6. De la sartén al fuego

 

Bilbo había escapado de los trasgos, pero no sabía dónde estaba. Había perdido el capuchón, la capa, la comida, el poney, sus botones y sus amigos. Siguió adelante, hasta que el sol empezó a hundirse en el poniente, detrás de las montañas. Las sombras cruzaban el sendero, y Bilbo miró hacia atrás, luego miró hacia adelante, y no pudo ver más que crestas y vertientes que descendían hacia las tierras bajas, y llanuras que asomaban de vez en cuando entre los árboles.

¡Cielos! exclamó. ¡Parece que estoy justo al otro lado de las Montanas Nubladas, al borde de las Tierras de Más Allá! ¿Dónde y adónde habrán tenido que ir los enanos y Gandalf? ¡Sólo espero que por ventura no estén todavía allá atrás en poder de los trasgos!

Continuó caminando, fuera del pequeño y elevado valle, por el borde, y bajando luego las pendientes; mas en todo este tiempo un pensamiento muy incómodo iba creciendo dentro de él. Se preguntaba si no estaba obligado, ahora que tenía el anillo mágico, a regresar a los horribles, horribles túneles y buscar a sus amigos, Acababa de decidir que no podía escapar a ese deber, que tenía que volver atrás y esto hacía que se sintiera muy desdichado cuando oyó voces.

Se detuvo y escuchó. No parecían trasgos; de modo que se arrastró con mucho cuidado hacia adelante. Estaba en un sendero pedregoso que serpenteaba hacia abajo, con una pared rocosa a la izquierda; al otro lado el terreno descendía en pendiente, y bajo el nivel del sendero había unas cañadas donde crecían matorrales y arbustos. En una de estas cañadas, bajo los arbustos, había gente hablando

Se arrastró todavía más cerca, y de súbito vio, asomado entre dos grandes peñascos, una cabeza con capuchón rojo: era Balin que oteaba alrededor. Bilbo tenía ganas de palmotear y gritar de alegría, pero no lo hizo. Todavía llevaba puesto el anillo, por miedo de encontrar algo inesperado y desagradable, y vio que Balin estaba mirando directamente hacia él sin verlo.

"Les daré a todos una sorpresa", pensó mientras se metía a gatas entre los arbustos del borde de la cañada. Gandalf estaba deliberando con los enanos. Hablaban de todo lo que había ocurrido en los túneles, preguntándose y discutiendo qué irían a hacer ahora. Los enanos refunfuñaban, y Gandalf decía que de ninguna manera podían continuar el viaje dejando al señor Bolsón en manos de los trasgos, sin tratar de saber si estaba vivo o muerto, y sin tratar de rescatarlo.

Al fin y al cabo es mi amigo dijo Gandalf, y una buena persona. Me siento responsable. Ojalá no lo hubieseis perdido.

Los enanos querían saber ante todo por qué razones lo habían traído con ellos, por qué no había podido mantenerse cerca y venir también, y por qué el mago no había elegido a alguien más sensato. Hasta ahora ha sido una carga de poco provecho dijo uno, Si tenemos que regresar a esos túneles abominables a, buscarlo, entonces maldito sea, digo yo.

Gandalf contestó enfadado: Lo traje, y no traigo cosas que no sean de provecho. O me ayudáis a buscar lo, o me voy y os dejo aquí para que salgáis de este embrollo como mejor podáis. Si al menos lo encontráramos, me lo agradeceríais antes de que haya pasado todo. ¿Por qué tuviste que dejarlo caer, Dori?

¡Tú mismo lo hubieses dejado caer dijo Dori, si de pronto un trasgo te hubiese aferrado las piernas por detrás en la oscuridad, te hiciese tropezar, y te patease la espalda!

En ese caso, ¿por qué no lo recogiste de nuevo?

¡Cielos! ¡Y aún me lo preguntas! ¡Los trasgos luchando y mordiendo en la oscuridad, todos cayendo sobre otros cuerpos y golpeándose! Tú casi me tronchas la cabeza con Glamdrin, y Thorin daba tajos a diestra y siniestra con Orcrist. De pronto echaste una de esas luces que enceguecen y vimos que los trasgos retrocedían aullando. Gritaste: '¡Seguidme todos!' y todos tenían que haberte seguido. Creímos que todos lo hacían. No hubo tiempo para contar, como tú sabes muy bien, hasta que nos abrimos paso entre los centinelas, salimos por la puerta más baja, y descendimos hasta aquí atropellándonos. Y aquí estamos, sin el saqueador, ¡que el cielo lo confunda!

¡Y aquí está el saqueador! dijo Bilbo adelantándose y metiéndose entre ellos, y quitándose el anillo.

¡Señor, cómo saltaron! Luego hubo gritos de sorpresa y alegría. Gandalf estaba tan atónito como cualquiera de ellos, pero quizá más complacido que los demás. Llamó a Balín y le preguntó qué pensaba de un centinela que permitía que la gente llegara así sin previo aviso. Por supuesto, la reputación de Bilbo creció mucho entre los enanos a partir de ese momento. Si, a pesar de las palabras de Gandalf, dudaban aún de que era un saqueador de primera clase, no lo dudaron más. Balín era el más desconcertado; pero todos decían que había sido un trabajo muy bien hecho.

