8
LAS CASAS
DE CURACIÓN
Una nube de lágrimas y
de cansancio empañaba los ojos de Merry cuando se acercaban a la Puerta en ruinas
de Minas Tirith. Apenas si notó la destrucción y la muerte que lo rodeaban por
todas partes. Había fuego y humo en el aire, y un olor nauseabundo: pues muchas
de las máquinas habían sido consumidas por las llamas o arrojadas a los fosos
de fuego, y muchos de los caídos habían corrido la misma suerte; y aquí y allá
yacían los cadáveres de los grandes monstruos sureños, calcinados a medias,
destrozados a pedradas, o con los ojos traspasados por las flechas de los valientes
arqueros de Morthond. La lluvia había cesado, y en el cielo brillaba el sol;
pero toda la ciudad baja seguía envuelta en el humo acre de los incendios.
Ya había hombres atareados
en abrir un sendero entre los despojos; otros, entretanto, salían por la Puerta
llevando literas. A Eowyn la levantaron y la depositaron sobre almohadones mullidos;
pero al cuerpo del rey lo cubrieron con un gran lienzo de oro, y lo acompañaron
con antorchas, y las llamas, pálidas a la luz del sol, se movían en el viento.
Así entraron Théoden y
Eowyn en la Ciudad de Gondor, y todos los que los veían se descubrían la cabeza
y se inclinaban; y así prosiguieron entre las cenizas y el humo del circuito
incendiado, y subieron por las empinadas calles de piedra. A Merry el ascenso
le parecía eterno, un viaje sin sentido en una pesadilla abominable, que continuaba
y continuaba hacia una meta imprecisa que la memoria no alcanzaba a reconocer.
Poco a poco las llamas
de las antorchas parpadearon y se extinguieron, y Merry se encontró caminando
en la oscuridad; y pensó: «Este es un túnel que conduce a una tumba; allí nos
quedaremos para siempre.» Pero de improviso una voz viva interrumpió la pesadilla
del hobbit.
— ¡Ah, Merry! ¡Te he encontrado
al fin, gracias al cielo!
Levantó la cabeza, y la
niebla que le velaba los ojos se disipó un poco. ¡Era Pippin! Estaban frente
a frente en un callejón estrecho y desierto. Se restregó los ojos.
— ¿Dónde está el rey? —preguntó—.
¿Y Eowyn? —De pronto se tambaleó, se sentó en el umbral de una puerta, y otra
vez se echó a llorar.
—Han subido a la ciudadela
—dijo Pippin—. Sospecho que el sueño te venció mientras ibas con ellos, y que
tomaste un camino equivocado. Cuando notamos tu ausencia, Gandalf mandó que
te buscara. ¡Pobrecito, Merry! ¡Qué felicidad volver a verte! Pero estás extenuado
y no quiero molestarte con charlas. Dime una cosa, solamente: ¿estás herido,
o maltrecho?
—No —dijo Merry—. Bueno,
no, creo que no. Pero tengo el brazo derecho inutilizado, Pippin, desde que
lo herí. Y mi espada ardió y se consumió como un trozo de leña.
Pippin observó a su amigo
con aire preocupado.
—Bueno, será mejor que
vengas conmigo en seguida —dijo—. Me gustaría poder llevarte en brazos. No puedes
seguir a pie. No sé cómo te permitieron caminar; pero tienes que perdonarlos.
Han ocurrido tantas cosas terribles en la ciudad, Merry, que un pobre hobbit
que vuelve de la batalla bien puede pasar inadvertido.
—No siempre es una desgracia
pasar inadvertido —dijo Merry—. Hace un momento pasé inadvertido.... no, no,
no puedo hablar. ¡Ayúdame, Pippin! El día se oscurece otra vez, y mi brazo está
tan frío.
—¡Apóyate en mí, Merry,
muchacho! dijo Pippin—. ¡Adelante! Primero un pie y luego el otro. No es lejos.
— ¿Me llevas a enterrar?
—¡Claro que no! —dijo Pippin,
tratando de parecer alegre, aunque tenía el corazón destrozado por la piedad
y el miedo—. No, ahora iremos a las Casas de Curación.
Salieron del callejón que
corría entre edificios altos y el muro exterior del cuarto círculo, y tomaron
nuevamente la calle principal que subía a la ciudadela. Avanzaban lentamente,
y Merry se tambaleaba y murmuraba como un sonámbulo.
