7
EL
ABISMO DE HELM
El sol declinaba ya en el poniente cuando partieron de Edoras, llevando en los ojos la luz del atardecer, que envolvía los ondulantes campos de Rohan en una bruma dorada. Un camino trillado costeaba las estribaciones de las Montañas Blancas hacia el noroeste y en él se internaron, subiendo y bajando y vadeando numerosos riachos que corrían y saltaban entre las rocas de la campiña verde. A lo lejos y a la derecha asomaban las Montañas Nubladas, cada vez más altas y más sombrías a medida que avanzaban las huestes. Ante ellos, el sol se hundía lentamente. Detrás, venía la noche.
El ejército proseguía la marcha, empujado por la necesidad. Temiendo llegar demasiado tarde, se adelantaban a todo correr y rara vez se detenían. Rápidos y resistentes eran los corceles de Rohan, pero el camino era largo: cuarenta leguas o quizá más, a vuelo de pájaro, desde Edoras hasta los vados del Isen, donde esperaban encontrar a los hombres del rey que contenían a las tropas de Saruman.
Cayó la noche. Al fin se detuvieron a acampar. Habían cabalgado unas cinco horas y habían dejado atrás buena parte de la llanura occidental, pero aún les quedaba por recorrer más de la mitad del trayecto. En un gran círculo bajo el cielo estrellado y la luna creciente levantaron el vivac. No encendieron hogueras, pues no sabían lo que la noche podía depararles; pero rodearon el campamento con una guardia de centinelas montados y algunos jinetes partieron a explorar los caminos, deslizándose como sombras entre los repliegues del terreno. La noche transcurrió lentamente, sin novedades ni alarmas. Al amanecer sonaron los cuernos y antes de una hora ya estaban otra vez en camino.
Aún no había nubes en el cielo, pero la atmósfera era pesada y demasiado calurosa para esa época del año. El sol subía velado por una bruma, perseguido palmo a palmo por una creciente oscuridad, como si un huracán se levantara en el este. Y a lo lejos, en el noroeste, otra oscuridad parecía cernirse sobre las últimas estribaciones de las Montañas Nubladas, una sombra que descendía arrastrándose desde el Valle del Mago.
Gandalf retrocedió hasta donde Legolas cabalgaba al lado de Eomer.
-Tú que tienes los ojos penetrantes de tu hermosa raza, Legolas -dijo-, capaces de distinguir a una legua un gorrión de un jilguero: dime, ¿ves algo allá a lo lejos, en el camino a Isengard?
-Muchas millas nos separan -dijo Legolas, y miró llevándose la larga mano a la frente y protegiéndose los ojos de la luz-. Veo una oscuridad. Dentro hay formas que se mueven, grandes formas lejanas a la orilla del río, pero qué son no lo puedo decir. No es una bruma ni una nube lo que me impide ver: es una sombra que algún poder extiende sobre la tierra para velarla y que avanza lentamente a lo largo del río. Es como si el crepúsculo descendiera de las colinas bajo una arboleda interminable.
-Y la tempestad de Mordor nos viene pisando los talones -dijo Gandalf -. La noche será siniestra.
En la jornada del segundo día, el aire parecía más pesado aún. Por la tarde, las nubes oscuras los alcanzaron: un palio sombrío de grandes bordes ondulantes y estrías de luz enceguecedora. El sol se ocultó, rojo sangre en una espesa bruma gris. Un fuego tocó las puntas de las lanzas cuando los últimos rayos iluminaron las pendientes escarpadas del Thrihyrne, ya muy cerca, en el brazo septentrional de las Montañas Blancas: tres picos dentados que miraban al poniente. A los últimos resplandores purpúreos, los hombres de la vanguardia divisaron un punto negro, un jinete que avanzaba hacia ellos. Se detuvieron a esperarlo.
El hombre llegó, exhausto, con el yelmo abollado y el escudo hendido. Se apeó lentamente del caballo y allí se quedó, silencioso y jadeante.
-¿Está aquí Eomer? -preguntó al cabo de un rato-. Habéis llegado al fin, pero demasiado tarde y con fuerzas escasas. La suerte nos ha sido adversa después de la muerte de Théodred. Ayer, en la otra margen del Isen, sufrimos una derrota; muchos hombres perecieron al cruzar el río. Luego, al amparo de la noche, otras fuerzas atravesaron el río y atacaron el campamento. Toda Isengard ha de estar vacía; y Saruman armó a los montañeses y pastores salvajes de las Tierras Oscuras de más allá de los ríos y los lanzó contra nosotros. Nos dominaron. El muro de protección ha caído. Erkenbrand del Folde Oeste se ha replegado con todos los hombres que pudo reunir en la fortaleza del Abismo de Helm. Los demás se han dispersado.
»¿Dónde está Eomer? Decidle que no queda ninguna esperanza. Que mejor sería regresar a Edoras antes que lleguen los lobos de Isengard.
Théoden había permanecido en silencio, oculto detrás de los guardias; ahora adelantó el caballo.
¡Ven, acércate, Ceorl! -dijo-. Aquí estoy yo. La última hueste de los Eorlingas se ha puesto en camino. No volverá a Edoras sin presentar batalla.
Una expresión de alegría y sorpresa Iluminó el rostro del hombre. Se irguió y luego se arrodilló a los pies del rey ofreciéndole la espada mellada.
-¡Ordenad, mi Señor! -exclamó-. ¡Y perdonadme! Creía que...
-Creías que me había quedado en Meduseld, agobiado como un árbol viejo bajo la nieve de los inviernos. Así me vieron tus ojos cuando partiste para la guerra. Pero un viento del oeste ha sacudido las ramas -dijo Théoden-. ¡Dadle a este hombre otro caballo! ¡Volemos a auxiliar a Erkenbrand!
Mientras Théoden hablaba aún, Gandalf se había adelantado un trecho, y miraba hacia Isengard al norte y al sol que se ponía en el oeste.
-Adelante, Théoden - dijo regresando -. ¡Adelante hacia el Abismo de Helm! ¡No vayáis a los Vados del Isen ni os demoréis en los llanos! He de abandonaros por algún tiempo. Sombragris me llevará ahora a una misión urgente. -Volviéndose a Aragorn y Eomer, y a los hombres del séquito del rey, gritó: -¡Cuidad bien al Señor de la Marca hasta mi regreso! ¡Esperadme en la Puerta de Helm! ¡Adiós!