Bilbo estaba en verdad tan complacido con estos elogios, que se rió entre dientes, pero nada dijo acerca del anillo; y cuando le preguntaron cómo se las había arreglado, comentó: Oh, simplemente me deslicé, ya sabéis... con mucho cuidado y en silencio.

Bien, ni siquiera un ratón se ha deslizado nunca con cuidado y en silencio bajo mis mismísimas narices sin que yo lo descubriera dijo Balín, y me saco el sombrero ante ti. Cosa que hizo.

Balín a vuestro servicio dijo.

Vuestro servidor, el señor Bolsón dijo Bilbo.

Luego quisieron conocer las aventuras de Bilbo desde el momento en que lo habían perdido, y él se sentó y les contó todo, excepto lo que se refería al hallazgo del anillo ("no por ahora" pensó). Se interesaron en particular en la pugna de las adivinanzas y se estremecieron como correspondía cuando les describió el aspecto de Gollum.

Y luego no se me ocurría ninguna otra pregunta con él sentado junto a mí concluyó Bilbo, de modo que dije: '¿Qué hay en mi bolsillo?' Y no pudo adivinarlo por tres veces. De modo que dije: '¿Qué hay de tu promesa? ¡Enséñame el camino de salida!' Pero él saltó sobre mí para matarme, y yo corrí, caí, y me perdí en la oscuridad. Luego lo seguí, pues oí que se hablaba a sí mismo. Pensaba que yo conocía realmente el camino de salida, y estaba yendo hacia él. Al fin se sentó en la entrada y yo no podía pasar. De modo que salté sobre el y escapé corriendo hacia la puerta.

¿Qué pasó con los centinelas? preguntaron los enanos. ¿No había ninguno?

¡Oh, sí! Muchísimos, pero los esquivé. Me quedé trabado en la puerta, que sólo estaba abierta una rendija, y perdí muchos botones dijo mirándose con tristeza las ropas desgarradas. Pero conseguí escabullirme... y aquí estoy.

Los enanos lo miraron con un respeto completamente nuevo, mientras hablaba sobre burlar centinelas, saltar sobre Gollum y abrirse paso, como si no fuese muy difícil o muy inquietante.

¿Qué os dije? exclamó Gandalf riendo, El señor Bolsón esconde cosas que no alcanzabais a imaginar. Le echó una mirada rara a Bilbo por debajo de las cejas pobladas mientras lo decía, y el hobbit se preguntó si el mago no estaría pensando en el episodio que él había omitido.

Tenía sus propias preguntas que hacer ahora, pues si Gandalf ya había explicado todo a los enanos, Bilbo no lo había oído aún. Quería saber cómo Gandalf había vuelto a aparecer, y qué habían convenido hasta ese momento.

El mago, a decir verdad, nunca se molestaba por tener que explicar de nuevo sus habilidades, de modo que ahora le dijo a Bilbo que tanto Elrond como él estaban bien enterados de la presencia de trasgos malvados en esa parte de las montañas. Pero la entrada principal miraba antes a un desfiladero distinto, más fácil de cruzar, y a menudo apresaban a gente ignorante cerca de las puertas. Era evidente que los viajeros ya no tomaban ese camino, y los trasgos habían abierto hacía poco una nueva entrada en lo alto de la senda que habían tomado los enanos, pues hasta entonces había sido un paso seguro.

Tendría que salir a buscar un gigante más o menos decente para que bloquee otra vez la puerta dijo el mago, o pronto no habrá modo de cruzar las montanas.

Tan pronto como Gandalf había oído el aullido de Bilbo, comprendió lo que había pasado. Luego del relámpago que había fulminado a los trasgos que se le echaban encima, se había metido corriendo en la grieta, justo cuando iba a cerrarse. Siguió detrás de los trasgos y prisioneros hasta el borde de la gran sala, y allí se sentó, preparando la mejor magia posible entre las sombras.

Fue un asunto muy delicado dijo Francamente difícil.

Pero Gandalf, por supuesto, había hecho un estudio especial de los encantamientos con fuego y luces (hasta el mismo hobbit, como recordaréis, no había olvidado aquellos mágicos fuegos de artificio en las fiestas del Viejo Tuk, las noches de San Juan). El resto ya lo sabemos, excepto que Gandalf conocía perfectamente la puerta trasera, como los trasgos denominaban a la entrada inferior, donde Bilbo había perdido sus botones.

En realidad, cualquiera que conociese aquella parte de las montañas conocía también la entrada inferior, pero había que ser un mago para no perder la cabeza en los túneles y seguir la dirección correcta.

 

Construyeron esa entrada hace siglos dijo, en parte como una vía de escape, si necesitaban una, en parte como un camino de salida hacia las tierras de más allá, donde todavía merodean en la noche y causan gran daño. La vigilan siempre, y nadie jamás ha conseguido bloquearla. La vigilarán doblemente a partir de ahora.

 

Gandalf se rió.

 

Los demás rieron con él. AI fin y al cabo, habían perdido bastantes cosas, pero habían matado al Gran Trasgo y a otros muchos, y habían escapado todos, y en verdad podía decirse que hasta ahora habían llevado la mejor parte.

