Tolkien: ¿Un mundo sin Dios?


Ignacio Valente
El Mercurio
Domingo 3 de Febrero de 2002

 

El mundo de "El señor de los anillos" no contiene ninguna religiosidad visible: ni Dios ni dioses ni templos ni culto. ¿Es, pues, un mundo sin Dios, como se ha dicho?

Cuando se hace una película atractiva a partir de una gran novela, se produce un beneficio literario neto: se multiplica la venta y lectura del libro, como ocurre ahora entre nosotros, por fortuna, con "El señor de los anillos". También se multiplican los comentarios periodísticos, tanto de la película como de la novela, y - como es natural- no siempre con la precisión deseable. Quiero analizar un juicio que he leído más de una vez en estos días, según el cual el mundo de esa obra sería "un mundo sin Dios".

Si se trata de una expresión puramente descriptiva, su verdad es obvia: en ese mundo de hobbits y humanos y elfos no se nombra siquiera a Dios o a dioses de ninguna especie, y sus diversos habitantes parecen del todo a-religiosos: no construyen templos, no practican ningún culto, no invocan nombres sagrados. Es justamente esa ausencia la que facilita, junto a la tradicional lectura cristiana, otras múltiples lecturas de la novela: por ejemplo, la ecológica, la New Age, la naturalista, la esotérica o la simplemente neutra: todo lo cual está muy bien, porque responde a lo pluridimensional y, más aún, a lo propiamente universal de la obra de Tolkien.

Sin embargo, si queremos penetrar en la substancia épica de "El señor de los anillos", nuestras antenas literarias deben afinarse. Por de pronto, y de partida, está ya la desconcertante afirmación del propio autor, según la cual el asunto medular de esta obra suya es... Dios mismo y, a su luz, el bien y el mal: "El señor de los anillos", dice Tolkien, trata "sobre el mundo que Dios creó, el mundo real de este planeta"; los hobbits "poseen una moral universal" y "son un ejemplo de religión natural". Pero más que las declaraciones del autor, debemos analizar su texto mismo: texto y contexto.

Hay que observar aquí un primer principio interpretativo de orden formal: el género maravilloso no se aviene de suyo con referencias religiosas. Es una casi incompatibilidad de orden tanto gnoseológico como literario. En el mundo maravilloso, que se define también como mágico, misterioso y preternatural, la referencia religiosa resulta incongruente por su efecto de reduplicación (lo preternatural más lo sobrenatural), y, desde el punto de vista de las imágenes, produce una suerte de redundancia icónica. En caso de existir, esa referencia sacra debe ser levísima, como ocurre en el desenlace de "El príncipe feliz", cuando Oscar Wilde presenta a Dios felicitando al príncipe y a la golondrina, a la manera de un mínimo toque final (y aun así, puede dudarse de la coherencia de ese toque). "Alicia en el país de las maravillas" fue escrita por un clérigo, y la protagonista puede suponerse cristiana, pero allí lo maravilloso no tiene religión alguna. Incluso en el mundo de Harry Potter - dotado de una magia muy inferior- , los niños de Hogwarts no rezan al acostarse: sería un error literario que lo hicieran. Y es que, como decía Tolkien de su propia obra, ella nos entrega de por sí - por la naturaleza de Fantasía- "un lejano destello, un eco del evangelium": es suficiente. Ir más lejos sería traicionar las normas de un género al cual nuestro autor fue rigurosamente fiel.

Para precisar más los términos del problema, sugiero abordarlo por el flanco paralelo de otro gran autor, su amigo C.S. Lewis en las "Crónicas de Narnia". Nadie diría que esta última saga contiene un mundo sin Dios, porque si bien encontramos en ella la misma ausencia o prescindencia de elementos religiosos que en la saga de Tolkien, resulta obvio que las "Crónicas" son, en sí mismas, una transposición del drama de la Redención cristiana en el lenguaje del mito, y la correspondencia entre Aslan y Cristo es patente. Nada semejante se encuentra en "El señor de los anillos", pero no porque carezca de substancia teologal - la tiene al menos con la misma intensidad que las "Crónicas"- , sino por un motivo literario: porque Tolkien odiaba la alegoría tanto como Lewis la amaba.