«Nunca llegaremos —pensó
Pippin—. ¿No habrá nadie que me ayude? No puedo dejarlo solo aquí.»
En ese momento vio a un
muchacho que subía corriendo por el camino, y reconoció sorprendido a Bergil,
el hijo de Beregond.
— ¡Salud, Bergil! —le gritó.
¿A dónde vas? ¡Qué alegría volver a verte, y vivo por añadidura!
—Llevo recados urgentes
para los Curadores —respondió Bergil—. No puedo detenerme.
—¡Claro que no! —dijo Pippin—.
Pero diles allá arriba que tengo conmigo a un hobbit enfermo, un peñan acuérdate,
que regresa del campo de batalla. Dudo que pueda recorrer a pie todo el camino.
Si Mithrandir está allí, le alegrará recibir el mensaje.
Bergil volvió a partir
a la carrera.
«Será mejor que espere
aquí», pensó Pippin. Y ayudando a Merry a dejarse caer lentamente sobre el pavimento
en un sitio asoleado, se
sentó junto a él y apoyó
en sus rodillas la cabeza del amigo. Le palpó con suavidad el cuerpo y los miembros,
y le tomó las manos. La derecha estaba helada.
Gandalf en persona no tardó
en llegar en busca de los hobbits. Se inclinó sobre Merry y le acarició la frente;
luego lo levantó con delicadeza.
—Tendrían que haberlo traído
a esta ciudad con todos los honores —dijo—. Se mostró digno de mi confianza;
pues si Elrond no hubiese cedido a mis ruegos, ninguno de vosotros habría emprendido
este viaje, y las desdichas de este día habrían sido mucho más nefastas. —Suspiró.—
Y ahora tengo un herido más a mi cargo, mientras la suerte de la batalla está
todavía indecisa.
Así pues Faramir, Eowyn
y Meriadoc reposaron por fin en las Casas de Curación y recibieron los mejores
cuidados. Porque si bien últimamente todas las ramas del saber habían perdido
la pujanza de otros tiempos, la medicina de Gondor era aún sutil, apta para
curar heridas y lesiones y todas aquellas enfermedades a que estaban expuestos
los mortales que habitaban al este del Mar. Con la sola excepción de la vejez,
para la que no habían encontrado remedio; más aún, la longevidad había declinado
en la región: ahora vivían pocos años más que los otros hombres, y los que sobrepasaban
el centenar con salud y vigor eran contados, salvo en algunas familias de sangre
más pura. Sin embargo, las artes y el saber de los Curadores se encontraban
ahora en un atolladero: muchos de los enfermos padecían un mal incurable, al
que llamaban la Sombra Negra, pues provenía de los Nazgül. Los afectados por
aquella dolencia caían lentamente en un sueño cada vez más profundo, y luego
en el silencio y en un frío mortal, y así morían. Y a quienes velaban por los
enfermos les parecía que este mal se había ensañado sobre todo con el mediano
y con la Dama de Rohan. A ratos, sin embargo, a medida que transcurría la mañana,
los oían hablar y murmurar en sueños, y escuchaban con atención todo cuanto
decían, esperando tal vez enterarse de algo que les ayudase a entender la naturaleza
del mal. Pero pronto los enfermos se hundieron en las tinieblas, y a medida
que el sol descendía hacia el oeste, una sombra gris les cubrió los rostros.
Y mientras tanto Faramir ardía de fiebre.
Gandalf iba preocupado,
de uno a otro lecho, y los cuidadores le repetían todo lo que habían oído. Y
así transcurrió el día, mientras afuera la gran batalla continuaba con esperanzas
cambiantes y extrañas nuevas; pero Gandalf esperaba, vigilaba, y no se apartaba
de los enfermos; y al fin, cuando la luz bermeja del crepúsculo se extendió
por el cielo, y a través de la ventana el resplandor bañó los rostros grises,
les
pareció a quienes estaban
velándolos que las mejillas de los enfermos se sonrosaban como si les volviera
la salud; pero no era más que una burla de esperanza.
Entonces una mujer vieja,
la más anciana de las servidoras de la casa, miró el rostro de Faramir, y lloró,
porque todos lo amaban. Y dijo:
—¡Ay de nosotros, si llega
a morir! ¡Ojalá hubiera en Gondor reyes como los de antaño, según cuentan! Porque
dice la tradición: Las manos del rey son manos que curan. Así el legítimo rey
podría ser reconocido.