 

Pero el mago hizo que volvieran a la realidad.

 

Tenemos que marchar en seguida, ahora que hemos descansado un poco dijo. Saldrán a centenares detrás de nosotros cuando caiga la noche; y ya las sombras se están alargando. Pueden oler nuestras huellas horas después de que hayamos pasado por algún sitio. Tenemos que estar a muchas millas de aquí antes del anochecer. Habrá algo de luna, si el cielo se mantiene despejado. lo que es una suerte. No es que a ellos les importe demasiado la luna, pero un poco de luz ayudará a que no nos extraviemos.

 

"¡Oh, sí! dijo en respuesta a más preguntas del hobbit Perdiste la noción del tiempo en los túneles de los trasgos. Hoy es jueves, y fuimos capturados la noche del lunes o la mañana del martes. Hemos recorrido millas y millas, bajamos atravesando el corazón mismo de las montañas, y ahora estamos al otro lado; todo un atajo. Mas no estamos en el punto al que nos hubiese llevado el desfiladero; estamos demasiado al norte, y tenemos por delante una región algo desagradable. Y nos encontramos aún a bastante altura. ¡De modo que en marcha!

 

Estoy tan terriblemente hambriento gimió Bilbo, quien de pronto advirtió que no había probado bocado desde la noche anterior a la última noche. ¡Quién lo hubiera pensado de un hobbit! Sentía el estómago flojo y vacío, y las piernas muy inseguras, ahora que la excitación había concluido.

 

No puedo remediarlo dijo Gandalf, a menos que quieras volver y pedir amablemente a los trasgos que te devuelvan el poney y los bultos.

 

¡No, gracias! respondió Bilbo.

 

Muy bien entonces, no nos queda más que apretarnos los cinturones y marchar sin descanso... o nos convertiremos en cena, y eso sería mucho peor que no tenerla nosotros.

 

Mientras marchaban, Bilbo buscaba por rodos lados aleo para comer; pero las moras estaban todavía en flor, y por supuesto no había nueces, ni tan siquiera bayas de espino, Mordisqueó un poco de acedera, bebió de un pequeño arroyo de la montaña que cruzaba el sendero, y comió tres fresas silvestres que encontró en la orilla, pero no le sirvió de mucho.

 

Caminaron y caminaron. El accidentado sendero desapareció. Los arbustos y las largas hierbas entre los cantos rodados, las briznas de hierba recortadas por los conejos, el tomillo, la salvia, el orégano y los heliantemos amarillos se desvanecieron por completo, y los viajeros se encontraron en la cima de una pendiente ancha y abrupta, de piedras desprendidas, restos de un deslizamiento de tierras. Empezaron a bajar, y cada vez que apoyaban un pie en el suelo, escorias y pequeños guijarros rodaban cuesta abajo; pronto trozos más grandes de roca bajaron ruidosamente y provocaron que otras piedras de más abajo se deslizaran y rodaran también; luego se desprendieron unos peñascos que rebotaron, reventando con fragor en pedazos envueltos en polvo. Al rato, por encima y por debajo de ellos, la pendiente entera pareció ponerse en movimiento, y el grupo descendió en montón, en medio de una confusión pavorosa de bloques y piedras que se deslizaban golpeando y rompiéndose.

 

Fueron los árboles del fondo los que los salvaron. Se deslizaron hacia el bosque de pinos que trepaba desde el más oscuro e impenetrable de los bosques del valle hasta la falda misma de la montaña. Algunos se aferraron a los troncos y se balancearon en las ramas más bajas, otros (como el pequeño hobbit) se escondieron detrás de un árbol para evitar las embestidas furiosas de las rocas. Pronto, el peligro pasó; el deslizamiento se había detenido, y alcanzaron a oír los últimos estruendos mientras los peñascos más voluminosos rebotaban y daban vueltas entre los helechos y las raíces de pino allá abajo.

 

¡Bueno! Nos ha costado un poco dijo Gandalf, y aun a los trasgos que nos rastreen les costará bastante descender hasta aquí en silencio.

 

Quizás gruñó Bombur, pero no les será difícil tirarnos piedras a la cabeza. Los enanos (y Bilbo) estaban lejos de sentirse contentos, y se restregaban las piernas y los pies lastimados y magullados.

 

¡Tonterías! Aquí dejaremos el sendero de la pendiente. ¡Tenemos que apresurarnos! ¡Mirad la luz!

 

Hacía largo rato que el sol se había ocultado tras la montaría. Ya las sombras eran más negras alrededor, aunque allá lejos, entre los árboles y sobre las copas negras de los que crecían más abajo, podían ver todavía las luces de la tarde en las llanuras distantes. Bajaban cojeando ahora, tan rápido como podían, por la pendiente menos abrupta de un pinar, por un inclinado sendero que los conducía directamente hacia el sur. En ocasiones se abrían paso entre un mar de helechos de altas frondas que se levantaban por encima de la cabeza del hobbit; otras veces marchaban con la quietud del silencio, sobre un suelo de agujas de pino; y durante todo ese tiempo la lobreguez se iba haciendo más pesada y la calma del bosque más profunda. No había viento aquel atardecer que moviera al menos con un susurro de mar las ramas de los árboles.

