En compañía de hadas
Fernando Savater
El texto que se presenta a continuación es una transcripción del ensayo titulado "En compañía de hadas", que el profesor de Filosofía y Ética Fernando Savater (San Sebastián, 1947) dedica a El Señor de los Anillos (ESdlA) y que esta incluido dentro de su libro La infancia recuperada (Ed. Taurus, 9ª edición, 1995; páginas 151 a 163). Dicho libro es un conjunto de reflexiones sobre los diversos géneros literarios y autores que acompañaron la infancia del autor (pero también su adolescencia y juventud hasta llegar a una madura infancia): terror, policiaco, fantástico, aventura, ciencia ficción, del Oeste. Entre los escritores estudiados se encuentran Robert L. Stevenson, Borges, Zane Grey, Agatha Christie o J. R. R. Tolkien. Se trata además en último término de una defensa de la novelización y la narratividad en el ámbito de la Literatura frente a otras formas más complejas que han surgido en este siglo -algunas tan estilizadas, innovadoras y avanzadas que después de ellas se aseguró que la novela estaba muerta-.
La Primera edición de La infancia recuperada apareció en el año 1976 y al parecer el texto "En compañía de hadas" no ha sido modificado desde entonces. Algunos de los términos y nombres de ESdlA que aparecen en el ensayo no se corresponden con la traducción española de Minotauro de la obra de Tolkien. Pudieran ser traducciones que el ensayista realizara directamente leyendo Lord of the Rings en el original, aunque también pueden proceder de la famosa única edición argentina, única en español que existía en España hasta el año 78, mencionada por los traductores de Minotauro en el prólogo de Egidio, el granjero de Ham. En cualquier caso las equivalencias son fáciles de establecer: Tierra del Medio, por Tierra Media, Entes por Ents, ogros por orcos, Tenebroso Señor por Señor Oscuro, Condado por Comarca, etc.
A pesar de los libros y estudios más novedosos -en su momento- sobre Tolkien y su obra de los que se valió Savater para escribir sus reflexiones, hay que tener en cuenta que no disponía de uno de los más importantes documentos para conocer el mundo tolkieniano. Con El Silmarillion aún sin publicar la concepción que hace el ensayista de los elfos como seres risueños y despreocupados ante la Historia y el mundo que les rodea se tambalea. A ello se añade además una etimología poco discurrida que asocia Sauron con la palabra saurio y ésta con la serpiente bíblica, el Diablo. Se encuentran sin embargo en el ensayo de Savater algunas teorías y puntos de vista que no por antiguos, más de veinte años desde que fueron enunciados, dejan de ser interesantes, y que hoy día siguen siendo debatidos: el extraño -en comparación con el conjunto de personajes de ESdlA- Tom Bombadil, la concepción del Bien y del Mal, las semejanzas estéticas de Tolkien con Lovecraft, etc.
Nota preliminar, encabezados de párrafo y glosario final por Daniel Pérez Andróg.
El capricho de Tolkien: esto no es progreso literario
Quizá lo más fácil, para empezar, sea decir que El señor de los anillos es el capricho literario más logrado de los últimos cincuenta años. Como se sabe, aunque esto se olvida con frecuencia cuando se la mira desde la estrecha casamata del cientifismo o del historicismo, la literatura es libre, pero no precisamente caprichosa. Sin embargo, de vez en cuando, se consiente una obra tan independiente en temática y ejecución de lo usual en su momento, tan carente de ambiciones de progreso estilístico, que acepta tan gustosa el callejón sin salida de una forma narrativa ya exhaustivamente explorada y que se combina tan sin remordimientos en una temática que parece atañer a muy pocos, que esa denominación de "capricho" viene inevitablemente a la boca a la hora de calificarla. Creo que el carácter regresivo es esencial a esta caracterización de lo caprichoso, y sería bueno quitar al término cualquier connotación valorativa (dentro de los estrechos márgenes posibles, pues todos estamos infectados de progresismo o no menos maniáticamente aquejados de la nostalgia que se le opone) para conservarlo como relevante rasgo distintivo frente a obras consideradas fundamentalmente caprichosas y que son, aproximadamente, lo contrario de lo que por ese calificativo aquí se entiende. La deliberación del intento regresivo o del propósito renovador importan de momento poco. Un libro como el Locus solus, de Raymond Roussel (1), por ejemplo, me parece sumamente lejos de cualquier sospecha de caprichosidad, por ser una obra verdaderamente avanzada, tanto desde el punto de vista de su compleja y obsesiva estructuración a lo muñeca rusa, como por la fría calidad de su fabulación. En cambio, El señor de los anillos o el Vathek, de Beckford (2), son piezas prototípicas de capricho literario, al menos según el planteamiento anterior, que quizá sea excesivamente deudor de una concepción evolutiva de la literatura. Esta categoría de "capricho" puede tildar a la obra que la recibe de un aura de superfluidad, que sería francamente malvenida, sobre todo en tanto podría dar a suponer como reverso que lo parece recomendable o sencillamente posible es una creación literaria necesaria. Si me atengo a tan equívoco calificativo para la obra literaria de Tolkien --pese ha haberme arrepentido de él nada más emplearlo, como el avisado lector habrá deducido de todas estas penosas acotaciones-- es para abordar, de modo suficiente, la peculiaridad de la relación entre el lector y El señor de los anillos. Esta es de plena entrega o de abierto fastidio: nos hallamos ante uno de los diez o doce libros que nunca