Entrevista a Thomas Howard
Michael Waldstein Y Fabrizio Begossi
Thomas
Howard es profesor de Literatura Inglesa en el St. John's Seminary de Brighton,
Massachussets. Convertido al catolicismo del protestantismo evangélico, Howard
es autor de un libro famoso: Evangelical is not enough. Amigo de C. S. Lewis
y experto en la obra de Charles Williams, ambos fueron miembros del círculo
de los Inklings, al que también pertenecía Tolkien. Thomas Howard ha llevado
recientemente un curso sobre El Señor de los Anillos en el International Theological
Institute de Gaming. Cuando von Baltasar visitó los Estados Unidos por primera
vez quiso conocer a Tom Howard, el autor del libro The novels of Charles Williams
(Nueva York, Oxford Universiy Press, 1983)
Ante todo, ¿tiene sentido hablar de El Señor de los Anillos como de una «obra maestra católica» o, tras los intentos de apropiárselo por parte de derecha e izquierda, es preferible no arriesgarse, por así decirlo, a bautizar lo que principalmente es un cuento precioso?
Tanto a un nivel superficial como en profundidad estamos autorizados a hablar de El Señor de los Anillos como de una «obra maestra católica». Es el mismo Tolkien quien nos confiere este derecho, puesto que dijo que no habría podido escribir la saga si no hubiera sido católico. Además, él ha identificado en muchos elementos de la narración una analogía específica con categorías católicas (en una conversación con Clyde Kilby dijo que consideraba a Gandalf un ángel). A un nivel más profundo, descubrimos que toda la estructura de la Tierra Media es absolutamente comprensible para cualquier católico serio. Por ejemplo, el bien y el mal - tal como la Iglesia los entiende - no son diferentes en la Tierra Media de como los experimentamos nosotros. El mal es parasitario y no tiene otra función que la de destruir la solidez y belleza que caracterizan a la creación. Gollum es un ejemplo significativo: en origen, un hobbit, el mal le reduce después a un sibilante, gruñón, endurecido fragmento de lo que es un hobbit. Lo mismo se puede decir del paisaje de Mordor: el mal ha destruido todo lo que era maravilloso y fértil y nos ha dejado sólo montículos de cenizas y fango.
También el sufrimiento padecido “en nombre de otro” es de una importancia capital en la saga, como lo es para el catolicismo: la Compañía del Anillo soporta lo que soporta por amor a la salvación del mundo, por así decirlo. Una advertencia: Tolkien siempre ha demostrado antipatía hacia la alegoría (sostenía que la Narnia de Lewis era demasiado alegórica), así que existe el riesgo de bautizar todo con excesivo celo. Frodo no es Cristo ni tampoco Aragorn (el desconocido pero legítimo rey que va a retornar). Galadriel, por más pura y amable que pueda ser, no es una alegoría de la Virgen, si bien Tolkien reconoce que tienen cosas en común. Pero, en resumen y con la aprobación de Tolkien, podemos hablar de la saga como de una obra maestra católica. Habría que observar que es improbable que un protestante hubiera podido escribir una historia así, porque es profundamente “sacramental”. Es decir, se alcanza la salvación sólo a través de medios concretos, físicos (la Encarnación, el Gólgota, la Resurrección y la Ascensión); y la historia de Tolkien está sembrada de “sacramentos” (el lembas, el viático de los elfos, del original lennmbass, “pan de viaje”; el frasco de luz de Galadriel; el mithril, que en élfico es la plata de Moria, la verdadera-plata; la athelas, la hoja de rey, hierba con propiedades curativas llamada así por los elfos).
Más que en la comunicación de un mensaje escondido, parece que la principal virtud del libro radica en ser una gran alegoría de la vida. Como dice C.S. Lewis, «ningún otro mundo es tan patentemente objetivo» como el creado por Tolkien: los hombres son hombres de modo verdadero, los amigos más amigos de lo que solemos experimentar a diario. En resumen, la realidad transparente. ¿Cómo es posible que un mundo fantástico nos acerque a la naturaleza de las cosas?
