7
RUMBO
A CASA
Por fin los hobbits emprendieron
el viaje de vuelta. Ahora estaban ansiosos por volver a ver la Comarca; sin
embargo, al principio cabalgaron a paso lento, pues Frodo había estado algo
intranquilo. En el Vado de Bruinen se había detenido como si temiera aventurarse
a cruzar el agua, y sus compañeros notaron que por momentos parecía no verlos,
ni a ellos ni al mundo de alrededor. Todo aquel día había estado silencioso.
Era el seis de octubre.
—¿Te duele algo, Frodo?
—le preguntó en voz baja Gandalf que cabalgaba junto a él.
—Bueno, sí —dijo Frodo—.
Es el hombro. Me duele la herida, y me pesa el recuerdo de la oscuridad. Hoy
se cumple un año.
—¡Ay! —dijo Gandalf—. Ciertas
heridas nunca curan del todo.
—Temo que la mía sea una
de ellas —dijo Frodo—. No hay un verdadero regreso. Aunque vuelva a la Comarca,
no me parecerá la misma; porque yo no seré el mismo. Llevo en mí la herida de
un puñal, la de un aguijón y la de unos dientes; y la de una larga y pesada
carga. ¿Dónde encontraré reposo?
Gandalf no respondió.
Al final del día siguiente
el dolor y el desasosiego habían desaparecido, y Frodo estaba contento otra
vez, alegre como si no recordase las tinieblas de la víspera. A partir de entonces
el viaje prosiguió sin tropiezos, y los días fueron pasando pues cabalgaban
sin prisa y a menudo se demoraban en los hermosos bosques, donde las hojas eran
rojas y amarillas al sol del otoño. Y llegaron por fin a la Cima del Viento;
y se acercaba la hora del ocaso y la sombra de la colina se proyectaba oscura
sobre el camino. Frodo les rogó entonces que apresuraran el paso, y sin una
sola mirada a la colina, atravesó la sombra con la cabeza gacha y arrebujado
en la capa. Por la noche el tiempo cambió, y un viento cargado de lluvia sopló
desde el oeste, frío e inclemente, y las hojas amarillas se arremolinaron como
pájaros en el aire. Cuando llegaron al Bosque de Chet ya las ramas estaban casi
desnudas, y una espesa cortina de lluvia ocultaba la Colina de Bree.
Así fue como hacia el final
de un atardecer lluvioso y borrascoso de los últimos días de octubre, los cinco
jinetes remontaron la cuesta sinuosa y llegaron a la puerta meriodional de Bree.
Estaba cerrada; y la lluvia les azotaba las caras y en el cielo crepuscular
las nubes bajas se perseguían. Y los corazones se les encogieron, porque habían
esperado una recepción más calurosa.
Cuando hubieron llamado
varias veces, apareció por fin el Guardián, y vieron que llevaba un pesado garrote;
los observó con temor y desconfianza; pero cuando reconoció a Gandalf, y notó
que quienes lo acompañaban eran hobbits, a pesar de los extraños atavíos, se
le iluminó el semblante y les dio la bienvenida.
— ¡Entrad! —dijo, quitando
los cerrojos—. No nos quedemos charlando aquí, con este frío y esta lluvia;
una verdadera noche de rufianes, pero el viejo Cebadilla sin duda os recibirá
con gusto en El Poney, y allí oiréis todo cuanto hay para oír, y mucho más.
—Y tú oirás más tarde todo
cuanto nosotros tenemos para contar —rió Gandalf—. ¿Cómo está Enrique? El Guardián
se enfurruñó.
—Se marchó —dijo—. Pero
será mejor que se lo preguntes a Cebadilla. ¡Buenas noches!
— ¡Buenas noches a ti!
—dijeron los recién llegados, y entraron; y vieron entonces que detrás del seto
que bordeaba el camino habían construido una cabana larga y baja, y que varios
hombres habían salido de ella y los observaban por encima del cerco. Al llegar
a la casa de Bill Helechal vieron que allí el cerco estaba descuidado, y que
las ventanas habían sido tapiadas.
—¿Crees que lo habrás matado
con aquella manzana, Sam? —dijo Pippin.
—Sería mucho esperar, señor
Pippin dijo Sam—. Pero me gustaría saber qué fue de ese pobre poney. Me he acordado
de él más de una vez, y de los lobos que aullaban y todo lo demás.
