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EL REY DEL CASTILLO DE ORO

 

   Continuaron cabalgando durante la puesta del sol y el lento crepúsculo, y la noche que caía.  Cuando al fin se detuvieron y echaron pie a tierra, aun el mismo Aragorn se sentía embotado y fatigado.  Gandalf sólo les concedió un descanso de unas pocas horas.  Legolas y Gimli durmieron, y Aragorn se tendió de espaldas en el suelo, pero Gandalf se quedó de pie, apoyado en el bastón, escrutando la oscuridad, al este y al oeste.  Todo estaba en silencio y no había señales de criaturas vivas.  Cuando los otros abrieron los ojos, unas nubes largas atravesaban el cielo de la noche, arrastradas por un viento helado.  Partieron una vez más a la luz fría de la luna, rápidamente, como si fuera de día.

      Las horas pasaron y aún seguían cabalgando.  Gimli cabeceaba y habría caído por tierra si Gandalf no lo hubiera sostenido, sacudiéndolo.  Hasufel y Arod, fatigados pero orgullosos, corrían detrás del guía infatigable, una sombra gris apenas visible ante ellos.  Muchas millas quedaron atrás.  La luna creciente se hundió en el oeste nuboso.

 

 

   Un frío penetrante invadió el aire.  Lentamente, en el oeste, las tinieblas se aclararon y fueron de un color gris ceniciento.  Unos rayos de luz roja asomaron por encima de las paredes negras de Emyn Muil lejos a la izquierda.  Llegó el alba, clara y brillante; un viento barrió el camino, apresurándose entre las hierbas gachas.  De pronto Sombragris se detuvo y relinchó.  Gandalf señaló allá adelante.

      -¡Mirad! -exclamó, y todos alzaron los ojos fatigados.  Delante de ellos se erguían las montañas del Sur: coronadas de blanco y estriadas de negro.  Los herbazales se extendían hasta las lomas que se agrupaban al pie de las laderas y subían a numerosos valles todavía borrosos y oscuros que la luz del alba no había tocado aún y que se introducían serpeando en el corazón de las grandes montañas.  Delante  mismo de los viajeros la más ancha de estas cañadas se abría como una larga depresión entre las lomas.  Lejos en el interior alcanzaron a ver la masa desmoronada de una montaña con un solo pico; a la entrada del valle se elevaba una cima solitaria, como un centinela.  Alrededor, fluía el hilo plateado de un arroyo que salía del valle; sobre la cumbre, todavía muy lejos, vieron un reflejo del sol naciente, un resplandor de oro.

      -¡Habla, Legolas! - dijo Gandalf -. ¡Dinos lo que ves ante nosotros!

      Legolas miró adelante, protegiéndose los ojos de los rayos horizontales del sol que acababa de asomar.

      -Veo una corriente blanca que desciende de las nieves -dijo-.  En el sitio en que sale de la sombra del valle, una colina verde se alza al este.  Un foso, una muralla maciza y una cerca espinosa rodean la colina.  Dentro asoman los techos de las casas; y en medio, sobre una terraza verde se levanta un castillo de hombres.  Y me parece ver que está recubierto de oro.  La luz del castillo brilla lejos sobre las tierras de alrededor.  Dorados son también los montantes de las puertas.  Allí hay unos hombres de pie, con mallas relucientes; pero todos los otros duermen aún en las moradas.

      -Esas moradas se llaman Edoras -dijo Gandalf-, y el castillo dorado es Meduseld.  Allí vive Théoden hijo de Thengel, rey de la Marca de Rohan.  Hemos llegado junto con el sol.  Ahora el camino se extiende claramente ante nosotros.  Pero tenemos que ser más prudentes, pues se ha declarado la guerra y los Rohirrim, los Señores de los Caballos, no descansan, aunque así parezca desde lejos.  No echéis mano a las armas, no pronunciéis palabras altaneras, os lo aconsejo a todos, hasta que lleguemos ante el sitial de Théoden.

      La mañana era brillante y clara alrededor, y los pájaros cantaban, cuando los viajeros llegaron al río.  El agua bajaba rápidamente hacia la llanura y más allá de las colinas describía ante ellos una curva amplia y se alejaba a alimentar el lecho del Entaguas, donde se apretaban los juncos.  El suelo era verde; en los prados húmedos y a lo largo de las orillas herbosas crecían muchos sauces.  En esta tierra meridional las yemas de los árboles ya tenían un color rojizo, sintiendo la cercanía de la primavera.  Un vado atravesaba la corriente entre las orillas bajas, donde había muchas huellas de caballos.  Los viajeros cruzaron el río y se encontraron en una ancha senda trillada que llevaba a las tierras altas.

      Al pie de la colina amurallada, la senda corría a la sombra de numerosos montículos, altos y verdes.  En la cara oeste de estas elevaciones la hierba era blanca como nieve llevada por el viento; unas florecitas asomaban entre la hierba como estrellas innumerables.

      -¡Mirad! -dijo Gandalf -. ¡Qué hermosos son esos ojos que brillan en la hierba!  Las llaman «nomeolvides», symbelmynë en esta tierra de hombres, pues florecen en todas las estaciones del año y crecen donde descansan los muertos.  He aquí las grandes tumbas donde duermen los antepasados de Théoden.

      -Siete montículos a la derecha y nueve a la izquierda -dijo Aragorn-.  El castillo de oro fue construido hace ya muchas vidas de hombres.

      -Quinientas veces las hojas rojas cayeron desde entonces en mi casa del Bosque Negro -dijo Legolas- y a nosotros nos parece que ha pasado sólo un instante.

      -Pero a los jinetes de la Marca les parece un tiempo tan largo -dijo Aragorn- que la edificación de esta morada es sólo un recuerdo en una canción, y los años anteriores se pierden en la noche de los siglos.  Ahora llaman a esta región el país natal, y no hablan la misma lengua que los parientes del norte. -Se puso a cantar dulcemente en una lengua lenta, desconocida para el elfo y el enano; ellos escucharon, sin embargo, pues la música era muy hermosa.

      -Esta es, supongo, la lengua de los Rohirrim -dijo Legolas-, pues podría comparársela a estas tierras: ricas y onduladas en parte y también duras y severas como montañas.  Pero no alcanzo a entender el significado, excepto que está cargado de la tristeza de los Hombres Mortales.

      -Hela aquí en la Lengua Común -dijo Aragorn-, en una versión aproximada.

 

¿Dónde están ahora el caballo y el caballero? ¿Dónde está el cuerno que sonaba?

¿Dónde están el yelmo y la coraza, y los luminosos cabellos flotantes?

¿Dónde están la mano en el arpa y el fuego rojo encendido?

¿Dónde están la primavera y la cosecha y la espiga alta que crece?

Han pasado como una lluvia en la montaña, como un viento en el prado;

los días han descendido en el oeste en la sombra detrás de las colinas.

¿Quién recogerá el humo de la ardiente madera muerta,

o verá los años fugitivos que vuelven del mar?

 

      »Así dijo una vez en Rohan un poeta olvidado, evocando la estatura y la belleza de Eorl el joven, que vino cabalgando del norte; y el corcel tenía alas en las patas; Felaróf, padre de caballos.  Así cantan aún los hombres al anochecer.

      Con estas palabras los viajeros dejaron atrás los silenciosos montículos.  Siguiendo el camino que serpenteaba a lo largo de las estribaciones verdes llegaron al fin a las grandes murallas y a las puertas de Edoras, batidas por el viento.

      Había allí muchos hombres sentados vestidos con brillantes túnicas de malla, que en seguida se pusieron de pie y les cerraron el camino con las lanzas.

      -¡Deteneos extranjeros aquí desconocidos! -gritaron en la lengua de la Marca de los jinetes, y preguntaron los nombres y el propósito de los extranjeros.  Parecían bastante sorprendidos, pero no eran amables; y echaban miradas sombrías a Gandalf.

      -Yo entiendo bien lo que decís -respondió en la misma lengua-, pero pocos extranjeros pueden hacer otro tanto. ¿Por qué entonces no habláis en la Lengua Común, como es costumbre en el Oeste, si deseáis una respuesta?