 

¿Tenemos que seguir todavía más? preguntó Bilbo cuando en la oscuridad del bosque apenas alcanzaba a distinguir la barba de Thorin que ondeaba junto a él y la respiración de los enanos sonaba en el silencio como un fuerte ruido. Tengo los dedos de los pies torcidos y magullados, me duelen las piernas, y mi estómago se balancea como una bolsa vacía.

 

Un poco más dijo Gandalf.

 

Luego de lo que pareció siglos más, salieron de pronto a un espacio abierto sin árboles. La luna estaba alta y brillaba en el claro. De algún modo todos tuvieron la impresión de que no era precisamente un lugar agradable, aunque no se veía nada sospechoso.

 

De súbito oyeron un aullido, lejos, colina abajo, un aullido largo y estremecedor. Le contestó otro, lejos, a la derecha, y muchos más, más cerca de ellos; luego otro, no muy lejano, a la izquierda. ¡Eran lobos aullando a la luna, lobos que llamaban a la manada!

 

No había lobos que vivieran cerca del agujero del señor Bolsón, pero conocía el sonido. Se lo habían descrito a menudo en cuentos y relatos. Uno de sus primos mayores (por la rama Tuk), que había sido un gran viajero, los imitaba a menudo para aterrorizarlo. Oírlos ahora en el bosque bajo la luna era demasiado para Bilbo. Ni siquiera los anillos mágicos son muy útiles contra los lobos, en especial contra las manadas diabólicas que vivían a la sombra de las montañas infestadas de trasgos, más allá de los límites de las tierras salvajes, en las fronteras de lo desconocido. ¡Los lobos de esta clase tienen un olfato más fino que los trasgos! ¡Y no necesitan verte para atraparte!

 

¡Qué haremos, qué haremos! gritó. ¡Salir de trasgos para caer en lobos! dijo, y esto llegó a ser un proverbio, aunque ahora decimos "de la sartén al fuego" en las situaciones incómodas de este tipo.

 

~¡A los árboles, rápido! gritó Gandalf; y corrieron hacia los árboles del borde del claro, buscando aquellos de ramas bajas o bastante delgados para escapar trepando por los troncos. Los encontraron con una rapidez insólita, como podéis imaginar; y subieron muy alto confiando como nunca en la firmeza de las ramas. Habríais reído (desde una distancia segura) si hubieseis visto a los enanos sentados arriba, en los árboles, las barbas colgando, como viejos caballeros chiflados que jugaban a ser niños. Fíli y Kili habían subido a la copa de un alerce alto que parecía un enorme árbol de Navidad. Dori, Nori, Ori, Óin y Glóin estaban más cómodos en un pino elevado con ramas regulares que crecían a intervalos, como los radios de una rueda. Bifur, Bofur, Bombur y Thorin estaban en otro pino próximo. Dwalin y Balin habían trepado con rapidez a un abeto delgado, escaso de ramas, y estaban intentando encontrar un lugar para sentarse entre el follaje de la copa. Gandalf, que era bastante más alto que el resto, había encontrado un árbol inaccesible para los otros, un pino grande que se levantaba en el mismísimo borde del claro. Estaba bastante oculto entre las ramas pero, cuando asomaba la luna, se le podía ver el brillo de los ojos.

 

¿Y Bilbo? No pudo subir a ningún árbol, y corría de un tronco a otro, como un conejo que no encuentra su madriguera mientras un perro lo persigue mordiéndole los talones.

 

¡Otra vez has dejado atrás al saqueador! dijo Nori a Dori mirando abajo.

 

No me puedo pasar la vida cargando saqueadores dijo Dori, ¡túneles abajo y árboles arriba! ¿Qué te crees que soy? ¿Un mozo de cuerda?

 

Se lo comerán si no hacemos algo dijo Thorin, pues ahora había aullidos todo alrededor, acercándose más y más ¡Dori! llamó, pues Dori era el que estaba más abajo, en el árbol más fácil de escalar, ¡Ve rápido, y dale una mano al señor Bolsón!

 

Dori era en realidad un buen muchacho a pesar de que protestara gruñendo. El pobre Bilbo no consiguió alcanzar la mano que le tendían aunque el enano descendió a la rama más baja y estiró el brazo todo lo que pudo. De modo que Dori bajó realmente del árbol y ayudó a que Bilbo se le trepase a la espalda.

 

En ese preciso momento los lobos irrumpieron aullando en el claro. De pronto hubo cientos de ojos observándolos desde las sombras. Pero Dori no soltó a Bilbo. Esperó a que trepara de los hombros a las ramas, y luego saltó. ¡Justo a tiempo! Un lobo le echó una dentellada a la capa cuando aún se columpiaba en la rama de abajo y casi lo alcanzó. Un minuto después una manada entera gruñía alrededor del árbol y saltaba hacia el tronco, los ojos encendidos y las lenguas fuera.

