envié al sur, a reforzar la guarnición
de los vados del Osgiliath. Espero no haber actuado mal. —Miró a su padre.
—¿Mal? gritó Denethor,
y de pronto los ojos le relampaguearon. ¿Por qué lo preguntas? Los hombres estaban
bajo tu mando. ¿O acaso me pides que juzgue todo lo que haces? Tu actitud es
humilde en mi presencia; pero hace tiempo ya que te has desviado de tu camino
y desoyes mis consejos. Has hablado con tacto y desenvoltura, como siempre;
pero ¿crees que no he visto por ventura que tenías los ojos fijos en Mithrandir,
tratando de saber si decías lo que era preciso o más de lo conveniente? Es él
quien se ha adueñado de tu corazón desde hace mucho tiempo.
»Hijo mío, tu padre está
viejo, pero aún no chochea. Todavía soy capaz de ver y de oír, igual que antes;
y poco de cuanto has dicho a medias o callado es un secreto para mí. Conozco
la respuesta de muchos enigmas. ¡Ay, ay, mi pobre Boromir!
—Si lo que he hecho os
desagrada, padre mío —dijo con calma Faramir—, hubiera deseado conocer vuestro
pensamiento antes que se me impusiera el peso de tamaña decisión.
—¿Acaso eso te habría hecho
cambiar de parecer? —dijo Denethor—. Estoy seguro de que te habrías comportado
de la misma manera. Te conozco bien. Siempre quieres parecer noble y generoso
como un rey de los tiempos antiguos, amable y benévolo. Una actitud que cuadraría
tal vez a alguien de elevado linaje, si es poderoso y si gobierna en paz. Pero
en los momentos desesperados, la benevolencia puede ser recompensada con la
muerte.
—Pues que así sea —dijo
Faramir.
— ¡ Que así sea! — gritó
Denethor—. Pero no sólo con tu muerte, Señor Faramir: también con la de tu padre,
y la de todo tu pueblo, a quien tendrías que proteger ahora que Boromir se ha
ido.
—¿Desearías entonces —dijo
Faramir— que yo hubiese estado en su lugar?
—Sí, lo desearía, sin duda
—dijo Denethor. Porque Boromir era leal para conmigo, no el discípulo de un
mago. En vez de desperdiciar lo que
le ofrecía la suerte, hubiera
recordado que su padre necesitaba ayuda. Me habría traído un regalo poderoso.
La reserva de Faramir pareció
ceder entonces un momento.
—Os rogaría, padre mío,
que recordéis por qué fui yo al Ithilien, y no él. En una oportunidad al menos,
y no hace de esto mucho tiempo, prevaleció vuestra decisión. Fue el Señor de
la Ciudad quien le confió a Boromir esa misión.
—No remuevas la amargura
de la copa que yo mismo me he preparado dijo Denethor—. ¿Acaso no la he sentido
ya muchas noches en la lengua, previendo que lo peor está aún en el fondo? Como
ahora lo compruebo por cierto. ¡Ojalá no fuera así! ¡Ojalá ese objeto hubiese
llegado a mi poder!
— ¡Consuélate! —dijo Gandalf
—. En ningún caso te lo hubiera traído Boromir. Está muerto, y ha tenido una
muerte digna: ¡que descanse en paz! Pero te engañas. Boromir habría extendido
la mano para tomarlo y ni bien lo hubiera tocado, estaría perdido sin remedio.
Lo habría guardado para él, y cuando viniera aquí, no hubieras reconocido a
tu hijo.
El semblante de Denethor
se contrajo en un rictus frío y duro.
—Encontraste que Boromir
era menos dúctil en tus manos, ¿no es verdad? dijo con voz suave—. Pero yo que
era su padre digo que me lo hubiera traído. Serás sabio, Mithrandir, pero pese
a tus sutilezas no eres dueño de toda la sabiduría. No siempre los consejos
han de encontrarse en los artilugios de los magos o en la precipitación de los
locos. En esta materia mi sabiduría y mi prudencia son más altas de lo que imaginas.
— ¿Y qué te dice la prudencia?
—Lo suficiente como para
saber que es necesario evitar dos locuras. Utilizarlo es peligroso. Y en un
momento como éste, enviarlo al país mismo del enemigo en las manos de un mediano
sin inteligencia, como lo has hecho tú, tú y este hijo mío, es un disparate.
— ¿Y qué habría hecho el
Señor Denethor?
—Ni una cosa ni la otra.
Pero con toda seguridad y contra todo argumento, no lo habría entregado a los
azares de la suerte, una esperanza que sólo cabe en la mente de un loco, y arriesgarnos
así a una ruina total, si el enemigo lo recupera. No, hubiera sido necesario
guardarlo, esconderlo: ocultarlo en un sitio secreto y oscuro. No hablo de utilizarlo,
no, salvo en caso de extrema necesidad, pero sí ponerlo fuera de su alcance,
a menos que sufriéramos una derrota tan definitiva que lo que pudiese acontecemos
nos fuera indiferente, pues estaríamos muertos.
—Como es tu costumbre,
Monseñor, sólo piensas en Gondor —dijo Gandalf—. Sin embargo, hay otros hombres,
y otras vidas y tiempos por venir. Y yo por mi parte, compadezco incluso a los
esclavos del enemigo.
—¿Y dónde buscarán ayuda
los otros hombres, si Gondor cae? replicó Denethor. Si yo lo tuviese ahora aquí,
guardado en las bóvedas profundas de esta ciudadela, no estaríamos temblando
de terror bajo esta oscuridad, temiendo lo peor, y nada entorpecería nuestras
decisiones. Si no me crees capaz de soportar la prueba, es porque aún no me
conoces.
—Sin embargo, no te creo
capaz —dijo Gandalf—. Si hubiera confiado en ti, te lo hubiera enviado para
que lo tuvieras aquí, bajo tu custodia, con lo que habría ahorrado muchas angustias,
a mí y a otros. Y ahora, oyéndote hablar, confío menos aún, no más que en Boromir.
¡No, refrena tu ira! En este caso ni en mí mismo confío: me fue ofrecido como
regalo y lo rechacé. Eres fuerte, Denethor, y capaz aún de dominarte en ciertas
cosas; pero si lo hubieras recibido, te habría derrotado. Aunque estuviese enterrado
en las raíces mismas del Mindolluin, te consumiría la mente a medida que vieras
crecer la oscuridad, y las cosas peores aún que no tardarán en caer sobre nosotros.
Los ojos de Denethor relampaguearon
otra vez por un momento, y Pippin volvió a sentir la tensión entre las dos voluntades:
pero ahora las miradas de los adversarios le parecían las hojas de dos espadas
centelleantes batiéndose de ojo a ojo. Pippin se estremeció, temiendo algún
golpe terrible. Pero de pronto Denethor recobró la calma. Se encogió de hombros.
— ¡Si yo hubiera! ¡Si yo
hubiera! —exclamó—. Todas esas palabras, todos esos si son vanos. Ahora va camino
de la Sombra, y sólo el tiempo dirá lo que el destino prepara, para el objeto,
y para nosotros. En el plazo que aún queda, que no será largo, que todos los
que luchan contra el enemigo cada uno a su manera se unan, y que conserven la
esperanza mientras sea posible, y cuando ya no les quede ninguna, que tengan
al menos la entereza necesaria para morir libres. —Se volvió a Faramir.— ¿Qué
piensas de la guarnición de Osgiliath?
