10. Una cálida bienvenida

 

El día crecía más claro y caluroso a medida que avanzaban flotando. Luego de un corto trecho, el río rodeaba a la izquierda un repecho de tierra escarpada. Al pie de la pared rocosa que se alzaba como un risco en una llanura, la corriente más profunda fluía lamiendo y borboteando. De repente el risco se estrechó. Las orillas se hundieron. Los árboles desaparecieron. Bilbo miró.

Las tierras se abrían amplias alrededor, cubiertas por las aguas del río que se perdía y se Bifurcaba en un centenar de cursos zigzagueantes, o se estancaba en remansos y pantanos con islotes a los lados; pero aun así, una fuerte corriente seguía su curso regular.

¡Y allá, a lo lejos, mostrando la cima oscura entre retazos de nubes, allá amenazadora, asomaba la Montaña! Los picos más próximos de la zona noroeste y el hundido valle que los unía no alcanzaban a distinguirse. Sola y adusta, la Montana contemplaba el bosque por encima de los pantanos. ¡La Montaña Solitaria! Bilbo había viajado mucho y había pasado muchas aventuras para verla, y ahora no le gustaba nada.

Mientras escuchaba la conversación de los elfos en la almadía, e hilaba los pedazos de información que dejaban caer, pronto comprendió que era muy afortunado por haberla visto, aun desde lejos. Había sufrido mucho cuando cayó prisionero, y ahora no encontraba una postura cómoda (por no mencionar a los pobres enanos debajo de él), y sin embargo no se había dado cuenta de la suerte que había tenido. La conversación se refería sólo al comercio que iba y venía por los canales y al incremento del tráfico en el río, pues las carreteras del este que conducían al Bosque Negro habían desaparecido o dejaron de utilizarse; y además los Hombres del Lago y los Elfos del Bosque se habían disputado el dominio del Río del Bosque y el cuidado de las riberas. Estos territorios habían cambiado mucho desde los días en que los enanos moraran en la Montaña, días que para la mayoría de la gente sólo eran ahora una vaga tradición. Habían cambiado aun en años recientes y desde las últimas noticias que Gandalf tenía de ellos. Inundaciones y lluvias habían aumentado el caudal de las aguas en el Este; y había habido uno o dos terremotos (que algunos se inclinaron a atribuir al dragón, mientras señalaban la Montaña con una maldición y un ominoso movimiento de cabeza). Los pantanos y ciénagas se habían extendido más y más a ambos lados. Los senderos habían desaparecido, y los jinetes o caminantes hubieran tenido un destino similar si hubiesen intentado encontrar los viejos caminos. El sendero elfo que cruzaba el bosque y que los enanos habían tomado siguiendo el consejo de Beorn, ahora llegaba a un dudoso e insólito final en el borde oriental del bosque; sólo el río era aún un trayecto seguro desde el linde norte del Bosque Negro hasta las lejanas planicies sombreadas por la Montaña; y el río estaba vigilado por el rey de los Elfos del Bosque.

Así que como veis, Bilbo había tomado al final el único camino que era en realidad bueno. El señor Bolsón hubiera podido sentirse reconfortado, mientras temblaba sobre los barriles, si hubiese sabido que noticias de todo esto habían llegado a Gandalf allá lejos, preocupándolo de veras, y que estaba a punto de acabar otro asunto (que no viene a cuento mencionar en este relato) y se disponía a regresar en busca de la gente de Thorin. Pero Bilbo no lo sabía.

Todo cuanto sabía era que el río parecía seguir y seguir y seguir, y que él tenía hambre, y un horroroso resfriado de nariz, y que no le gustaba cómo la Montaña parecía fruncir el ceno y amenazarlo a medida que se acercaban. Sin embargo, al cabo de un rato, el río tomó un curso más meridional y la Montana retrocedió de nuevo, y al fin, ya caída la tarde, entre orillas ahora de rocas, el río reunió todas sus aguas errantes en un profundo y rápido flujo, y descendió precipitadamente.