      -Es la voluntad del rey Théoden que nadie franquee estas puertas, excepto aquellos que conocen nuestra lengua y son nuestros amigos -replicó uno de los guardias-.  Nadie es bienvenido aquí en tiempos de guerra sino nuestra propia gente y aquellos que vienen a Mundburgo en el país de Gondor. ¿Quiénes sois vosotros que venís descuidadamente por el llano con tan raras vestiduras, montando caballos parecidos a los nuestros?  Hace tiempo que montamos guardia aquí y os hemos observado desde lejos.  Nunca hemos visto unos jinetes tan extraños, ni ningún caballo tan arrogante como ese que traéis.  Es uno de los Mearas, si los ojos no nos engañan por algún encantamiento.  Decidme, ¿no seréis un mago, algún espía de Saruman, o alguna fabricación ilusoria? ¡Hablad, rápido!

      -No somos fantasmas -dijo Aragorn -, ni os engañan los ojos.  Pues estos que cabalgamos son en verdad caballos vuestros, como ya sabíais sin duda antes de preguntar.  Pero es raro que un ladrón vuelva al establo.  Aquí están Hasufel y Arod, que Eomer, el Tercer Mariscal de la Marca, nos prestó hace sólo dos días.  Los traemos de vuelta, como se lo prometimos. ¿No ha vuelto entonces Eomer y no ha anunciado nuestra llegada?

      Una sombra de preocupación asomó a los ojos del guardia.

      -De Eomer nada puedo decir -respondió-.  Si lo que me contáis es cierto, es casi seguro que Théoden estará enterado.  Quizás algo se sabía de vuestra venida.  No hace más de dos noches Lengua de Serpiente vino a decirnos que por voluntad de Théoden no se permitiría la entrada de ningún extranjero.

      -¿Lengua de Serpiente? -dijo Gandalf escrutando el rostro del guardia-. ¡No digas más!  No vengo a ver a Lengua de Serpiente sino al mismísimo Señor de la Marca.  Tengo prisa. ¿No irás o mandarás decir que hemos venido? -Los ojos del mago centellearon bajo las cejas espesas mientras se inclinaba a mirar al hombre.

      -Sí iré -dijo el guardia lentamente-.  Pero ¿qué nombres he de anunciar? ¿Y qué diré de vos?  Parecéis ahora viejo y cansado, pero yo diría que por debajo sois implacable y severo.

      -Bien ves y hablas -dijo el mago-.  Pues yo soy Gandalf.  He vuelto. ¡Y mirad!  También traigo de vuelta un caballo.  He aquí a Sombragris el Grande, que ninguna otra mano pudo domar.  Y aquí a mi lado está Aragorn hijo de Arathorn, heredero de Reyes y que va a Mundburgo.  He aquí también a Legolas el elfo y Gimli el enano, nuestros camaradas.  Ve ahora y dile a tu amo que estamos a las puertas de Edoras y que quisiéramos hablarle, si nos permite entrar en el castillo.

      -¡Raros nombres los vuestros en verdad!  Pero informaré como me pedís y veremos cuál es la voluntad de mi señor -dijo el guardia-.  Esperad aquí un momento y os traeré la respuesta que a él le plazca. ¡No tengáis muchas esperanzas!  Estos son tiempos oscuros. -Se alejó rápidamente, ordenando a los otros guardias que vigilaran atentamente a los extranjeros.

      Al cabo de un rato, el guardia volvió.

      -¡Seguidme! -dijo-.  Théoden os permite entrar, pero tenéis que dejar en el umbral cualquier arma que llevéis, aunque sea una vara.  Los centinelas las cuidarán.

 

 

   Se abrieron de par en par las grandes puertas oscuras.  Los viajeros entraron, marchando en fila detrás del guía.  Vieron un camino ancho recubierto de piedras talladas, que ahora subía serpenteando o trepaba en cortos tramos de escalones bien dispuestos.  Dejaron atrás numerosas casas de madera y numerosas puertas oscuras.  A la vera del camino corría entre las piedras, centelleando y murmurando, un arroyo límpido.  Llegaron por fin a la cresta de la colina.  Vieron allí una plataforma alta que se elevaba por encima de una terraza verde a cuyo pie brotaba, de una piedra tallada en forma de cabeza de caballo, un manantial claro; y más abajo una gran cuenca desde donde el agua se vertía para ir a alimentar el arroyo.  Una ancha y alta escalinata de piedra subía a la terraza y a cada lado del último escalón había sitiases tallados en la piedra.  En ellos estaban sentados otros guardias, las espadas desnudas sobre las rodillas.  Los cabellos dorados les caían en trenzas sobre los hombros y un sol blasonaba los escudos verdes; las largas corazas bruñidas resplandecían, y cuando se pusieron de pie parecieron de estatura más alta que los hombres mortales.

 

 

   -Ya estáis frente a las puertas -les dijo el guía-.  Yo he de volver a montar la guardia.  Adiós. ¡Y que el Señor de la Marca os sea benévolo!

      Dio media vuelta y regresó rápidamente camino abajo.

      Los viajeros subieron la larga escalera, bajo la mirada vigilante de los guardias, que permanecieron de pie en silencio hasta el momento en que Gandalf puso el pie en la terraza pavimentada.  Entonces, de pronto, con voz clara, pronunciaron una frase de bienvenida en la lengua de los jinetes.

      -Salve, extranjeros que venís de lejos -dijeron, volviendo hacia los viajeros la empuñadura de las espadas en señal de paz.  Las gemas verdes centellearon al sol.  Luego uno de los hombres se adelantó y les habló en la Lengua Común.

      -Yo soy el Ujier de Armas de Théoden - dijo-.  Me llamo Háma.  He de pediros que dejéis aquí vuestras armas antes de entrar.

      Legolas le entregó el puñal de empuñadura de plata, el arco y el carcaj. -Guárdalos bien -le dijo-, pues provienen del Bosque Dorado y me los ha regalado la Dama de Lothlórien.

      El guarda lo miró asombrado; rápidamente dejó las armas contra el muro, como temeroso.

      -Nadie las tocará, te lo prometo -dijo.

      Aragorn titubeó un momento.

      -No deseo desprenderme de mi espada -dijo-, ni confiar Andúril a las manos de algún otro hombre.

      -Es la voluntad de Théoden -dijo Háma.

      -No veo por qué la voluntad de Théoden hijo de Thengel, por más que sea el Señor de la Marca, ha de prevalecer sobre la de Aragorn hijo de Arathorn, heredero de Elendil, Señor de Gondor.

      -Esta es la casa de Théoden, no la de Aragorn, aunque sea Rey de Gondor y ocupe el trono de Den-      dijo Háma, corriéndose con presteza hasta las puertas para cerrarle el paso.  Ahora esgrimía la espada y apuntaba con ella a los viajeros.

      -Todo esto son palabras ociosas - dijo Gandalf -. Vana es la exigencia de Théoden, pero también lo es que rehusemos.  Un rey es dueño de hacer lo que le plazca en su propio castillo, así sea una locura.

      -Sin duda - dijo Aragorn-.  Y yo me doblegaría ante la voluntad del dueño de casa, así fuese la cabaña de un leñador, si mi espada no se llamara Andúril.

      -Cualquiera que sea el nombre de tu espada -dijo Háma -, aquí la dejarás si no quieres batirte tú solo contra todos los hombres de Edoras.

      -¡No solo! -dijo Gimli, acariciando el filo del hacha y alzando hacia el guardia una mirada sombría, como si el hombre fuera un árbol joven que se propusiera abatir-. ¡No solo!

      -¡Vamos, vamos! -interrumpió Gandalf-.  Aquí todos somos amigos. O tendríamos que serlo; pues si disputamos, nuestra única recompensa sería la risa sarcástica de Mordor.  La misión que aquí me trae es urgente.  He aquí mi espada, al menos, buen hombre.  Guárdala bien.  Se llama Glamdring y fue forjada por los elfos hace mucho tiempo.  Ahora déjame pasar. ¡Ven, Aragorn!

      Aragorn se quitó lentamente el cinturón y él mismo apoyó la espada contra el muro.