 

Pero ni siquiera los salvajes wargos (pues así se llamaban los lobos malvados de más allá del Yermo) pueden trepar a los árboles. Por el momento los expedicionarios estaban a salvo. Afortunadamente hacía calor y no había viento. Los árboles no son muy cómodos para estar sentados en ellos un largo rato, cualquiera que sea la circunstancia, pero al frío y al viento, con lobos que te esperan abajo y alrededor, pueden ser sitios harto desagradables.

 

Este claro en el anillo de árboles era evidentemente un lugar de reunión de los lobos. Más y más continuaban llegando. Unos pocos se quedaron al pie del árbol en que estaban Dori y Bilbo, y los otros fueron venteando alrededor hasta descubrir todos los árboles en los que había alguien. Vigilaron estos también, mientras el resto (parecían cientos y cientos) fue a sentarse en un gran círculo en el claro; y en el centro del círculo había un enorme lobo gris. Les habló en la espantosa lengua de los wargos. Gandalf la entendía. Bilbo no, pero el sonido era terrible, y parecía que sólo hablara de cosas malvadas y crueles, como así era. De vez en cuando todos los wargos del círculo respondían en coro al jefe gris, y el espantoso clamor sacudía al hobbit, que casi se caía del pino.

 

Os diré lo que Gandalf oyó, aunque Bilbo no lo comprendiese. Los wargos y los trasgos colaboraban a menudo en acciones perversas. Por lo común, los trasgos no se alejan de las montanas, a menos que se los persiga y estén buscando nuevos lugares, o marchen a la guerra (y me alegra decir que esto no ha sucedido desde hace largo tiempo). Pero en aquellos días, a veces hacían incursiones, en especial para conseguir comida o esclavos que trabajasen para ellos. En esos casos, conseguían a menudo que los wargos los ayudasen, y se repartían el botín. A veces cabalgaban en lobos, así como los hombres montan en caballos. Ahora parecía que una gran incursión de trasgos había sido planeada para aquella misma noche. Los wargos habían acudido para reunirse con los trasgos, y los trasgos llegaban tarde. La razón, sin duda, era la muerte del Gran Trasgo y toda la agitación causada por los enanos, Bilbo y Gandalf, a quienes quizá todavía buscaban.

 

A pesar de los peligros de estas tierras lejanas, unos hombres audaces habían venido allí desde el Sur, derribando árboles, y levantando moradas entre los bosques más placenteros de los valles y a lo largo de las riberas de los ríos. Eran muchos, y bravos y bien armados, y ni siquiera los wargos se atrevían a atacarlos cuando los veían juntos, o a la luz del día. Pero ahora habían planeado caer de noche con la ayuda de los trasgos sobre algunas de las aldeas más próximas a las montanas. Si este plan se hubiese llevado a cabo, no habría quedado nadie allí al día siguiente; todos hubiesen sido asesinados, excepto los pocos que los trasgos preservasen de los lobos y llevasen de vuelta a las cavernas, como prisioneros.

 

Era espantoso escuchar esa conversación, no sólo por los bravos leñadores, las mujeres y los niños, sino también por el peligro que ahora amenazaba a Gandalf y a sus compañeros. Los wargos estaban furiosos y se preguntaban desconcertados qué hacía esa gente en el mismísimo lugar de reunión. Pensaba que eran amigos de los leñadores y habían venido a espiarlos, y advertirían a los valles, con lo cual trasgos y lobos tendrían que librar una terrible batalla en vez dé capturar prisioneros y devorar gentes arrancadas bruscamente del sueño. De modo que los wargos no tenían intención de alejarse y permitir que la gente de los árboles escapase; de ninguna manera, no hasta la mañana. Y mucho antes, dijeron, los soldados trasgos vendrán, bajando de las montañas; y los trasgos pueden trepar a los árboles, o derribarlos.

 

Ahora podéis comprender por qué Gandalf, escuchando esos gruñidos y aullidos, empezó a tener un miedo espantoso, mago como era, y a sentir que estaban en un pésimo lugar y todavía no habían escapado del todo. Sin embargo, no les dejaría el camino libre, aunque mucho no podía hacer aferrado a un gran árbol con lobos por doquier allá en el suelo. Arrancó unas piñas enormes de las ramas y en seguida prendió fuego a una de ellas con una brillante llama azul, y la arrojó zumbando hacia el círculo de lobos. Alcanzó a, uno en el lomo, y la piel velluda empezó a arder, con lo cual la bestia saltó de un lado a otro aullando horriblemente. Luego cayó otra piña y otra, con llamas azules, rojas o verdes. Estallaban en el suelo, en medio del círculo, y se esparcían en chispas coloreadas y humo. una especialmente grande golpeó el hocico del lobo jefe, que saltó diez pies en el aire, y se lanzó dando vueltas y vueltas alrededor del círculo, con tanta cólera y tanto miedo que mordía y lanzaba dentelladas aun a, los otros lobos.