Le dijo una palabra a Sombragris y como una flecha disparada desde un arco, el caballo echó a correr. Apenas alcanzaron a verlo partir: un relámpago de plata en el atardecer, un viento impetuoso sobre las hierbas, una sombra que volaba y desaparecía. Crinblanca relinchó y piafó, queriendo seguirlo; pero sólo un pájaro que volara raudamente hubiera podido darle alcance.
-¿Qué significa esto? -preguntó a Háma uno de los guardias.
-Que Gandalf Capagris tiene mucha prisa -respondió Háma-. Siempre aparece y desaparece así, de improviso.
-Si Lengua de Serpiente estuviera aquí, no le sería difícil buscar una explicación -dijo el otro.
-Muy cierto -dijo Háma-, pero yo, por mi parte, esperaré hasta que lo vuelva a ver.
-Quizá tengas que esperar un largo tiempo -dijo el otro.
El ejército se desvió del camino que conducía a los Vados del Isen y se dirigió al sur. Cayó la noche y continuaron cabalgando. Las colinas se acercaban, pero ya los altos picos del Thrihyrne se desdibujaban en la oscuridad creciente del cielo. Algunas millas más allá, del otro lado del Folde Oeste, había una hondonada ancha y verde en las montarías, y desde allí un desfiladero se abría paso entre las colinas. Los lugareños lo llamaban el Abismo de Helm, en recuerdo de un héroe de antiguas guerras que había tenido allí su refugio. Cada vez más escarpado y angosto, serpeaba desde el norte y se perdía a la sombra del Thrihyrne, en los riscos poblados de cuervos que se levantaban como torres imponentes a uno y otro lado, impidiendo el paso de la luz.
En la Puerta de Helm, ante la entrada del Abismo, el risco más septentrional se prolongaba en un espolón de roca. Sobre esta estribación se alzaban unos muros de piedra altos y antiguos que circundaban una soberbia torre. Se decía que en los lejanos días de gloria de Gondor los reyes del mar habían edificado aquella fortaleza con la ayuda de gigantes. La llamaban Cuernavilla, porque los ecos de una trompeta que llamaba a la guerra desde la torre resonaban aún en el Abismo, como si unos ejércitos largamente olvidados salieran de nuevo a combatir de las cavernas y bajo las colinas. Aquellos hombres de antaño también habían edificado una muralla, desde Cuernavilla hasta el acantilado más austral, cerrando así la entrada del desfiladero. Abajo se deslizaba la Corriente del Bajo. Serpeaba a los pies de Cuernavilla y fluía luego por una garganta a través de una ancha lengua de tierra verde que descendía en pendiente desde la Puerta hasta el Abismo. De ahí caía en el Valle del Bajo y penetraba en el Valle del Folde Oeste. Allí, en Cuernavilla, a las Puertas de Helm, moraba ahora Erkenbrand, dueño y señor del Folde Oeste, en las fronteras de la Marca. Y cuando el peligro de guerra se hizo más inminente, Erkenbrand, hombre precavido, ordenó reparar las murallas y fortificar la ciudadela.
Los caballeros estaban todavía en la hondonada a la entrada del Valle del Bosque, cuando oyeron los gritos y los cuernos tonantes de los exploradores que se habían adelantado. Las flechas rasgaban, silbando, la oscuridad. Uno de los exploradores volvió al galope para anunciar que unos jinetes montados en lobos ocupaban el valle y que una horda de orcos y de hombres salvajes, procedente de los Vados del Isen, avanzaba en tropel hacia el sur y parecía encaminarse al Abismo de Helm.
-Hemos encontrado muertos a muchos de nuestros hombres que trataron de huir en esa dirección -dijo el explorador-. Y hemos tropezado con compañías desperdigadas, que erraban de un lado a otro, sin jefes que las guiaran. Nadie parecía saber qué había sido de Erkenbrand. Lo más probable es que lo capturen antes que pueda llegar a la Puerta de Helm, si es que no ha muerto todavía.
-¿Se sabe de Gandalf? -preguntó Théoden.
-Sí, señor. Muchos han visto aquí y allá a un anciano vestido de blanco y montado en un caballo que cruzaba las llanuras rápido como el viento. Algunos creían que era Saruman. Dicen que antes que cayera la noche partió rumbo a Isengard. Otros dicen que más temprano vieron a Lengua de Serpiente que iba al norte con una compañía de orcos.
-Mal fin le espera a Lengua de Serpiente si Gandalf tropieza con él -dijo Théoden-. Como quiera que sea, ahora echo de menos a mis dos consejeros, el antiguo y el nuevo. Pero en este trance, no hay otra alternativa que seguir adelante, como dijo Gandalf, hacia las Puertas de Helm, aunque Erkenbrand no esté allí. ¿Se sabe cómo es de poderoso el ejército que avanza del norte?
-Es muy grande -dijo el explorador-. El que huye cuenta a cada enemigo por dos; sin embargo, yo he hablado con hombres de corazón bien templado y estoy convencido de que el grueso del enemigo es muchas veces superior a las fuerzas con que aquí contamos.
-Entonces, démonos prisa -dijo Eomer-. Tratemos de cruzar a salvo las líneas enemigas que nos separan de la fortaleza. Hay cavernas en el Abismo de Helm donde pueden ocultarse centenares de hombres; y caminos secretos que suben por las colinas.
-No te fíes de los caminos secretos -dijo el rey-. Saruman ha estado espiando toda esta región desde hace años. Sin embargo, en ese paraje nuestra defensa puede resistir mucho tiempo. ¡En marcha!
Aragorn y Legolas iban ahora con Eomer en la vanguardia. Cabalgaban en plena noche, a paso más lento a medida que la oscuridad se hacía más profunda y el camino trepaba más escarpado hacia el sur, entre los imprecisos repliegues de las estribaciones montañosas. Encontraron pocos enemigos. De tanto en tanto se topaban con pandillas de orcos vagabundos; pero huían antes que los caballeros pudieran capturarlos o matarlos.
-No pasará mucho, me temo -dijo Eomer- antes de que el avance de las huestes del rey llegue a oídos del hombre que encabeza las tropas enemigas, Saruman o quienquiera que sea el capitán que haya puesto al frente.