Repito que la palabra alegoría no le gustaría a Tolkien. Le agradaría mucho más el término analogía. Los personajes, lugares y objetos de su saga no son símbolos o alegorías u otra cosa similar. Son lo que son, en primer lugar. Pero se puede decir también que son “casos ejemplares” de esto o de aquello que experimentamos en nuestro mundo “primario”. Gollum no es símbolo de un alma que se mueve velozmente hacia la condenación final, es un ejemplo significativo, reconocible en nuestro mundo, de lo que efectivamente hace el mal con una criatura. La única diferencia entre los dos mundos es que en la Tierra Media conseguimos captar la diferencia, mientras que en nuestro mundo uno puede «sonreír y sonreír, y ser un malvado» (Otello). El modo en que este mundo “fantástico” nos aproxima paradójicamente a la verdadera naturaleza de las cosas de nuestro mundo (mientras que a un observador superficial dicha fantasía le podría parecer la más tranquila evasión de la realidad) es aportándonos la distancia y perspectiva que este género narrativo posibilita. Nos toma por sorpresa cuando tenemos baja la guardia. Una vez le pregunté a Lewis por qué la Pasión de Aslan me conmovía más que el relato de la crucifixión, cuando sabía perfectamente que Aslan es “sólo” una fantasía. Lewis me respondió que cuando yo leo el Evangelio, todas mis expectativas “religiosas” están en ferviente espera («Yo DEBERÍA reaccionar de una determinada manera, o sea estar agradecido y dolorido»); en cambio, la Pasión de Aslan me pilla desprevenido y por eso puede hacer que me rinda. Del mismo modo, nos damos cuenta sorprendidos de que las mismas rocas, el agua, los bosques y las aldeas de la Tierra Media estimulan nuestra capacidad de “ver” las rocas, el agua y el resto de nuestro mundo. Cuántos de nosotros han dicho durante un paseo por la montaña, «¡Esto es tan bonito que parece que estamos en la Tierra Media!».
Seguramente, el mago Gandalf es una de las figuras más fascinantes, además de ser la más poderosa entre las que militan del lado del bien en la Tierra Media. En el fondo es un enviado de la divinidad que ha asumido los límites de la forma humana; en la primera parte de la trilogía muere (luchando con un ser demoníaco en las entrañas de la tierra) para después resucitar purificado. ¿Por qué Gandalf parece gastar sus energías sobre todo en que cada uno se comprometa libremente en la lucha contra el mal?
Gandalf emplea sus titánicas energías de forma tan desinteresada porque, por así decirlo, “así están las cosas”. Es decir, uno de los misterios de la naturaleza de las cosas (en nuestro mundo y en la Tierra Media) es que el Bien debe ser elegido, no impuesto. Tal libertad parece ser una cualidad peculiar del Bien. La coerción no conduce nunca, ni a los hombres ni a los elfos, al bien. Gandalf lo sabe. Por eso llega sólo hasta cierto punto. No puede agitar su bastón para alejar el Anillo, y tampoco puede hacer que Saruman vuelva a ser bueno. Él es servidor del Bien, no lo posee.
Frodo ha recibido el Anillo, por lo que le corresponde a él procurar su destrucción; Gandalf, que sería sin duda el más cualificado para hacerlo, no trata nunca de sustituirle, sino que le exhorta a llevar a término su tarea, igual que los demás miembros de la compañía del Anillo. En el tramo final de la subida al Monte del Destino, Frodo no es capaz de proseguir y Sam, no pudiendo llevar la “carga” en su lugar aun faltando pocos metros, se carga a su amigo sobre la espalda. Amistad y tarea: ¿hay un vínculo entre ellas? Además, es destacable la tierna amistad que liga a los hobbits. ¿Qué es la amistad en El Señor de los Anillos?