El sol ya se había puesto cuando luego de un recodo y de bajar otra vez hacia el este, el Río del Bosque se precipitó en el Lago Largo. Las puertas del río se alzaban como altos acantilados, a un lado y a otro, con guijarros apilados en las orillas. ¡El Lago Largo! Bilbo nunca había imaginado que pudiera haber una extensión de agua tan enorme, excepto el mar. Era tan ancho que las márgenes opuestas asomaban apenas a lo lejos, y tan largo que no se veía el extremo norte, que apuntaba a la Montaña. Sólo por el mapa supo Bilbo que allá arriba, donde las estrellas del Carro ya titilaban, el Río Rápido descendía desde el valle desembocando en el Lago, y junto con el Río del Bosque colmaba con aguas profundas lo que una vez tenia que haber sido un valle de piedra grande y hondo. En el extremo meridional las dobles aguas se vertían de nuevo en al tas cascadas y corrían de prisa hacia tierras desconocidas, En el aire tranquilo del anochecer el ruido de las cascadas resonaba como un bramido distante.

No lejos de la boca del Río del Bosque se alzaba la extraña ciudad de la que hablaran los elfos, en las bodegas del rey. No estaba emplazada en la orilla, aunque había allí unas cuantas cabañas y construcciones, sino sobre la superficie misma del Lago, en una apacible bahía protegida de los remolinos del río por un promontorio de roca.

Un gran puente de madera se extendía hasta unos enormes troncos que sostenían una bulliciosa ciudad también de madera, no una ciudad de Elfos sino de Hombres, que aún se atrevían a vivir a la sombra de la distante Montana del dragón. Sacaban aún algún provecho del tráfico que venía desde él Sur, río arriba, y que en el trayecto de las cascadas era transportado por tierra hasta la ciudad; pero en los grandes días de antaño, cuando el Valle Norte era rico y próspero, ellos habían sido poderosos hombres de fortuna; vastas flotas de barcos habían poblado aquellas aguas, y algunos llevaban oro y otros guerreros con armaduras, y allí se habían conocido guerras y hazañas que ahora eran sólo una leyenda. A lo largo de las orillas podían verse aún los pilotes carcomidos de una ciudad más grande, cuando bajaban las aguas, durante las sequías.

Pero los hombres poco recordaban de todo aquello, aunque algunos todavía cantaban viejas canciones sobre los reyes enanos de la Montaña, Thror y Thrain de la raza de Durin, y sobre la llegada del Dragón y la caída de los Señores de Valle. Algunos cantaban también que Thror y Thrain volverían un día, y que el oro correría en ríos por las compuertas de la Montaña, y que en todo aquel país se oirían canciones nuevas y risas nuevas. Pero esta agradable leyenda no afectaba mucho los asuntos cotidianos de los hombres.

Tan pronto como la almadía de barriles apareció a la vista, unos botes salieron remando desde los pilotes de la ciudad, y unas voces saludaron a los timoneles. Los elfos arrojaron cuerdas y retiraron los remos, y pronto la balsa fue arrastrada fuera de la corriente del Río del Bosque, y luego remolcada, bajo el alto repecho rocoso hasta la pequeña bahía de la Ciudad del Lago. Allí la amarraron no lejos de la cabecera del puente. Pronto vendrían hombres del Sur y se llevarían algunos de los barriles, y otros los cargarían con mercancías que habían traído consigo para devolverlas río arriba a la morada de los Elfos del Bosque. Mientras tanto los barriles quedaron en el agua, y los elfos de la almadía y los barqueros fueron a celebrarlo en la Ciudad del Lago.