Los rumores de la guerra crecían al paso de las huestes. Ahora escuchaban, como transportados en alas de la noche, unos cantos roncos. Cuando habían escalado ya un buen trecho del Valle del Bajo se volvieron a mirar y abajo vieron antorchas, innumerables puntos de luz incandescente que tachonaban los campos negros como flores rojas o que serpenteaban subiendo desde los bajíos en largas hileras titilantes. De tanto en tanto la luz estallaba, resplandeciente.
-Es un ejército muy grande y nos pisa los talones -dijo Aragorn.
-Traen fuego -dijo Théoden-, e incendian todo cuanto encuentran a su paso, niaras, cabañas y árboles. Este era un valle rico y en él prosperaban muchas heredades. ¡Ay, pobre pueblo mío!
-¡Si por lo menos fuese de día y pudiésemos caer sobre ellos como una tormenta que baja de las montañas! -dijo Aragorn-. Me avergüenza tener que huir delante de ellos.
-No tendremos que huir mucho tiempo -dijo Eomer-. Ya no estarnos lejos de la Empalizada de Helm, una antigua trinchera con una muralla que protege la hondonada, a un cuarto de milla por debajo de la Puerta de Helm. Allí podremos volvernos y combatir.
-No, somos muy pocos para defender la empalizada -dijo Théoden-. Tiene por lo menos una milla de largo y el foso es demasiado ancho.
-Allí, en el foso, mantendremos nuestra retaguardia, por si nos asedian -dijo Eomer.
No había luna ni estrellas cuando los caballeros llegaron al foso de la empalizada, allí de donde salían el río y el camino ribereño que bajaban de Cuernavilla. El murallón apareció de pronto ante ellos, una sombra gigantesca del otro lado de un foso negro. Cuando subían, se oyó el grito de un centinela.
-El Señor de la Marca se encamina hacia la Puerta de Helm -respondió Eomer-. El que habla es Eomer hijo de Eomund.
-Buenas nuevas nos traes, cuando ya habíamos perdido toda esperanza -dijo el centinela. ¡Daos prisa! El enemigo os pisa los talones.
La tropa cruzó el foso y se detuvo en lo alto de la pendiente. Allí se enteraron con alegría de que Erkenbrand había dejado muchos hombres custodiando la Puerta de Helm y que más tarde también otros habían podido refugiarse allí.
-Quizá contemos con unos mil hombres aptos para combatir a pie -dijo Gamelin, un anciano que era el jefe de los que defendían la empalizada-. Pero la mayoría ha visto muchos inviernos, como yo, O demasiado pocos, como el hijo de mi hijo, aquí presente. ¿Qué noticias hay de Erkenbrand? Ayer nos llegó la voz de que se estaba replegando hacia aquí, con todo lo que se ha salvado de los mejores Caballeros del Folde Oeste. Pero no ha venido.
-Me temo que ya no pueda venir -dijo Eomer-. Nuestros exploradores no han sabido nada de él y el enemigo ocupa ahora todo el valle.
-Ojalá haya podido escapar -dijo Théoden-. Era un hombre poderoso. En él renació el temple de Helm Mano de Hierro. Pero no podemos esperarlo aquí. Hemos de concentrar todas nuestras fuerzas detrás de las murallas. ¿Tenéis provisiones suficientes? Nosotros estamos escasos de víveres, pues partimos dispuestos a librar batalla, no a soportar un sitio.
-Atrás, en las cavernas del Abismo, están las tres cuartas partes de los habitantes del Folde Oeste, viejos y jóvenes, niños y mujeres -dijo Gamelin-. Pero también hemos llevado allí provisiones en abundancia y muchas bestias, y el forraje necesario para alimentarlas.
-Habéis actuado bien -dijo Eomer-. El enemigo quema o saquea todo cuanto queda en el valle.
-Si vienen a mercar con nosotros en la Puerta de Helm, pagarán un alto precio -dijo Gamelin.
El rey y sus caballeros prosiguieron la marcha. Frente a la explanada que pasaba sobre el río se detuvieron apeándose. En una larga fila, subieron los caballos por la rampa y franquearon las puertas de Cuernavilla. Allí fueron una vez más recibidos con júbilo y renovadas esperanzas; porque ahora había hombres suficientes para defender a la vez la empalizada y la fortaleza.
Rápidamente, Eomer desplegó a sus hombres. El rey y su séquito quedaron en Cuernavilla, donde también había muchos hombres del Folde Oeste. Pero Eomer distribuyó la mayor parte de las fuerzas sobre el Muro del Bajo y la torre, y también detrás, pues era allí donde la defensa parecía más incierta en caso de que el enemigo atacase resueltamente y con tropas numerosas. Llevaron los caballos más lejos, al Abismo, dejándolos bajo la custodia de unos pocos guardias.
El Muro del Bajo tenía veinte pies de altura y el espesor suficiente como para que cuatro hombres caminaran de frente todo a lo largo del adarve, protegido por un parapeto al que sólo podía asomarse un hombre muy alto. De tanto en tanto había troneras en el parapeto de piedra. Se llegaba a este baluarte por una escalera que descendía desde una de las puertas del patio exterior de la fortaleza; otras tres escaleras subían detrás desde el Abismo hasta la muralla; pero la fachada era lisa y las grandes piedras empalmaban unas con otras tan ajustadamente que no había en las uniones ningún posible punto de apoyo para el pie, y las de más arriba eran anfractuosas como las rocas de un acantilado tallado por el mar.
Gimli estaba apoyado contra el parapeto del muro. Legolas, sentado a sus pies, jugueteaba con el arco y escudriñaba la oscuridad.
-Esto me gusta más -dijo el enano pisando las piedras-. El corazón siempre se me anima en las cercanías de las montañas. Hay buenas rocas aquí. Esta región tiene los huesos sólidos. Podía sentirlos bajo los pies cuando subíamos desde el foso. Dadme un año y un centenar de los de mi raza y haré de este lugar un baluarte donde los ejércitos se estrellarán como un oleaje.