Ciertamente, la amistad en El Señor de los Anillos es afín a lo que Lewis sitúa en The four loves (Los cuatro amores, publicado en castellano por Rialp, ndr.) como la categoría phileo. Es una de las manifestaciones del amor. No podría existir amistad entre los orcos, o entre los Jinetes Negros. Sauron odia a sus siervos. Pero el Bien depende, por así decirlo, de este vínculo desinteresado entre Frodo y Sam, o entre todos los miembros de la Compañía del anillo, ya que es una característica de la verdadera felicidad (y deriva del bien) el hecho de que «soportemos los unos los pesos de los otros y así cumplamos la ley» de Cristo en nuestra historia y el Bien en la Tierra Media. Es doblemente apropiado que sea Frodo quien deba ser el portador del Anillo. Primero, esto engañará a Sauron, sólo divertido con la idea de que los “medianos” puedan emprender una tarea tan espantosa; segundo, Dios ha elegido a quien es débil en este mundo para confundir a los fuertes (y podríamos traducir todo ello en términos “tolkianos” sin demasiada dificultad). El mismo poder de Gandalf sería peligroso si fuese él el portador del anillo, y lo sabe, así como también son conscientes Galadriel y Elrond. Los hobbits no están, por naturaleza, muy interesados en el poder; por eso hay un aspecto de su naturaleza que “coopera con” la gracia, o con lo que queremos llamar “gracia” en la saga.
Hablemos de la película: uno de los cortes más relevantes que Peter Jackson ha efectuado en la película es el que afecta al personaje de Tom Bombadil, totalmente suprimido. ¿Qué pierde El Señor de los Anillos sin esta especie de hombre primigenio, sin pecado original, y su sorprendente relación con la naturaleza?
La película pierde mucho eliminando la figura de Tom Bombadil. Pero, por otra parte, Tom escaparía a todos los recursos cinematográficos, aunque fuera el director más genial quien tratara de mostrárnoslo. El resultado cinematográfico sería una triste parodia del gozo puro y sencillo, de la libertad y de la alegría de Tom. Hay cualidades que sólo pueden expresarse en formas determinadas (puedes capturar ciertas emociones sólo cuando la soprano alcanza el la bemol; se pueden vislumbrar ciertos aspectos de lo inefable en los arcos de Chartres y de ninguna otra manera; ciertos aspectos del dolor se revelan únicamente en la Piedad). El cine fracasaría - tal vez cualquier modalidad de representación visible fracasaría - en la representación de Tom Bombadil. Lo que pierde la película, sin duda, es precisamente la espléndida y risueña inocencia de Tom. Este personaje tiene algunas cualidades en común con Adán antes de la caída; por ejemplo, él es el “Señor” del Bosque Viejo, no es el propietario. Tolkien sostenía que su historia necesitaba de una imagen como la suya, de pura, sencilla e inmaculada bondad, que estuviera en fuerte contraste con todo el mal presente en aquella tierra. Por más que sean buenos Gandalf, Elrond, Galadriel y Bárbol, por no hablar de los hobbits, en Bombadil hallamos una especial epifanía de bondad pura.
Boromir, Denethor, Saruman y Gollum son algunos ejemplos de personajes corrompidos en diferente medida por el Anillo. Su poder parece actuar sobre una predisposición presente en todos, incluido Frodo, pervirtiendo un deseo cuya raíz es positiva. ¿En qué consiste la tentación del Anillo?
El Anillo en la Tierra Media debe ser análogo en algunos aspectos al “fruto” del Edén. Su promesa es la de volverte sabio y poderoso, de elevarte por encima de tu condición propia en la Tierra Media se diría tu “clase” y hacer de ti un dios. El bien que puede estar en la raíz de esta vulnerabilidad es la conciencia que tiene cualquier criatura inteligente - hobbit, hombre o elfo - de la dignidad de su propia persona. El problema es que esta conciencia se transforma enseguida en “ambición”, de acuerdo con el significado originario de “desear ascender de forma ilegítima en la escala jerárquica”, manifestando así un descontento por la posición que se nos ha asignado. «Es mejor reinar sobre quienes son inferiores que servir en el cielo», dice el Satanás de Milton; y lo mismo dicen Sauron, Saruman y también Gollum, si bien la imaginación de este último parece ser miserablemente insuficiente para algo tan elevado como el poder. Simplemente él desea su tesoro. Si Adán quiere ser un dios, trágicamente pierde la majestad que es propia del “hombre”; y presumiblemente, si un arcángel es devorado por la ambición de ser un dominador o un príncipe, entonces está perdido. Un arcángel o un hobbit o un Vala, cumple su destino glorioso sencillamente siendo lo que es.