Llegaron por fin a El Poney
Pisador, que visto de fuera al menos no había cambiado mucho; y había luces
detrás de las cortinas rojas en las ventanas más bajas. Tocaron la campana,
y Nob acudió a la puerta, y abrió un resquicio y espió; y al verlos allí bajo
la lámpara dio un grito de sorpresa.
—¡Señor Mantecona! ¡Patrón!
¡Han regresado!
—Oh ¿de veras? Les voy
a dar —se oyó la voz de Mantecona, y salió como una tromba, garrote en mano.
Pero cuando vio quiénes eran se detuvo en seco, y el ceño furibundo se le transformó
en un gesto de asombro y de alegría. '
— ¡ Nob, tonto de capirote!
gritó—. ¿ No sabes llamar por su nombre a los viejos amigos? No tendrías que
darme estos sustos, en los tiempos que corren. ¡Bien, bien! ¿Y de dónde vienen
ustedes? Nunca esperé volver a ver a ninguno, y es la pura verdad: marcharse
así, a las Tierras Salvajes, con ese tal Trancos, y todos esos Hombres Negros
siempre yendo y viniendo. Pero estoy muy contento de verlos, y a Gandalf más
que a ninguno. ¡Adelante! ¡Adelante! ¿Las mismas habitaciones de siempre? Están
desocupadas. En realidad, casi todas están vacías en estos tiempos, cosa que
no les ocultaré, ya que no tardarán en descubrirlo. Y veré qué se puede hacer
por la cena, lo más pronto posible; pero estoy corto de ayuda en estos momentos.
¡Eh, Nob, camastrón! ¡Avísale a Bob! Ah, me olvidaba, Bob se ha marchado: ahora
al anochecer vuelve a la casa de su familia. ¡Bueno, lleva los poneys de los
huéspedes a las caballerizas, Nob! Y tú, Gandalf, sin duda querrás llevar tú
mismo el caballo al establo. Un animal magnífico, como dije la primera vez que
lo vi. ¡Bueno, adelante! ¡Hagan cuenta de que están en casa!
El señor Mantecona en todo
caso no había cambiado la manera de hablar, y parecía vivir siempre en la misma
agitación sin resuello. Y sin embargo no había casi nadie en la posada, y todo
estaba en calma; del salón común llegaba un murmullo apagado de no más de dos
o tres voces. Y vista más de cerca, a la luz de las dos velas que había encendido
y que llevaba ante ellos, la cara del posadero parecía un tanto ajada y consumida
por las preocupaciones.
Los condujo por el corredor
hasta la salita en que se habían reunido aquella noche extraña, más de un año
atrás; y ellos lo siguieron, algo desazonados, pues era obvio que el viejo Cebadilla
estaba tratando de ponerle al mal tiempo buena cara. Las cosas ya no eran como
antes. Pero no dijeron nada, y esperaron.
Como era de prever, después
de la cena el señor Mantecona fue a la salita para ver si todo había sido del
agrado de los huéspedes. Y lo había sido por cierto: en todo caso los cambios
no habían afectado ni a la cerveza ni a las vituallas de El Poney.
—No me atreveré a sugerirles
que vayan al salón común esta noche —dijo Mantecona. Han de estar fatigados;
y de todas maneras hoy no hay mucha gente allí. Pero si quisieran dedicarme
una media hora antes de recogerse a descansar, me gustaría mucho charlar un
rato con ustedes, tranquilos y a solas.
—Eso es justamente lo que
también nos gustaría a nosotros —dijo Gandalf—. No estamos cansados. Nos hemos
tomado las cosas con calma últimamente. Estábamos mojados, con frío y hambrientos,
pero todo eso tú lo has curado. ¡Ven, siéntate! Y si tienes un poco de hierba
para pipa, te daremos nuestra bendición.
—Bueno, me sentiría más
feliz si me hubieras pedido cualquier otra cosa —dijo Mantecona—. Eso es algo
justamente de lo que andamos escasos, pues la única hierba que tenemos es la
que cultivamos nosotros mismos, y no es bastante. En estos tiempos no llega
nada de la Comarca. Pero haré lo que pueda.
Cuando volvió traía una
provisión suficiente para un par de días: un apretado manojo de hojas sin cortar.