olvidaremos o de una pueril patraña inexorablemente aburrida. Tal es, a mi juicio, el sino de los caprichos, en los cuales se entra o no se entra. Como nada, ni las cuestiones en boga ni el devenir estilístico de la escritura, apoyan su lectura, los caprichos literarios son leídos también caprichosamente: si hacen vibrar la cuerda que en el lector simpatiza con su desvarío, ningún libro producirá satisfacción tan gratuita y completa por inesperada; en el caso contrario, nada rescata la extrañada hostilidad que despiertan esas páginas juntamente amaneradas e insólitas. No se le escapó esto a Tolkien, cuando señala en su prefacio a la edición en paperback de la obra que el único defecto que le encuentra es el de ser demasiado corta. Efectivamente, las más de mil páginas de concentrado texto de El señor de los anillos dejan insatisfecho al lector apasionado por este capricho, a quien no le disgustaría verlo prolongarse, al menos, otro tanto con tan generosa espontaneidad como en las mil primeras; en cambio, al lector adverso ya las primeras cien primeras cuartillas se le antojarán inaguantablemente minuciosas y el conjunto, algo así como una apoteosis de la desmesura. Lo malo --o lo bueno, según se mire-- de los caprichos literarios es que ninguna coartada cultural justifica el esfuerzo de leerlos, sino el capricho mismo, la realísima gana: no faltan las razones históricas o morales que aconsejan perderse en los fatigosos meandros de Guerra y paz incluso a los menos amantes de Tolstoi (3), pero la entrega al Señor de los anillos no puede sustentarse más que en el goce que su lectura proporciona. Una vez conquistados por Tolkien, no hay razón para abandonarlo ni para desear que se abrevie la historia con que nos encela. Pero se trata de un capricho literario excepcionalmente logrado, porque han sido millones de lectores -y no de los peores- quienes han reconocido su capricho en el capricho de Tolkien y se han paseado por los oscuros o radiantes paisajes de la Tierra del Medio, como por su largamente añorado país natal. Lo que pareció destinado al aprecio de unos cuantos extravagantes conquistó, de inmediato, a la multitud, desde los sesudos profesores exonenses, que se inclinaron con deleitado escándalo sobre la obra de su colega, hasta los hippies californianos, que adornaron sus chaquetas con medallones en que se lee: "Frodo lives" . El capricho de Tolkien ha cuajado mucho mejor de lo que el mismo esperó, probablemente, al escribirlo.
El realismo mágico, la fantasía realista y el cuento largo
Se ha descrito El señor de los anillos como el cuento de hadas más largo del mundo, caracterización que no me parece desafortunada. Esta longitud, que como ya hemos dicho el entusiasta no deplorará, es a mi juicio una de las claves del indudable acierto del libro. El esquema de la historia es tan sencillo, su moral tan directa y convencional -Luz contra Tinieblas, Honor contra Vileza, Amistad contra Odio, Belleza contra Fealdad, etcétera-, que cualquier resumen la condenaría a la más aplastante trivialidad; contada en cincuenta páginas sólo sería otra redacción de un cuento de hadas que ya hemos oído mil veces narrar, con unos u otros detalles. Pero el libro se salva precisamente de remitirnos directamente a ese Reino de las Hadas, poblado de ogros, duendecillos y brujos, árboles que hablan y lobos que rondan en la noche, cuyas convenciones más o menos genéricas conservamos en la memoria entre otros recuerdos con aroma a papilla y naftalina. Tolkien nos lo cuenta todo como si fuera la primera vez, que digo, mucho más de lo que nos contaron la primera vez. Responde todas las preguntas que los niños suelen hacer al escuchar un cuento: cómo era -casa por casa- la ciudad de los enanitos, cómo se llamaba la espada del príncipe, cuantas águilas buenas había, que comían los brujos, que había pasado antes de que empezase el cuento, cuál era el nombre y cómo eran los lugares por los que viajaban los protagonistas, cómo iban vestidos los ogros y dónde vivían, etc. Al aclarar estos detalles no se deja arrebatar nunca por lo inverosímil o lo demasiado extravagante. Una vez postulado lo fantástico, Tolkien hace de ello el más discreto uso posible. Previendo nuestra desengañada reticencia a instalarnos de lleno en lo prodigioso, nos lo va haciendo tolerable. Estamos en casa, pero no del todo; reconocemos lo que nos rodea, pero sólo hasta cierto punto. Un comentarista lo ha descrito de forma afortunada: Familiar but not too familiar, strange but no too strange. Pero la presencia de la cotidianidad, precisada del modo más realista, nos predispone a aceptar lo mágico, cuya aparición no es más portentosa de lo estrictamente necesario. Gracias a su longitud, la historia se va desgranando con todo el sosiego que exige el deliberado regodeo en los detalles y la atención sin impaciencia a cada uno de los incidentes. Pero, y esta es quizá la virtud más notoria del estilo de Tolkien, una vez aceptado su designio principal, no se le puede tachar de moroso: nunca pierde el sentido de la acción ni la remansa hasta el punto de romper el ritmo de los acontecimientos. No perder el pulso narrativo a lo largo de tantas páginas no es hazaña pequeña, y a mi juicio redime a Tolkien de muchas de sus indudables insuficiencias como escritor. Lo que, en puro argumento, no prometía más que una sencilla historieta maniquea con hadas al fondo se convierte, por obra y gracia de una hábil prolijidad, en una experiencia de lectura fascinante. Es como leer un antiguo poema mágico-épico celta contado de nuevo por Dickens (4) o Ridder Haggard (5).