 

Los enanos y Bilbo gritaron y vitorearon. Era terrible ver la rabia de los lobos, y el tumulto que hacían llenaba toda la floresta. Los lobos tienen miedo del fuego en cualquier circunstancia, pero éste era un fuego muy extraño y horroroso. Si una chispa les tocaba la piel, se pegaba y les quemaba los pelos, y a menos que se revolcasen rápido, pronto estaban envueltos en llamas. Muy pronto los lobos estaban revolcándose por todo el claro una y otra vez para quitarse las chispas de los lomos, mientras aquellos que ya ardían, corrían aullando y pegando fuego a los demás, hasta que eran ahuyentados por sus propios compañeros, y huían pendiente abajo, chillando y gimoteando y buscando agua.

 

¿Qué es todo ese tumulto en el bosque? dijo el Señor de las Águilas. Estaba posado, negro a la, luz de la luna, en la cima de una solitaria cumbre rocosa del borde oriental de las montañas. ¡Oigo voces de lobos! ¿Andarán los trasgos de fechorías en los bosques?

 

Se elevó en el aire, e inmediatamente dos de los guardianes del Señor lo siguieron saltando desde las rocas de los lados. Volaron en círculos arriba en el cielo, y observaron el anillo de los wargos, un minúsculo punto muy, muy abajo. Pero las águilas tienen ojos penetrantes y pueden ver cosas pequeñas desde una gran distancia. El Señor de las Águilas de las Montañas Nubladas tenia ojos capaces de mirar al sol sin un parpadeo y de ver un conejo que se movía allá abajo a una milla a la luz pálida de la luna. De modo que aunque no alcanzaba a ver a la gente en los árboles, podía distinguir los movimientos de los lobos y los minúsculos destellos de fuego, y oía los aullidos y gañidos que se elevaban tenues desde allá abajo. También pudo ver el destello de la luna en las lanzas y yelmos de los trasgos, cuando unas largas hileras de esta gente malvada se arrastraron con cautela, bajando las laderas dé la calina desde la entrada a los túneles, y serpenteando en el bosque. Las águilas no son aves bondadosas. Algunas son cobardes y crueles. Pero la raza ancestral de las montañas del norte era la más grande entre todas. Altivas y fuertes, y de noble corazón, no querían a los trasgos, ni los temían. Cuando les prestaban alguna atención (lo que era raro, pues no se alimentaban de tales criaturas), se precipitaban sobre ellos y los obligaban a retirarse chillando a las cuevas, y detenían cualquier maldad en que estuviesen empeñados. Los trasgos odiaban a las águilas y les tenían miedo, pero no podían alcanzar aquellos encumbrados sitiales, ni sacarlas de las montañas.

 

Esa noche el Señor de las Águilas tenía mucha curiosidad por saber qué se estaba tramando; de modo que convocó a otras águilas, y juntas volaron desde las cimas, y trazando círculos lentamente, siempre girando y girando, bajaron y bajaron y bajaron hacia el anillo de los lobos y el sitio en que se reunían los trasgos.

 

¡Algo muy bueno, por cierto! Cosas espantosas habían estado sucediendo allí abajo. Los lobos alcanzados por las llamas habían huido al bosque, y habían prendido fuego en varios sitios. Era pleno verano, y en este lado oriental de las montañas había llovido poco en los últimos tiempos. Helechos amarillentos, ramas caídas, espesas capas de agujas de pino, y aquí y allá árboles secos, pronto empezaron a arder. Todo alrededor del claro de los wargos el fuego se elevaba en llamaradas. Pero los lobos guardianes no abandonaban los árboles. Enloquecidos y coléricos saltaban y aullaban al pie de los troncos, y maldecían a los enanos en aquel horrible lenguaje, con las lenguas fuera y los ojos brillantes tan rojos y fieros como las llamas.

 

Entonces, de súbito, los trasgos llegaron corriendo y aullando. Pensaban que se estaba librando una batalla contra los hombres de los bosques, pero pronto advirtieron lo que ocurría. Unos pocos llegaron a sentarse y rieron. Otros blandieron las lanzas y golpearon los mangos contra los escudos. Los trasgos no temen al fuego, y pronto tuvieron un plan que les pareció de lo mas divertido.

 

Algunos reunieron a todos los lobos en una manada. Otros apilaron helechos y brezos alrededor de los troncos, y se precipitaron en torno, y pisotearon y golpearon, golpearon y pisotearon, hasta que apagaron casi todos los fuegos, pero no los más próximos a los árboles donde estaban los enanos. Estos fuegos los alimentaron con hojas, ramas secas y helechos. Pronto un anillo de humo y llamas rodeó a los enanos, un anillo que no crecía hacia fuera, pero que se iba cerrando lentamente, hasta que el fuego lamió la leña apilada bajo los árboles. El humo llegaba a los ojos de Bilbo, podía sentir el calor de las llamas; y a través de la humareda alcanzaba a ver a los trasgos que danzaban, girando y girando, en un círculo, como gente que celebraba alrededor de una hoguera la llegada del verano. Fuera del circulo de guerreros danzantes, armados con lanzas y hachas, los lobos se mantenían apartados, observando y aguardando.

 

Bilbo pudo oír a los trasgos que entonaban ahora una horrible canción:

 

 

 

¡Quince pájaros en cinco abetos

 

las plumas aventadas por una brisa ardiente!

 

Pero, que extraños pájaros, ¡ninguno tiene alas!

 

¡Oh! ¿Qué haremos con estas raras gentes?