—De las Colinas del Sur
—dijo—, y la mejor que tenemos; pero no puede ni compararse con la de la Cuaderna
del Sur, como siempre he dicho, aunque en la mayoría de las cosas estoy a favor
de Bree, con el perdón de ustedes.
Lo instalaron en un sillón
junto al fuego, y Gandalf se sentó del otro lado del hogar, y los hobbits en
sillas bajas entre uno y otro; y entonces hablaron durante muchas medias horas,
e intercambiaron todas aquellas noticias que el señor Mantecona quiso saber
o comunicar. La mayor parte de las cosas que tenían para contarle dejaban simplemente
pasmado de asombro al posadero, y superaban todo lo que él podía imaginar, y
provocaban escasos comentarios fuera de:
—No me diga —y el señor
Mantecona lo repetía una y otra vez como si dudara de sus propios oídos—. No
me diga, señor Bolsón ¿ o era señor Sotomonte? Estoy tan confundido. ¡No me
digas, Gandalf! ¡Increíble! ¡Quién lo hubiera pensado, en nuestros tiempos!
Pero él, por su parte,
habló largo y tendido. Las cosas distaban de andar bien, contó. Los negocios
no sólo no prosperaban; eran un verdadero desastre.
—Ya ningún forastero se
acerca a Bree —dijo—. Y las gentes de por aquí se quedan en casa casi todo el
tiempo, y a puertas trancadas. La culpa de todo la tienen esos recién llegados
y esos vagabundos que empezaron a aparecer por el Camino Verde el año pasado,
como ustedes recordarán; pero más tarde vinieron más. Algunos eran pobres infelices
que huían de la desgracia; pero la mayoría eran hombres malvados, ladrones y
dañinos. Y aquí mismo, en Bree, hubo disturbios, disturbios graves. Y tuvimos
una verdadera refriega, y a alguna gente la mataron, ¡la mataron muerta! Si
quieren creerme.
—Te creo —dijo Gandalf—.
¿Cuántos?
—Tres y dos —dijo Mantecona,
refiriéndose a la gente grande y a la pequeña—. Murieron el pobre Mat Dedos
Matosos, y Rowlie Manzano, y el pequeño Tom Abrojos, de la otra vertiente de
la Colina; y Willie Bancos de allá arriba, y uno de los Sotomonte de Entibo;
toda buena gente, se la echa de menos. Y Enrique Madreselva, el que antes estaba
en la puerta del oeste, y ese Bill Helechal, se pasaron al bando de los intrusos,
y se quedaron con ellos; y fueron ellos quienes los dejaron entrar, me parece
a mí. La noche de la batalla, quiero decir. Y eso fue después que les mostramos
las puertas y los echamos; pasó antes de fin de año; y la batalla fue a principios
del Año Nuevo, después de la gran nevada.
»Y ahora les ha dado por
robar y viven afuera, escondidos en los bosques del otro lado de Archet, y en
las tierras salvajes allá por el norte. Es un poco como en los malos tiempos
de antes de que hablan las leyendas, digo yo. Ya no hay seguridad en los caminos
y nadie va muy
lejos, y la gente se encierra
temprano en las casas. Hemos tenido que poner centinelas todo alrededor de la
empalizada y muchos hombres a vigilar las puertas durante la noche.
—Bueno, a nosotros nadie
nos molestó —dijo Pippin— y vinimos lentamente, y sin montar guardias. Creíamos
haber dejado atrás todos los problemas.
—Ah, eso no, señor, y es
lo más triste del caso —dijo Mantecona—. Pero no me extraña que los hayan dejado
tranquilos. No se van a atrever a atacar a gente armada, con espadas y yelmos
y escudos y todo. Lo pensarían dos veces, sí señor. Y les confieso que yo mismo
quedé un poco desconcertado hoy cuando los vi.
Y entonces, de pronto,
los hobbits comprendieron que la gente los miraba con estupefacción, no por
la sorpresa de verlos de vuelta sino por las ropas insólitas que vestían. Tanto
se habían acostumbrado a las guerras y a cabalgar en compañía de atavíos relucientes,
que no se les había ocurrido en ningún momento que las cotas de malla que les
asomaban por debajo de los mantos, los yelmos de Gondor y de la Marca, las hermosas
insignias de los escudos, podían parecer extravagancias en la Comarca. Hasta
el propio Gandalf, que ahora cabalgaba en un gran corcel gris, todo vestido
de blanco, envuelto en un amplio manto azul y plata, y con la larga espada Glamdrin
al cinto. Gandalf se echó a reír.