Y Gandalf, que se encontraba
cerca, dijo:
—¡ Que por largo tiempo
recuerden los hombres tus palabras, loreth! Pues hay esperanza en ellas. Tal
vez un rey haya retornado en verdad a Gondor: ¿No has oído las extrañas nuevas
que han llegado a la ciudad?
—He estado demasiado atareada
con una cosa y otra para prestar oídos a todos los clamores y rumores —respondió
loreth—. Sólo espero que esos demonios sanguinarios no vengan ahora a esta casa
y perturben a los enfermos.
Poco después Gandalf salió
apresuradamente de la casa; el fuego se extinguía ya en el cielo, y las colinas
humeantes se desvanecían, y la ceniza gris de la noche se tendía sobre los campos.
Ahora el sol se ponía,
y Aragorn y Eomer e Imrahil se acercaban a la ciudad escoltados por capitanes
y caballeros; y cuando estuvieron delante de la Puerta, Aragorn dijo:
— ¡Mirad cómo se oculta
el sol envuelto en llamas! Es la señal del fin y la caída de muchas cosas, y
de un cambio en las mareas del mundo. Sin embargo, los Senescales administraron
durante años esta ciudad y este reino, y si yo entrase ahora sin ser convocado,
temo que pudieran despertarse controversias y dudas, que es preciso evitar mientras
dure la guerra. No entraré, ni reivindicaré derecho alguno hasta tanto se sepa
quién prevalecerá, nosotros o Morder. Los hombres levantarán mis tiendas en
el campo, y aquí esperaré la bienvenida del Señor de la Ciudad.
Pero Eomer le dijo:
—Ya has desplegado el estandarte
de los reyes y los emblemas de la Casa de Elendil. ¿Tolerarías acaso que fueran
desafiados?
—No —respondió Aragorn—.
Pero creo que aún no ha llegado la hora; no he venido a combatir sino a nuestro
enemigo y a sus servidores.
Y el Príncipe Imrahil dijo:
—Sabias son tus palabras,
Señor, si alguien que es pariente del Señor Denethor puede opinar sobre este
asunto. Es un hombre orgulloso
y tenaz como pocos, pero
viejo; y desde que perdió a su hijo le ha cambiado el humor. No obstante, no
me gustaría verte esperando junto a la puerta como un mendigo.
—No un mendigo —replicó
Aragorn—. Di más bien un Capitán de los Montaraces, poco acostumbrado a las
ciudades y a las casas de piedra. —Y ordenó que plegaran el estandarte; y retirando
la Estrella del Reino del Norte, la entregó en custodia a los hijos de Elrond.
El Príncipe Imrahil y Eomer
de Rohan se separaron entonces de Aragorn, y atravesando la ciudad y el tumulto
de las gentes, subieron a la ciudadela y entraron en la Sala de la Torre, en
busca del Senescal. Y encontraron el sitial vacío, y delante del estrado yacía
Théoden Rey de la Marca, en un lecho de ceremonia: y doce antorchas rodeaban
el lecho, y doce guardias, todos caballeros de Rohan y de Gondor. Y las colgaduras
eran verdes y blancas, pero el gran manto de oro le cubría el cuerpo hasta la
altura del pecho, y allí encima tenía la espada, y a los pies el escudo. La
luz de las antorchas centelleaba en los cabellos blancos como el sol en la espuma
de una fuente, y el rostro del monarca era joven y hermoso, pero había en él
una paz que la juventud no da; y parecía dormir.
Imrahil permaneció un momento
en silencio junto al lecho del rey; luego preguntó:
—¿Dónde puedo encontrar
al Senescal? ¿Y dónde está Mithrandir? Y uno de los guardias le respondió:
—El Senescal de Gondor
está en las Casas de Curación. Y dijo Eomer:
—¿Dónde está la Dama Eowyn,
mi hermana? Tendría que yacer junto al rey, y con idénticos honores. ¿Dónde
la habéis dejado? E Imrahil respondió:
—La Dama Eowyn vivía aún
cuando la trajeron aquí. ¿No lo sabías?