—No es fuerte —respondió
Faramir—. Como os he dicho, he enviado allí la compañía de Ithilien, para reforzarla.
—No creo que baste —dijo
Denethor. Allí es donde caerá el primer golpe. Lo que les hará falta es un capitán
enérgico.
—A esa guarnición y a muchas
otras —dijo Faramir, y suspiró—. ¡ Ay, si estuviera con vida mi pobre hermano;
yo también lo amaba! —Se levantó.— ¿Puedo retirarme, padre? Y al decir esto
se tambaleó, y tuvo que apoyarse en el sillón de su padre.
—Estás fatigado, ya lo
veo —dijo Denethor—. Has cabalgado mucho y lejos, y bajo las sombras del mal
en el aire, me han dicho.
—¡No hablemos de eso! dijo
Faramir.
—No hablaremos, pues —dijo
Denethor—. Ahora ve y descansa como puedas. Las necesidades de mañana serán
más duras.
Todos se despidieron entonces
del Señor de la Ciudad para retirarse a descansar mientras fuese posible. Fuera
había una oscuridad negra y sin estrellas mientras Gandalf se alejaba en compañía
de Pippin que llevaba una pequeña antorcha. Hasta que se encontraron a puertas
cerradas no cambiaron una sola palabra. Entonces Pippin tomó al fin la mano
de Gandalf.
—Dime preguntó—, ¿queda
todavía alguna esperanza? Para Frodo, quiero decir; o al menos sobre todo para
Frodo. Gandalf posó la mano en la cabeza de Pippin.
—Nunca hubo muchas esperanzas
—respondió—. Nada más que esperanzas desatinadas, me dijeron. Y cuando oí el
nombre de Cirith Ungol... —Se interrumpió y a grandes pasos caminó hasta la
ventana como si pudiese ver del otro lado de la noche, allá en el Este.— ¡ Cirith
Ungol! ¿Por qué ese camino, me pregunto? —Se volvió.— En ese instante, Pippin,
al oír ese nombre, mi corazón estuvo a punto de desfallecer. Y a pesar de todo,
Pippin, creo de verdad que en las noticias que trajo Faramir hay alguna esperanza.
Pues es evidente que el enemigo se ha decidido al fin a declararnos la guerra,
y que ha dado el primer paso cuando Frodo aún estaba en libertad. De manera
que por ahora, durante muchos días, apuntará la mirada aquí y allá, siempre
fuera de su propio territorio. Y sin embargo, Pippin, siento desde lejos la
prisa y el miedo que lo dominan. Ha empezado mucho antes de lo previsto. Algo
tiene que haberlo impulsado a actuar en seguida.
Permaneció un momento pensativo.
—Quizá —murmuró—. Quizá
también tu insensatez ayudó de algún modo. Veamos: hace unos cinco días habrá
descubierto que derrotamos a Saruman y que nos apoderamos de la Piedra. Sí,
pero entonces ¿qué? No podíamos utilizarla para un fin preciso, ni sin que él
lo supiera. ¡ Ah! Podría ser. ¿ Aragorn? Se le acerca la hora. Y es fuerte,
e inflexible por dentro, Pippin: temerario y resuelto, capaz de tomar por sí
mismo decisiones heroicas y de correr grandes riesgos, si es necesario. Podría
ser, sí. Quizás Aragorn haya utilizado la Piedra y se haya mostrado al enemigo
desafiándolo justamente con este propósito. ¡Quién sabe! De todos modos no conoceremos
la respuesta hasta que lleguen los Jinetes de Rohan, siempre y cuando no lleguen
demasiado tarde. Nos esperan días infaustos. ¡A dormir, mientras sea posible!
—Pero... —dijo Pippin.
—¿Pero qué? —dijo Gandalf—.
Esta noche te concedo un solo pero.
—Gollum —dijo Pippin—.
¿Cómo se entiende que estuvieran viajando con él, y que hasta lo siguieran?
Y me di cuenta de que a Faramir no le gustaba más que a ti el lugar a donde
los conducía. ¿Que pasa?
—No puedo contestar a esa
pregunta por el momento —dijo Gandalf—. Sin embargo, mi corazón presentía que
Frodo y Gollum se encontrarían antes del fin. Para bien o para mal. Pero de
Cirith Ungol no quiero hablar esta noche. Traición, una traición, es lo que
temo: una
traición de esa criatura
miserable. Pero así tenía que ser. Recordemos que un traidor puede traicionarse
a sí mismo y hacer involuntariamente un bien. Ocurre a veces. ¡Buenas noches!
El día siguiente llegó
con una mañana semejante a un crepúsculo pardo, y los corazones de los hombres,
reconfortados por el regreso de Faramir, se hundieron otra vez en un profundo
desaliento. Las Sombras aladas no volvieron a verse en todo el día, pero de
vez en cuando, alto sobre la ciudad, se oía un grito lejano, que por un momento
paralizaba de terror a muchos de los hombres; y los más pusilánimes se estremecían
y sollozaban.
Y ahora Faramir había vuelto
a ausentarse.
—No le dan ningún sosiego
—murmuraban algunos—. El Señor es demasiado duro con su hijo, y ahora tiene
que cumplir los deberes de dos, los suyos propios y los del hermano que no volverá.
—Y miraban sin cesar hacia el norte y preguntaban:— ¿Dónde están los Jinetes
de Rohan?
En verdad no era Faramir
quien había decidido partir de nuevo. Pero el Señor de la Ciudad presidía el
Consejo, y ese día no estaba de humor como para prestar oídos al parecer de
otros. El Consejo había sido convocado a primera hora de la mañana, y todos
los capitanes habían opinado que en vista del grave peligro que los amenazaba
en el Sur, la fuerza de Gondor era demasiado débil para intentar cualquier acción
de guerra, a menos que por ventura llegasen aún los Jinetes de Rohan. Mientras
tanto no podían hacer nada más que guarnecer los muros y esperar.
—Sin embargo —dijo Denethor—,
no convendría abandonar a la ligera las defensas exteriores, el Rammas Echor
edificado con tanto esfuerzo. Y el enemigo tendrá que pagar caro el cruce del
río. No podrá atacar la ciudad ni por el norte de Cair Andros a causa de los
pantanos, ni por el sur en las cercanías de Lebennin, pues allí el río es muy
ancho, y necesitaría muchas embarcaciones. Es en Osgiliath donde descargará
el golpe, como ya lo hizo una vez cuando Boromir le cerró el paso.
—Aquello no fue más que
una intentona —dijo Faramir—. Hoy quizá pudiéramos hacerle pagar al enemigo
diez veces nuestras pérdidas, y sin embargo ser nosotros los perjudicados. Pues
a él no le importaría perder todo un ejército pero nosotros no podemos permitirnos
la pérdida de una sola compañía. Y la retirada de las que enviemos lejos sería
peligrosa, en caso de una irrupción violenta.
—¿Y Cair Andros? —dijo
el príncipe—. También Cair Andros tendrá que resistir, si vamos a defender Osgiliath.
No olvidemos el peligro que nos amenaza desde la izquierda. Los Rohirrim pueden
venir o no venir. Pero Faramir nos ha hablado de una fuerza formidable que avanza
resueltamente hacia la
Puerta Negra. De ella podrían desmembrarse varios ejércitos y atacar desde distintos
frentes.