-No lo dudo -dijo Legolas-. Pero tú eres un enano, y los enanos son gente extraña. A mí no me gusta este lugar y sé que no me gustará más a la luz del día. Pero tú me reconfortas, Gimli, y me alegro de tenerte cerca con tus piernas robustas y tu hacha poderosa. Desearía que hubiera entre nosotros más de los de tu raza. Pero más daría aún por un centenar de arqueros del Bosque Negro. Los necesitaremos. Los Rohirrim tienen buenos arqueros a su manera, pero hay muy pocos aquí, demasiado pocos.
-Está muy oscuro para hablar de estas cosas -dijo Gimli-. En realidad, es hora de dormir. ¡Dormir! Nunca un enano tuvo tantas ganas de dormir. Cabalgar es faena pesada. Sin embargo, el hacha no se está quieta en mi mano. ¡Dadme una hilera de cabezas de orcos y espacio suficiente para blandir el hacha y todo mi cansancio desaparecerá!
El tiempo pasó, lento. A lo lejos, en el valle, ardían aún unas hogueras desperdigadas. Las huestes de Isengard avanzaban en silencio y las antorchas trepaban serpeando por la cañada en filas innumerables.
De súbito, desde la empalizada, llegaron los alaridos y los feroces gritos de guerra de los hombres. Teas encendidas asomaron por el borde y se amontonaron en el foso en una masa compacta. En seguida se dispersaron y desaparecieron. Los hombres volvían al galope a través del campo y subían por la rampa hacia Cuernavilla. La retaguardia del Folde Oeste se había visto obligada a replegarse.
-¡El enemigo está ya sobre nosotros! -dijeron-. Hemos agotado nuestras flechas y dejamos en la empalizada un tendal de orcos. Pero esto no los detendrá mucho tiempo. Ya están escalando la rampa en distintos puntos, en filas cerradas como un hormiguero en marcha. Pero les hemos enseñado a no llevar antorchas.
Había pasado ya la medianoche. El cielo era un espeso manto de negrura y la quietud del aire pesado anunciaba una tormenta. De pronto un relámpago enceguecedor rasgó las nubes. Las ramas luminosas cayeron sobre las colinas del este. Durante un instante los vigías apostados en los muros vieron todo el espacio que los separaba de la empalizada: iluminado por una luz blanquísima, hervía, pululaba de formas negras, algunas burdas y achaparradas, otras gigantescas y amenazadoras, con cascos altos y escudos negros. Centenares y centenares de estas formas seguían descolgándose en tropel desde la empalizada y a través del foso. La marca oscura subía como un oleaje hasta los muros, de risco en risco. En el valle retumbó el trueno y se descargó una lluvia lacerante.
Las flechas, no menos copiosas que el aguacero, silbaban por encima de los parapetos y caían sobre las piedras restallando y chisporroteando. Algunas encontraban un blanco.
Había comenzado el ataque al Abismo de Helm, pero dentro no se oía ningún ruido, ningún desafío; nadie respondía a las flechas enemigas.
Las huestes atacantes se detuvieron, desconcertadas por la amenaza silenciosa de la piedra y el muro. A cada instante, los relámpagos desgarraban las tinieblas. De pronto, los orcos prorrumpieron en gritos agudos agitando lanzas y espadas y disparando una nube de flechas contra todo cuanto se veía por encima de los parapetos; y los hombres de la Marca, estupefactos, se asomaron sobre lo que parecía un inmenso trigal negro sacudido por un vendaval de guerra, y cada espiga era una púa erizada y centelleante.
Resonaron las trompetas de bronce. Los enemigos se abalanzaron en una marejada violenta, unos contra el Muro del Bajo, otros hacia la explanada y la rampa que subía hasta las puertas de Cuernavilla. Era un ejército de orcos gigantescos y montañeses salvajes de las Tierras Oscuras. Vacilaron un instante y luego reanudaron el ataque. El resplandor fugaz de un relámpago iluminó en los cascos y los escudos la insignia siniestra, la mano de Isengard. Llegaron a la cima de la roca; avanzaron hacia los portales.
Entonces, por fin, hubo una respuesta: una tormenta de flechas les salió al encuentro, y una granizada de pedruscos. Sorprendidos, las criaturas titubearon, se desbandaron y emprendieron la fuga; pero en seguida volvieron a la carga, dispersándose y atacando de nuevo, y cada vez, como una marea creciente, se detenían en un punto más elevado. Resonaron otra vez las trompetas y una horda saltó hacia adelante, vociferando. Llevaban los escudos en alto como formando un techo y empujaban en el centro dos troncos enormes. Tras ellos se amontonaban los arqueros orcos, lanzando una lluvia de dardos contra los arqueros apostados en los muros. Llegaron por fin a las puertas. Los maderos crujieron al resquebrajarse, cediendo a los embates de los árboles impulsados por brazos vigorosos. Si un orco caía, aplastado por una piedra que se despeñaba, otros dos corrían a reemplazarlo. Una y otra vez los grandes arietes golpearon la puerta.
Eomer y Aragorn estaban juntos, de pie sobre el Muro del Bajo. Oían el rugido de las voces y los golpes sordos de los arietes; de pronto, a la luz de un relámpago, advirtieron el peligro que amenazaba a las puertas.
-¡Vamos! -dijo Aragorn-. ¡Ha llegado la hora de las espadas!
Rápidos como el fuego, corrieron a lo largo del muro, treparon las escaleras y subieron al patio exterior en lo alto del Peñón. Mientras corrían, reunieron un puñado de valientes espadachines. En un ángulo del muro de la fortaleza había una pequeña poterna que se abría al oeste, en un punto en el que el acantilado avanzaba hacia el castillo. Un sendero estrecho y sinuoso descendía hasta la puerta principal, entre el muro y el borde casi vertical del Peñón. Eomer y Aragorn franquearon la puerta de un salto, seguidos por sus hombres. En un solo relámpago las espadas salieron de las vainas.
-¡Gúthwinë! - exclamó Eomer -. ¡Gúthwinë por la Marca!
-¡Andúril! - exclamó Aragorn -. ¡Andúril por los Dúnedain!
Atacando de costado, se precipitaron sobre los salvajes. Andúril subía y bajaba, resplandeciendo con un fuego blanco. Un grito se elevó desde el muro y la torre.
-¡Andúril! ¡Andúril va a la guerra! ¡La Espada que estuvo Rota brilla otra vez!