Entonces una esperanza
ya perdida renació tan repentinamente en el corazón de Eomer, y con ella la
mordedura de una inquietud y un temor renovados, que no dijo más, y dando media
vuelta abandonó la estancia; y el príncipe salió tras él. Y cuando llegaron
fuera, había caído la noche y el cielo estaba estrellado. Y vieron venir a Gandalf
acompañado por un hombre embozado en una capa gris; y se reunieron con ellos
delante de las puertas de las Casas de Curación.
Y luego de saludar a Gandalf,
dijeron:
—Venimos en busca del Senescal,
y nos han dicho que se encuentra en esta casa. ¿Ha sido herido? ¿Y dónde está
la Dama Eowyn? Y Gandalf respondió:
—Yace en un lecho de esta
casa, y no ha muerto, aunque está cerca de la muerte. Pero un dardo maligno
ha herido al Señor Faramir, como sabéis, y él es ahora el Senescal; pues Denethor
ha muerto, y la casa se ha
derrumbado en cenizas.
—Y el relato que hizo Gandalf los llenó de asombro y de aflicción. Y dijo Imrahil:
—Entonces, si en un solo
día Gondor y Rohan han sido privados de sus señores, habremos conquistado una
victoria amarga, una victoria sin júbilo. Eomer es quien gobierna ahora a los
Rohirrim. Mas ¿quién regirá entre tanto los destinos de la ciudad? ¿No habría
que llamar al Señor Aragorn?
El hombre de la capa habló
entonces y dijo:
—Ya ha venido. —Y cuando
se adelantó hasta la Puerta y a la luz de la linterna, vieron que era Aragorn,
y bajo la capa gris de Lorien vestía la cota de malla, y llevaba como único
emblema la piedra verde de Galadriel.— Si he venido es porque Gandalf me lo
pidió —dijo—. Pero por el momento soy sólo el Capitán de los Dúnedain de Arnor;
y hasta que Faramir despierte, será el Señor de Dol Amroth quien gobernará la
ciudad. Pero es mi consejo que sea Gandalf quien nos gobierne a todos en los
próximos días, y en nuestros tratos con el enemigo. —Y todos estuvieron de acuerdo.
Gandalf dijo entonces:
—No nos demoremos junto
a la puerta, el tiempo apremia. ¡Entremos ya! Los enfermos que yacen postrados
en la casa no tienen otra esperanza que la venida de Aragorn. Así habló loreth,
vidente de Gondor: Las manos del rey son manos que curan, y el legítimo rey
será así reconocido.
Aragorn fue el primero
en entrar, y los otros lo siguieron. Y allí en la puerta había dos guardias
que vestían la librea de la ciudadela: uno era alto, pero el otro tenía apenas
la estatura de un niño; y al verlos dio gritos de sorpresa y de alegría.
— ¡Trancos! ¡Qué maravilla!
Yo adiviné en seguida que tú estabas en los navios negros ¿sabes? Pero todos
gritaban ¡los corsarios!y nadie me escuchaba. ¿Cómo lo hiciste?
Aragorn se echó a reír
y estrechó entre las suyas la mano del hobbit.
—¡Un feliz reencuentro,
en verdad! —dijo—. Pero no es tiempo aún para historias de viajeros.
Pero Imrahil le dijo a
Eomer:
— ¿Es así como hemos de
hablarles a nuestros reyes? ¡Aunque quizás use otro nombre cuando lleve la corona!
Y Aragorn al oírlo se volvió y le dijo:
—Es verdad, porque en la
lengua noble de antaño yo soy Elessar, Piedra de Elfo, y Envinyatar, el Restaurador.
—Levantó la piedra que llevaba en el pecho, y agregó: — Pero Trancos será el
nombre de mi casa, si alguna vez se funda: en la alta lengua no sonará tan mal,
y yo seré Telcontar, así como todos mis descendientes.
Y con esto entraron en
la casa; y mientras se encaminaban a las habitaciones de los enfermos, Gandalf
narró las hazañas de Eowyn y Meriadoc.
Porque velé junto a ellos
muchas horas —dijo, y al principio hablaban a menudo en sueños antes de hundirse
en esa oscuridad mortal. También tengo el don de ver muchas cosas lejanas.
Aragorn visitó en primer
lugar a Faramir, luego a la Dama Eowyn, y por último a Merry. Cuando hubo observado
los rostros de los enfermos y examinado las heridas, suspiró.
—Tendré que recurrir a
todo mi poder y mi habilidad —dijo—. Ojalá estuviese aquí Elrond: es el más
anciano de toda nuestra raza, y el de poderes más altos.