      -Aquí la dejo -dijo-, pero te ordeno que no la toques ni permitas que nadie ponga la mano en ella.  En esta vaina élfica habita la Espada que estuvo Rota y fue forjada de nuevo.  Telchar la forjó por primera vez en la noche de los tiempos.  La muerte se abatirá sobre todo hombre que se atreva a empuñar la espada de Elendil, excepto el heredero de Elendil.

      El guarda dio un paso atrás y miró a Aragorn con extrañeza.

      -Se diría que vienes de tiempos olvidados en alas de una canción -dijo-.  Se hará lo que ordenas, señor.

      -Bueno -dijo Gimli-, si tiene a Andúril por compañía, también mi hacha puede quedar aquí, sin desmedro -y la puso en el suelo-.  Ahora, si todo está ya como lo deseas, llévanos a ver a tu amo.

      El guarda vacilaba aún.

      -Vuestra vara -le dijo a Gandalf-.  Perdonad, pero también ella tiene que quedar afuera.

      -¡Pamplinas! -dijo Gandalf-.  Una cosa es la prudencia y otra la descortesía.  Soy un hombre viejo.  Si no puedo caminar apoyándome en un bastón, me quedaré sentado y esperaré a que Théoden se digne arrastrarse hasta aquí para hablar conmigo.

      Aragorn se rió.

      -Todos los hombres tienen algo que no quieren confiar a manos extrañas. ¿Pero quitarías el báculo a un hombre viejo?  Vamos ¿no nos permitirás entrar?

      -Esa vara en manos de un mago puede ser algo más que un simple báculo -dijo Háma.  Examinó con atención la vara de fresno en que se apoyaba Gandalf -. Pero en la duda un hombre de bien ha de confiar en su propio juicio.  Creo que sois amigos y personas honorables y que no os trae aquí ningún propósito malvado.  Podéis entrar.

 

 

                Los guardas levantaron entonces las pesadas trancas y lentamente empujaron las puertas, que giraron gruñendo sobre los grandes goznes.  Los viajeros entraron.  El recinto parecía oscuro y caluroso, luego del aire claro de la colina.  Era una habitación larga y ancha, poblada de sombras y medias luces; unos pilares poderosos sostenían una bóveda elevada.  Aquí y allá unos brillantes rayos de sol caían en haces titilantes desde las ventanas del este bajo los profundos saledizos.  Por la lumbrera del techo, más allá de las ligeras volutas de humo, se veía el cielo, pálido y azul.  Cuando los ojos de los viajeros se acostumbraron a la oscuridad, observaron que el suelo era de grandes losas multicolores y que en él se entrelazaban unas runas ramificadas y unos extraños emblemas.  Veían ahora que los pilares estaban profusamente tallados y que el oro y unos colores apenas visibles brillaban débilmente en la penumbra.  De las paredes colgaban numerosos tapices y entre uno y otro desfilaban figuras de antiguas leyendas, algunas empalidecidas por los años, otras ocultas en las sombras.  Pero caía un rayo de sol sobre una de esas formas: un hombre joven montado en un caballo blanco.  Soplaba un cuerno grande y los cabellos rubios le flotaban al viento.  El caballo tenía la cabeza erguida y los ollares dilatados y enrojecidos, como si olfateara a lo lejos la batalla.  Un agua espumosa, verde y blanca, corría impetuosa alrededor de las corvas del animal.

      -¡Contemplad a Eorl el joven! - dijo Aragorn-.  Así vino del norte a la Batalla del Campo de Celebrant.

 

 

Los cuatro camaradas avanzaron hasta más allá del centro de la sala donde en el gran hogar chisporroteaba un fuego de leña.  Entonces se detuvieron.  En el extremo opuesto de la sala, frente a las puertas y mirando al norte, había un estrado de tres escalones, y en el centro del estrado se alzaba un trono de oro.  En él estaba sentado un hombre, tan encorvado por el peso de los años que casi parecía un enano; los cabellos blancos, largos y espesos, le caían en grandes trenzas por debajo de la fina corona dorada que llevaba sobre la frente.  En el centro de la corona, centelleaba un diamante blanco.  La barba le caía como nieve sobre las rodillas; pero un fulgor intenso le iluminaba los ojos, que relampaguearon cuando miró a los desconocidos.  Detrás del trono, de pie, había una mujer vestida de blanco.  Sobre las gradas, a los pies del rey estaba sentado un hombre enjuto y pálido, con ojos de párpados pesados y mirada sagaz.

      Hubo un silencio.  El anciano permaneció inmóvil en el trono.  Al fin, Gandalf habló.

      -¡Salve, Théoden hijo de Thengel!  He regresado.  He aquí que la tempestad se aproxima y ahora todos los amigos tendrán que unirse, o serán destruidos.

      El anciano se puso de pie poco a poco, apoyándose pesadamente en una vara negra con empuñadura de hueso blanco, y los viajeros vieron entonces que aunque muy encorvado, el hombre era alto todavía y que en la juventud había sido sin duda erguido y arrogante.

      -Yo te saludo -dijo-, y tú acaso esperas ser bienvenido.  Pero a decir verdad, tu bienvenida es aquí dudosa, señor Gandalf.  Siempre has sido portador de malos augurios.  Las tribulaciones te siguen como cuervos y casi siempre las peores.  No te quiero engañar: cuando supe que Sombragris había vuelto sin su jinete, me alegré por el regreso del caballo, pero más aún por la ausencia del caballero; y cuando Eomer me anunció que habías partido a tu última morada, no lloré por ti.  Pero las noticias que llegan de lejos rara vez son ciertas. ¡Y ahora has vuelto!  Y contigo llegan males peores que los de antes, como era de esperar. ¿Por qué habría de darte la bienvenida, Gandalf Cuervo de la Tempestad?  Dímelo. -Y lentamente se sentó otra vez.

      -Habláis con toda justicia, Señor -dijo el hombre pálido que estaba sentado en las gradas-.  No hace aún cinco días que recibimos la mala noticia de la muerte de vuestro hijo Théodred en las Marcas del Oeste: vuestro brazo derecho, el Segundo Mariscal de la Marca.  Poco podemos confiar en Eomer.  De habérsele permitido gobernar, casi no quedarían hombres que guardar vuestras murallas.  Y aún ahora nos enteramos desde Gondor que el Señor Oscuro se agita en el Este.  Y ésta es precisamente la hora que este vagabundo elige para volver. ¿Por qué, en verdad, te recibiríamos con los brazos abiertos, Señor Cuervo de la Tempestad?  Lathspell, te nombro, Malas Nuevas, y las malas nuevas nunca son buenos huéspedes, se dice.

      Soltó una risa siniestra, mientras levantaba un instante los pesados párpados y observaba a los extranjeros con ojos sombríos.

      -Se te tiene por sabio, amigo Lengua de Serpiente, y eres sin duda un gran sostén para tu amo -dijo Gandalf con voz dulce-.  Pero hay dos formas en las que un hombre puede traer malas nuevas.  Puede ser un espíritu maligno, O bien uno de esos que prefieren la soledad y sólo vuelven para traer ayuda en tiempos difíciles.

      -Así es -dijo Lengua de Serpiente-; pero los hay de una tercera especie: los juntacadáveres, los que aprovechan la desgracia ajena, los que comen carroña y engordan en tiempos de guerra. ¿Qué ayuda has traído jamás? ¿Y qué ayuda traes ahora?  Fue nuestra ayuda lo que viniste a buscar la última vez que estuviste por aquí.  Mi señor te invitó entonces a escoger el caballo que quisieras y ante el asombro de todos tuviste la insolencia de elegir a Sombragris.  Mi señor se sintió ultrajado, mas en opinión de algunos, ese precio no era demasiado alto con tal de verte partir cuanto antes.  Sospecho que una vez más sucederá lo mismo: que vienes en busca de ayuda, no a ofrecerla. ¿Traes hombres contigo? ¿Traes acaso caballos, espadas, lanzas?  Eso es lo que yo llamaría ayuda, lo que ahora necesitamos. ¿Pero quiénes son esos que te siguen?  Tres vagabundos cubiertos de harapos grises, ¡y tú el más andrajoso de los cuatro!