 

¿Asarlas vivas, o hervirlas en la olla;

 

o freírlas, cocerlas y comerlas calientes?

 

 

 

Luego se detuvieron y gritaron: ¡Volad, pajaritos! ¡Volad si podéis! ¡Bajad, pajaritos; os asaréis en vuestros nidos! ¡Cantad, cantad, pajaritos! ¿Por qué no cantáis?

 

¡Alejaos, chiquillos! gritó Gandalf por respuesta, No es época de buscar nidos. Y los chiquillos traviesos que juegan con fuego reciben lo que se merecen. Lo dijo para enfadarlos, y para mostrarles que no tenía miedo, aunque en verdad lo tenía, mago y todo como era. Pero los trasgos no le prestaron atención, y siguieron cantando.

 

 

 

¡Que ardan, que ardan, árboles y helechos?

 

¡Marchitos y abrasados! Que la antorcha siseante

 

ilumine la noche para nuestro contento.

 

¡Ea ya!

 

 

 

¡Que los cuezan, tos frían y achicharren,

 

hasta que ardan las barbas, y los ojos se nublen,

 

y hiedan los cabellos y estallen los pellejos,

 

se disuelvan las grasas, y los huesos renegros

 

descansen en cenizas bajo el cielo!

 

 

 

Asi los enanos morirán,

 

la noche iluminando para nuestro contento.

 

¡Ea ya!

 

¡Ea pronto ya!

 

¡Ea que va!

 

 

 

Y con ése ¡éa que va! las llamas llegaron bajo el árbol de Gandalf. En un momento se extendieron a los otros. La corteza ardió, las ramas más bajas crujieron.

 

Entonces Gandalf trepó a la copa del árbol. El súbito resplandor estalló en su vara como un relámpago cuando se aprestaba a saltar y a caer, justo entre las lanzas enemigas. Aquello hubiese sido el fin de Gandalf, aunque probablemente hubiese matado a muchos, al precipitarse entre ellos como un rayo. Pero no llegó a saltar.

 

En aquel preciso momento el Señor de las Águilas se abalanzó desde lo alto, abrió las garras, se apoderó de Gandalf, y desapareció.

 

Hubo un clamor de cólera y sorpresa entre los trasgos. Fuerte chilló el Señor de las Águilas, a quien Gandalf había ahora hablado. De vuelta se abalanzaron las grandes aves que estaban con él, y descendieron como enormes sombras negras. Los lobos gimotearon rechinando los dientes; los trasgos aullaron y patearon el suelo con rabia, y arrojaron las pesadas lanzas al aire. Sobre ellos se lanzaron las águilas; la acometida oscura de las alas que batían los golpeó contra el Suelo o los arrojó lejos; las garras les laceraron las caras. Otras veces volaron a las copas de los árboles y se llevaron a los enanos, que ahora subían trepando a unas alturas a las que nunca se habían atrevido a llegar.

 

¡El pobre pequeño Bilbo estuvo muy cerca de que le dejaran de nuevo atrás! Alcanzó justo a aferrarse de las piernas de Dori cuando ya se lo llevaban, el último de todos; y arriba fueron juntos, sobre el tumulto y el incendio, Bilbo columpiándose en el aire, sintiendo que se le romperían los brazos en cualquier momento.

 

Mientras, allá abajo, los trasgos y los lobos Se habían dispersado en los bosques. Unas cuantas águilas estaban todavía trazando círculos y cerniéndose sobre el campo de batalla. De pronto las llamas de los árboles se alzaron por encima de las ramas más altas. Subieron con un fuego crepitante, y hubo un estallido de chispas y humo. ¡Bilbo había escapado justo a tiempo!

 

Pronto las luces del incendio fueron tenues allá abajo; un parpadeo rojo en el suelo negro; y las águilas volaban muy alto, elevándose todo el tiempo en círculos amplios y majestuosos. Bilbo nunca olvidó aquel vuelo, abrazado a los tobillos de Dori. Gemía: ¡Mis brazos, mis brazos! mientras Dori plañía: ¡Mis pobres piernas, mis pobres piernas!

 

En el mejor de los casos las alturas le daban vértigo a Bilbo. Bastaba que mirase desde el borde de un risco pequeño para que se sintiera mareado. Nunca le habían gustado las escaleras, y mucho menos los árboles (antes nunca había tenido que escapar de los lobos). De manera que podéis imaginar cómo le daba vueltas ahora la cabeza, cuando miraba hacia abajo entre los colgantes dedos de los pies y veía las tierras oscuras que se ensanchaban debajo, tocadas aquí y allá por la luz de la luna en la roca de una ladera o en un arroyo de los llanos.

 

Los picos de las montañas se estaban acercando; puntas rocosas iluminadas por la luna asomaban entre las sombras negras. Verano o no, el aire parecía muy frío. Cerró los ojos y se preguntó si sería capaz de seguir sosteniéndose así mucho más. Luego imaginó qué sucedería si no aguantaba. Se sintió enfermo.