Y Eomer, viéndolo fatigado
y triste, le dijo:
—¿No sería mejor que antes
descansaras, que comieras siquiera un bocado?
Pero Aragorn le respondió:
—No, porque para estos
tres, y más aún para Faramir, el tiempo apremia. Hay que actuar ahora mismo.
Llamó entonces a loreth y le dijo:
—¿Tenéis en esta casa reservas
de hierbas curativas?
—Sí, señor —respondió la
mujer—; aunque no en cantidad suficiente, me temo, para tantos como van a necesitarlas.
Pero sé que no podríamos conseguir más; pues todo anda atravesado en estos días
terribles, con fuego e incendios, y tan pocos jóvenes para llevar recados, y
barricadas en todos los caminos. ¡Si hasta hemos perdido la cuenta de cuándo
llegó de Lossarnach la última carga para el mercado! Pero en esta casa aprovechamos
bien lo que tenemos, como sin duda sabe vuestra Señoría.
—Eso podré juzgarlo cuando
lo haya visto —dijo Aragorn—. Otra cosa también escasea por aquí: el tiempo
para charlar. ¿Tenéis athelas?
—Eso no lo sé con certeza,
señor —respondió loreth—, o al menos no la conozco por ese nombre. Iré a preguntárselo
al herborista; él conoce bien todos los nombres antiguos.
—También la llaman hojas
de reyes dijo Aragorn, y quizá tú la conozcas con ese nombre; así la llaman
ahora los campesinos.
— ¡ Ah, ésa! —dijo loreth—.
Bueno, si vuestra Señoría hubiera empezado por ahí, yo le habría respondido.
No, no hay, estoy segura. Y nunca supe que tuviera grandes virtudes; cuántas
veces les habré dicho a mis hermanas, cuando la encontrábamos en los bosques:
«Hojas de reyes» decía, «qué nombre tan extraño, quién sabe por qué la llamarán
así; porque si yo fuera rey, tendría en mi jardín plantas más coloridas». Sin
embargo, da una fragancia dulce cuando se la machaca, ¿no es verdad? Aunque
tal vez dulce no sea la palabra: saludable sería quizá más apropiado.
— Saludable en verdad —dijo
Aragorn — . Y ahora, mujer, si amas al Señor Faramir, corre tan rápido como
tu lengua y consigúeme hojas de reyes, aunque sean las últimas que queden en
la ciudad.
— Y si no queda ninguna
—dijo Gandalf— yo mismo cabalgaré hasta Lossarnach llevando a loreth en la grupa,
y ella me conducirá a los bosques, pero no a ver a sus hermanas. Y Sombragris
le enseñará entonces lo que es la rapidez.
Cuando loreth se hubo marchado,
Aragorn pidió a las otras mujeres que calentaran agua. Tomó entonces en una
mano la mano de Faramir, y apoyó la otra sobre la frente del enfermo. Estaba
empapada de sudor; pero Faramir no se movió ni dio señales de vida, y apenas
parecía respirar.
—Está casi agotado —dijo
Aragorn volviéndose a Gandalf—. Pero no a causa de la herida. ¡Mira, está cicatrizando!
Si lo hubiera alcanzado un dardo de los Nazgül, como tú pensabas, habría muerto
esa misma noche. Esta herida viene de alguna flecha sureña, diría yo. ¿Quién
se la extrajo? ¿La habéis conservado?
—Yo se la extraje —dijo
Imrahil —. Y le restañé la herida. Pero no guardé la flecha, pues estábamos
muy ocupados. Recuerdo que era un dardo común de los Hombres del Sur. Sin embargo,
pensé que venía de la Sombra de allá arriba, pues de otro modo no podía explicarme
la enfermedad y la fiebre, ya que la herida no era ni profunda ni mortal. ¿Qué
explicación le das tú?
— Agotamiento, pena por
el estado del padre, una herida, y ante todo el Hálito Negro —dijo Aragorn—.
Es un hombre de mucha voluntad, pues ya antes de combatir en los muros exteriores
había estado bastante cerca de la Sombra. La oscuridad ha de haber entrado en
él lentamente, mientras combatía y luchaba por mantenerse en su puesto de avanzada.
¡Ojalá yo hubiera podido acudir antes!
En aquel momento entró
el herborista.