[La mitología tolkieniana: el Poder, la Historia y la Ahistoria]
Es admirable la paciencia que se ejerce en inventar una especie de continente perdido, con todos sus detalles lingüísticos, históricos, geográficos o folclóricos, con el fin de ambientar convenientemente la vieja historia de san Jorge y el Dragón. La mitología que Tolkien maneja es fundamentalmente sencilla, enlaza con fuentes de sobra conocidas. Sauron, el Tenebroso Señor, es, incluso por su nombre de saurio, un nuevo avatar de la Vieja Serpiente bíblica, cuya ambición y orgullo le hizo caer desde su radiante condición querubínica al degradado estatuto de demonio tentador. A su servicio, todos los espantos que asedian sombríamente la fantasía limpia de los cuentos de hadas: oscuros espectros sin rostro de risa helada, ogros caníbales de brutal ferocidad, manadas de lobos gigantescos cuyos ojos alarman las sombras que rodean los fuegos de campamento, brujos pervertidos por su excesivo saber... Contra esta siniestra cofradía unen sus fuerzas los eternos personajes representantes del bien: enanos industriosos y pacíficos, pero no carentes de coraje; hadas benéficas, brujos de poderosa y sabia bondad, altivos príncipes de refulgente espada, espíritus elementales de los bosques y los ríos... Entre estos últimos destacan los elfos, el libre pueblo de los árboles y las colinas que cantaron Shakespeare y Kipling, la quintaesencia de la vida ilimitada, risueña, profundamente armónica, sin otra moral que la agilidad y la belleza, sin otro trabajo que la creación de juguetes maravillosos con los que intensificar sus alegres correrías. Desprovistos por su condición de los urgentes afanes de la Historia, que para ellos son sólo pretextos de hermosos cantos, encarnan lo esencialmente opuesto a la obsesión de dominio esclavizador del Tenebroso Señor, pero también a los belicosos afanes justicieros de los paladines humanos. Intervienen en la Guerra del Anillo sólo cuando la amenaza de Sauron proyecta su sombra ominosa incluso sobre su florida existencia, pero en realidad ellos no pertenecen al reino de la política y su heroísmo carece de ese toque desgarrado y patético que caracteriza al de los hombres: son valerosos con natural fluidez, sin énfasis. En general, las preferencias de Tolkien van hacia personajes poco contaminados por el comercio con la Historia: los elfos, los Entes, Tom Bombadil, incluso los mismos hobbits, a quienes solo la fatalidad arranca de su rústica mediocridad provinciana, en la que las fiestas de cumpleaños y las correrías en busca de champiñones son los acontecimientos más memorables. El idealizado mundo de las gestas caballerescas, los sublimes sacrificios y las espadas relampagueantes es una especie de sueño que a fin de cuentas siempre deja un regusto amargo en la boca. Después de todo, es el poder y el dominio lo que se pone en juego y la ambición que los ansía no es sino locura humana: es preferible que triunfen quienes son capaces de mayor generosidad dentro de la codicia de mando, pero la disputa misma pertenece al ámbito de lo ilusorio y lo desdichado, por mucho heroísmo de que sea ocasión. El guerrero más noble siempre está al borde del ramalazo demoníaco que le emparienta con la oscuridad: así la traición de Boromir o la demencia de Dénethor. Incluso Aragorn brilla a veces con un fulgor sombrío y el buen sentido de Sam descubrió en él algo profundamente inquietante desde su primer encuentro. Lo importante es que sea restablecido pronto el orden natural que permite desentenderse de la política y relegar las hazañas al papel de motivos de cantos epopéyicos; esto es lo que diferencia al buen Rey del Tenebroso Señor, pues caso de triunfar este último los habitantes de la Tierra del Medio se verían inmersos en la Historia para siempre. Los elfos y Entes intervienen en el conflicto mucho más para ayudar a preservar la no-Historia que para enmendar la Historia; y el caso extremo de Tom Bombadil, tan absolutamente a-histórico, tan primigenio y telúrico que ni siquiera puede entender lo que está en juego en la Guerra del Anillo ni colaborar en ella al lado de las fuerzas del bien. Si se le diese el anillo, como en una ocasión llega a sugerirse, lo perdería; no es nada que él pueda apreciar, ocultar o preservar; no tiene ninguna relación con él, y por eso cuando se lo pone no se hace invisible como sucede al resto de las criaturas. Hay algo que está más allá de la querella del Poder, que no interviene en esta lucha ni siquiera para evitar caer bajo un dominio injusto: ese algo es, en cierto modo, la mejor garantía contra Sauron. Porque el Anillo no es sencillamente el Poder, en su advocación más neutral o, digamos, más administrativa, sino la nefasta fascinación del Poder, esa honda y quizá en cierta forma irremediable corrupción de la voluntad que ya no el Imperio efectivo, sino incluso la anhelada sombra del