—Mucho hay que arriesgar
en la guerra —dijo Denethor—. Cair Andros está guarnecida, y no puedo enviar
tan lejos ni un hombre más. Pero el río y el Pelennor no los cederé sin combatir...
si hay aquí un capitán que aún tenga el coraje suficiente para ejecutar la voluntad
de su superior.
Entonces todos guardaron
silencio, hasta que al cabo habló Faramir:
—No me opongo a vuestra
voluntad, Señor. Puesto que habéis sido despojado de Boromir, iré yo y haré
lo que pueda en su lugar... si me lo ordenáis.
—Te lo ordeno —dijo Denethor.
— ¡Adiós, entonces! —dijo
Faramir—. ¡Pero si yo volviera un día, tened mejor opinión de mí!
—Eso dependerá de cómo
regreses —dijo Denethor. Fue Gandalf el último en hablar con Faramir antes de
que partiera para el Este.
—No sacrifiques tu vida
ni por temeridad ni por amargura —le dijo—. Serás necesario aquí, para cosas
distintas de la guerra. Tu padre te ama, Faramir, y lo recordará antes del fin.
¡Adiós!
Así pues el Señor Faramir
había vuelto a marcharse, llevando consigo todos los voluntarios que quisieron
acompañarlo o de quienes se podía prescindir. Desde lo alto de los muros algunos
escudriñaban a través de la oscuridad la ciudad en ruinas, y se preguntaban
qué estaría aconteciendo allí, pues nada era visible. Y otros, como siempre,
oteaban el norte, y contaban las leguas que los separaban de Théoden en Rohan.
—¿Vendrá? ¿Recordará nuestra
antigua alianza? — decían.
—Sí, vendrá —decía Gandalf—,
aunque llegue demasiado tarde. ¡Pero reflexionad! En el mejor de los casos,
la Flecha Roja no puede haberle llegado hace más de dos días, y las leguas son
largas desde Edoras.
Era nuevamente de noche
cuando recibieron por fin otras noticias. Un hombre llegó al galope desde los
vados, diciendo que un ejército había salido de Minas Morgul y que ya se acercaba
a Osgiliath; y que se le habían unido regimientos del Sur, los Haradrim, altos
y crueles.
—Y nos hemos enterado —prosiguió
el mensajero— de que el Capitán Negro conduce una vez más las tropas, y de que
el terror se extiende delante de él, y que ya ha cruzado el río.
Con estas palabras de mal
augurio concluyó el tercer día desde la llegada de Pippin a Minas Tirith. Pocos
se retiraron a descansar esa noche, pues ya nadie esperaba que ni siquiera Faramir
pudiese defender por mucho tiempo los vados.
Al día siguiente, aunque
la Sombra había dejado de crecer, pesaba aún más sobre los corazones de los
hombres, y el miedo empezó a dominarlos. No tardaron en llegar otras malas noticias.
El cruce del Anduin estaba ahora en poder del enemigo. Faramir se batía en retirada
hacia los muros del Pelennor, reuniendo a todos sus hombres en los Fuertes de
la Explanada; pero el enemigo era diez veces superior en número.
—Si acaso decide regresar
a través del Pelennor, tendrá el enemigo pisándole los talones —dijo el mensajero—.
Han pagado caro el paso del río, pero menos de lo que nosotros esperábamos.
El plan estaba bien trazado. Ahora se ve que desde hace mucho tiempo estaban
construyendo en secreto flotillas de balsas y lanchones al este de Osgiliath.
Atravesaron el río como un enjambre de escarabajos. Pero el que nos derrota
es el Capitán Negro. Pocos se atreverán a soportar y afrontar aun el mero rumor
de que viene hacia aquí. Sus propios hombres tiemblan ante él, y se matarían
si él así lo ordenase.
—En ese caso, allí me necesitan
más que aquí —dijo Gandalf; e inmediatamente partió al galope, y el resplandor
blanco pronto se perdió de vista. Y Pippin permaneció toda esa noche de pie
sobre el muro, solo e insomne con la mirada fija en el Este.
Apenas habían sonado las
campanas anunciando el nuevo día, una burla en aquella oscuridad sin tregua,
cuando Pippin vio que unas llamas brotaban a lo lejos, en los espacios indistintos
en que se alzaban los muros del Pelennor. Los centinelas gritaron con voz fuerte,
y todos los hombres de la ciudad se pusieron en pie de combate. De tanto en
tanto se veía ahora un relámpago rojo, y unos fragores sordos atravesaban lentamente
el aire inmóvil y pesado.
—¡Han tomado el muro! —gritaron
los hombres—. Están abriendo brechas. ¡Ya vienen!
— ¿Dónde está Faramir?
—gritó Beregond, aterrorizado—. ¡No me digáis que ha caído!
Fue Gandalf quien trajo
las primeras noticias. Llegó a media mañana con un puñado de jinetes, escoltando
una fila de carretas. Estaban cargadas de heridos, todos aquellos que habían
podido salvar del desastre de los Fuertes de la Explanada. En seguida se presentó
ante Denethor. El Señor de la Ciudad se encontraba ahora en una cámara alta
sobre el Salón de la Torre Blanca con Pippin a su lado; y se asomaba a las ventanas
oscuras abiertas al norte, al sur y al este, como si quisiera hundir los ojos
negros en las sombras del destino que ahora lo cercaban. Miraba sobre todo hacia
el norte, y por momentos se detenía a escuchar, como si en virtud de alguna
antigua magia alcanzase a oír el trueno de los cascos en las llanuras distantes.
— ¿Ha vuelto Faramir? —preguntó.
—No —dijo Gandalf—. Pero
estaba todavía con vida cuando lo dejé.
Sin embargo parecía decidido
a quedarse con la retaguardia, pues teme que un repliegue a través del Pelennor
pueda terminar en una fuga precipitada. Tal vez consiga mantener unidos a sus
hombres el tiempo suficiente, aunque lo dudo. El enemigo es demasiado poderoso.
Pues ha venido uno que yo temía.
—¿No... no el Señor Oscuro?
—gritó Pippin aterrorizado, olvidando con quien estaba.
Denethor rió amargamente.
—No, todavía no. ¡Maese
Peregrin! No vendrá sino a triunfar sobre mí, cuando todo esté perdido. El utiliza
otras armas. Es lo que hacen todos los grandes señores, si son sabios, señor
Mediano. ¿O por qué crees que permanezco aquí en mi torre, meditando, observando
y esperando, y hasta sacrificando a mis hijos? Porque todavía soy capaz de esgrimir
un arma.
Se levantó y se abrió bruscamente
el largo manto negro, y he aquí que debajo llevaba una cota de malla y ceñía
una espada larga de gran empuñadura en una vaina de plata y azabache.
—Así he caminado y así
duermo ahora, desde hace muchos años —dijo— a fin de que la edad no me ablande
y me amilane el cuerpo.
—Sin embargo ahora, el
Señor de Baraddür, el más feroz de los capitanes enemigos, se ha apoderado ya
de los muros exteriores —dijo Gandalf—. Soberano de Angmar en tiempos pasados,
Hechicero, Espectro, Servidor del Anillo, Señor de los Nazgül, lanza de terror
en la mano de Sauron, sombra de desesperación.