—Vuestra Señoría ha pedido
hojas de reyes como la llaman los rústicos —dijo — , o athelas, en el lenguaje
de los nobles, o para quienes conocen algo del valinoreano...
— Yo lo conozco —dijo Aragorn
— , y me da lo mismo que la llames hojas de reyes o asea aranion, con tal que
tengas algunas.
— ¡Os pido perdón, señor!
—dijo el hombre — . Veo que sois versado en la tradición, y no un simple capitán
de guerra. Por desgracia, señor, no tenemos de estas hierbas en las Casas de
Curación, donde sólo atendemos heridos o enfermos graves. Pues no les conocemos
ninguna virtud particular, excepto tal vez la de purificar un aire viciado,
o la de aliviar una pesadez pasajera. A menos, naturalmente, que uno preste
oídos a las viejas coplas que las mujeres como la buena de loreth repiten todavía
sin entender.
Cuando sople el hálito
negro y crezca la sombra de la muerte, y todas las luces se extingan, ¡ven athelas,
ven athelas! ¡En la mano del rey da vida al moribundo!
»No es más que una copla,
temo, guardada en la memoria de las viejas comadres. Dejo a vuestro juicio la
interpretación del significado, si en verdad tiene alguno. Sin embargo, los
viejos toman aún hoy una infusión de esta hierba para combatir el dolor de cabeza.
—¡Entonces en nombre del
rey, ve y busca algún viejo menos erudito y más sensato que tenga un poco en
su casa! —gritó Gandalf.
Arrodillándose junto a
la cabecera de Faramir, Aragorn le puso una mano sobre la frente. Y todos los
que miraban sintieron que allí se estaba librando una lucha. Pues el rostro
de Aragorn se iba volviendo gris de cansancio y de tanto en tanto llamaba a
Faramir por su nombre, pero con una voz cada vez más débil, como si él mismo
estuviese alejándose, y caminara en un valle remoto y sombrío, llamando a un
amigo extraviado.
Por fin llegó Bergil a
la carrera; traía seis hojuelas envueltas en un trozo de lienzo.
Hojas de reyes, señor —dijo,
pero no son frescas, me temo. Las habrán recogido hace unas dos semanas. Ojalá
puedan servir, señor.
—Y luego, mirando a Faramir,
se echó a llorar. Aragorn le sonrió.
Servirán le dijo—. Ya ha
pasado lo peor. ¡Serénate y descansa!
—En seguida tomó dos hojuelas,
las puso en el hueco de las manos, y luego de calentarlas con el aliento, las
trituró; y una frescura vivificante llenó la estancia, como si el aire mismo
despertase, zumbando y chisporroteando de alegría. Luego echó las hojas en las
vasijas de agua humeante que le habían traído, y todos los corazones se sintieron
aliviados. Pues aquella fragancia que lo impregnaba todo era como el recuerdo
de una mañana de rocío, a la luz de un sol sin nubes, en una tierra en la que
el mundo hermoso de la primavera es apenas una imagen fugitiva. Aragorn se puso
de pie, como reanimado, y los ojos le sonrieron mientras sostenía un tazón delante
del rostro dormido de Faramir.
¡Vaya, vaya! ¡Quién lo
hubiera creído! le dijo loreth a una mujer que tenía al lado—. Esta hierba es
mejor de lo que yo pensaba. Me recuerda las rosas de Imloth Melui, cuando yo
era niña, y ningún rey soñaba con tener una flor más bella.
De pronto Faramir se movió,
abrió los ojos, y miró largamente
a Aragorn, que estaba inclinado
sobre él; y una luz de reconocimiento y de amor se le encendió en la mirada,
y habló en voz baja.
—Me has llamado, mi Señor.
He venido. ¿Qué ordena mi rey?
—No sigas caminando en
las sombras, ¡despierta! —dijo Aragorn—. Estás fatigado. Descansa un rato, y
come, así estarás preparado cuando yo regrese.
—Estaré, Señor —dijo Faramir—.
¿Quién se quedaría acostado y ocioso cuando ha retornado el rey?
—Adiós entonces, por ahora
—dijo Aragorn—. He de ver a otros que también me necesitan. —Y salió de la estancia
seguido por Gandalf e Imrahil; pero Beregond y su hijo se quedaron, y no podían
contener tanta alegría. Mientras seguía a Gandalf y cerraba la puerta, Pippin
oyó la voz de loreth.