En la novela, el elemento divino no participa nunca en la acción y las referencias al mismo son oscuras para quien no haya leído El Silmarillion; además, los personajes no tienen actitudes religiosas. Sin embargo, los más sabios de entre ellos se resisten a condenar sin apelación, porque todos pueden «tener un papel que recitar» antes del final: el mundo parece ordenado según un designio. ¿Qué hay más allá del mar, en occidente, y qué importancia tiene?
La aparente ausencia de un ser supremo que disponga las cosas para el Bien es un hecho naturalmente desconcertante para muchos lectores de la trilogía. “Dios” no interviene nunca. Los personajes parecen abandonados a sí mismos, y hacen lo que pueden contra el Mal. Éste es un hallazgo genial de Tolkien. En los cuentos suele haber algún talismán que lo arregla todo. En la Tierra Media no existe. La razón es que el relato de Tolkien se sitúa a un nivel infinitamente más elevado y serio que nuestros abracadabras.
Aquellos cuentos son fascinantes, pero la historia de Tolkien es tan seria como nuestra misma historia. Y uno de los aspectos desconcertantes de nuestra historia es “el silencio de Dios”. La Compañía del Anillo se afana, hace todo lo que puede con sus propios recursos, sin el lujo de recurrir a algún toque de varita que disperse a los Jinetes Negros o capture a los orcos. Y nuestra historia parece ser a menudo muy similar. ¿Dónde está Dios? Y los personajes de Tolkien no son “religiosos”. Ninguno reza sus oraciones (hay una ocasión en que Faramir y sus compañeros hacen una pausa antes de comer; pero pienso que esto como mucho puede ser comparado con el momento en el que nosotros nos preparamos para rezar, a menos que el grito «¡Oh Elbereth! ¡Gilthoniel!» sea una oración). Las fugaces referencias al Occidente y las imágenes de los elfos que «emigran, emigran, emigran» («passing, passing, passing») hacia Occidente tiñen de gloria toda la narración. «Aquí no, aquí no», parece decir esta palabra, «no está aquí tu morada definitiva». Por muy maravillosos que puedan ser lugares como la Comarca, Rivendel o Lothlórien, ninguno de ellos son la patria definitiva de la felicidad. Todo debe moverse hacia Occidente. También en este caso vemos cómo Tolkien construyó su historia de tal manera que virtualmente no resulta tan diferente de la nuestra, y adquiere por ello una gravedad que sin eso sería imposible.
¿Qué papel ha tenido Tolkien en la literatura europea del siglo XX y, en especial, en la católica?
Tolkien ha tenido un papel en el panorama literario europeo - y mundial - del siglo veinte que ha hecho enfurecer a los críticos. Sencillamente ha ignorado toda la tradición narrativa que ha reinado desde el siglo dieciocho, y por tanto la tradición de la novela “realista” y “psicológica”. Ha regresado al más antiguo y noble género narrativo, la Épica. El hombre cartesiano no posee las categorías necesarias para tratar con este tipo de cosas, si no es clasificándolas con prepotencia de “primitivas” y “frívolas”. Para un católico, la obra de Tolkien irrumpe como un río de agua límpida y fresca en medio de un pantano fétido y malsano, llevando consigo todas las glorias desaparecidas con el advenimiento de la modernidad, como la majestuosidad, la solemnidad, la inefabilidad, el temor reverencial, la pureza, la santidad, el heroísmo y la misma gloria. A Descartes y Hume les habría resultado difícil explicar qué es la gloria usando su vocabulario y, en cuanto a sus tristes sucesores, no tienen la más mínima idea de lo que se ha perdido. Tal vez Tolkien haya vuelto a introducir a los pobres hijos de la modernidad en la Gloria.
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