—Entonces, Mithrandir,
tuviste un enemigo digno de ti —dijo Denethor—. En cuanto a mí, he sabido desde
hace tiempo quién es el gran capitán de los ejércitos de la Torre Oscura. ¿Has
regresado sólo para decirme eso? ¿No será acaso que te retiraste al tropezar
con alguien más poderoso que tú?
Pippin tembló, temiendo
que en Gandalf se encendiese una cólera súbita; pero el temor era infundado.
—Tal vez —respondió Gandalf
serenamente—. Pero aún no ha llegado el momento de poner a prueba nuestras fuerzas.
Y si las palabras pronunciadas en los días antiguos dicen la verdad, no será
la mano de ningún hombre la que habrá de abatirlo, y el destino que le aguarda
es aún ignorado por los Sabios. Como quiera que sea, el Capitán de la Desesperación
no se apresura todavía a adelantarse. Conduce en verdad a sus esclavos de acuerdo
con las normas de la prudencia que tú mismo acabas de enunciar, desde la retaguardia,
enviándolos delante de él en una acometida de locos.
»No, he venido ante todo
a custodiar a los heridos que aún pueden sanar; porque ahora hay brechas todo
a lo largo del Rammas, y el ejército de Morgul no tardará en penetrar por distintos
puntos. Dentro de poco habrá aquí una batalla campal. Es necesario preparar
una salida. Que sea de hombres montados. En ellos se apoya nuestra breve
esperanza, pues sólo de
una cosa no está bien provisto el enemigo: tiene pocos jinetes.
—Nosotros también. Si ahora
viniesen los de Rohan, el momento sería oportuno —dijo Denethor.
—Quizás antes veamos llegar
a otros —dijo Gandalf—. Ya se nos han unido muchos fugitivos de Cair Andros.
La isla ha caído. Un nuevo ejército ha salido por la Puerta Negra, y viene hacia
aquí a través del noreste.
—Algunos te han acusado,
Mithrandir, de complacerte en traer malas nuevas —dijo Denethor—, pero para
mí ésta ya no es nueva: la supe ayer, antes del caer de la noche. Y en cuanto
a la salida, ya había pensado en eso. Descendamos.
Pasaba el tiempo. Los vigías
apostados en los muros vieron al fin la retirada de las compañías exteriores.
Al principio iban llegando en grupos pequeños y dispersos: hombres extenuados
y a menudo heridos que marchaban en desorden; algunos corrían, como escapando
a una persecución. A lo lejos, en el este, vacilaban unos fuegos distantes,
que ahora parecían extenderse a través de la llanura. Ardían casas y graneros.
De pronto, desde muchos puntos, empezaron a correr unos arroyos de llamas rojas
que serpeaban en la sombra, y todos iban hacia la línea del camino ancho que
llevaba desde la Puerta hasta Osgiliath.
—El enemigo — murmuraron
los hombres—. El dique ha cedido. ¡ Allí vienen, como un torrente por las brechas!
Y traen antorchas. ¿Dónde están los nuestros?
Según la hora, la noche
se acercaba, y la luz era tan mortecina que ni aun los hombres de buena vista
de la ciudadela llegaban a distinguir lo que acontecía en los campos, excepto
los incendios que se multiplicaban, y los ríos de fuego que crecían en longitud
y rapidez. Por fin, a menos de una milla de la ciudad, apareció a la vista una
columna más ordenada; marchaba sin correr, en filas todavía unidas.
Los vigías contuvieron
el aliento.
—Faramir ha de venir con
ellos —dijeron—. El sabe dominar a los hombres y las bestias. Aún puede conseguirlo.
Ahora la columna estaba
apenas a un cuarto de milla. Tras ellos, saliendo de la oscuridad, galopaba
un grupo reducido de jinetes, todo cuanto quedaba de la retaguardia. Otra vez
acorralados, se volvieron para enfrentar las líneas de fuego cada vez más próximas.
De improviso, hubo un tumulto de gritos feroces. Una horda de jinetes del enemigo
se lanzó hacia adelante. Los arroyos de fuego se transformaron en torrentes
rápidos: fila tras fila de orcos que llevaban antorchas encendidas, y sureños
feroces, que blandían estandartes rojos y daban gritos destemplados y se adelantaban
a la columna que se batía en retirada y le cerraban el paso. Y con un alarido
las Sombras aladas se precipitaron
cayendo del cielo tenebroso:
los Nazgül que se inclinaban hacia delante, preparados para matar.
La retirada se convirtió
en una fuga. Ya unos hombres rompían filas, huyendo aquí y allá, arrojando las
armas, gritando de terror, rodando por el suelo.
Una trompeta sonó entonces
en la ciudadela, y Denethor dio por fin la orden de salida. Cobijados a la sombra
de la Puerta y bajo los muros elevados los hombres habían estado esperando esa
señal: todos los jinetes que quedaban en la ciudad. Ahora avanzaron en orden,
y en seguida apresuraron el paso, y en medio de un gran clamor corrieron al
galope hacia el enemigo. Y un grito se elevó en respuesta desde los muros, pues
en el campo de batalla y a la vanguardia galopaban los caballeros del cisne
de Dol Amroth, con el Príncipe Imrahil a la cabeza, seguido de su estandarte
azul.
— ¡Amroth por Gondor! —gritaban
los hombres—. ¡Amroth por Faramir!
Como un trueno cayeron
sobre el enemigo, atacándolo por los flancos; pero un jinete se adelantó a todos,
rápido como el viento entre la hierba: iba montado en Sombragris, y resplandecía:
una vez más sin velos, y de la mano alzada le brotaba una luz.
Los Nazgül chillaron y
se alejaron rápidamente, pues no estaba todavía allí el Capitán, para desafiar
el fuego blanco de este enemigo. Tomadas por sorpresa mientras corrían, las
hordas de Morgul se desbandaron, dispersándose como chispas al viento. La columna
que se batía en retirada dio media vuelta y se lanzó gritando contra el enemigo.
Los perseguidos eran ahora perseguidores. La retirada era ahora un ataque. El
campo de batalla quedó cubierto de orcos y hombres abatidos, y las antorchas,
abandonadas en el suelo, crepitaban y se extinguían en acres humaredas. Y la
caballería continuó avanzando.
Sin embargo Denethor no
les permitió ir muy lejos. Aunque habían jaqueado al enemigo, por el momento
obligándolo a replegarse, un torrente de refuerzos avanzaba ya desde el este.
La trompeta sonó otra vez: la señal de la retirada. La caballería de Gondor
se detuvo, y detrás las compañías de campaña volvieron a formarse. Pronto regresaron
marchando. Y entraron en la ciudad; pisando con orgullo; y con orgullo los contemplaba
la gente y los saludaba dando gritos de alabanza, aunque todos estaban acongojados.
Pues las compañías habían sido diezmadas. Faramir había perdido un tercio de
sus hombres. ¿Y dónde estaba Faramir?
Fue el último en llegar.
Ya todos sus hombres habían entrado. Ahora regresaban los caballeros del cisne,
seguidos por el estandarte de Dol Amroth, y el príncipe. Y en los brazos del
príncipe, sobre la cruz del caballo, el cuerpo de un pariente, Faramir hijo
de Denethor, recogido en el campo de batalla.