—Bueno, bueno —dijo—. Si
sólo cinco como nosotros bastan para amedrentarlos, con peores enemigos nos
hemos topado antes. En todo caso, te dejarán en paz por la noche, mientras estemos
aquí.
—¿Y cuánto durará eso?
—dijo Mantecona—. No negaré que nos encantaría tenerlos con nosotros una temporada.
Aquí no estamos acostumbrados a estos problemas, como ustedes saben, y los montaraces
se han marchado, por lo que me dice la gente. Creo que hasta ahora no habíamos
apreciado bien lo que ellos hacían por nosotros. Porque hubo cosas peores que
ladrones por estos lados. El invierno pasado había lobos que aullaban alrededor
de la empalizada. Y en los bosques merodeaban formas oscuras, cosas horripilantes
que le helaban a uno la sangre en las venas. Todo muy alarmante, si ustedes
me entienden.
—Me imagino que sí —dijo
Gandalf—. En casi todos los países ha habido disturbios en estos tiempos, graves
disturbios. Pero ¡alégrate, Cebadilla! Has estado en un tris de verte envuelto
en problemas muy serios, y me hace feliz saber que no te han tocado más de cerca.
Pero se aproximan tiempos mejores. Mejores quizá que todos aquéllos de que tienes
memoria. Los montaraces han vuelto. Nosotros mismos hemos regresado con ellos.
Y hay de nuevo un rey, Cebadilla. Y pronto se ocupará de esta región.
«Entonces se abrirá nuevamente
el Camino Verde, y los mensajeros del Rey vendrán al norte, y habrá un tránsito
constante y las criaturas malignas serán expulsadas de las regiones desiertas.
En verdad, con el
paso del tiempo, los eriales
dejarán de ser eriales, y donde antes hubo desiertos y tierras incultas habrá
gentes y praderas. El señor Mantecona sacudió la cabeza.
—Que haya un poco de gente
decente y respetable en los caminos, no hará mal a nadie —dijo. Pero no queremos
más chusma ni rufianes. Y no queremos más intrusos en Bree, ni cerca de Bree.
Queremos que nos dejen en paz. No quiero ver acampar por aquí e instalarse por
allá a toda una multitud de extranjeros que vienen a echar a perder nuestro
país.
—Te dejarán en paz, Cebadilla
dijo Gandalf. Hay espacio suficiente para varios reinos, entre el Isen y el
Agua Gris, o a lo largo de las costas meridionales del Brandivino, sin que nadie
venga a habitar a menos de varias jornadas de cabalgata de Bree. Y mucha gente
vivía antiguamente en el norte, a un centenar de millas de aquí, o más, en el
otro extremo del Camino Verde: en las Lomas del Norte o en las cercanías del
Lago del Crepúsculo.
—¿Allá arriba, cerca del
Foso del Muerto? dijo Mantecona, con un aire aún más dubitativo. Dicen que es
una región habitada por fantasmas. Sólo ladrones se atreverían a vivir allí.
—Los montaraces van allí
dijo Gandalf. El Foso del Muerto, dices. Así lo han llamado durante largos años;
pero el verdadero nombre, Cebadilla, es Fornost Erain, Norburgo de los Reyes.
Y allí volverá el Rey, algún día, y entonces verás pasar alguna hermosa gente.
—Bueno, eso suena un poco
más alentador, lo reconozco —dijo Mantecona—. Y será sin duda bueno para los
negocios. Siempre y cuando deje en paz a Bree.
—La dejará en paz —dijo
Gandalf—. La conoce y la ama.
—¿De veras? —dijo Mantecona,
perplejo—. Aunque no me imagino cómo puede conocerla, sentado en ese alto trono,
allá en ese inmenso castillo, a centenares de millas de distancia, y bebiendo
el vino de un cáliz de oro, no me extrañaría. ¿Qué es para él El Poney o un
jarro de cerveza? ¡No porque mi cerveza no sea buena, Gandalf! Es excepcionalmente
buena desde que viniste en el otoño del año pasado y le echaste una buena palabra.
Y te diré que en medio de todos estos males, ha sido un consuelo.
— ¡Ah! —dijo Sam—. Pero
él dice que tu cerveza siempre es buena.
—¿El dice?
—Claro que sí, Trancos.