      -La hospitalidad ha disminuido bastante en este castillo desde hace un tiempo, Théoden hijo de Thengel - dijo Gandalf -. ¿No os ha transmitido el mensajero los nombres de mis compañeros?  Rara vez un señor de Rohan ha tenido el honor de recibir a tres huéspedes tan ilustres.  Han dejado a las puertas de vuestra casa armas que valen por las vidas de muchos mortales, aun los más poderosos.  Grises son las ropas que llevan, es cierto, pues son los elfos quienes los han vestido y así han podido dejar atrás la sombra de peligros terribles, hasta llegar a tu palacio.

      -Entonces es verdad lo que contó Eomer: estás en connivencia con la Hechicera del Bosque de Oro - dijo Lengua de Serpiente -. No hay por qué asombrarse: siempre se han tejido en Dwimordene telas de supercherías.

      Gimli dio un paso adelante, pero sintió de pronto que la mano de Gandalf lo tomaba por el hombro, y se detuvo, inmóvil como una piedra.

 

En Dwimordene, en Lórien

rara vez se han posado los pies de los hombres,

pocos ojos mortales han visto la luz

que allí alumbra siempre, pura y brillante.

¡Galadriel! ¡Galadriel!

Clara es el agua de tu manantial;

blanca es la estrella de tu mano blanca,-

intactas e inmaculadas la hoja y la tierra

en Dwimordene, en Lórien

más hermosa que los pensamientos de los Hombres Mortales.

 

      Así cantó Gandalf con voz dulce, luego, súbitamente, cambió.  Despojándose del andrajoso manto, se irguió y sin apoyarse más en la vara, habló con voz clara y fría.

      -Los Sabios sólo hablan de lo que saben, Gríma hijo de Gálmód.  Te has convertido en una serpiente sin inteligencia.  Calla, pues, y guarda tu lengua bífida detrás de los dientes.  No me he salvado de los horrores del fuego y de la muerte para cambiar palabras torcidas con un sirviente hasta que el rayo nos fulmine.

      Levantó la vara.  Un trueno rugió a lo lejos.  El sol desapareció de las ventanas del Este; la sala se ensombreció de pronto como si fuera noche.  El fuego se debilitó, hasta convertirse en unos rescoldos oscuros.  Sólo Gandalf era visible, de pie, alto y blanco ante el hogar ennegrecido.

      Oyeron en la oscuridad la voz sibilante de Lengua de Serpiente. -¿No os aconsejé, señor, que no le dejarais entrar con la vara? ¡El imbécil de Háma nos ha traicionado!

      Hubo un relámpago, como si un rayo hubiera partido en dos el techo.  Luego, todo quedó en silencio.  Lengua de Serpiente cayó al suelo de bruces.

 

 

   -¿Me escucharéis ahora, Théoden hijo de Thengel? -dijo Gandalf-. ¿Pedís ayuda? -Levantó la vara y la apuntó hacia una ventana alta.  Allí la oscuridad pareció aclararse y pudo verse por la abertura, alto y lejano, un brillante pedazo de cielo.- No todo es oscuridad.  Tened valor, Señor de la Marca, pues mejor ayuda no encontraréis.  No tengo ningún consejo para darle a aquel que desespera. Podría sin embargo aconsejamos a vos y hablaros con palabras. ¿Queréis escucharlas?  No son para ser escuchadas por todos los oídos.  Os invito pues a salir a vuestras puertas y a mirar a lo lejos.  Demasiado tiempo habéis permanecido entre las sombras prestando oídos a historias aviesas e instigaciones tortuosas.

      Lentamente Théoden se levantó del trono.  Una luz tenue volvió a iluminar la sala.  La mujer corrió, presurosa, al lado del rey y lo tomó del brazo; con paso vacilante, el anciano bajó del estrado y cruzó despaciosamente el recinto.  Lengua de Serpiente seguía tendido de cara al suelo.  Llegaron a las puertas y Gandalf golpeó.

      -¡Abrid! -gritó-. ¡Aquí viene el Señor de la Marca!

      Las puertas se abrieron de par en par y un aire refrescante entró silbando en la sala.  El viento soplaba sobre la colina.

      -Enviad a vuestros guardias al pie de la escalera -dijo Gandalf

      Y vos, Señora, dejadlo un momento a solas conmigo.  Yo cuidaré de él.

      -¡Ve, Eowyn, hija de hermana! -dijo el viejo rey-.  El tiempo del miedo ha pasado.

      La mujer dio media vuelta y entró lentamente en la casa.  En el momento en que franqueaba las puertas, volvió la cabeza y miró hacia atrás.  Graves y pensativos, los ojos de Eowyn se posaron en el rey con serena piedad.  Tenía un rostro muy hermoso y largos cabellos que parecían un río dorado.  Alta y esbelta era ella en la túnica blanca ceñida de plata; pero fuerte y vigorosa a la vez, templada como el acero, verdadera hija de reyes.  Así fue como Aragorn vio por primera vez a la luz del día a Eowyn, Señora de Rohan, y la encontró hermosa, hermosa y fría, como una clara mañana de primavera que no ha alcanzado aún la plenitud de la vida.  Y ella de pronto lo miró: noble heredero de reyes, con la sabiduría de muchos inviernos, envuelto en la andrajosa capa gris que ocultaba un poder que ella no podía dejar de sentir.  Permaneció inmóvil un instante, como una estatua de piedra; luego, volviéndose rápidamente, entró en el castillo.

      -Y ahora, Señor -dijo Gandalf-, ¡contemplad vuestras tierras! ¡Respirad una vez más el aire libre!

      Desde el pórtico, que se alzaba en la elevada terraza, podían ver, más allá del río, las campiñas verdes de Rohan que se pierden en la lejanía gris.  Cortinas de lluvia caían oblicuamente a merced del viento, y el cielo allá arriba, en el oeste, seguía encapotado; a lo lejos retumbaba el trueno y los relámpagos parpadeaban entre las cimas de las colinas invisibles.  Pero ya el viento había virado al norte y la tormenta que venía del este se alejaba rumbo al sur, hacia el mar.  De improviso las nubes se abrieron detrás de ellos y por una grieta asomó un rayo de sol.  La cortina de lluvia brilló con reflejos de plata y a lo lejos el río rieló como un espejo.

      -No hay tanta oscuridad aquí -dijo Théoden.

      -No -respondió Gandalf -. Ni los años pesan tanto sobre vuestras espaldas como algunos quisieran que creyerais. ¡Tirad el bastón!

      La vara negra cayó de las manos del rey, restallando sobre las piedras.  El anciano se enderezó lentamente, como un hombre a quien se le ha endurecido el cuerpo por haber pasado muchos años encorvado cumpliendo alguna tarea pesada.  Se irguió, alto y enhiesto, contemplando con ojos ahora azules el cielo que empezaba a despejarse.

      -Sombríos fueron mis sueños en los últimos tiempos -dijo-, pero siento como si acabara de despertar.  Ahora quisiera que hubieras venido antes, Gandalf, pues temo que sea demasiado tarde y sólo veas los últimos días de mi casa.  El alto castillo que construyera Bregon hijo de Eorl no se mantendrá en pie mucho tiempo.  El fuego habrá de devorarlo. ¿Qué podemos hacer?

      -Mucho -dijo Gandalf-.  Pero primero traed a Eomer. ¿Me equivoco al pensar que lo tenéis prisionero por consejo de Gríma, aquél a quien todos excepto vos llaman Lengua de Serpiente?

      -Es verdad -dijo Théoden-.  Eomer se rebeló contra mis órdenes y amenazó de muerte a Gríma en mi propio castillo.

      -Un hombre puede amaros y no por ello amar a Gríma y aprobar sus consejos -dijo Gandalf.

      -Es posible.  Haré lo que me pides.  Haz venir a Háma.  Ya que como  ujier no se ha mostrado digno de mi confianza, que sea mensajero.  El culpable traerá al culpable para que sea juzgado -dijo Théoden, y el tono era grave, pero al mirar a Gandalf le sonrió y muchas de las arrugas de preocupación que tenía en la cara se le borraron y no reaparecieron.