—¡El rey! ¿Lo habéis oído?
¿Qué dije yo? Las manos de un curador, eso dije. —Y pronto la noticia de que
el rey se encontraba en verdad entre ellos, y que luego de la guerra traía la
curación, salió de la Casa y corrió por toda la ciudad.
Pero Aragorn fue a la estancia
donde yacía Eowyn, y dijo:
—Aquí se trata de una herida
grave y de un golpe duro. El brazo roto ha sido atendido con habilidad y sanará
con el tiempo, si ella tiene fuerzas para sobrevivir; es el que sostenía el
escudo. Pero el mal mayor está en el brazo que esgrimía la espada: parece no
tener vida, aunque no está quebrado.
«Desgraciadamente, enfrentó
a un adversario superior a sus fuerzas, físicas y mentales. Y quien se atreva
a levantar un arma contra un enemigo semejante necesita ser más duro que el
acero, pues de lo contrario caerá destruido por el golpe mismo. Fue un destino
nefasto el que la llevó a él. Pues es una doncella hermosa, la dama más hermosa
de una estirpe de reinas. Y sin embargo, no encuentro palabras para hablar de
ella. Cuando la vi por primera vez y adiviné su profunda tristeza, me pareció
estar contemplando una flor blanca, orgullosa y enhiesta, delicada como un lirio;
y sin embargo supe que era inflexible, como forjada en duro acero en las fraguas
de los elfos. ¿O acaso una escarcha le había helado ya la savia, y por eso era
así, dulce y amarga a la vez, hermosa aún pero ya herida, destinada a caer y
morir? El mal empezó mucho antes de este día, ¿no es verdad, Eomer?
—Me asombra que tú me lo
preguntes, señor —respondió Eomer—. Porque en este asunto, como en todo lo demás,
te considero libre de culpas; mas nunca supe que frío alguno haya herido a Eowyn,
mi hermana, hasta el día en que posó los ojos en ti por vez primera. Angustias
y miedos sufría, y los compartió conmigo, en los tiempos de Lengua de Serpiente
y del hechizo del rey; de quien cuidaba con un temor siempre mayor. ¡Pero eso
no la puso así!
—Amigo mío —dijo Gandalf—,
tú tenías tus caballos, tus hazañas de guerra, y el campo libre; pero ella,
nacida en el cuerpo de una doncella, tenía un espíritu y un coraje que no eran
menores que los tuyos. Y sin embargo se veía condenada a cuidar de un anciano,
a quien amaba como a un padre, y a ver cómo se hundía en una chochez mezquina
y deshonrosa; y este papel le parecía más innoble que el del bastón en que el
rey se apoyaba.
»¿ Supones que Lengua de
Serpiente sólo tenía veneno para los oídos de Théoden? ¡Viejo chocho! ¿Qué es
la casa de E orí sino un cobertizo donde la canalla bebe hasta embriagarse,
mientras la prole se revuelca por el suelo entre los perros? ¿Acaso no has oído
antes estas palabras? Saruman las pronunció, el amo de Lengua de Serpiente.
Aunque no dudo que Lengua de Serpiente empleara frases más arteras para decir
lo mismo. Mi señor, si el amor de tu hermana hacia ti, y el deber no le hubiesen
sellado los labios, quizás habría oído escapar de ellos palabras semejantes.
Pero ¿quién sabe las cosas que decía a solas, en la oscuridad, durante las amargas
vigilias de la noche, cuando sentía que la vida se le empequeñecía, cuando las
paredes de la alcoba parecían cerrarse alrededor de ella, como para retener
a alguna bestia salvaje?
Eomer no respondió, y miró
a su hermana, como estimando de nuevo todos los días compartidos en el pasado.
Pero Aragorn dijo:
—También yo vi lo que tú
viste, Eomer. Pocos dolores entre los infortunios de este mundo amargan y avergüenzan
tanto a un hombre como ver el amor de una dama tan hermosa y valiente y no poder
corresponderle. La tristeza y la piedad no se han separado de mí ni un solo
instante desde que la dejé, desesperada en el Sagrario, y cabalgué a los Senderos
de los Muertos; y a lo largo de ese camino, ningún temor estuvo en mí tan presente
como el temor de lo que a ella pudiera pasarle. Y sin embargo, Eomer, puedo
decirte que a ti te ama con un amor más verdadero que a mí: porque a ti te ama
y te conoce; pero de mí sólo ama una sombra y una idea: una esperanza de gloria
y de grandes hazañas, y de tierras muy distantes de las llanuras de Rohan.