Aterrorizadas, las criaturas que manejaban los arietes los dejaron caer y se volvieron para combatir; pero el muro de escudos se quebró como atravesado por un rayo y los atacantes fueron barridos, abatidos o arrojados por encima del Peñón al torrente pedregoso. Los arqueros orcos dispararon sin tino todas sus flechas y luego huyeron.
Eomer y Aragorn se detuvieron un momento frente a las puertas. El trueno rugía ahora en la lejanía. Los relámpagos centelleaban aún a la distancia entre las montañas del sur. Un viento inclemente soplaba otra vez desde el norte. Las nubes se abrían y se dispersaban, y aparecieron las estrellas; y por encima de las colinas que bordeaban el Valle del Bosque la luna surcó el cielo hacia el oeste, con un brillo amarillento en los celajes de la tormenta.
-No hemos llegado a tiempo -dijo Aragorn, mirando los portales. Los golpes de los arietes habían sacado de quicio los grandes goznes y habían doblado las trancas de hierro; muchos maderos estaban rotos.
-Sin embargo, no podemos quedarnos aquí, de este lado de los muros, para defenderlos -dijo Eomer-. ¡Mira! -Señaló hacia la explanada. Una apretada turba de orcos y hombres volvía a congregarse más allá del río. Ya las flechas zumbaban y rebotaban en las piedras de alrededor. -¡Vamos! Tenemos que volver y amontonar piedras y vigas y bloquear las puertas por dentro. ¡Vamos ya!
Dieron media vuelta y echaron a correr. En ese momento, unos diez o doce orcos que habían permanecido inmóviles y como muertos entre los cadáveres, se levantaron rápida y sigilosamente, y partieron tras ellos. Dos se arrojaron al suelo y tomando a Eomer por los talones lo hicieron trastabillar y caer, y se le echaron encima. Pero una pequeña figura negra en la que nadie había reparado emergió de las sombras lanzando un grito ronco.
-Baruk Khazâd! Khazâd ai-mênu!
Un hacha osciló como un péndulo. Dos orcos cayeron, decapitados. El resto escapó.
En el momento en que Aragorn acudía a auxiliarlo, Eomer se levantaba trabajosamente.
Cerraron la poterna y amontonando piedras barricaron los portales de hierro. Cuando todos estuvieron dentro, a salvo, Eomer se volvió.
-Te doy las gracias, Gimli hijo de Glóin! -dijo-. No sabía que tú estabas con nosotros en este encuentro. Pero más de una vez el huésped a quien nadie ha invitado demuestra ser la mejor compañía. ¿Como apareciste por allí?
-Yo os había seguido para ahuyentar el sueño -dijo Gimli-; pero miré a los montañeses y me parecieron demasiado grandes para mí; entonces me senté en una piedra a admirar la destreza de vuestras espadas.
-No me será fácil devolverte el favor que me has prestado -dijo Eomer.
-Quizá se te presenten otras muchas oportunidades antes de que pase la noche -rió el enano-. Pero estoy contento. Hasta ahora no había hachado nada más que leña desde que partí de Moría.
-¡Dos! -dijo Glmli acariciando el hacha. Había regresado a su puesto en el muro.
-¿Dos? -dijo Legolas-. Yo he hecho más que eso, aunque ahora tenga que buscar a tientas las flechas malgastadas; me he quedado sin ninguna. De todos modos, estimo en mi haber por lo menos veinte. Pero son sólo unas pocas hojas en todo un bosque.
Ahora las nubes se dispersaban rápidamente y la luna declinaba clara y luminosa. Pero la luz trajo pocas esperanzas a los Caballeros dé la Marca. Las fuerzas del enemigo, antes que disminuir, parecían acrecentarse; y nuevos refuerzos llegaban al valle y cruzaban el foso. El enfrentamiento en el Peñón había sido sólo un breve respiro. El ataque contra las puertas se redobló. Las huestes de Isengard rugían como un mar embravecido contra el Muro del Bajo. Orcos y montañeses iban y venían de un extremo al otro arrojando escalas de cuerda por encima de los parapetos, con tanta rapidez que los defensores no atinaban a cortarlas o desengancharlas. Habían puesto ya centenares de largas escalas. Muchas caían rotas en pedazos, pero eran reemplazadas en seguida, y los orcos trepaban por ellas como los monos en los oscuros bosques del sur. A los pies del muro, los cadáveres y los despojos se apilaban como pedruscos en una tormenta; el lúgubre montículo crecía y crecía, pero el enemigo no cejaba.
Los hombres de Rohan empezaban a sentirse fatigados. Habían agotado todas las flechas y habían arrojado todas las lanzas; las espadas estaban melladas y los escudos hendidos. Tres veces Aragorn y Eomer consiguieron reorganizarlos y darles ánimo, y tres veces Andúril flameó en una carga desesperada que obligó al enemigo a alejarse del muro.
De pronto un clamor llegó desde atrás, desde el Abismo. Los orcos se habían escabullido como ratas hacia el canal. Allí, al amparo de los peñascos, habían esperado a que el ataque creciera y que la mayoría de los defensores estuviese en lo alto del muro. En ese momento cayeron sobre ellos. Ya algunos se habían arrojado a la garganta del Abismo y estaban entre los caballos, luchando con los guardias.
Con un grito feroz cuyo eco resonó en los riscos vecinos, Gimli saltó del muro.
-Khazâd! Khazâd! - Pronto tuvo en qué ocuparse. -¡Ai-oi! - gritó -. ¡Los orcos están detrás del muro! ¡Ai-oi! Ven aquí, Legolas. ¡Hay bastante para los dos! Khazâd ai-mênu!
Gamelin el viejo observaba desde lo alto de Cuernavilla y escuchaba por encima del tumulto la poderosa voz del enano.
-¡Los orcos están en el Abismo! -gritó-. ¡Helm! ¡Helm! ¡Adelante, Helmingas! -mientras bajaba a saltos la escalera del Peñón, seguido por numerosos hombres del Folde Oeste.
El ataque fue tan feroz como súbito y los orcos perdieron terreno. Arrinconados en los angostos desfiladeros de la garganta, todos fueron muertos o cayeron aullando al precipicio frente a los guardias de las cavernas ocultas.