 

 

   Luego que Háma fue llamado y hubo partido, Gandalf llevó a Théoden hasta un sitial de piedra y él mismo se sentó en el escalón más alto.  Aragorn y sus compañeros permanecieron de pie en las cercanías.

      -No hay tiempo para que os cuente todo cuanto tendríais que oír -dijo Gandalf -. No obstante, si el corazón no me engaña, no tardará en llegar el día en que pueda hablaros con más largueza.  Tened presente mis palabras: estáis expuesto a un peligro mucho peor que todo cuanto la imaginación de Lengua de Serpiente haya podido tejer en vuestros sueños.  Pero ya lo veis: ahora no soñáis, vivís.  Gondor y Rohan no están solos.  El enemigo es demasiado poderoso, pero confiamos en algo que él ni siquiera sospecha.

      Gandalf habló entonces rápida y secretamente, en voz baja, y nadie excepto el rey pudo oír lo que decía.  Y a medida que hablaba una luz más brillante iluminaba los ojos de Théoden; al fin el rey se levantó, erguido en toda su estatura, y Gandalf a su lado, y ambos contemplaron al este desde el alto sitial.

      -En verdad -dijo Gandalf con voz alta, clara y sonora- ahí en lo que más tememos está nuestra esperanza.  El destino pende aún de un hilo, pero hay todavía esperanzas si resistimos un tiempo más.

      También los otros volvieron entonces la mirada al Este.  A través de leguas y leguas contemplaron allá en la lejanía el horizonte, y el temor y la esperanza llevaron los pensamientos de todos todavía más lejos, más allá de las montañas negras del País de las Sombras. ¿Dónde estaba ahora el Portador del Anillo? ¡Qué frágil era el hilo del que pendía aún el destino!  Legolas miró con atención y creyó ver un resplandor blanco; allá, en lontananza, el sol centelleaba sobre el pináculo de la Torre de la Guardia.  Y más lejos aún, remota y sin embargo real y amenazante, flameaba una diminuta lengua de fuego.

      Lentamente Théoden volvió a sentarse, como si la fatiga estuviera una vez más dominándolo, contra la voluntad de Gandalf.  Volvió la cabeza y contempló la mole imponente del castillo.

      -¡Ay! -suspiró-.  Que estos días aciagos sean para mí y que me lleguen ahora, en los años de mi vejez, en lugar de la paz que creía merecer. ¡Triste destino el de Boromir el intrépido!  Los jóvenes mueren mientras los viejos se agostan lentamente. -Se abrazó las rodillas con las manos rugosas.

      -Vuestros dedos recordarían mejor su antigua fuerza si empuñaran una espada -dijo Gandalf.

      Théoden se levantó y se llevó la mano al costado, pero ninguna espada le colgaba del cinto.

      -¿Dónde la habrá escondido Gríma? -murmuró a media voz. -¡Tomad ésta, amado Señor! -dijo una voz clara-.  Siempre ha estado a vuestro servicio.

      Dos hombres habían subido en silencio por la escalera y ahora esperaban de pie, a unos pocos peldaños de la cima.  Allí estaba Eomer, con la cabeza descubierta, sin cota de malla, pero con una espada desnuda en la mano; arrodillándose, le ofreció la empuñadura a su señor.

      -¿Qué significa esto? -dijo Théoden severamente.  Y se volvió a Eomer, y los hombres miraron asombrados la figura ahora erguida y orgullosa. ¿Dónde estaba el anciano que dejaran abatido en el trono o apoyado en un bastón?

      -Es obra mía, Señor -dijo Háma, temblando-.  Entendí que Eomer tenía que ser puesto en libertad.  Fue tal la alegría que sintió mi corazón, que quizá me haya equivocado.  Pero como estaba otra vez libre y es Mariscal de la Marca, le he traído la espada como él me ordenó.

      -Para depositarla a vuestros pies, mi Señor -dijo Eomer.

      Hubo un silencio y Théoden se quedó mirando a Eomer, siempre hincado ante él.  Ninguno de los dos hizo un solo movimiento.

      -¿No aceptaréis la espada? -preguntó Gandalf.

      Lentamente Théoden extendió la mano.  En el instante en que los dedos se cerraban sobre la empuñadura, les pareció a todos que el débil brazo del anciano recobraba la fuerza y la firmeza.  Levantó bruscamente la espada y la agitó en el aire y la hoja silbó resplandeciendo.  Luego Théoden lanzó un grito.  La voz resonó, clara y vibrante, entonando en la lengua de Rohan la llamada a las armas:

 

¡De pie ahora, de pie, Caballeros de Théoden!

Desgracias horrendas nos acechan, hay sombras en el Este.

¡Preparad los caballos, que resuenen los cuernos!

¡Adelante, Eorlingas!

 

      Los guardias, creyendo que se los convocaba, subieron en tropel las escaleras.  Miraron con asombro a su Señor y luego, como un solo hombre, depositaron a sus pies las espadas.

      -¡Ordenad! -dijeron.

      -Westu Théoden hál! -gritó Eomer-.  Es una alegría para nosotros volver a veros como antes. ¡Ya nadie podrá decir, Gandalf, que sólo vienes aquí a traer dolor!

      -¡Recoge tu espada, Eomer, hijo de hermana! -dijo el rey-. ¡Ve, Háma, y tráeme mi propia espada!  Gríma la tiene.  Tráeme también a Gríma.  Y ahora, Gandalf, dijiste que me darías consejo, si yo quería escucharlo. ¿Cuál es tu consejo.

      -Lo que iba a aconsejarte ya está hecho –respondió Gandalf-.  Que confiarais en Eomer antes que en un hombre de mente tortuosa.  Que dejarais de lado temores y remordimientos.  Que hicierais lo que está a vuestro alcance.  Todo hombre que pueda cabalgar tendrá que ser enviado al oeste inmediatamente, tal como Eomer os ha aconsejado.  Ante todo hemos de destruir la amenaza de Saruman, mientras estemos a tiempo.  Si fracasamos, caeremos todos.  Si triunfamos, emprenderemos la próxima tarea.  Entretanto, la gente de vuestro pueblo, la que quede aquí, las mujeres, los niños, los ancianos, tendrán que huir a los refugios de las montañas. ¿No se han preparado acaso para un día funesto como el de hoy?  Que lleven provisiones, pero que no se demoren, y que no se carguen de tesoros, grandes o pequeños.  Es la vida de todos lo que está en peligro.

      -Este consejo me parece bueno ahora -dijo Théoden-. ¡Que todos mis súbditos se preparen!  Pero vosotros, mis huéspedes... tenías razón, Gandalf, al decir que la hospitalidad de mi castillo había menguado.  Habéis cabalgado la noche entera y ya se termina la mañana.  No habéis tenido reposo ni alimento.  Prepararemos una casa para los huéspedes: allí dormiréis después de haber comido.

      -Imposible, Señor -dijo Aragorn-.  No ha llegado aún la hora del reposo para los fatigados.  Los hombres de Rohan tendrán que partir hoy y nosotros cabalgaremos con ellos, hacha, espada y arco.  No hemos traído nuestras armas para dejarlas apoyadas contra vuestros muros, Señor de la Marca.  Y le he prometido a Eomer que mi espada y la suya combatirán juntas.

      -¡Ahora en verdad hay esperanzas de victoria! -dijo Eomer.

      -Esperanzas, sí -dijo Gandalf -. Pero Isengard es poderoso.  Y nos acechan otros peligros más inminentes.  No os retraséis, Théoden, cuando hayamos partido. ¡Llevad prontamente a vuestro pueblo a la fortaleza de El Sagrario en las colinas!

      -Eso sí que no, Gandalf -dijo el rey-.  No sabes hasta qué punto me has devuelto la salud.  No haré eso.  Yo mismo iré Aja guerra, para caer en el frente de combate, si tal es mi destino.  Así podré dormir mejor.

      -Entonces, hasta la derrota de Rohan se cantará con gloria -dijo Aragorn.

      Los hombres armados que estaban cerca entrechocaron las espadas y gritaron:

      -¡El Señor de la Marca parte para la guerra! ¡Adelante, Eorlingas!