— ¡Faramir! ¡Faramir! —gritaban
los hombres, y lloraban por las calles. Pero Faramir no les respondía, y a lo
largo del camino sinuoso, lo llevaron a la ciudadela, a su padre. En el momento
mismo en que los Nazgül huían del ataque del Caballero Blanco, un dardo mortífero
había alcanzado a Faramir, que tenía acorralado a un jinete, uno de los campeones
de Harad. Faramir se había caído del caballo. Sólo la carga de Dol Amroth había
conseguido salvarlo de las espadas rojas de las tierras del Sur, que sin duda
lo habrían atravesado mientras yacía en el suelo.
El príncipe Imrahil llevó
a Faramir a la Torre Blanca, y dijo: —Tu hijo ha regresado, señor, después de
grandes hazañas —y narró todo cuanto había visto. Pero Denethor se puso de pie
y miró el rostro de Faramir y no dijo nada. Luego ordenó que preparasen un lecho
en la estancia, y que acostaran en él a Faramir, y que se retirasen. Pero él
subió a solas a la cámara secreta bajo la cúpula de la Torre; y muchos de los
que en ese momento alzaron la mirada, vieron brillar una luz pálida que vaciló
un instante detrás de las ventanas estrechas, y luego llameó y se apagó. Y cuando
Denethor volvió a bajar, fue a la habitación donde había dejado a Faramir, y
se sentó a su lado en silencio, pero la cara del Señor estaba gris, y parecía
más muerta que la de su hijo.
Y ahora al fin la ciudad
estaba sitiada, cercada por un anillo de adversarios. El Rammas estaba destruido,
y todo el Pelennor en poder del enemigo. Las últimas noticias del otro lado
de las murallas las habían traído unos hombres que llegaron corriendo por el
camino del norte, antes del cierre de la Puerta. Eran los últimos que quedaban
de la Guardia del camino de Anórien y de Rohan en las zonas pobladas de Gondor.
Iban al mando de Ingold, el mismo guardia que cinco días atrás había dejado
entrar a Gandalf y Pippin, cuando aún salía el sol y la mañana traía esperanzas.
—No hay ninguna noticia
de los Rohirrim —dijo—. Los de Rohan ya no vendrán. O si vienen al fin, todo
será inútil. El nuevo ejército que nos fue anunciado se ha adelantado a ellos,
y ya llega desde el otro lado del río, a través de Andrós, por lo que parece.
Es poderosísimo: batallones de orcos del Ojo e innumerables compañías de hombres
de una raza nueva que nunca habíamos visto hasta ahora. No muy altos, pero fornidos
y feroces, barbudos como enanos, y empuñan grandes hachas. Vienen sin duda de
algún país salvaje en las vastas tierras del Este. Ya se han apoderado del camino
del norte, y muchos han penetrado en Anórien. Los Rohirrim no podrán acudir.
La Puerta de la Ciudad
se cerró. Durante toda la noche los centinelas apostados en los muros oyeron
los rumores del enemigo que iba de un lado a otro incendiando campos y bosques,
traspasando con las lanzas a todos los hombres que encontraban delante, vivos
o muertos. En aquellas tinieblas, era imposible saber cuántos habían cruzado
ya el río, pero cuando la mañana, o una sombra mortecina, asomó sobre la llanura,
entendieron que ni siquiera en el miedo de la noche habían exagerado el número.
Las compañías en marcha cubrían toda la llanura, y en aquella oscuridad y hasta
donde los ojos alcanzaban a ver, grandes campamentos de tiendas negras o de
un rojo sombrío, como inmundas excrecencias de hongos, brotaban alrededor de
la ciudad sitiada.
Afanosos como hormigas,
los orcos cavaban, cavaban líneas de profundas trincheras en un círculo enorme,
justo fuera del alcance de los arcos de los muros; y cada vez que terminaban
una trinchera, la llenaban inmediatamente de fuego, sin que nadie llegara a
ver cómo las encendían y alimentaban, si mediante algún artificio o por brujería.
El trabajo continuó el día entero, mientras los hombres de Minas Tirith observaban;
y nada podían hacer. Y a medida que cada tramo de trinchera quedaba terminado,
veían acercarse grandes carretas; y pronto nuevas compañías enemigas montaban
de prisa grandes máquinas de proyectiles, cada una al reparo de una trinchera.
No había ni una sola en los muros de la ciudad de tanto alcance o capaz de detenerlos.
Al principio, los hombres
se rieron, pues no les temían demasiado a tales artilugios. El muro principal
de la ciudad, construido antes de la declinación en el exilio del poderío y
las artes de Númenor, era extraordinariamente alto y de una solidez maravillosa;
y la cara externa podía compararse a la de la Torre de Orthanc, dura, sombría
y lisa, invulnerable al fuego o al acero, indestructible, a menos que alguna
convulsión desgarrase la tierra misma en que se elevaba.
—No —decían, ni aunque
viniera el Sin Nombre en persona, ni él podría entrar mientras nosotros estuviésemos
con vida. —Pero algunos replicaban:— ¿Mientras nosotros estuviésemos con vida?
¿Cuánto tiempo? El tiene un arma que ha destruido muchas fortalezas inexpugnables
desde que el mundo es mundo. El hambre. Los caminos están cortados. Rohan no
vendrá.
Pero las máquinas no derrocharon
proyectiles contra el muro indomable. No era un bandolero ni un cabecilla orco
quien había planeado el ataque al peor enemigo del Señor de Morder, sino una
mente y un poder malignos. Tan pronto como las grandes catapultas estuvieron
instaladas, con gran acompañamiento de alaridos y el chirrido de cuerdas y poleas,
empezaron a arrojar proyectiles a una altura prodigiosa, de modo que pasaban
por encima de las almenas e iban a caer con un ruido sordo dentro del primer
círculo de la ciudad;
y muchos de esos proyectiles,
en virtud de algún arte misterioso, estallaban en llamas cuando golpeaban el
suelo.
Pronto hubo un grave peligro
de incendio detrás de la muralla, y todos los hombres disponibles se dedicaron
a apagar las llamas que brotaban aquí y allá. De súbito, en medio de los grandes
proyectiles, empezó a caer otra clase de lluvia, menos destructiva pero más
horripilante. Caían y rodaban por las calles y callejones detrás de la Puerta,
proyectiles pequeños y redondos que no ardían. Pero cuando la gente se acercaba
a ver qué podían ser, gritaban o se echaban a llorar. Porque lo que el enemigo
estaba arrojando a la ciudad eran las cabezas de todos los que habían caído
combatiendo en Osgiliath, o en el Rammas, o en los campos. Era horroroso mirarlas,
pues si bien algunas estaban aplastadas e informes, y otras habían sido salvajemente
acuchilladas, muchas tenían aún facciones reconocibles, y parecía que habían
muerto con dolor; y todas llevaban marcada a fuego la inmunda insignia del Ojo
Sin Párpado. Sin embargo, desfiguradas y profanadas como estaban, de tanto en
tanto permitían a un hombre que viese por última vez el rostro de alguien conocido,
que en otro tiempo había llevado armas con orgullo, o cultivado los campos,
o cabalgado desde los valles a las colinas en un día de fiesta.
En vano los defensores
amenazaban con los puños a los enemigos implacables, apiñados delante de la
Puerta. Aquellos hombres no les temían a las maldiciones ni entendían las lenguas
del Oeste, y gritaban con voces ásperas, como bestias y aves de rapiña. Pero
pronto no quedaron en Minas Tirith hombres de tanta entereza como para desafiar
a los ejércitos de Morder. Porque el Señor de la Torre Oscura tenía otra arma,
más rápida que el hambre: el miedo y la desesperación.