imperio, provoca. Excepto Bombadil, todos los que tocan el Anillo quedan infectados por el miasma del dominio y en camino de convertirse en guiñapos humanos, como Gollum, o espíritus del mal, como Sauron. Frodo jamás puede adaptarse de nuevo a la pacífica e inocente vida del Condado: roído por el fantasma del Amo que estuvo a punto de ser, o que fue, en cierta manera, la torturada angustia de sus ojos insomnes debió terminar convirtiéndole en legítimo y desdichado heredero del Tenebroso Señor. Los que lucharon por el restablecimiento a-histórico del orden natural jamás volvieron en realidad a conocerlo, porque las heridas de la guerra por el Poder son irreversibles e imposibilitan para todo lo que no sea finalmente Poder. A fin de cuentas, el derrotado Sauron contagió con su misma maldición a sus encarnizados enemigos, y quién sabe si en conclusión no ganó definitivamente la partida.
Mitología tolkieniana: la moral, el Bien y el Mal
Una de las más curiosas sensaciones que experimenta el lector de El señor de los anillos es la de encontrarse en un espacio completamente moral. Esta es quizá la mayor peculiaridad del libro y la que más le define, para bien o para mal. Entiendo por espacio completamente moral un ámbito donde no ocurren hechos neutros o éticamente irrelevantes y donde la buena o mala disposición de la voluntad es la última causa que determina todos los acaeceres, tanto el resultado de una batalla como la configuración del paisaje o la invulnerabilidad de una cota de mallas. No hace falta recordar que la narración naturalista habitual, incluso la más moralizante y ejemplar, restringe el alcance de lo ético a las intenciones humanas, mientras que los objetos artificiales o naturales permanecen en una expectante neutralidad e incluso si son en último término dirigidos hacia lo mejor por la Providencia o el ardid de la razón sólo funcionan moralmente a nivel instrumental. En El señor de los anillos, la condición ética lo impregna todo y los olores, las espadas o las montañas son en primer término buenas o malas, han tomado partido moral del mismo modo que las personas, y esa opción es en último extremo lo que determina su eficacia. Todas las leyes físicas están sometidas a la suprema Ley del valor moral y el funcionamiento de la causalidad es ante todo axiológico. Esta superdotación de sentido con la que se carga cada gesto, cada árbol o cada alimento contrasta sutil y poderosamente con el planteamiento descriptivo aparentemente naturalista de la narración, convirtiendo su realismo en algo fundamentalmente mágico. Este es el motivo por el que se transita tanto tan sin sobresalto de lo cotidiano a lo maravilloso en la obra de Tolkien: el prodigio adquiere cierto aire de naturalidad porque la naturalidad misma es sobrenatural y prodigiosa, porque la realidad más "física" no funciona según las ciegas leyes mecánicas de la materia, sino de acuerdo a perplejos e irreductiblemente libres dictados del espíritu. Toda la Tierra del Medio es el tablero de la partida entre el Bien y el Mal, pero cada casilla y cada pieza de ese tablero y el tablero todo están fundamentalmente hechos de buena o mala voluntad, no son simples instrumentos de éstos. El resultado del combate no es dudoso sino en apariencia, en realidad está decidido de antemano; por decirlo parodiando a Kant, la victoria final está inscrita analítica, no sintéticamente, en el combate mismo. El Bien es ciertamente lo más fuerte, y como tal tiene que alzarse siempre con el triunfo; lo que ocurre es que es más perezoso, menos activo que el Mal. La opción de la mala voluntad es más intensa que la de la buena, pero está viciada de fragilidad en su misma raíz. La visión histórica de Tolkien es cíclica: un vigoroso núcleo de Bien se impone al Mal, para luego languidecer y remansarse en una especie de atonía que la intensidad feroz del Mal aprovecha para crecer y crecer hasta que el corazón del Bien cobra nueva energía y vuelve a encadenar al Mal. Para desarrollar toda su potencia, el Bien necesita activarse, y quizá ésa es en último término la función del Mal en la armonía del mundo: la de servir de provocación para que el Bien se decida a desplegar todo su vigor. En cada choque concreto de ambas voluntades que registra El señor de los anillos, siempre son los vestidos las armas, los alimentos o los gritos de combate de la Luz los que aplastan con su fuerza a sus sombríos rivales. El Bien es criterio de eficacia y utilidad, contrapartida trascendente de la clásica opinión anglosajona que hace de la eficacia y la utilidad criterio del Bien. Por eso, Frodo, muy cerca del final de su Búsqueda, rodeado de enemigos en pleno territorio de Sauron, logra reposar tranquilo la noche que ve su misión y toda la Guerra del Anillo como un simple incidente dentro de una infinita y recurrente conflagración que el Bien tiene ganada de antemano, precisamente