      -Pero vuestra gente no ha de quedar sin armas y sin pastor –dijo Gandalf -. ¿Quién los guiará y los gobernará en vuestro reemplazo?

      -Lo pensaré antes de partir -respondió Théoden-.  Aquí viene mi consejero.

      En aquel momento Háma volvía de la sala del castillo.  Tras él, encogido entre otros dos hombres, venía Gríma, Lengua de Serpiente.  Estaba muy pálido y parpadeó a la luz del sol.  Háma se arrodilló y presentó a Théoden una espada larga en una vaina con cierre de oro y recamada de gemas verdes.

      -Hela aquí, Señor, Herugrim, vuestra antigua espada -dijo-.  La encontramos en el cofre de Gríma.  Por nada del mundo quería entregarnos las llaves.  Hay allí muchas otras cosas que se creían perdidas.

      -Mientes -dijo Lengua de Serpiente-.  Y esta espada, tu propio amo me pidió que la guardara.

      -Y ahora te la reclamo -dijo Théoden-. ¿Eso te disgusta?

      -Por cierto que no, Señor -dijo Lengua de Serpiente-.  Me preocupo por vos y por los vuestros tanto como puedo.  Pero no os fatiguéis, ni confiéis demasiado en vuestras fuerzas.  Dejad que otros se ocupen de estos huéspedes importunos.  Vuestra mesa será servida de un momento a otro. ¿No iréis a comer?

      -Sí -dijo Théoden-.  Y que junto a mí se ponga comida para mis huéspedes.  El ejército partirá hoy. ¡Enviad los heraldos!  Que convoquen a todos.  Que los hombres y los jóvenes fuertes y aptos para las armas, y todos quienes tengan caballos estén aquí montados a las puertas del castillo a la hora segunda pasado el mediodía.

      -¡Venerado Señor! -gritó Lengua de Serpiente-.  Tal como me lo temía, este mago os ha hechizado. ¿No quedará nadie para defender el Castillo de Oro de vuestros padres y todos los tesoros? ¿Nadie protegerá al Señor de la Marca?

      -Si esto es hechicería -dijo Théoden-, me parece mucho más saludable que tus cuchicheos.  Tus sanguijuelas pronto me hubieran obligado a caminar en cuatro patas como las bestias.  No, nadie quedará, ni siquiera Gríma.  Gríma partirá también. ¡Date prisa! ¡Aún tienes tiempo de limpiar la herrumbre de tu espada!

      -¡Misericordia, Señor! -gimió Lengua de Serpiente, arrastrándose por el suelo-.  Tened piedad de alguien que ha envejecido a vuestro servicio. ¡No me alejéis de vuestro lado!  Yo al menos estaré con vos cuando todos los demás se hayan ido. ¡No os separéis de vuestro fiel Gríma!

      -Cuentas con mi piedad -dijo Théoden-.  Y no te alejo de mi lado.  También yo parto a la guerra junto con mis hombres.  Te invito a acompañarme y probarme tu lealtad.

      Lengua de Serpiente miró una a una todas las caras, como una bestia acosada por un círculo de enemigos y que busca una brecha por donde escapar.  Se humedeció los labios con una lengua larga y pálida.

      -De un Señor de la Casa de Eorl, por muy viejo que sea, no cabía esperar otra resolución -dijo-.  Pero quienes lo aman de verdad tendrían que ayudarlo ahorrándole disgustos en estos últimos años.  Veo, sin embargo, que he llegado demasiado tarde.  Otros, que acaso llorarían menos la muerte de mi Señor, ya lo han persuadido.  Si lo que está hecho no puede deshacerse ¡escuchadme al menos en esto, Señor!  Alguien que conozca vuestras ideas y honre vuestras órdenes deberá quedar en Edoras.  Nombrad un senescal de confianza.  Que vuestro consejero Gríma cuide de todo hasta vuestro regreso... y ojalá lo veamos, aunque ningún hombre sensato esperaría milagro semejante.

      Eomer se rió.

      -Y si este alegato no te exime de la guerra, nobilísimo Lengua de Serpiente -dijo- ¿qué cargo menos honroso aceptarías? ¿Llevar una talega de harina a las montañas... si alguien se atreviera a confiártela?

      -Jamás, Eomer, has comprendido tú los propósitos del Señor Lengua de Serpiente -dijo Gandalf, traspasando a Gríma con la mirada-.  Es temerario y artero.  En este mismo momento está jugando un juego peligroso y gana un lance.  Ya me ha hecho perder horas de mi precioso tiempo. ¡Al suelo, víbora! -dijo de súbito con una voz terrible-. ¡Arrástrate sobre tu vientre! ¿Cuánto tiempo hace que te vendiste a Saruman? ¿Cuál fue el precio convenido?  Cuando todos los hombres hayan muerto, ¿recogerás tu parte del tesoro y tomarás la mujer que codicias?  Hace tiempo que la vigilas y la acechas de soslayo.

      Eomer echó mano a la espada.

      -Eso ya lo sabía -murmuró-.  Por esa razón ya le habría dado muerte antes, olvidando la ley del castillo.  Aunque hay también otras razones.

      Dio un paso adelante, pero Gandalf lo detuvo.

      -Eowyn está a salvo ahora -dijo-.  Pero tú, Lengua de Serpiente, has hecho cuanto has podido por tu verdadero amo.  Has ganado al menos una recompensa.  Sin embargo, Saruman a veces no cumple lo que ha prometido.  Te aconsejaría que fueses prontamente a refrescarle la memoria, para que no olvide tus fieles servicios.

      -Mientes -dijo Lengua de Serpiente.

      -Esta palabra te viene a la boca demasiado a menudo y con facilidad -dijo Gandalf-.  Yo no miento.  Mirad, Théoden, aquí tenéis una serpiente.  No podéis, por vuestra seguridad, llevarla con vos, ni tampoco podéis dejarla aquí.  Matarla sería hacer justicia.  Pero no siempre fue como ahora.  Alguna vez fue un hombre y os prestó servicio a su manera.  Dadle un caballo y permitidle partir inmediatamente, a donde quiera ir.  Por lo que elija podréis juzgarlo.

      -¿Oyes, Lengua de Serpiente? -dijo Théoden-.  Esta es tu elección: acompañarme a la guerra y demostrarnos en la batalla si en verdad eres leal; o irte ahora a donde quieras.  Pero en ese caso, si alguna vez volvemos a encontrarnos, no tendré piedad de ti.

      Lengua de Serpiente se levantó con lentitud.  Miró a todos con ojos entonados, para escrutar por último el rostro de Théoden.  Abrió la boca como si fuera a hablar, y entonces, de pronto, irguió el cuerpo, movedizas las manos, los ojos echando chispas.  Tanta maldad se reflejaba en ellos que los hombres dieron un paso atrás.  Mostró los dientes y con un ruido sibilante escupió a los pies del rey, y en seguida, saltando a un costado, se precipitó escaleras abajo.

      -¡Seguidlo! -dijo Théoden-.  Impedid que haga daño a nadie, mas no lo lastiméis ni lo retengáis.  Dadle un caballo, si así lo desea.

      -Y si hay alguno que quiera llevarlo -dijo Eomer.

      Uno de los guardas bajó de prisa las escaleras.  Otro fue hasta el manantial al pie de la terraza, recogió agua en el yelmo y limpió con ella las piedras que Lengua de Serpiente había ensuciado.

 

 

           -¡Y ahora, mis invitados, venid! -dijo Théoden-.  Venid y reparad fuerzas mientras la prisa nos lo permita.

      Entraron nuevamente en el castillo.  Allá abajo en la villa ya se oían las voces de los heraldos y el sonido de los cuernos de guerra, pues el rey partiría tan pronto como los hombres de la aldea y los que habitaban en los aledaños estuviesen reunidos y armados a las puertas del castillo.

      A la mesa del rey se sentaron Eomer y los cuatro invitados, y también estaba allí la Dama Eowyn, sirviendo al rey.  Comieron y bebieron rápidamente.  Todos escucharon en silencio mientras Théoden interrogaba a Gandalf sobre Saruman.