Los Nazgül retornaron,
y como ya el Señor Oscuro empezaba a medrar y a desplegar fuerza, las voces
de los siervos, que sólo expresaban la voluntad y la malicia del amo tenebroso,
se cargaron de maldad y de horror. Giraban sin cesar sobre la ciudad, como buitres
que esperan su ración de carne de hombres condenados. Volaban fuera del alcance
de la vista y de las armas, pero siempre estaban presentes, y sus voces siniestras
desgarraban el aire. Y cada nuevo grito era más intolerable para los hombres.
Hasta los más intrépidos terminaban arrojándose al suelo cuando la amenaza oculta
volaba sobre ellos, o si permanecían de pie, las armas se les caían de las manos
temblorosas, y la mente invadida por las tinieblas ya no pensaba en la guerra,
sino tan sólo en esconderse, en arrastrarse, y morir.
Durante todo aquel día
sombrío Faramir estuvo tendido en el lecho en la cámara de la Torre Blanca,
extraviado en una fiebre desesperada; moribundo, decían algunos, y pronto todo
el mundo repetía en los muros y en las calles: moribundo. Y Denethor no se movía
de la cabecera, y observaba
a su hijo en silencio, y ya no se ocupaba de la defensa de la ciudad.
Nunca, ni aun en las garras
de los Urukhai, había conocido Pippin horas tan negras. Tenía la obligación
de atender al Senescal, y la cumplía, aunque Denethor parecía haberlo olvidado.
De pie junto a la puerta de la estancia a oscuras, mientras trataba de dominar
su propio miedo, observaba y le parecía que Denethor envejecía momento a momento,
como si algo hubiese quebrantado aquella voluntad orgullosa, aniquilando la
mente severa del Senescal. El dolor quizás y el remordimiento. Vio lágrimas
en aquel rostro antes impasible, más insoportables aún que la cólera.
—No lloréis, Señor —balbució—.
Tal vez sane. ¿Habéis consultado a Gandalf?
— ¡No me reconfortes con
magos! —replicó Denethor—. La esperanza de ese insensato ha sido vana. El enemigo
lo ha descubierto, y ahora es cada día más poderoso; adivina nuestros pensamientos,
todo cuanto hacemos acelera nuestra ruina.
»Sin una palabra de gratitud,
sin una bendición, envié a mi hijo a afrontar un peligro inútil, y ahora aquí
yace con veneno en las venas. No, no, cualquiera que sea el desenlace de esta
guerra, también mi propia casta está cerca del fin: hasta la Casa de los Senescales
ha declinado. Seres despreciables dominarán a los últimos descendientes de los
Reyes de los Hombres, obligándolos a vivir ocultos en las montañas hasta que
los hayan desterrado o exterminado a todos.
Unos hombres llamaron a
la puerta reclamando la presencia del Señor de la Ciudad.
—No, no bajaré —dijo Denethor—.
Es aquí donde he de permanecer, junto a mi hijo. Tal vez hable aún, antes del
fin, que ya está próximo. Seguid a quien queráis, incluso al Loco Gris, por
más que su esperanza haya fallado. Yo me quedaré aquí.
Así fue cómo Gandalf tomó
el mando en la defensa última de la ciudad. Y por donde iba, renacían las esperanzas
en los corazones de los hombres, y nadie recordaba las sombras aladas. Infatigable,
el mago cabalgaba desde la ciudadela hasta la Puerta, al pie del muro de norte
a sur; y lo acompañaba el Príncipe de Dol Amroth, en brillante cota de malla.
Pues él y sus caballeros se consideraban todavía señores de la auténtica raza
de Númenor. Y los hombres al verlos murmuraban:
Tal vez dicen la verdad
las antiguas leyendas: les corre sangre élfica por las venas, pues las gentes
de Nimrodel habitaron aquellas tierras en tiempos remotos. —Y de pronto alguno
entonaba en la oscuridad unas estrofas del Lay de Nimrodel, u otras baladas
del Valle del Anduin de años desvanecidos.
Sin embargo, en cuanto
los caballeros se alejaban, las sombras se cerraban otra vez, los corazones
se helaban, y el valor de Gondor se marchitaba en cenizas. Y así pasaron lentamente
de un oscuro día de miedos a las tinieblas de una noche desesperada. Las llamas
rugían ahora en el primer círculo de la ciudad, cerrando la retirada en muchos
sitios a la guarnición del muro exterior. Pero eran pocos los que permanecían
en sus puestos: la mayoría había huido a refugiarse detrás de la segunda puerta.
Lejos detrás de la batalla
habían tendido un puente, y durante todo ese día nuevos refuerzos de tropas
y pertrechos habían cruzado el río. Y por fin, en mitad de la noche, lanzaron
el ataque. La vanguardia cruzó las trincheras de fuego siguiendo unos senderos
tortuosos, disimulados entre las llamas. Y avanzaban, avanzaban sin preocuparse
por las bajas, agazapados y en grupos, al alcance de los arqueros. Pero en verdad,
pocos quedaban allí para causarles grandes daños, aunque la luz de las hogueras
mostraba muchos blancos para arqueros de la destreza de que antaño se enorgulleciera
Gondor. Entonces, al darse cuenta de que el valor de la ciudad ya había sido
aniquilado, el Capitán oculto presionó un poco más. Lentamente, las grandes
torres de asedio construidas en Osgiliath avanzaron en las tinieblas.
Otra vez subieron a la
cámara de la Torre Blanca los mensajeros, y como necesitaban ver con urgencia
al Señor de la Ciudad, Pippin los dejó pasar. Denethor, que no apartaba los
ojos del rostro de Faramir, volvió lentamente la cabeza, y los observó en silencio.
—El primer círculo de la
ciudad está en llamas, Señor —dijeron—. ¿Cuáles son vuestras órdenes? Aún sois
el Señor y Senescal. No todos obedecen a Mithrandir. Muchos abandonan los muros,
dejándolos indefensos.
—¿ Por qué? ¿ Por qué huyen
los imbéciles ? — dijo Denethor—. Puesto que arder en la hoguera es inevitable,
más vale arder antes que después. ¡Volved al fuego del holocausto! ¿Y yo? También
yo iré ahora a mi pira. ¡Mi pira! ¡No habrá tumbas para Denethor y para Faramir!
¡No tendrán sepultura! ¡No conocerán el lento y largo sueño de la muerte embalsamada!
Antes que ningún navio zarpe hacia aquí desde el Oeste, nos habremos consumido
en la hoguera como reyes paganos. El Oeste ha fallado. ¡Volved, y sacrificaos
en la hoguera!
Sin una reverencia ni una
palabra de respuesta, los mensajeros dieron media vuelta y huyeron.
Entonces Denethor se levantó
y soltó la mano afiebrada de Faramir, que tenía entre las suyas.
—¡El ya está ardiendo,
ardiendo! —dijo con tristeza—. La morada de
su espíritu se derrumba.
—Y luego, acercándose a Pippin con pasos silenciosos, lo miró largamente.