Se hubieran sorprendido si hubiesen visto lo que ocurrió allá abajo en la orilla después de que se fueran, ya caída la noche. Bilbo soltó ante todo un barril y lo empujó hasta la orilla, donde lo abrió. Se oyeron unos quejidos y un enano de aspecto lastimoso salió arrastrándose. Unas pajas húmedas se le habían enredado en la barba enmarañada; estaba tan dolorido y entumecido, con tantas magulladuras y cardenales, que apenas pudo sostenerse en pie y atravesar a tumbos el agua poco profunda; y siguió lamentándose tendido en la orilla. Tenía una mirada famélica y salvaje, como la de un perro encadenado y olvidado en la perrera toda una semana. Era Thorin, aunque sólo podríais reconocerlo por la cadena de oro y por el color del capuchón celeste, ahora sucio y andrajoso, con la borla de plata deslustrada. Tuvo que pasar algún tiempo antes de que volviese a ser amable con el hobbit.

Bien, estas vivo o muerto? preguntó Bilbo un tanto malhumorado. Quizá había olvidado que él por lo menos había tenido una buena comida más que los enanos, y también los brazos y piernas libres, y no hablemos de la mayor ración de aire. ¿Estás todavía preso, o libre? Si quieres comida, y si quieres continuar con esta estúpida aventura (es tuya al fin y al cabo, y no mía), mejor será que sacudas los brazos, te frotes las piernas e intentes ayudarme a sacar a los demás, mientras sea posible.

Por supuesto, Thorin entendió la sensatez de estas palabras, y luego de unos cuántos quejidos más, se incorporó y ayudó al hobbit lo mejor que pudo. En la oscuridad, chapoteando en el agua fría, tuvieron una difícil y muy desagradable tarea tratando de dar con los barriles de los en? nos. Dando golpes fuera y llamándolos, sólo descubrieron a unos seis enanos capaces de contestar. A estos los desembalaron y ayudaron a alcanzar la orilla, y allí los dejaron, sentados o tumbados, quejándose y gruñendo. Estaban tan doloridos, entumecidos y empapados que apenas si alcanzaban a darse cuenta de que los habían liberado o de que había, razones para que se mostraran agradecidos.

Dwalin y Balin eran dos de los más desafortunados, y no valía la pena pedirles ayuda. Bifur y Bofur estaban menos magullados y más secos, pero permanecían tumbados y no hacían nada. Fíli y Kili, sin embargo, que eran jóvenes (para un enano) y que además habían sido mejor embalados, con paja abundante y en toneles más pequeños, emergieron casi sonrientes, con alguna que otra magulladura y un entumecimiento que pronto les desapareció.

¡Espero no oler nunca más una manzana! dijo Fíli. Mi cuba estaba toda impregnada de ese aroma. No oler ninguna otra cosa que manzanas cuando apenas puedes moverte y estás helado y enfermo de hambre, es enloquecedor. Me comería hoy cualquier cosa de todo el ancho mundo durante horas y horas... ¡pero nunca una manzana!

Con la voluntariosa ayuda de Fíli y Kili, Thorin y Bilbo descubrieron al fin al resto de la compañía y los sacaron de los barriles. El pobre gordo Bombur parecía dormido o inconsciente; Dori, Nori, Ori, Óin y Glóin habían tragado mucha agua y estaban medio muertos. Tuvieron que transportarlos uno a uno y depositarlos en la orilla.

¡Bien! ¡Aquí estamos! dijo Thorin. Y supongo que tenemos que agradecerlo a nuestras estrellas y al señor Bolsón. Estoy seguro de que tiene derecho a esperarlo, aunque desearía que hubiese organizado un viaje más cómodo. No obstante... todos a vuestro servicio una vez más, señor Bolsón. Sin duda alguna nos sentiremos debidamente agradecidos cuando hayamos comido y nos recuperemos. ¿Qué hacemos mientras tanto?

"Yo propondría la Ciudad del Lago dijo Bilbo. ¿Qué otra cosa se puede hacer?