      -¿Quién puede saber desde cuándo nos traiciona? - dijo Gandalf No siempre fue malvado.  En un tiempo, no lo dudo, fue un amigo de Rohan; y aun más tarde, cuando empezó a enfriársela el corazón, pensaba que podíais serle útil.  Pero hace tiempo ya que planeó vuestra ruina, bajo la máscara de la amistad, hasta que llegó el momento.  Durante todos estos años la tarea de Lengua de Serpiente ha sido fácil y todo cuanto hacíais era conocido inmediatamente en Isengard; porque el vuestro era un país abierto y los extranjeros entraban en él y salían libremente.  Y mientras tanto las murmuraciones de Lengua de Serpiente penetraban en vuestros oídos, os envenenaban la mente, os helaban el corazón, debilitaban vuestros miembros, y los otros observaban sin poder hacer nada, pues vuestra voluntad estaba sometida a él.

      »Pero cuando escapé y os puse en guardia, la máscara cayó para los que querían ver.  Después de eso, Lengua de Serpiente jugó una partida peligrosa, procurando siempre reteneros, impidiendo que recobrarais vuestras fuerzas.  Era astuto: embotaba la prudencia natural del hombre, o trabajaba con la amenaza del miedo, según le conviniera. ¿Recordáis con cuánta vehemencia os suplicó que no distrajerais un solo hombre en una empresa quimérica en el este cuando el peligro inminente estaba en el oeste?  Por consejo de él prohibisteis a Eomer que persiguiera a los orcos invasores.  Si Eomer no hubiera desafiado las palabras de Lengua de Serpiente que hablaba por vuestra boca, esos orcos ya habrían llegado a Isengard, obteniendo una buena presa.  No por cierto la que Saruman desea por encima de todo, pero sí al menos dos hombres de mi Compañía, con quienes comparto una secreta esperanza, de la cual, ni aun con vos, Señor, puedo todavía hablar abiertamente. ¿Alcanzáis a imaginar lo que podrían estar padeciendo o lo que Saruman podría saber ahora, para nuestra desdicha?

      -Tengo una gran deuda con Eomer -dijo Théoden-.  Un corazón leal puede tener una lengua insolente.

      -Decid también que para ojos aviesos la verdad puede ocultarse detrás de una mueca.

      -En verdad, mis ojos estaban casi ciegos -dijo Théoden-.  La mayor de mis deudas es para contigo, huésped mío.  Una vez más, has llegado a tiempo.  Quisiera hacerte un regalo antes de partir, a tu elección.  Puedes escoger cualquiera de mis posesiones.  Sólo me reservo la espada.

      -Si he llegado a tiempo o no, queda por ver -dijo Gandalf -. En cuanto al regalo que me ofrecéis, Señor, escogeré uno que responde a mis necesidades: rápido y seguro. ¡Dadme a Sombragris!  Sólo en préstamo lo tuve antes, si préstamo es la palabra.  Pero ahora tendré que exponerlo a grandes peligros, oponiendo la plata a las tinieblas: no quisiera arriesgar nada que no me pertenezca.  Y ya hay un lazo de amistad entre nosotros.

      -Escoges bien -dijo Théoden-; y ahora te lo doy de buen grado.  Sin embargo, es un regalo muy valioso.  No hay ningún caballo que se pueda comparar a Sombragris.  En él ha resurgido uno de los corceles más poderosos de tiempos muy remotos.  Nunca más habrá otro semejante.  Y a vosotros, mis otros invitados, os ofrezco lo que podáis encontrar en mi armería.  No necesitáis espadas, pero hay yelmos y cotas de malla que son obra de hábiles artífices, regalos que los señores de Gondor hicieran a mis antepasados. ¡Escoged lo que queráis antes de la partida y ojalá os sirvan bien!

 

 

                                Los hombres trajeron entonces paramentos de guerra de los arcones del rey, y vistieron a Aragorn y Legolas con cotas de malla resplandecientes.  También eligieron yelmos y escudos redondos, recamados de oro y con incrustaciones de piedras preciosas, verdes, rojas y blancas.  Gandalf no aceptó una cota de malla; y Gimli no necesitaba cota, aun cuando encontraran alguna adecuada a su talla, pues no había en los arcones de Edoras un plaquín que pudiese compararse al jubón corto forjado en la Montaña del Norte.  Pero escogió un capacete de hierro y cuero que le cubría perfectamente la cabeza redonda; también llevó un escudo pequeño con el emblema de la Casa de Eorl, un caballo al galope, blanco sobre fondo verde.

      -¡Que te proteja bien! -dijo Théoden-.  Fue forjado para mí en los tiempos de Thengel, cuando era aún un niño.

      Gimli hizo una reverencia.

      -Me enorgullezco, Señor de la Marca, de llevar vuestra divisa -dijo-.  A decir verdad, quisiera ser yo quien lleve un caballo, y no que un caballo me lleve a mí.  Prefiero mis piernas.  Pero quizás haya un sitio donde pueda combatir de pie.

      -Es probable que así sea -dijo Théoden.

      El rey se levantó y al instante se adelantó Eowyn trayendo el vino.

      -Ferthu Théoden hal! -dijo-.  Recibid esta copa y bebed en esta hora feliz. ¡Que la salud os acompañe en la ida y el retomo!

Théoden bebió de la copa y Eowyn la ofreció entonces a los invitados.  Al llegar a Aragorn se detuvo de pronto y lo miró, y le brillaron los ojos.  Y Aragorn contempló el bello rostro y le sonrió; pero cuando tomó la copa, rozó la mano de la joven, y sintió que ella temblaba.

      -¡Salve, Aragorn hijo de Arathorn! -dijo Eowyn.

      -Salve, Señora de Rohan -respondió él; pero ahora tenía el semblante demudado y ya no sonreía.

      Cuando todos hubieron bebido, el rey cruzó la sala en dirección a las puertas.  Allí lo esperaban los guardias y los heraldos, y todos los señores y jefes que quedaban en Edoras y en los alrededores.

      -¡Escuchad!  Ahora parto y ésta será quizá mi última cabalgata -dijo Théoden-.  No tengo hijos.  Théodred, mi hijo, ha muerto a manos de nuestros enemigos.  A ti Eomer, hijo de mi hermana, te nombro mi heredero.  Y si ninguno de nosotros vuelve de esta guerra, elegid, a vuestro albedrío, un nuevo señor.  Pero he de dejar al cuidado de alguien este pueblo que ahora abandono, para que los gobierne en mi reemplazo. ¿Quién de vosotros desea quedarse?

      Nadie respondió.

      -¿No hay nadie a quien vosotros nombraríais? ¿En quién confía mi pueblo?

      -En la casa de Eorl -respondió Háma.

      -Pero de Eomer no puedo prescindir, ni él tampoco querría quedarse -dijo el rey-; y Eomer es el último de esta Casa.

      -No he nombrado a Eomer -dijo Háma-.  Y no es el último.  Está Eowyn, hija de Eomund, la hermana de Eomer.  Es valiente y de corazón magnánimo.  Todos la aman.  Que ella sea el señor de Eorlingas en nuestra ausencia.

      -Así será -dijo Théoden-. ¡Que los heraldos anuncien que la Dama Eowyn gobernará al pueblo!

      Y el rey se sentó entonces en un sitial frente a las puertas y Eowyn se arrodilló ante él para recibir una espada y una hermosa cota de malla.

      -¡Adiós, hija de mi hermana! -dijo-.  Sombría es la hora; pero quizás un día volveremos al Castillo de Oro.  Sin embargo, en El Sagrario el pueblo podrá resistir largo tiempo y si la suerte no nos es propicia, allí irán a buscar refugio todos los que se salven.

      -No habléis así -respondió ella-.  Cada día que pase esperando vuestro regreso será como un año para mí. -Pero mientras hablaba los ojos de Eowyn se volvían a Aragorn, que estaba de pie allí cerca.

      -El rey regresará - dijo Aragorn -. ¡Nada temas!  No es en el oeste sino en el este donde nos espera nuestro destino.