El jefe de los montaraces. ¿No te ha entrado todavía en la cabeza?
Mantecona entendió al fin,
y la cara se le transformó en una máscara de asombro: boquiabierto, los ojos
redondos en la cara rechoncha, sin aliento.
—¡Trancos! exclamó cuando
pudo respirar otra vez—. ¡El con corona y todo, y un cáliz de oro! Bueno ¿dónde
vamos a parar?
—A tiempos mejores, al
menos para Bree —respondió Gandalf.
—Así lo espero, en verdad
—dijo Mantecona—. Bueno, ha sido la charla más agradable que he tenido en un
mes de días lunes. Y no negaré que esta noche dormiré más tranquilo y con el
corazón aliviado. Ustedes me han traído en verdad muchas cosas en que pensar,
pero lo postergaré hasta mañana. Estoy listo para acostarme, y no dudo que también
ustedes se irán a dormir de buena gana. ¡Eh, Nob! —llamó, mientras iba hacia
la puerta—. ¡Nob, camastrón!
»¡Nob! —se dijo en seguida,
palmeándose la frente—. ¿Qué me recuerda esto?
—No otra carta de la que
se ha olvidado, espero, señor Mantecona —dijo Merry.
—Por favor, por favor,
señor Brandigamo, ¡no venga a recordármelo! Pero ahí tiene, me cortó el pensamiento.
¿Dónde estaba? Nob, caballerizas... Ah, eso era. Tengo aquí algo que les pertenece.
Si se acuerdan de Bill Helechal y el robo de los caballos: el poney que ustedes
le compraron, está aquí. Volvió solo, sí. Pero por dónde anduvo, ustedes lo
sabrán mejor que yo. Parecía un perro viejo, y estaba flaco como una caña, pero
vivo. Nob lo ha cuidado.
—¡Qué! ¡Mi Bill! exclamó
Sam. Bueno, diga lo que diga el Tío, nací con buena estrella. ¡Otro deseo que
se cumple! ¿Dónde está? Y no quiso irse a la cama antes de haber visitado a
Bill en el establo.
Los viajeros se quedaron
en Bree el día siguiente, y el señor Mantecona no tuvo motivos para quejarse
de los negocios, al menos aquella noche. La curiosidad venció todos los temores,
y la casa estaba de bote en bote. Por cortesía, los hobbits fueron al salón
común durante la velada y contestaron a muchas preguntas. Y como la gente de
Bree tenía buena memoria, a Frodo le preguntaron muchas veces si había escrito
el libro.
—Todavía no —contestaba—.
Ahora voy a casa a poner en orden mis notas. —Prometió narrar los extraños sucesos
de Bree, y dar así un toque de interés a un libro que al parecer se ocuparía
sobre todo de los remotos y menos importantes acontecimientos del «lejano Sur».
De pronto, uno de los más
jóvenes pidió una canción. Y entonces hubo un silencio, y todos miraron al joven
con enfado, y el pedido no fue repetido. Evidentemente nadie deseaba que algo
sobrenatural ocurriera otra vez en el salón.
Sin problemas durante el
día, ni ruidos durante la noche, nada turbó la paz de Bree mientras los viajeros
estuvieron allí; pero a la mañana siguiente se levantaron temprano, porque como
el tiempo continuaba lluvioso deseaban llegar a la Comarca antes de la noche,
y los esperaba una larga cabalgata. Todos los habitantes de Bree salieron a
despedirlos, y estaban de mejor humor que el que habían tenido en todo un año;
y los que aún no habían visto a los viajeros engalanados se quedaron
pasmados de asombro: Gandalf
con su barba blanca y la luz que parecía irradiar, como si el manto azul fuera
sólo una nube que cubriera el sol; y los cuatro hobbits como caballeros andantes
salidos de cuentos casi olvidados. Hasta aquellos que se habían reído al oírles
hablar del Rey empezaron a pensar que quizás habría algo de verdad en todo aquello.
—Bien, buena suerte en
el camino, y buen retorno —dijo el señor Mantecona—. Tendría que haberles advertido
antes que tampoco en la Comarca anda todo bien, si lo que he oído es verdad.