—¡Adiós! —dijo—. ¡Adiós,
Peregrin hijo de Paladin! Breve ha sido tu servicio, y terminará pronto. Te
libero de lo poco que queda. Vete ahora, y muere en la forma que te parezca
más digna. Y con quien tú quieras, hasta con ese amigo loco que te ha arrastrado
a la muerte. Llama a mis servidores, y márchate. ¡Adiós!
—No os diré adiós, mi Señor
—dijo Pippin hincando la rodilla. Y de improviso, reaccionando otra vez como
el hobbit que era, se levantó rápidamente y miró al anciano en los ojos—. Acepto
vuestra licencia, Señor —dijo—, porque en verdad quisiera ver a Gandalf. Pero
no es un loco; y hasta que él no desespere de la vida, yo no pensaré en la muerte.
Mas de mi juramento y de vuestro servicio no deseo ser liberado mientras vos
sigáis con vida. Y si finalmente entran en la ciudadela, espero estar aquí,
junto a vos, y merecer quizá las armas que me habéis dado.
—Haz lo que mejor te parezca,
señor Mediano —dijo Denethor—. Pero mi vida está destrozada. Haz venir a mis
servidores. —Y se volvió de nuevo a Faramir.
Pippin salió y llamó a
los servidores: seis hombres de la Casa, fuertes y hermosos; sin embargo temblaron
al ser convocados. Pero Denethor les rogó con voz serena que pusieran mantas
tibias sobre el lecho de Faramir, y que lo levantasen. Los hombres obedecieron,
y alzando el lecho lo sacaron de la cámara. Avanzaban lentamente, para perturbar
lo menos posible al herido, y Denethor los seguía, encorvado ahora sobre un
bastón; y tras él iba Pippin.
Salieron de la Torre Blanca
como si fueran a un funeral, y penetraron en la oscuridad; un resplandor mortecino
iluminaba desde abajo el espeso palio de las nubes. Atravesaron lentamente el
patio amplio, y a una palabra de Denethor se detuvieron junto al Árbol Marchito.
Excepto los rumores lejanos
de la guerra allá abajo en la ciudad, todo era silencio, y oyeron el triste
golpeteo del agua que caía gota a gota de las ramas muertas al estanque sombrío.
Luego marcharon otra vez y traspusieron la puerta de la ciudadela, ante la mirada
estupefacta y anonadada del guardia. Y doblando hacia el oeste llegaron por
fin a una puerta en el muro trasero del círculo sexto. Fen Hollen la llamaban,
porque siempre estaba cerrada excepto en tiempos de funerales, y sólo el Señor
de la Ciudad podía utilizarla, o quienes llevaban la insignia de las tumbas
y cuidaban las moradas de los muertos. Del otro lado de la puerta un sendero
sinuoso descendía en curvas hasta la angosta lengua de tierra a la sombra de
los precipicios del Mindolluin, donde se alzaban las mansiones de los Reyes
Muertos y de sus Senescales.
Un portero que estaba sentado
en una casilla al borde del camino, acudió con miedo en la mirada, llevando
en la mano una linterna. A una orden del Señor Denethor, quitó los cerrojos,
y la puerta se deslizó hacia atrás en silencio; y luego de tomar la linterna
de manos del portero, todos entraron. Había una profunda oscuridad en aquel
camino flanqueado de muros antiguos y parapetos de numerosos balaustres, que
se agigantaban a la trémula luz de la linterna. Escuchando los lentos ecos de
sus propios pasos, descendieron, descendieron hasta que llegaron por último
a la Calle del Silencio, Rath Diñen, entre cúpulas pálidas, salones vacíos y
efigies de hombres muertos en días lejanos; y entraron en la Casa de los Senescales
y depositaron la carga.
Allí Pippin, mirando con
inquietud alrededor, vio que se encontraba en una vasta cámara abovedada, tapizada
de algún modo por las grandes sombras que la pequeña linterna proyectaba sobre
las paredes, recubiertas de oscuros sudarios. Se alcanzaban a ver en la penumbra
numerosas hileras de mesas, esculpidas en mármol; y en cada mesa yacía una forma
dormida, con las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza descansando en una
almohada de piedra. Pero una mesa cercana era amplia y estaba vacía. A una señal
de Denethor, los hombres depositaron sobre ella a Faramir y a su padre lado
a lado, envolviéndolos en un mismo lienzo; y allí permanecieron inmóviles, la
cabeza gacha, como plañideras junto a un lecho mortuorio. Denethor habló entonces
en voz baja.
—Aquí esperaremos —dijo—.
Pero no mandéis llamar a los embalsamadores. Traednos pronto leña para quemar,
y disponedla alrededor y debajo de nosotros, y rociadla con aceite. Y cuando
yo os lo ordene arrojaréis una antorcha. Haced esto y no me digáis una palabra
más. ¡Adiós!
— ¡Con vuestro permiso,
Señor! —dijo Pippin, y dando media vuelta huyó despavorido de la casa de los
muertos. «¡Pobre Faramir!», pensó. «Tengo que encontrar a Gandalf. ¡ Pobre Faramir!
Es muy probable que más necesite medicinas que lágrimas. Oh, ¿dónde podré encontrar
a Gandalf? En lo más reñido de la batalla, supongo; y no tendrá tiempo para
perder con moribundos o con locos.»
Al llegar a la puerta se
volvió a uno de los servidores que había quedado allí de guardia.
—Vuestro amo no es dueño
de sí mismo —dijo — . Actuad con lentitud. ¡No traigáis fuego aquí mientras
Faramir continúe con vida! ¡No hagáis nada hasta que venga Gandalf!
— ¿Quién es entonces el
amo de Minas Tirith? —respondió el hombre—. ¿El Señor Denethor o el Peregrino
Gris?
—El Peregrino Gris o nadie,
pareciera —dijo Pippin, y continuó trepando rápidamente por el sendero tortuoso,
y pasó delante del portero desconcertado, y salió por la puerta, y siguió, hasta
que llegó cerca de la puerta de la ciudadela. El centinela lo llamó cuando pasaba,
y Pippin reconoció la voz de Beregond.
—¿A dónde vas con tanta
prisa, maese Peregrin?
—En busca de Mithrandir
—respondió Pippin.
—Las misiones del Señor
Denethor son urgentes, y no me corresponde a mí retardarlas —dijo Beregond—;
pero dime en seguida, si puedes: ¿qué está pasando? ¿A dónde ha ido mi Señor?
Acabo de tomar servicio, pero me han dicho que lo vieron ir hacia la Puerta
Cerrada, y que unos hombres marchaban delante llevando a Faramir.
—Sí —dijo Pippin—, a la
Calle del Silencio.
Beregond inclinó la cabeza
sobre el pecho para esconder las lágrimas.
—Decían que estaba moribundo
—suspiró—, y que ahora está muerto.
—No —dijo Pippin—, aún
no. Y creo que todavía es posible evitar que muera. Pero el Señor Denethor ha
sucumbido antes que tomaran la ciudad, Beregond. Desvaría, y es peligroso. —Habló
brevemente de las palabras y las actitudes extrañas de Denethor.— Necesito encontrar
a Gandalf cuanto antes.
—En ese caso, tendrás que
bajar hasta la batalla.
—Lo sé. El Señor me ha
dado licencia. Pero, Beregond: si puedes, haz algo para impedir que ocurran
cosas terribles.
—El Señor no permite que
quienes llevan la insignia de negro y plata abandonen su puesto por ningún motivo,
a menos que él mismo lo ordene.