 

 

           El rey bajó entonces la escalera con Gandalf a su lado.  Los otros lo siguieron.  Aragorn volvió la cabeza en el momento en que se encaminaban hacia la puerta.  Allá, en lo alto de la escalera, de Pie, sola delante de las puertas, estaba Eowyn, las manos apoyadas en la empuñadura de la espada clavada ante ella en el suelo.  Ataviada ya con la cota de malla, resplandecía como la plata a la luz del sol.

      Con el hacha al hombro, Gimli caminaba junto a Legolas.

      -¡Bueno, por fin partimos! -dijo-.  Cuánto necesitan hablar los hombres antes de decidirse.  El hacha se impacienta en mis manos.  Aunque no pongo en duda que estos Rohirrim tengan la mano dura cuando llega la ocasión, no creo que sea ésta la clase de guerra que a mí me conviene. ¿Cómo llegaré a la batalla?  Ojalá pudiera ir a pie y no rebotando como un saco contra el arzón de la silla de Gandalf.

      -Un lugar más seguro que muchos otros, diría yo -dijo Legolas Aunque sin duda Gandalf te bajará de buena gana cuando comiencen los golpes, o el mismo Sombragris.  Un hacha no es arma de caballero.

      -Y un enano no es un caballero.  Querría cortar cabezas de orcos, no rasurar cueros cabelludos humanos -dijo Gimli, palmoteando el mango del hacha.

      En la puerta, encontraron una gran hueste de hombres, viejos y jóvenes, ya montados.  Eran más de mil.  Las lanzas en alto, parecían un bosque naciente.  Un potente y jubiloso clamor saludó la aparición de Théoden.  Algunos hombres sujetaban al caballo del rey, Crinblanca, ya listo para la partida, y otros cuidaban las cabalgaduras de Aragorn y Legolas.  Gimli estaba malhumorado, con el ceño fruncido, pero Eomer se le acercó, llevando el caballo por la brida.

      -¡Salve, Gimli hijo de Glóin! - exclamó -. No ha habido tiempo para que aprendiera a expresarme en un lenguaje más delicado, como me prometiste. ¿Pero no será mejor que olvidemos nuestra querella?  Al menos no volveré a hablar mal de la Dama del Bosque.

      -Olvidaré mi ira por un tiempo, Eomer hijo de Eomund -dijo Gimli-, pero si un día llegas a ver a la Dama Galadriel con tus propios ojos, tendrás que reconocerla como la más hermosa de las damas, o acabará nuestra amistad.

      -¡Que así sea! -dijo Eomer-.  Pero hasta ese momento, perdóname, y en prueba de tu perdón cabalga conmigo en mi silla, te lo ruego.  Gandalf marchará a la cabeza con el Señor de la Marca; pero Pies de Fuego, mi caballo, nos llevará a los dos, si tú quieres.

      -Te lo agradezco de veras -dijo Gimli muy complacido-.  Con todo gusto montaré contigo si Legolas, mi camarada, cabalga a nuestro lado.

      -El rey regresará - dijo Aragorn -. ¡Nada temas!  No es en el oeste sino en el este donde nos espera nuestro destino.

 

 

           El rey bajó entonces la escalera con Gandalf a su lado.  Los otros lo siguieron.  Aragorn volvió la cabeza en el momento en que se encaminaban hacia la puerta.  Allá, en lo alto de la escalera, de Pie, sola delante de las puertas, estaba Eowyn, las manos apoyadas en la empuñadura de la espada clavada ante ella en el suelo.  Ataviada ya con la cota de malla, resplandecía como la plata a la luz del sol.

Con el hacha al hombro, Gimli caminaba junto a Legolas.

      -¡Bueno, por fin partimos! -dijo-.  Cuánto necesitan hablar los hombres antes de decidirse.  El hacha se impacienta en mis manos.  Aunque no pongo en duda que estos Rohirrim tengan la mano dura cuando llega la ocasión, no creo que sea ésta la clase de guerra que a mí me conviene. ¿Cómo llegaré a la batalla?  Ojalá pudiera ir a pie y no rebotando como un saco contra el arzón de la silla de Gandalf.

      -Un lugar más seguro que muchos otros, diría yo -dijo Legolas Aunque sin duda Gandalf te bajará de buena gana cuando comiencen los golpes, o el mismo Sombragris.  Un hacha no es arma de caballero.

      -Y un enano no es un caballero.  Querría cortar cabezas de orcos, no rasurar cueros cabelludos humanos -dijo Gimli, palmoteando el mango del hacha.

      En la puerta, encontraron una gran hueste de hombres, viejos y jóvenes, ya montados.  Eran más de mil.  Las lanzas en alto, parecían un bosque naciente.  Un potente y jubiloso clamor saludó la aparición de Théoden.  Algunos hombres sujetaban al caballo del rey, Crinblanca, ya listo para la partida, y otros cuidaban las cabalgaduras de Aragorn y Legolas.  Gimli estaba malhumorado, con el ceño fruncido, pero Eomer se le acercó, llevando el caballo por la brida.

      -¡Salve, Gimli hijo de Glóin! - exclamó -. No ha habido tiempo para que aprendiera a expresarme en un lenguaje más delicado, como me prometiste. ¿Pero no será mejor que olvidemos nuestra querella?  Al menos no volveré a hablar mal de la Dama del Bosque.

      -Olvidaré mi ira por un tiempo, Eomer hijo de Eomund –dijo Gimli-, pero si un día llegas a ver a la Dama Galadriel con tus propios ojos, tendrás que reconocerla como la más hermosa de las damas, o acabará nuestra amistad.

      -¡Que así sea! -dijo Eomer-.  Pero hasta ese momento, perdóname, y en prueba de tu perdón cabalga conmigo en mi silla, te lo ruego.  Gandalf marchará a la cabeza con el Señor de la Marca; pero Pies de

Fuego, mi caballo, nos llevará a los dos, si tú quieres.

      -Te lo agradezco de veras -dijo Gimli muy complacido-.  Con todo gusto montaré contigo si Legolas, mi camarada, cabalga a nuestro lado.

      -Así será -dijo Eomer-.  Legolas a mi izquierda y Aragorn a mi diestra, ¡y nadie se atreverá a ponerse delante de nosotros!

      -¿Dónde está Sombragris? -preguntó Gandalf.

      -Corriendo desbocado por los prados -le respondieron-.  No deja que ningún hombre se le acerque.  Allá va por el vado como una sombra entre los sauces.

      Gandalf silbó y llamó al caballo por su nombre, y el animal levantó la cabeza y relinchó; y en seguida volviéndose, corrió como una flecha hacia la hueste.

      -Si el Viento del Oeste tuviera un cuerpo visible, así de veloz soplaría -dijo Eomer, mientras el caballo corría hasta detenerse delante del mago.

      -Se diría que el regalo se ha entregado ya -dijo Théoden-.  Pero, prestad oídos, todos los presentes.  Aquí y ahora nombro a mi huésped Gandalf Capagris, el más sabio de los consejeros, el más bienvenido de todos los vagabundos, Señor de la Marca, jefe de los Eorlingas, mientras perdure nuestra dinastía; y le doy a Sombragris, príncipe de caballos.

      -Gracias, Rey Théoden -dijo Gandalf.  Luego, de súbito, echó atrás la capa gris, arrojó a un lado el sombrero y saltó sobre la grupa del caballo.  No llevaba yelmo ni cota de malla.  Los cabellos de nieve le flotaban al viento y las blancas vestiduras resplandecieron al sol con un brillo enceguecedor.

      -¡Contemplad al Caballero Blanco! -gritó Aragorn; y todos repitieron estas palabras.

      -¡Nuestro Rey y el Caballero Blanco! -gritaron-. ¡Adelante, Eorlingas!

      Sonaron las trompetas.  Los caballos piafaron y relincharon.  Las lanzas restallaron contra los escudos.  Entonces el rey levantó las manos y con un ímpetu semejante al de un vendaval, la última hueste de Rohan partió como un trueno rumbo al oeste.

      Sola e inmóvil, de pie delante de las puertas del castillo silencioso, Eowyn siguió con la mirada el centelleo de las lanzas que se alejaban por la llanura.

 

 

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