-¡Veintiuno! -exclamó Gimli. Blandió el hacha con ambas manos y el último orco cayó tendido a sus pies-. ¡Ahora mi haber supera otra vez al de maese Legolas!
-Hemos de cerrar esta cueva de ratas -dijo Gamelin-. Se dice que los enanos son diestros con las piedras. ¡Ayúdanos, maestro!
-Nosotros no tallamos la piedra con hachas de guerra, ni con las uñas -dijo Gimli-. Pero ayudaré tanto como pueda.
Juntaron todos los guijarros y cantos rodados que encontraron en las cercanías y bajo la dirección de Gimli los hombres del Folde Oeste bloquearon la parte interior del canal, dejando sólo una pequeña abertura. Asfixiada en su lecho, la Corriente del Bajo, crecida por la lluvia, se agitó y burbujeó, y se expandió entre los peñascos en frías lagunas.
-Estará más seco allá arriba -dijo Gimli-. ¡Ven, Gamelin, veamos cómo marchan las cosas sobre la muralla!
Trepó al adarve y allí encontró a Legolas en compañía de Aragorn y Eomer. El elfo estaba afilando el largo puñal. Había ahora una breve tregua en el combate, pues el intento de atacar desde el agua había sido frustrado.
-¡Veintiuno! -dijo Gimli.
-¡Magnífico! - dijo Legolas -. Pero ahora mi cuenta asciende a dos docenas. Aquí arriba han trabajado los puñales.
Eomer y Aragorn se apoyaban extenuados en las espadas. A lo lejos, a la izquierda, el fragor y el clamor de la batalla volvía a elevarse en el Peñón. Pero Cuernavilla se mantenía aún intacta, como una isla en el mar. Las puertas estaban en ruinas, aunque ningún enemigo había traspuesto aún la barricada de vigas y piedras.
Aragorn contemplaba las pálidas estrellas y la luna que declinaba ahora por detrás de las colinas occidentales que cerraban el valle.
-Esta noche es larga como años -dijo-. ¿Cuánto tardará en llegar el día?
-El amanecer no está lejos -dijo Gamelin, que había subido al adarve y se encontraba ahora al lado de Aragorn-. Pero la luz del día no habrá de ayudarnos, me temo.
-Sin embargo el amanecer es siempre una esperanza para el hombre -dijo Aragorn.
-Pero estas criaturas de Isengard, estos semi-orcos y hombres-bestiales fabricados por las artes inmundas de Saruman, no retrocederán a la luz del sol -dijo Gamelin-. Tampoco lo harán los montañeses salvajes. ¿No oyes ya sus voces?
-Las oigo -dijo Eomer-, pero a mis oídos no son más que griteríos de pájaros y alaridos de bestias.
-Sin embargo hay muchos que gritan en la lengua de las Tierras Pardas -dijo Gamelin-. Yo la conozco. Es una antigua lengua de los hombres y en otros tiempos se hablaba en muchos de los valles occidentales de la Marca. ¡Escucha! Nos odian y están contentos; pues nuestra perdición les parece segura. «¡El rey, el rey!», gritan. «¡Capturaremos al rey! ¡Muerte para los Forgoil! ¡Muerte para los Cabeza-de-Paja! ¡Muerte para los ladrones del Norte!» Esos son los nombres que nos dan. No han olvidado en medio milenio la ofensa que les infligieran los señores de Gondor al otorgar la Marca a Eorl el joven y aliarse con él. Este antiguo odio ha inflamado a Saruman. Y son feroces cuando se excitan. No los detendrán las luces del alba ni las sombras del crepúsculo, hasta que hayan tomado prisionero a Théoden, o ellos mismos hayan sucumbido.
-A pesar de todo a mí el amanecer me llena de esperanzas -dijo Aragorn-. ¿No se dice acaso que ningún enemigo tomo jamás Cuernavilla, cuando la defendieron los hombres?
-Así dicen las canciones -dijo Eomer.
-¡Entonces defendámosla y confiemos! -dijo Aragorn.
Hablaban aún cuando las trompetas resonaron otra vez. Hubo un estallido atronador, una brusca llamarada y humo. Las aguas de la Corriente del Bajo se desbordaron siseando en burbujas de espuma. Un boquete acababa de abrirse en el muro y ya nada podía contenerlas. Una horda de formas oscuras irrumpió como un oleaje.
-¡Brujerías de Saruman! -gritó Aragorn-. Mientras nosotros conversábamos volvieron a meterse en el agua. ¡Han encendido bajo nuestros pies el fuego de Orthanc! ¡Elendil, Elendil! -gritó saltando al foso; pero ya había un centenar de escalas colgadas de las almenas. Desde arriba y desde abajo del muro se lanzó el último ataque: demoledor como una ola oscura sobre una duna, barrió a los defensores. Algunos de los caballeros, obligados a replegarse más y más sobre el Abismo, caían peleando, mientras retrocedían hacia las cavernas oscuras. Algunos volvieron directamente a la ciudadela.
Una ancha escalera subía del Abismo al Peñón y a la poterna de Cuernavilla. Casi al pie de esa escalera se erguía Aragorn. Andúril le centelleaba aún en la mano y el terror de la espada arredró todavía un momento al enemigo, mientras los hombres que podían llegar a la escalera subían uno a uno hacia la puerta. Atrás, arrodillado en el peldaño más alto, estaba Legolas. Tenía el arco preparado, pero sólo había conseguido rescatar una flecha, y ahora espiaba, listo para dispararla sobre el primer orco que se atreviera a acercarse.
-Todos los que han podido escapar están ahora a salvo, Aragorn -gritó-. ¡Volvamos!
Aragorn giró sobre sus talones y se lanzó escaleras arriba, pero el cansancio le hizo tropezar y caer. Sin perder un instante, los enemigos se precipitaron a la escalera. Los orcos subían vociferando, extendiendo los largos brazos para apoderarse de Aragorn. El que iba a la cabeza cayó con la última flecha de Legolas atravesada en la garganta, pero eso no detuvo a los otros. De pronto, un peñasco enorme, lanzado desde el muro exterior, se estrelló en la escalera, arrojándolos otra vez al Abismo. Aragorn ganó la puerta, que al instante se cerró tras él con un golpe.
-Las cosas andan mal, mis amigos -dijo, enjugándose con el brazo el sudor de la frente.