 

El vuelo terminó justo a tiempo para Bilbo, justo antes de que aflojara las manos. Se soltó de los tobillos de Dori con un grito sofocado y cayó sobre la tosca plata forma de un aguilero. Allí quedó un rato tendido sin decir una palabra, con pensamientos que eran una mezcla de sorpresa por haberse salvado del fuego y de miedo a caer de aquel sitio estrecho a las espesas sombras de ambos lados. Sentía la cabeza verdaderamente muy rara en aquel momento, después de las espantosas aventuras de los tres últimos días, casi sin nada para comer, y de pronto se encontró diciendo en voz alta:

 

¡Ahora sé cómo se siente un trozo de panceta cuando la sacan de pronto de la sartén con un tenedor y la ponen de vuelta en la alacena!

 

¡No, no lo sabes! oyó que Dori respondía, pues la panceta sabe que volverá, tardé o temprano, a la sartén: y es de esperar que nosotros no. ¡Además las águilas no son tenedores!

 

¡Oh no! No se parecen nada a pájaros ponedores, tenedores, quiero decir contestó Bilbo incorporándose y observando con ansiedad al águila que estaba posada cerca. Se preguntó qué otras tonterías habría estado diciendo, y si el águila lo consideraría ofensivo. ¡Uno no ha de ser grosero con un águila si sólo tiene el tamaño de un hobbit y está de noche en el aguilero!

 

El águila se afiló el pico en una roca y se alisó las plumas, sin prestar atención.

 

Pronto llegó volando otra águila. El Señor de las Águilas te ordena traer a tus prisioneros a la Gran Repisa chilló, y se fue. La Otra tomó a Dori en sus garras y partió volando con él hacia la noche, dejando a Bilbo completamente solo. Las pocas fuerzas que le quedaban le alcanzaban apenas para preguntarse qué habría querido decir el águila con "prisioneros", y ya empezaba a pensar que lo abrirían en dos como un conejo para la cena, cuando le llegó el turno.

 

El águila regresó, lo agarró por el dorso de la chaqueta, y se lanzó fuera. Esta vez el vuelo fue corto. Muy pronto Bilbo estuvo tumbado, temblando de miedo, en una amplia repisa en la ladera de la montaña. No había manera de descender hasta allí, sino volando; y no había sendero para bajar excepto saltando a un precipicio. Allí encontró a todos los otros, sentados de espaldas a la pared montañosa. El Señor de las Águilas estaba también allí y hablaba con Gandalf.

 

Quizá a Bilbo no se lo iban a comer, después de todo. El mago y el águila parecían conocerse de alguna manera, y aun estar en buenas relaciones. En realidad Gandalf, que había visitado a menudo las montañas, había ayudado una vez a las águilas y había curado al Señor de una herida de flecha. Así que como veis, "prisioneros quería decir "prisioneros rescatados de los trasgos" solamente, y no cautivos de las águilas. Cuando Bilbo escuchó la conversación de Gandalf comprendió que por fin iban a escapar real y verdaderamente de aquellas cimas espantosas. Estaba discutiendo planes con el Gran Águila para transportar lejos a los enanos, a él y a Bilbo, y dejarlos justo en el camino que cruzaba los llanos de abajo.

 

El Señor de las Águilas no los llevaría a ningún lugar próximo a las moradas de los hombres. Nos dispararían con esos grandes arcos de tejo dijo, pensando que vamos a robarles las ovejas. Y en otras ocasiones estarían en lo cierto. ¡No! Nos satisface burlar a los trasgos, y pagarte así nuestra deuda de gratitud, pero no nos arriesgaremos por los enanos en los llanos del sur.

 

Muy bien dijo Gandalf ¡Llevadnos a cualquier sitio y tan lejos como queráis! Ya habéis hecho mucho por nosotros. Pero mientras tanto, estamos famélicos.

 

Yo casi estoy muerto de hambre dijo Bilbo con una débil vocecita que nadie oyó.

 

Eso tal vez pueda tener remedio dijo el Señor de las Águilas.

 

Más tarde podríais haber visto un brillante fuego en la repisa de piedra, y las figuras de los enanos alrededor, cocinando y envueltos en un exquisito olor a asado. Las águilas habían traído unos arbustos secos para el fuego, y conejos, liebres y una pequeña oveja. Los enanos se encargaron de todos los preparativos. Bilbo se sentía demasiado débil para ayudar, y de cualquier modo no era muy bueno desollando conejos o picando carne, pues estaba acostumbrado a que el carnicero se la entregase lista ya para cocinar. Gandalf estaba echado también, luego de haberse ocupado de encender el fuego, ya que Óin y Glóin habían perdido sus yescas. (Los enanos nunca fueron aficionados a las cerillas, ni siquiera entonces.)

 

Así concluyeron las aventuras de las Montañas Nubladas. Pronto el estómago de Bilbo estuvo lleno y confortado de nuevo, y sintió que podía dormir sin preocupaciones, aunque en realidad le habría gustado más una hogaza con mantequilla que aquellos trozos de carne costada en varas. Durmió hecho un ovillo en la piedra dura, más profundamente de lo que había dormido nunca en el lecho de plumas de su propio pequeño agujero. Pero soñó toda la noche con su casa, y recorrió en sueños todas las habitaciones buscando algo que no podía encontrar, y que no sabía qué era.