porque el universo es finalmente moral y nada hay más fuerte que la buena voluntad; allí, en el corazón de Mordor, se le revela por un momento la radical debilidad del poderosísimo Señor Tenebroso. Si los protagonistas positivos del Lord of the Rings supieran ser siempre y en todo caso fieles a su buena voluntad, el libro de Tolkien perdería toda intriga y sería la crónica de una victoria ininterrumpida. Pero la gran baza del Mal es hacer dudar al Bien de su fuerza, mermar su coraje con el tentador espectro de la posibilidad de la derrota. El espectáculo del Mal, de esa fragilidad intensa, hace vacilar el incorruptible vigor del Bien hasta hacer olvidar su vocación necesariamente victoriosa: su condición triunfal especula con la posibilidad insólita de caer... Ningún espectro asesino, ningún monstruo surgido del Averno puede realmente afectar en lo más mínimo la voluntad recta, a sus efectos y a sus obras, ni mucho menos prevalecer sobre ellas. La única herida que la Tiniebla puede inferir a la Luz es la sombra de la duda sobre la fuerza siempre triunfante de la Luz misma. A aprovechar ese momento de flaqueza está orientada toda la inmensa y desesperada intensidad de la maligna voluntad de Sauron y sus servidores. Pero éstos son constantemente víctimas de las consecuencias adversas de su mala voluntad, que acaba colaborando siempre con sus enemigos. Están condenados a hacer el bien pretendiendo el mal, tal como muestra Randel Helms en un buen análisis de esta cuestión. Las cualidades positivas de la mala voluntad --la sabiduría y astucia política de Sauron, la fidelidad a las órdenes recibidas de algunos orcos, etcétera.-- terminan actuando contra el Mal, precisamente por ser ellos mismos positivas. A los malos les traicionan no menos sus capacidades que sus deficiencias. La única arma eficaz que le queda al Mal es su propio espectáculo, la angustia que provoca en el bueno su imagen desolada. Le crece al Bien por dentro la ponzoñosa sospecha de la posibilidad de victoria del Mal, alentada exclusivamente por la intensidad inocultable de la presencia adversa. "El corazón del Paladín temblaba como la hoja de un árbol, no porque la serpiente le causara herida alguna sino porque le hacia sentir tal horror y tal aversión que, a pesar suyo, se estremecía, suspiraba y hasta se arrepentía de vivir. En tanto, iba atravesando desatento y frenético los senderos más tenebrosos, los sitios más intrincados de aquel tenebroso bosque..." (Ludovico Ariosto, Orlando Furioso) (6).
Tolkien y Lovecraft: semejanzas y diferencias
Este espacio totalmente moral en que transcurre la Guerra del Anillo y la consecuente primacía de la voluntad recta marcan la esencial diferencia entre la mitología de Tolkien y la de Lovecraft (7), que comparten cierta imaginería elemental de abominables seres subterráneos y lugares o cosas inficionados por el Mal. Pero Lovecraft no es moral, porque no es maniqueo, pese a los esfuerzos mixtificadores de August Derleth por reformarle en ese sentido: para Lovecraft sólo el Mal tiene fuerza, sólo él es en cierto sentido real, mientras que el Bien es una ilusión fruto de la ignorancia, un aplazamiento de lo inevitable, una tregua que el horror se concede a sí mismo, misteriosamente, antes de triunfar para siempre. En último término, las nociones mismas de Bien y Mal carecen de sentido cósmico, son simples muestras de aprobación o desagrado que los alfeñiques humanos lanzan sobre un universo que los ignora y unas colosales Entidades inimaginablemente diferentes del hombre, cuyos pronósticos los excluyen o esclavizan. Quizá haya ciertas Normas en el universo que frenen o controlen el poderío de los Grandes Antiguos, pero serán tan evidentemente ajenas a lo que los hombres llaman Bien como las mismas Entidades amenazadoras. Los héroes de Lovecraft se ven aplastados por su enfrentamiento con lo infinito y no pueden confiar ni en su energía ni en su virtud; su única función positiva es negarse a colaborar con los monstruos y sus adoradores, o incluso entorpecer discretamente sus manejos con el fin de retrasar lo más posible la victoria de lo irremediable. Pero deben pagar muy alto precio por esta labor de resistencia, este maquis contra el espanto, y la mayoría de ellos acaban su aventura en la demencia, el suicidio o la aterrorizada espera de la gran sombra alada que se acerca a sus ventanas. ¡Qué más quisieran ellos que contar con espadas forjadas por magos para derrotar todo mal, con gritos de combate que los enemigos no pudieran soportar, con ampollas refulgentes que hicieran retroceder las tinieblas! Pero en su rescate nunca acuden los elfos. Sin duda las escaleras perversas, los olores corrompidos y las voces o inscripciones abominables que sombrean los cuentos de Lovecraft han inspirado la creación de Mordor, así como aquella declaración de Gandalf en la que confiesa que en las profundas