-Bastante mal -dijo Legolas-, pero aún nos quedan esperanzas, mientras tú nos acompañes. ¿Dónde está Gimli?
-No sé -respondió Aragorn-. La última vez que lo vi estaba peleando detrás del muro, pero la acometida nos separó.
-¡Ay! Estas son malas noticias -dijo Legolas.
-Gimli es fuerte y valeroso -dijo Aragorn-. Esperemos que vuelva sano y salvo a las cavernas. Allí, por algún tiempo, estará seguro. Más que nosotros. Un refugio de esa naturaleza es el ideal de un enano.
-Eso es lo que espero -dijo Legolas-. Pero me gustaría que hubiera venido por aquí. Quería decirle a maese Gimli que mi cuenta asciende ahora a treinta y nueve.
-Si consigue llegar a las cavernas volverá a sobrepasarte -dijo Aragorn riendo-. Nunca vi un hacha en manos tan hábiles.
-Necesito ir en busca de algunas flechas -dijo Legolas-. Quisiera que la noche terminase de una vez, así tendría mejor luz para tomar puntería.
Aragorn entró en la ciudadela. Allí se enteró consternado de que Eomer no había regresado a Cuernavilla.
-No, no ha vuelto al Peñón -dijo uno de los hombres del Folde Oeste-. Cuando lo vi por última vez estaba reuniendo hombres y combatiendo a la entrada del Abismo. Gamelin lo acompañaba y también el enano; pero no pude acercarme a ellos.
Aragorn cruzó a grandes trancos el patio interior, y subió a una cámara alta de la torre. Allí, una silueta sombría recortada contra una ventana angosta, estaba el rey, mirando hacia el valle.
-¿Qué hay de nuevo, Aragorn? -preguntó.
-Se han apoderado del Muro del Bajo, señor, y han barrido a los defensores; pero muchos han venido a refugiarse aquí, en el Peñón.
-¿Está Eomer aquí?
-No, señor. Pero muchos de vuestros hombres se replegaron en el Abismo; y algunos dicen que Eomer estaba entre ellos. Allí, en los desfiladeros, podrían contener el avance del enemigo y llegar a las cavernas. Qué esperanzas de salvarse tendrán entonces, no lo sé.
-Más que nosotros. Provisiones en abundancia, según dicen. Y allí el aire es puro gracias a las grietas en lo alto de las paredes de roca. Nadie puede entrar por la fuerza contra hombres decididos. Podrán resistir mucho tiempo.
-Pero los orcos han traído una brujería desde Orthanc -dijo Aragorn-. Tienen un fuego que despedaza las rocas y con él tomaron el Muro. Si no llegan a entrar en las cavernas, podrían encerrar allí a los ocupantes. Pero ahora hemos de concentrar todos nuestros pensamientos en la defensa.
-Me muero de impaciencia en esta prisión -dijo Théoden-. Si hubiera podido empuñar una lanza, cabalgando al frente de mis hombres, habría sentido quizás otra vez la alegría del combate, terminando así mis días. Pero de poco sirvo estando aquí.
-Aquí al menos estáis protegido por la fortaleza más inexpugnable de la Marca -dijo Aragorn-. Más esperanzas tenemos de defendemos aquí en Cuernavilla que en Edoras y aun allá arriba en las montañas de El Sagrario.
-Dicen que Cuernavilla no ha caído nunca bajo ningún ataque -dijo Théoden-; pero esta vez mi corazón teme. El mundo cambia y todo aquello que alguna vez parecía invencible hoy es inseguro. ¿Cómo podrá una torre resistir a fuerzas tan numerosas y a un odio tan implacable? De haber sabido que las huestes de Isengard eran tan poderosas, quizá no hubiera tenido la temeridad de salirles al encuentro, pese a todos los artificios de Gandalf. El consejo no parece ahora tan bueno como al sol de la mañana.
-No juzguéis el consejo de Gandalf, señor, hasta que todo haya terminado -dijo Aragorn.
-El fin no está lejano -dijo el rey-. Pero yo no acabaré aquí mis días, capturado como un viejo tejón en una trampa. Crinblanca y Hasufel y los caballos de mi guardia están aquí, en el patio interior. Cuando amanezca, haré sonar el cuerno de Helm, y partiré. ¿Cabalgarás conmigo, tú hijo de Arathorn? Quizá nos abramos paso, o tengamos un fin digno de una canción... si queda alguien para cantar nuestras hazañas.
-Cabalgaré con vos -dijo Aragorn.
Despidiéndose, volvió a los muros, y fue de un lado a otro reanimando a los hombres y prestando ayuda allí donde la lucha era violenta. Legolas iba con él. Allá abajo estallaban fuegos que conmovían las piedras. El enemigo seguía arrojando ganchos y tendiendo escalas. Una y otra vez los orcos llegaban a lo alto del muro exterior y otra vez eran derribados por los defensores.
Por fin llegó Aragorn a lo alto de la arcada que coronaba las grandes puertas, indiferente a los dardos del enemigo. Mirando adelante, vio que el cielo palidecía en el este. Alzó entonces la mano vacía, mostrando la palma, para indicar que deseaba parlamentar.
Los orcos vociferaban y se burlaban.
-¡Baja! ¡Baja! -le gritaban-. Si quieres hablar con nosotros, ¡baja! ¡Tráenos a tu rey! Somos los guerreros Uruk-hai. Si no viene, iremos a sacarlo de su guarida. ¡Tráenos al cobardón de tu rey!
-El rey saldrá o no, según sea su voluntad -dijo Aragorn.
-Entonces ¿qué haces tú aquí? -le dijeron-. ¿Qué miras? ¿Quieres ver la grandeza de nuestro ejército? Somos los guerreros Uruk-hai.
-He salido a mirar el alba -dijo Aragorn.
-¿Qué tiene que ver el alba? -se mofaron los orcos-. Somos los Uruk-hai; no dejamos la pelea ni de noche ni de día, ni cuando brilla el sol o ruge la tormenta. Venimos a matar, a la luz del sol o de la luna. ¿Qué tiene que ver el alba?
-Nadie sabe qué habrá de traer el nuevo día -dijo. Aragorn-. Alejaos antes de que se vuelva contra vosotros.
-Baja o te abatiremos -gritaron-. Esto no es un parlamento. No tienes nada que decir.