Pasan cosas raras, dicen. Pero una idea se lleva la otra, y estaba preocupado
por mis propios problemas. Si me permiten el atrevimiento, les diré que han
vuelto cambiados de todos esos viajes, y ahora parecen gente capaz de afrontar
las dificultades con serenidad. No dudo que muy pronto habrán puesto todo en
su sitio. ¡Buena suerte! Y cuanto más a menudo vuelvan, más halagado me sentiré.
Le dijeron adiós y se alejaron
a caballo, y saliendo por la puerta del oeste se encaminaron a la Comarca. El
poney Bill iba con ellos, y como antes cargaba con una buena cantidad de equipaje,
pero trotaba junto a Sam y parecía satisfecho.
—Me pregunto qué habrá
querido insinuar el viejo Cebadilla —dijo Frodo.
—Algo puedo imaginarme
—dijo Sam, con aire sombrío—. Lo que vi en el Espejo: los árboles derribados
y todo lo demás, y el viejo Tío echado de Bolsón de Tirada. Tendría que haber
vuelto antes.
—Y es evidente que algo
anda mal en la Cuaderna del Sur —dijo Merry. Hay una escasez general de hierba
para pipa.
—Sea lo que sea — dijo
Pippin—, Otho ha de andar detrás de todo eso, puedes estar seguro.
—Metido en eso, pero no
detrás dijo Gandalf. Te olvidas de Saruman. Empezó a mostrar interés por la
Comarca aun antes que Morder.
—Bueno, te tenemos con
nosotros —dijo Merry—, así que las cosas pronto se aclararán.
—Estoy ahora con vosotros
—replicó Gandalf—, pero pronto no estaré. Yo no voy a la Comarca. Tendréis que
deshacer vosotros mismos los entuertos: para eso habéis sido preparados. ¿No
lo comprendéis aún? Mi tiempo ha pasado ya: no me incumbe a mí enderezar las
cosas, ni ayudar a la gente a enderezarlas. En cuanto a vosotros, mis queridos
amigos, no necesitaréis ayuda. Ahora habéis crecido. Habéis crecido mucho en
verdad: estáis entre los grandes, y no temo por la suerte de ninguno de vosotros.
»Pero si queréis saberlo,
pronto me separaré de vosotros. Tendré una larga charla con Bombadil: una charla
como no he tenido en todo mi
tiempo. El ha juntado moho,
y yo he sido una piedra condenada a rodar. Pero mis días de rodar están terminando,
y ahora tendremos muchas cosas que decirnos.
Al poco rato llegaron al
punto del Camino del Este en que se habían despedido de Bombadil; y tenían la
esperanza y casi la certeza de que lo verían allí de pie, esperándolos para
saludarlos al pasar. Pero no lo vieron, y había una bruma gris sobre las Quebradas
de los Túmulos en el sur, y un velo espeso que cubría el Bosque Viejo en lontananza.
Se detuvieron y Frodo miró al sur con nostalgia.
—Me gustaría tanto volver
a ver al viejo amigo. Me pregunto cómo andará.
—Tan bien como siempre,
puedes estar seguro dijo Gandalf—. Muy tranquilo; y no muy interesado, sospecho,
en nada de cuanto hemos hecho o visto, salvo tal vez nuestras visitas a los
ents. Quizás en algún momento, más adelante, puedas ir a verlo. Pero yo en vuestro
lugar me apresuraría, o no llegaréis al Puente del Brandivino antes que cierren
las puertas.
—Si no hay ninguna puerta
—dijo Merry—, no en el camino; lo sabes muy bien. Está la Puerta de los Gamos,
por supuesto; pero allí a mí me dejarán entrar a cualquier hora.
—No había ninguna puerta,
querrás decir dijo Gandalf—. Creo que ahora encontrarás algunas. Y acaso hasta
en la Puerta de los Gamos tropieces con más dificultades de las que supones.
Pero sabréis qué hacer. ¡Adiós, mis queridos amigos! No por última vez, todavía
no. ¡Adiós!
Hizo salir del camino a
Sombragris, y el gran corcel cruzó de un salto la zanja verde que corría al
lado, y a una voz de Gandalf desapareció galopando como un viento del norte
hacia las Quebradas de los Túmulos.
—Bueno, aquí estamos, nosotros
cuatro solos, los que partimos juntos —dijo Merry—. Hemos dejado por el camino
a todos los demás, uno después de otro. Parece casi como un sueño que se hubiera
desvanecido lentamente.
—No para mí —dijo Frodo—.
Para mí es más como volver a dormir.
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