cavernas que subyacen la Tierra del Medio hay cosas indescriptibles "que ni siquiera Sauron conoce". Pero no faltan otros precedentes. Chesterton (8) habla de que en los confines del mundo hay un árbol que es más y menos que un árbol y "una torre cuya sola arquitectura es malvada". Y antes aún -me ha extrañado no verlo nunca antes citado en relación con Tolkien- se yergue el poema de Robert Browning (9) Childe Roland to the Dark Tower came, en el que hallamos la siniestra torre "ciega como el corazón de un loco", el paisaje calcinado y ominoso, el caballero que vadea un río temiendo pisar el rostro de algún muerto o sentir que su pie se enreda en los cabellos o la barba de algún ahogado, la final convención de héroes difuntos y el mugido desafiante del cuerno de guerra. Pero quizá la aportación más específica de Tolkien sea precisamente ese refuerzo mágico y victorioso de la virtud, que el fatalismo pesimista de Lovecraft no consiente: el mensaje más hondo de El señor de los anillos bien puede ser una exhortación a no dejarse doblegar por las aparente invulnerabilidad del mal.
El final de los días "en que el mundo era joven"
Hay en el Señor de los anillos un definido primado de la decadencia que me parece particularmente relevante. Tanto el Bien cómo el Mal parecen haber degenerado en la Tierra del Medio: se hable de brujos, de paisajes, de paladines o de fantasmas, la obra de Tolkien es siempre la crónica de un ocaso. Los guerreros parten al combate envejecidos y fatigados, herederos de una gloriosa tradición que los abruma; en su espléndido aislamiento, los Entes suspiran por sus hembras y se marchitan sin descendencia; incluso los elfos viven más en el pasado que en presente, y el viejo rey Théoden arenga a sus caballeros para la última cabalgada. Pero también Sauron es sólo una sombra de su misma malignidad de antaño y vuelve a la lucha, tras haber sido dos veces derrotado, mutilado de uno de sus dedos y sin el anillo en que se cifra su poder. Finalmente, víctimas de una inexpresable melancolía que rubrica su destino, los vencedores de la Guerra del Anillo se embarcan en una nave que les aleja para siempre de esa Tierra del Medio que ha llegado a serles misteriosamente intolerable. Tanto el Bien como el Mal, la victoria como la derrota, sufren el mismo lento pero inexorable proceso de destitución, de desvanecimiento, de aniquiladora nostalgia. El Tiempo se rebela contra ellos, contra su posibilidad y su enfrentamiento, les zapa hasta pulverizar las imaginarias raíces que les sustentan. De algún modo El señor de los anillos transcurre en los días posteriores al acabamiento de la época áurea de todos sus personajes, tanto positivos como negativos. Sólo la burguesa sencillez de los hobbits aún no ha sido puesta a prueba, y a ellos toca por un momento retomar la exhausta tradición del heroísmo , de sabiduría y de horror que ha roído hasta la médula la vitalidad de otras razas. Sam, Merry y Pippin, que partieron del Condado como aniñados excursionistas de valor adolescente, vuelven crecidos, transformados en auténticos paladines de impavidez probada; pero la dorada espontaneidad de sus mejores días ha terminado y ahora solo les queda esperar que la suerte convierta su abrumada altivez en leyenda. En cuanto a Frodo, su contacto prolongado con el corazón mismo de la Historia no le consiente reposo ni esperanza personal: desde el comienzo de su viaje forma parte de la cofradía de esos seres superiores, ajados por la sabiduría y el desarraigo, como Gandalf, como Aragorn, como el mismísimo Sauron. Para el ya no volverá a haber Condado ni risueña entrega en las fiestas de cumpleaños. No es difícil relacionar esta decadencia imaginaria con el ocaso del mito de la verde Inglaterra preindustrial, paulatinamente cubierta de humeantes fábricas y precipitada de cabeza a una gloriosa historia imperial de la que saldrá triunfante, pero con heridas necesariamente mortales. Ésta es una obsesión que Tolkien comparte con algunos de sus amigos católicos, como el escritor Clive Staples Lewis, cuyas obras no es arbitrario relacionar con las de Tolkien. Pero no parece justo ni suficiente degradar El señor de los anillos a una especie de alegoría antiprogresista, lo que también es. Lo que ha decaído es el cuento mismo de hadas, y Tolkien al elevarlo a su más alto exponente, así lo constata. Frutos de una fabulación periclitada, pero aún sumamente hermosa, los personajes de la Tierra del Medio viven el apagamiento de la concepción mágica y ética que les hizo nacer. Junto a los elfos, es la cruda contraposición de Bien y Mal lo que muere, en el neutral espacio físico que la ciencia explora e impone al dócil sentido común. A fin de cuentas, el capricho de Tolkien se revela imposible; él también como el abrasado Gollum, puede clamar por su precioso, por su perdido tesoro de elemental nobleza y de libre fantasía.