Nadie, desde luego, pudo proponer algo distinto; así que dejando a los otros, Thorin y Fíli y Kili y el hobbit siguieron la orilla hasta el puente. A la cabecera había guardias, aunque la vigilancia no parecía muy estricta, y no era realmente necesaria desde hacia mucho tiempo. Excepto por ocasionales riñas a causa de los peajes del río, eran amigos de los Elfos del Bosque. Otros pueblos estaban muy lejos, y algunos de los más jóvenes de la ciudad ponían abiertamente en duda la existencia de cualquier dragón en la Montana, y se burlaban de los barbigrises y vejetes que decían haberlo visto volar por el cielo en sus arios mozos. Por todo esto, no es de extrañar que los guardias estuviesen bebiendo y riendo junto al fuego dentro de la cabaña, y no oyesen el ruido de los enanos que eran desembala dos, ó los pasos de los cuatro exploradores. El asombro de los guardias fue enorme cuando Thorin Escudo de Roble cruzó la puerta.

¿Quién eres y qué quieres? gritaron poniéndose en pie de un salto y buscando a tientas las armas.

¡Thorin hijo de Thrain hijo de Thror, Rey bajo la Montaña! dijo el enano con voz recia, y realmente paparecía un rey, aun con aquellas rasgadas vestiduras y el mugriento capuchón. El oro le brillaba en el cuello y en la cintura; y tenía ojos oscuros y profundos. He regresado. ¡Deseo ver al gobernador de la ciudad!

Hubo entonces un tremendo alboroto. Algunos dé los más necios salieron corriendo como si esperasen que la Montaña se convirtiese en oro por la noche y todas las aguas del Lago se pusiesen amarillas de un momento a otro. El capitán de la guardia se adelantó.

¿Y quiénes son éstos? preguntó señalando u Fíli, Kili y Bilbo.

Los hijos de la hija de mi padre respondió Thorin. Fíli y Kili de la raza de Durin, y el señor Bolsón que ha viajado con nosotros desde el Oeste.

¡Si venís en paz arrojad las armas! dijo el capitán.

No tenemos armas dijo Thorin, y era bastante cieno: los cuchillos se los habían sacado los Elfos del Bosque, y también la gran espada Orcrist. Bilbo tenía su daga, oculta como siempre, pero no habló No necesitamos armas, volvemos por fin a nuestros dominios, como se decía en otro tiempo. No podríamos luchar contra tantos. ¡Llévanos al gobernador!

Está en una fiesta dijo el capitán.

Más motivo entonces para que nos lleves a él estalló Fíli, ya impaciente con tanta solemnidad Estamos agotados y hambrientos después de un largo viaje y tenemos camaradas enfermos. Ahora date prisa y no charlemos más, o tu señor tendrá algo que decirte.

Seguidme entonces dijo el capitán, y rodeándolos con seis de sus hombres los condujo por el puente, a través de las puertas, hasta el mercado de la ciudad. Este era un amplio círculo de agua tranquila rodeada por altos pilotes sobre los que se levantaban las casas más grandes, y por largos muelles de madera con escalones y escalerillas que descendían a la superficie del lago. De una de las casas llegaba el resplandor de muchas luces y el sonido de muchas voces. Cruzaron las puertas y se quedaron parpadeando a la luz, mirando las largas mesas en las que se apretaba la gente.

¡Soy Thorin hijo de Thrain hijo de Thror, Rey bajo la Montaña! ¡He regresado! gritó Thorin con voz recia desde la puerta, antes de que el capitán pudiese hablar.

Todos se pusieron en pie de un salto. El gobernador de la ciudad se movió nervioso en la gran silla. Pero nadie se levantó con mayor sorpresa que los elfos, sentados al fondo de la sala. Precipitándose hacia la mesa del gobernador gritaron juntos;

¡Estos son prisioneros de nuestro rey que han escapado, enanos errantes y vagabundos que ni siquiera pudieron decir nada bueno de sí mismos y que merodean por los bosques y molestan a nuestra gente!

¿Es eso cierto? preguntó e! gobernador. En realidad esto le parecía más probable que el regreso del Rey bajo la Montaña, si semejante persona había existido alguna vez.

Es cierto que el Rey Elfo nos hizo prisioneros por error y nos encarceló sin causa alguna, cuando regresábamos a nuestro país respondió Thorin. Mas ni can dados ni barrotes pueden impedir el retorno anunciado antaño, y no estamos en los dominios de los Elfos del Bosque. Hablo al gobernador de la ciudad de los Hombres del Lago, no a los almadieros del rey.