-Todavía tengo esto que decir -respondió Aragorn-. Nunca un enemigo ha tomado Cuernavilla. Partid, de lo contrario ninguno de vosotros se salvará. Ninguno quedará con vida para llevarlas noticias al Norte. No sabéis qué peligro os amenaza.
Era tal la fuerza y la majestad que irradiaba Aragorn allí de pie, a solas, en lo alto de las puertas destruidas, ante el ejército de sus enemigos, que muchos de los montañeses salvajes vacilaron y miraron por encima del hombro hacia el valle y otros echaron miradas indecisas al cielo. Pero los orcos se reían estrepitosamente; y una salva de dardos y flechas silbó por encima del muro, en el momento en que Aragorn bajaba de un salto.
Hubo un rugido y una intensa llamarada. La bóveda de la puerta en la que había estado encaramado se derrumbó convertida en polvo y humo. La barricada se desperdigó como herida por el rayo. Aragorn corrió a la torre del rey.
Pero en el momento mismo en que la puerta se desmoronaba y los orcos aullaban alrededor preparándose a atacar, un murmullo se elevó detrás de ellos, como un viento en la distancia, y creció hasta convertirse en un clamor de muchas voces que anunciaban extrañas nuevas en el amanecer. Los orcos, oyendo desde el Peñón aquel rumor doliente, vacilaron y miraron atrás. Y entonces, súbito y terrible, el gran cuerno de Helm resonó en lo alto de la torre.
Todos los que oyeron el ruido se estremecieron. Muchos orcos se arrojaron al suelo boca abajo, tapándose las orejas con las garras. Y desde el fondo del Abismo retumbaron los ecos, como si en cada acantilado y en cada colina un poderoso heraldo soplara una trompeta vibrante. Pero los hombres apostados en los muros levantaron la cabeza y escucharon asombrados: aquellos ecos no morían. Sin cesar resonaban los cuernos de colina en colina; ahora más cercanos y potentes, respondiéndose unos a otros, feroces y libres.
-¡Helm! ¡Helm! -gritaron los caballeros-. ¡Helm ha despertado y retorna a la guerra! ¡Helm ayuda al Rey Théoden!
En medio de este clamor, apareció el rey. Montaba un caballo blanco como la nieve; de oro era el escudo y larga la lanza. A su diestra iba Aragorn, el heredero de Elendil, y tras él cabalgaban los señores de la Casa de Eorl el joven. La luz se hizo en el cielo. Partió la noche.
-¡Adelante, Eorlingas!
Con un grito y un gran estrépito se lanzaron al ataque. Rugientes y veloces salían por los portales, cubrían la explanada y arrasaban a las huestes de Isengard como un viento entre las hierbas. Tras ellos llegaban desde el Abismo los gritos roncos de los hombres que irrumpían de las cavernas persiguiendo a los enemigos. Todos los hombres que habían quedado en el Peñón se volcaron como un torrente sobre el valle. Y la voz potente de los cuernos seguía retumbando en las colinas.
Avanzaban galopando sin trabas, el rey y sus caballeros. Capitanes y soldados caían o huían delante de la tropa. Ni los orcos, ni los hombres podían resistir el ataque. Corrían, de cara al valle y de espaldas a las espadas y las lanzas de los jinetes. Gritaban y gemían, pues la luz del amanecer había traído pánico y desconcierto.
Así partió el Rey Théoden de la Puerta de Helm y así se abrió paso hacia la empalizada. Allí la compañía se detuvo. La luz crecía alrededor. Los rayos del sol encendían las colinas orientales y centelleaban en las lanzas. Los jinetes, inmóviles y silenciosos, contemplaron largamente el Valle del Bajo.
El paisaje había cambiado. Donde antes se extendiera un valle verde, cuyas laderas herbosas trepaban por las colinas cada vez más altas, ahora había un bosque. Hileras e hileras de grandes árboles, desnudos y silenciosos, de ramaje enmarañado y cabezas blanquecinas; las raíces nudosas se perdían entre las altas hierbas verdes. Bajo la fronda todo era oscuridad. Un trecho de no más de un cuarto de milla separaba a la empalizada del linde de aquel bosque. Allí se escondían ahora las arrogantes huestes de Saruman, aterrorizadas por el rey tanto como por los árboles. Como un torrente habían bajado desde la Puerta de Helm hasta que ni uno solo quedó más arriba de la empalizada; pero allá abajo se amontonaban como un hervidero de moscas. Reptaban y se aferraban a las paredes del valle tratando en vano de escapar. Al este la ladera era demasiado escarpada y pedregosa; a la izquierda, desde el oeste., avanzaba hacia ellos el destino inexorable.
De improviso, en una cima apareció un jinete vestido de blanco y resplandeciente al sol del amanecer. Más abajo, en las colinas, sonaron los cuernos. Tras el jinete un millar de hombres a pie, espada en mano, bajaba de prisa las largas pendientes. Un hombre recio y de elevada estatura marchaba entre ellos. Llevaba un escudo rojo. Cuando llegó a la orilla del valle se llevó a los labios un gran cuerno negro y sopló con todas sus fuerzas.
-¡Erkenbrand! -gritaron los caballeros-. ¡Erkenbrand! ¡Contemplad al Caballero Blanco! -gritó Aragorn Gandalf ha vuelto!
-¡Mithrandir, Mithrandir! -dijo Legolas-. ¡Esto es magia pura! ¡Venid! Quisiera ver este bosque, antes que cambie el sortilegio.
Las huestes de Isengard aullaron, yendo de un lado a otro, pasando de un miedo a otro. Nuevamente sonó el cuerno de la torre. Y la compañía del rey se lanzó a la carga a través del foso de la empalizada. Y desde las colinas bajaba, saltando, Erkenbrand, señor del Folde Oeste. Y también bajaba Sombragris, brincando como un ciervo que corretea sin miedo por las montarías. Allá estaba el Caballero Blanco y el terror de esta aparición enloqueció al enemigo. Los salvajes montañeses caían de bruces. Los orcos se tambaleaban y gritaban y arrojaban al suelo las espadas y las lanzas. Huían como un humo negro arrastrado por un vendaval. Pasaron, gimiendo, bajo la acechante sombra de los árboles; y de esa sombra ninguno volvió a salir.
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