Un apunte pictórico
ADDENDUM
Quizá valiese la pena estudiar alguna vez las influencias gráficas que ha sufrido la obra de Tolkien, tan deliberada y consistentemente visual. Recordemos que el mismo Tolkien tiene buena mano para el dibujo y ha ilustrado personalmente una bonita edición de The Hobbit. No puede dudarse de la calidad obviamente pictórica de diversas escenas de Lord of the Rings, que se recuerdan después de leídas como fotogramas de una película de dibujos animados. Por cierto, ¡que estupenda película de dibujos podría hacerse con esa novela!. La influencia más notable es la de los grandes ilustradores británicos clásicos de comienzos de siglo, como Arthur Rackham (10), creador de las láminas de un libro tan tolkeniano como The Rhinegold and the Valkirie o el muy notable Kay Nielsen. La imaginación gráfica de Tolkien es decididamente simbolista, incluso prerrafaelista. Un pintor como Edward Burne-Jones (11), que estudió teología en ese mismo Oxford en que Tolkien pasaría después su vida, es autor de cuadros que parecen ilustraciones para las aventuras de los elfos: por ejemplo, La cabeza maléfica, en el que Perseo enseña a Andrómeda la cabeza de Medusa reflejada en las agua de un pequeño estanque. La escena recuerda irresistiblemente el momento en que Galadriel muestra a Frodo el ojo maléfico de Sauron reflejado en las aguas del espejo mágico. Los elfos parecen diseñados sobre modelos de Dante Gabriel Rossetti (12) o, incluso, de Richard Dadd...
GLOSARIO (Notas del transcriptor)
(1) Roussel, Raymond (1877-1933): Escritor francés admirado por los surrealistas por sus excentricidades y valorado por los autores del nouveau roman por su ingenio verbal. La técnica narrativa de Roussel se desarrolla a partir de juegos de palabras. Locus Solus (1914), verdadera obra maestra de la desestructuración de la novela, narra una visita a la lujosa mansión del sabio Martial Canterel y, jugando con el significado de las palabras, introduce al lector en un mundo paralelo donde reside lo maravilloso.
(2) Beckford, William (1759-1844): Escritor británico. Consignó sus viajes por Europa en Cartas de Italia, con bocetos de España y Portugal (1834). Su obra más importante es la narración fantástica Vatek, cuento árabe, escrita y publicada en francés (1784) y traducida dos años después al inglés.
(3) Tolstói, Liev Nikoláievich (1828-1910): novelista ruso. Guerra y Paz es una visión épica de la sociedad rusa entre 1805 y 1815, justo antes de la invasión napoleónica. Esta extensa narración, una de las obras maestras del realismo, por la que desfilan 559 personajes, conmemora relevantes batallas militares y retrata a conocidas personalidades históricas, pero es principalmente una crónica de la vida de cinco familias aristocráticas.
(4) Dickens, Charles (1812-1870): novelista inglés. Autor clave del realismo inglés. Especialista en la descripción detallada de personajes y lugares demuestra en su escritura una aguda percepción de la condición humana. Los papeles del club Pickwick, Canción de Navidad Oliver Twist y la novela histórica Historia de dos ciudades. gran relevancia social, análisis psicológico y enorme complejidad narrativa
(5) Haggard, Henry Rider (1856-1925): novelista, administrador colonial e ingeniero agrónomo inglés. Nació en Norfolk y a los 19 años viajó a Suráfrica. Su novela Las minas del rey Salomón (1885) fue un éxito inmediato. Su historia, sugerida por las ruinas de Zimbabwe, trata de las aventuras de un explorador inglés entre tribus remotas. Los personajes del libro aparecerían en otras novelas, como Ella (1887), Allan Quatermain (1887) y Ayesha, o el regreso de Ella (1905).
(6) Ariosto, Ludovico (1474-1533): poeta italiano. Su gran poema, Orlando furioso (1ª versión, 1516; versión final de 1532), constituye una evidente continuación del poema épico inacabado Orlando enamorado (1487), del poeta italiano Matteo Maria Boiardo, y trata de las leyendas de Carlomagno y de las guerras entre los caballeros cristianos y los sarracenos.