El gobernador titubeó entonces, mirando a unos y otros. El Rey Elfo era muy poderoso en aquellas tierras y el gobernador no deseaba enemistarse con él; además no prestaba mucha atención a canciones antiguas, entregado como estaba al comercio y a los peajes, a los cargamentos y al oro, hábitos a los que debía su posición. Otros, sin embargo, pensaban de un modo muy distinto, y el asunto se solucionó rápidamente sin que el gobernador interviniera. Las noticias se habían difundido desde las puertas del palacio por toda la ciudad, como si se tratase de un incendio. La gente gritaba dentro y fuera de la sala. Unos pasos apresurados recorrían los muelles. Alguien empezó a cantar trozos de viejas canciones que hablaban del regreso del Rey bajo la Montaña; que fuese el nieto de Thror y no Thror en persona quien estaba allí, no parecía molestarles. Otros entonaron la canción que rodó alta y fuerte sobre el lago.

 

¡El Rey bajo la Montaña,

el Rey de piedra tallada,

el señor de fuentes de plata,

¡regresará a sus tierras!

Sostendrán alta la corona,

 

tañerán otra vez el arpa,

 

cantarán otra vez las canciones,

 

habrá ecos de oro en las salas.

 

 

 

Los bosques ondularán en montañas,

 

y las hierbas, a la luz del sol;

 

y las riquezas manarán en fuentes,

 

y los ríos en corrientes doradas.

 

 

 

¡Alborozados correrán los ríos,

 

los lagos brillarán como llamas,

 

cesarán los dolores y las penas,

 

cuando regrese el Rey de la Montaña!

 

 

 

Así cantaban, o algo parecido, aunque la canción era mucho más larga, y fue acompañada con gritos y música de arpas y violines. Y en verdad, ni el más viejo de los abuelos recordaba semejante algarabía en la Ciudad del Lago. Los propios Elfos del Bosque empezaron a titubear y aun a tener miedo. No sabían, por supuesto, cómo Thorin había escapado, y se decían quizá que el Rey había cometido un grave error. En cuanto al gobernador de la ciudad, comprendió que no podía hacer otra cosa que sumarse a aquel clamor tumultuoso, al menos por el momento, y fingir que aceptaba lo que Thorin decía que era. De modo que lo invitó a sentarse en la silla grande, y puso a Fíli y a Kili junto a él en sitios de honor. Aun a Bilbo se le dio un lugar en la mesa alta, y nadie explicó de dónde venía (ninguna canción se refería a él, ni siquiera de un modo oscuro), ni nadie lo preguntó en el bullicio general.

 

Poco después trajeron a los demás enanos a la. ciudad entre escenas de asombroso entusiasmo. Todos fueron curados y alimentados, alojados y agasajados del modo más amable y satisfactorio. Una casa enorme fue cedida a Thorin y a los suyos; y luego les proporcionaron barcos y remeros, y una multitud se sentó a las puertas de la casa y cantaba canciones durante todo el día, o daba hurras si cualquier enano asomaba la punta de la nariz.

 

Algunas de las canciones eran antiguas; pero otras eran muy nuevas y hablaban con confianza de la repentina muerte del dragón y de los cargamentos de fastuosos presentes que bajaban por el río a la Ciudad del Lago. Estos últimos cantos estaban inspirados en su mayor parte por el gobernador, y no agradaban mucho a los enanos; pero entretanto los trataban muy bien, y pronto se pusieron de nuevo fuertes y gordos. En una semana estaban ya casi repuestos, con ropa fina de color apropiado, las barbas peinadas y recortadas, y el paso orgulloso. Thorin caminaba y miraba a todo el mundo como si el reino estuviese ya reconquistado y Smaug cortado en trozos pequeños.