—Pues bien, se trata de
elegir entre las órdenes y la vida de Faramir —dijo Pippin—. Y en cuanto a órdenes,
creo que estás tratando con un loco, no con un señor. Tengo prisa. Volveré,
si puedo Partió a todo correr, bajando siempre, hacia la parte externa de la
ciudad. Se cruzaba en el camino con hombres que huían del incendio, y algunos,
al reconocer la librea del hobbit, volvían la cabeza y gritaban. Pero Pippin
no les prestaba atención. Por fin llegó a la Segunda Puerta; del otro lado las
llamas saltaban cada vez más alto entre los muros. Sin embargo, todo parecía
extrañamente silencioso. No se oía ningún ruido, ni gritos de guerra ni fragor
de armas. De pronto Pippin escuchó un grito aterrador, seguido por un golpe
violento y un ruido como de trueno profundo y prolongado. Obligándose a avanzar
no obstante el acceso de miedo y horror que por poco lo hizo caer de rodillas,
Pippin volvió el último recodo y desembocó en la plaza detrás de la Puerta de
la Ciudad. Y allí se detuvo, como fulminado por el rayo. Había encontrado a
Gandalf; pero retrocedió precipitadamente y se agazapó ocultándose en la sombra.
Desde que comenzara en
mitad de la noche, la gran acometida había proseguido sin interrupción. Los
tambores retumbaban. Una tras otra, en el norte y en el sur, nuevas compañías
enemigas asaltaban los muros. Unas bestias enormes, que a la luz trémula y roja
parecían
verdaderas casas ambulantes,
los númakil de los Harad, arrastraban enormes torres y máquinas de guerra a
lo largo de los senderos y entre las llamas. Pero al Capitán no le preocupaba
lo que hicieran ni las bajas que pudieran sufrir: su único propósito era poner
a prueba la fuerza de la defensa y mantener a los hombres de Gondor ocupados
en sitios dispersos. El blanco de la embestida más violenta era la Puerta de
la Ciudad. Por muy resistente que fuese, forjada en acero y hierro, y custodiada
por torres y bastiones de piedra inexpugnables, la Puerta era la llave, el punto
débil de aquella muralla impenetrable y alta.
Se oyó más fuerte el redoble
de los tambores. Las llamas saltaban por doquier. A través del campo reptaban
unas grandes máquinas; y en medio de ellas avanzaba un ariete de proporciones
gigantescas, como un árbol de los bosques de cien pies de longitud, balanceándose
sobre unas cadenas poderosas. Largo tiempo les había llevado forjarlo en las
sombrías fraguas de Mordor, y la cabeza horrible, fundida en acero negro, reproducía
la imagen de un lobo enfurecido, y portaba maleficios de ruina. Grond lo llamaban,
en memoria del Martillo Infernal de los días antiguos. Arrastrado por las grandes
bestias y custodiado por orcos, unos trolls de las montañas avanzaban detrás,
listos para manejarlo en el momento preciso.
Sin embargo, alrededor
de la Puerta la defensa era aún fuerte, pues allí resistían los caballeros de
Dol Amroth y los hombres más intrépidos de la guarnición. La lluvia de dardos
y proyectiles arreciaba; las torres de asedio se desplomaban o ardían, consumiéndose
como antorchas. Todo alrededor de los muros, a ambos lados de la Puerta, una
espesa capa de despojos y cadáveres cubría el suelo; pero la violencia del asalto
no cejaba, y como impulsados por alguna locura, nuevos refuerzos se precipitaban
sobre los muros,
Y Grond seguía avanzando.
La cobertura del ariete era invulnerable al fuego; y si de tanto en tanto una
de las grandes bestias que lo arrastraba enloquecía, y pisoteaba a muerte a
los innumerables orcos que lo custodiaban, quitaban los cuerpos del camino,
y nuevos orcos corrían a reemplazar a los muertos.
Y Grond seguía avanzando.
Los tambores redoblaban rápidamente ahora. De pronto, sobre las montañas de
muertos apareció una sombra horrenda: un jinete, alto, encapuchado, envuelto
en una capa negra. Indiferente a los dardos, avanzó lentamente, sobre los cadáveres.
Se detuvo, y blandió una espada larga y pálida. Y al verlo, un gran temor se
apoderó de todos, defensores y enemigos por igual; los brazos de los hombres
cayeron a los costados, y ningún arco volvió a silbar. Por un instante, todo
fue inmovilidad y silencio.
Batieron y redoblaron los
tambores. En una fuerte embestida, unas manos enormes empujaron a Grond hacia
adelante. Llegó a la Puerta. Se sacudió. Un gran estruendo resonó en la ciudad,
como un trueno que
corre por las nubes. Pero
las puertas de hierro y los montantes de acero resistieron el golpe.
Entonces el Capitán Negro
se irguió sobre los estribos y gritó, con una voz espantosa, pronunciando en
alguna lengua olvidada palabras de poder y terror, destinadas a lacerar los
corazones y las piedras.
Tres veces gritó. Tres
veces retumbó contra la Puerta el gran ariete. Y al recibir el último golpe,
la Puerta de Gondor se rompió. Como al conjuro de algún maleficio siniestro,
estalló y voló por el aire; hubo un relámpago enceguecedor, y las batientes
cayeron al suelo rotas en mil pedazos.
El Señor de los Nazgül
entró a caballo en la ciudad. Una gran forma negra recortada contra las llamas,
agigantándose en una inmensa amenaza de desesperación. Así pasó el Señor de
los Nazgül bajo la arcada que ningún enemigo había franqueado antes, y todos
huyeron ante él.
Todos menos uno. Silencioso
e inmóvil, aguardando en el espacio que precedía a la Puerta, estaba Gandalf
montado en Sombragris; Sombragris que desafiaba el terror, impávido, firme como
una imagen tallada en Rath Diñen, único entre los caballos libres de la tierra.
—No puedes entrar aquí
—dijo Gandalf, y la sombra se detuvo—. ¡Vuelve al abismo preparado para ti!
¡Vuelve! ¡Húndete en la nada que te espera, a ti y a tu Amo! ¡Vete!
El Jinete Negro se echó
hacia atrás la capucha, y todos vieron con asombro una corona real; pero ninguna
cabeza visible la sostenía. Las llamas brillaban, rojas, entre la corona y los
hombros anchos y sombríos envueltos en la capa. Una boca invisible estalló en
una risa sepulcral.
—¡Viejo loco! dijo, ¡Viejo
loco! Ha llegado mi hora. ¿No reconoces a la Muerte cuando la ves? ¡Muere y
maldice en vano! —Y al decir esto levantó en alto la hoja, y del filo brotaron
unas llamas.
Gandalf no se movió. Y
en ese instante, lejano en algún patio de la ciudad, cantó un gallo. Un canto
claro y agudo, ajeno a la guerra y a los maleficios, de bienvenida a la mañana
que en el cielo, más allá de las sombras de la muerte, llegaba con la aurora.
Y como en respuesta se
elevó en la lejanía otra nota. Cuernos, cuernos, cuernos. Los ecos resonaban
débiles en los flancos sombríos del Mindolluin. Grandes cuernos del Norte, soplados
con una fuerza salvaje. Al fin Rohan había llegado.
Página Principal 5- La cabalgata de los rohirrim