(7) Lovecraft, Howard Phillips (1890-1937): escritor estadounidense, autor de relatos fantásticos y de terror, cuya obra suele compararse con la de Edgar Allan Poe. Escribió relatos para revistas de genero, como Weird Tales. Sus cuentos hablan de entes malignos, posesiones psíquicas, civilizaciones anteriores a la humanidad y mundos oníricos donde el tiempo y el espacio se alteran irremediablemente, como en sus Mitos de Cthulhu. Tras su muerte su obra ejerció una influencia notable en los escritores de literatura fantástica y ciencia ficción. El extraño y otros cuentos (1939), El cazador en la oscuridad y otros cuentos, El caso de Charles Dexter Ward, En las montañas de la locura y La sombra sobre Insmouth (1936).
(8) Chesterton, Gilbert Keith (1874-1936): escritor inglés caracterizado por un estilo brillante, vigoroso y agudo. Entre sus obras más importantes se encuentran estudios teológicos, polémicas, libros de poesía sus novelas El Napoleón de Notting Hill, fantasía política que refleja su disgusto por el mundo mecanizado moderno, El hombre que fue jueves (1908), y la serie de relatos que narran las aventuras detectivescas del Padre Brown.
(9) Browning, Robert (1812-1889): poeta inglés, considerado como uno de los mejores de la época victoriana por haber perfeccionado el monólogo dramático (composición literaria en que el personaje revela su carácter). Entre sus obras destacan Paracelso (1835), un poema dramático que estaba basado en la vida del alquimista suizo y fue el primer poema en el que Browning introdujo un escenario renacentista, típico de sus obras posteriores, Campanas y granadas (1847), La Nochebuena y la Pascua (1850), los monólogos dramáticos publicados bajo el título de Hombres y mujeres (1855), Dramatis Personae (1864), y la que se considera su obra maestra, El anillo y el libro (4 volúmenes, 1868-1869), el Anillo es un extenso monólogo dramático entre diversos personajes y ha sido ensalzado por su profundidad psicológica.
(10) Arthur Rackham: ilustrador inglés, uno de los más destacados de su época. Nació en Londres y estudió en la Escuela de Arte Lambeth, donde se especializó en la ilustración de cuentos fantásticos. Su obra apareció en publicaciones como Punch y en nuevas ediciones de los clásicos de la literatura. Su primer éxito lo obtuvo con las ilustraciones para los Cuentos de hadas (1812) de los hermanos Grimm que realizó en 1909. A éste le siguieron otros libros, como Peter Pan en Kensington Gardens, de James M. Barrie, en 1906; Alicia en el país de las maravillas (1865), de Lewis Carroll, en 1907; Canción de Navidad (1843), de Charles Dickens, en 1915; El consumado pescador de caña (1653), de Izaak Walton, en 1931; ilustró también algunas obras de Shakespeare. Se considera que su estilo delicado, cautivador, imaginativo y rico en detalles no carece, sin embargo, de un halo levemente siniestro.
(11) Burne-Jones, Edward (1833-1898): nombre artístico de Edward Coley Jones, pintor, diseñador e ilustrador inglés. Discípulo del pintor prerrafaelista Dante Gabriel Rossetti, Burne-Jones compartió con él la preocupación por devolver al arte lo que consideraban pureza de formas, estilización y tono moral de la pintura y el diseño medievales. Sus pinturas, inspiradas en temas medievales, clásicos y bíblicos (que acusan la influencia de Botticelli), destacan por su sentimentalismo y por el estilo de ensoñación romántica y están consideradas como las mejores obras de la escuela prerrafaelista. Entre ellas destaca El rey Cophetua y la mendiga (1884), The Depths of the Sea (1887), The Beguiling of Merlin (1874) The Baleful Head (1886-87) y El espejo de Venus (1898). También ilustró libros, entre los que destaca Chaucer (1896).
(12) Rossetti, Dante Gabriel (1828-1882): pintor y poeta inglés que fue una de las figuras principales de la Hermandad Prerrafaelista, grupo de pintores y críticos de arte que impulsaron una renovación del arte inglés partiendo de modelos medievales. Su verdadero nombre era Gabriel Charles Dante Rossetti y era hijo del poeta de origen italiano Gabriele Rossetti. Entre sus obras destaca una escena de la Anunciación, Ecce Ancilla Domini (1850, Tate Gallery, Londres). Más tarde su arte pasó por diferentes etapas, en las que los elementos predominantes eran la noción de la belleza humana, la intensidad de la expresión abstracta y la riqueza cromática. Traductor de Dante, Rossetti comenzó a escribir poesía casi al mismo tiempo en que empezó a estudiar pintura. Dos de sus poemas más conocidos son 'El retrato' y 'La doncella bienaventurada' además del libro Baladas y sonetos, que incluía entre otros poemas 'Rose Mary', 'El barco blanco', 'La tragedia del rey' y la serie de sonetos La casa de la vida. Dos de las obras pictóricas más célebres de su última época, más oscura y onírica, son El sueño de Dante (1871, Walker Art Gallery, Liverpool) y Proserpina (1874, Tate Gallery, Londres).
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