 

Por entonces, como Thorin había dicho, los buenos sentimientos de los enanos hacia el pequeño hobbit se acrecentaban día a día. No hubo más gruñidos o lamentos. Bebían a la salud de Bilbo, le daban golpecitos en la espalda, y alborotaban alrededor, lo qué no estaba mal, pues el hobbit no se sentía demasiado feliz. No había olvidado el aspecto de la Montaña, ni lo que pensaba del dragón, y tenía además un fastidioso resfriado. Durante tres días estornudó y tosió, y no pudo salir, y aun días después, cuando hablaba en los banquetes, se limitaba a decir: Buchísimas bracias.

 

Mientras tanto los elfos habían regresado al Río del Bosque con los cargamentos, y hubo una gran excitación en el palacio del rey. Nunca he sabido qué les ocurrió al jefe de la guardia y al mayordomo. Por supuesto, nada se dijo sobre llaves o barriles mientras los enanos permanecieron en la Ciudad del Lago, y Bilbo cuidó de no volverse nunca invisible. No obstante, me atrevería a decir que se suponía más de lo que se sabía, y sin duda el señor Bolsón era uno de los puntos misteriosos. De todos modos el rey conocía ahora la misión de los enanos o creía conocerla, y se dijo a sí mismo:

 

"Muy bien! ¡Ya veremos! Ningún tesoro saldrá por el Bosque Negro sin que yo haya dicho la última palabra.

 

Pero espero que todos tengan un mal fin, ¡y les estará bien empleado!" De todos modos él no creía en enanos que lucharan y mataran dragones como Smaug, y sospechaba un intento de saqueo o algo parecido, lo que demuestra que era un elfo sabio y más sabio que los hombres de la ciudad, aunque no acertaba del todo, como veremos más adelante. Envió espías a las orillas del Lago y a la Montaña, lejos hacia el norte, hasta donde pudieran llegar, y aguardó.

 

A los quince días, Thorin empezó a pensar en la partida. Mientras durase el entusiasmó en la ciudad, sería tiempo de pedir ayuda. No convenía dejar enfriar las cosas con dilaciones. Así que habló con el gobernador y los consejeros de la ciudad, y les dijo que pronto él y su compañía marcharían Otra vez a la Montaña.

 

Entonces, por vez primera, el gobernador se sorprendió y aun llegó a asustarse, y se preguntó si Thorin no sería en verdad descendiente de los reyes antiguos. Nunca había pensado que los enanos se atreverían a acercarse a Smaug, y para él no eran más que un fraude que tarde o temprano saldría a la luz. Estaba equivocado. Thorin, por supuesto, era el verdadero nieto del Rey bajo la Montaña, y nadie sabe de lo que es capaz un enano, por venganza o por recobrar lo que le pertenece.

 

Pero el gobernador no sintió pena alguna cuando los dejó partir. La manutención de los enanos estaba arruinándolo, y desde que habían llegado la vida en la ciudad era como unas largas vacaciones, con los negocios en punto muerto, "Dejemos que se vayan y que le den la lata a Smaug. ¡Ya veremos cómo los recibe!", pensó. ¡Ciertamente, oh Thorin hijo de Thrain hijo de Thror! fue lo que dijo. Tenéis que reclamar lo que es vuestro. Ha llegado la hora que se anunció tiempo atrás. Tendréis toda la ayuda que podamos daros, y confiamos en vuestra gratitud cuando reconquistéis el reino.

 

De modo que un buen día, aunque el Otoño estaba, ya bastante avanzado, y los vientos eran fríos y las hojas caían rápidas, tres grandes embarcaciones dejaron la Ciudad del Lago, cargadas con remeros, enanos, el Señor Bolsón, y muchas provisiones. Habían enviado caballos y poneys que llegarían al apeadero señalado dando un rodeo por senderos tortuosos. El gobernador y los consejeros de la ciudad los despidieron desde los grandes escalones del ayuntamiento, que bajaban hasta el Lago. La gente cantaba en las ventanas y en los muelles. Los remos blancos golpearon y se hundieron en el agua; y la compañía partió hacia el norte, río arriba, en la última etapa de un largo viaje. La única persona completamente desdichada era Bilbo.