Tolkien jamás habría consentido en correspondencias alegóricas del tipo Aslan/Cristo, es decir, en relaciones lineales entre su creación y la creación de Dios, entre su historia y la historia salvífica de la tierra. Gran parte de la fuerza de su novela mayor - fuerza literaria, y humana, y moral, y... religiosa- consiste en su carencia de simbolismo explícito, en la relación de totalidad a totalidad - nunca de parte a parte- que hay entre su mundo "subcreado" y el mundo creado por Dios. Pero tal cosa no implica ausencia de relación, sino - como sugerí- un tipo de relación total que es profundamente teologal. Tanto Lewis como Tolkien habrían estropeado sus respectivas sagas en caso de introducir un solo templo, una sola ceremonia religiosa en ellas. En ambos casos, la sustancia misma del mito es teologal, pero lo es de manera alegórica y temática en Lewis, y en Tolkien, de una manera que llamaríamos no temática (pecado, redención, apocalipsis), sino supratemática y total. Dios es el "supratema" de "El señor de los anillos". Cada autor debe interpretarse a la luz de las propias claves formales del subgénero que ha elegido.

El estudio del contexto de la novela nos lleva a la misma conclusión teologal. El contexto es, en este caso, la mitología general del mundo de Tolkien, contenida en esa dispareja obra llamada "El Silmarillion", su historia general de todas las edades, dentro de la cual la historia de "El Señor de los anillos" (ubicada al término de la Tercera Edad) ocupa sólo las tres páginas finales. Las coordenadas últimas de todo ese mundo (metafísicas pero expresadas en el lenguaje del mito) se contienen en sus páginas iniciales, que se abren así: "En el principio existía Eru, el Único, que en Arda es llamado Ilúvatar" (el nombre de Dios en élfico). He allí su "primer versículo del Génesis", su "primer artículo del Credo". Luego sigue el bellísimo relato de la creación del mundo, siempre ajustado a la sustancia cristiana de la creatio ex nihilo, de la divina Providencia, de los principios últimos del bien y del mal. La creación del mundo (como la de Narnia en Lewis) ocurre por medio de la música: ¡gran intuición! El coro de los Primeros, donde Melkor - una especie de Lucifer- desentona, es una de las parábolas más estupendas que se hayan escrito sobre la Providencia de Dios, capaz de sacar mayores bienes del mal.

El Único está presente en toda la historia - en las tres páginas o los tres tomos de "El Señor de los anillos"- a través de los Ainur, espíritus intermedios, explícitos en "El Silmarillion" e implícitos en la novela. Ellos son como los dedos de la Mano Invisible que hace posible a los pobres hobbits (y a la entera Compañía) cumplir la hazaña del anillo, tan desproporcionada a su pequeñez. De ellos procede el poder de Gandalf, así como de uno de ellos, Melkor, proceden los poderes malignos de Sauron, el Señor Oscuro de Mordor, quien a su vez instrumentaliza a Saruman. En fin, para qué seguir: el contexto teológico de "El señor de los anillos" es demasiado evidente.

Si todos estos elementos configuran lo que Tolkien llamaba "religión natural", sólo cabe añadir ahora que la "moral natural" de ese mundo es lo que, en el nuestro, llamamos ley moral natural, y cuya universalidad no puede fundarse sino en el Único, Eru. Y en efecto, la sola consideración de la pugna entre el bien y el mal en la novela nos llevaría a la misma conclusión teológica de las líneas anteriores. El meollo ético-religioso del mundo de Tolkien, la intensidad sobrenatural del conflicto moral, incluso la sugerencia de la "gracia" de lo alto, no se condicen con ningún otro contexto que no sea el judeo-cristiano, el decálogo de la Alianza antigua y a ratos el Evangelio de la nueva Alianza.

No hace falta la conciencia explícita de estas realidades subyacentes para gozar de la obra de Tolkien, ni menos de la película homónima; pero una lectura crítica e informada concluye que el mundo de "El señor de los anillos" es todo menos "un mundo sin Dios": es, para ser exactos, un mundo rebosante de la irradiación profunda de la fe cristiana, revelada en un lenguaje completamente propio: mítico, céltico-nórdico, élfico-maravilloso.

 

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