»Tal vez yo tenga el poder
de curarle el cuerpo, y de traerla del valle de las sombras. Pero si habrá de
despertar a la esperanza, al olvido o a la desesperación, no lo sé. Y si despierta
a la desesperación, entonces morirá, a menos que aparezca otra cura que yo no
conozco. Pues las hazañas de Eowyn la han puesto entre las reinas de gran renombre.
Aragorn se inclinó y observó
el rostro de Eowyn; y parecía en verdad blanco como un lirio, frío como la escarcha
y duro como tallado en piedra. Y encorvándose, le besó la frente, y la llamó
en voz baja, diciendo:
—¡Eowyn, hija de Eomund,
despierta! Tu enemigo ha partido para siempre.
Eowyn no hizo movimiento
alguno, pero empezó a respirar otra vez
profundamente, y el pecho
le subió y bajó debajo de la sábana de lino. Una vez más Aragorn trituró dos
hojas de athelas y las echó en el agua humeante; y mojo con ella la frente de
Eowyn y el brazo derecho que yacía frío y exánime sobre el cobertor.
Entonces, sea porque Aragorn
poseyera en verdad algún olvidado poder del Oesternesse, o acaso por el simple
influjo de las palabras que dedicara a la Dama Eowyn, a medida que el aroma
suave de la hierba se expandía en la habitación todos los presentes tuvieron
la impresión de que un viento vivo entraba por la ventana, no un aire perfumado,
sino un aire fresco y límpido y joven, como si ninguna criatura viviente lo
hubiera respirado antes, y llegara recién nacido desde montañas nevadas bajo
una bóveda de estrellas, o desde playas de plata bañadas allá lejos por océanos
de espuma.
—¡Despierta, Eowyn, Dama
de Rohan! repitió Aragorn, y cuando le tomó la mano derecha sintió que el calor
de la vida retornaba a ella—. ¡Despierta! ¡La sombra ha partido para siempre,
y las tinieblas se han disipado! —Puso la mano de Eowyn en la de Eomer y se
apartó del lecho.— ¡Llámala! —dijo, y salió en silencio de la estancia.
— ¡Eowyn, Eowyn! —clamó
Eomer en medio de las lágrimas. Y ella abrió los ojos y dijo:
—¡Eomer! ¿Qué dicha es
ésta? Me decían que estabas muerto. Pero no, eran las voces lúgubres de mi sueño.
¿Cuánto tiempo he estado soñando?
—No mucho, hermana mía
—respondió Eomer—. ¡Pero no pienses más en eso!
—Siento un cansancio extraño
—dijo ella—. Necesito reposo. Pero dime ¿qué ha sido del Señor de la Marca?
¡ Ay de mí! No me digas que también eso fue un sueño, porque sé que no lo fue.
Ha muerto, tal como él lo había presagiado.
—Ha muerto, sí —dijo Eomer—,
pero rogándome que le trajera un saludo de adiós a Eowyn, más amada que una
hija. Yace ahora en la Ciudadela de Gondor con todos los honores.
—Es doloroso, todo esto
—dijo ella. Y sin embargo, es mucho mejor que todo cuanto yo me atrevía a esperar
en aquellos días sombríos, cuando la dignidad de la Casa de Eorl amenazaba caer
más bajo que el refugio de un pastor. ¿Y qué ha sido del escudero del rey, el
Mediano? ¡Eomer, tendrás que hacer de él un Caballero de la Marca, porque es
un valiente!
—Reposa cerca de aquí en
esta casa, y ahora iré a asistirlo —dijo Gandalf. Eomer se quedará contigo.
Pero no hables de guerra e infortunios hasta que te hayas recobrado. ¡ Grande
es la alegría de verte despertar de nuevo a la salud y a la esperanza, valerosa
dama!
—¿A la salud? —dijo Eowyn—.
Tal vez. Al menos mientras quede vacía la silla de un jinete caído, y yo la
pueda montar, y haya hazañas que cumplir. ¿Pero a la esperanza? No sé.
Cuando Gandalf y Pippin
entraron en la habitación de Merry, ya Aragorn estaba de pie junto al lecho.
—¡Pobre viejo Merry! exclamó
Pippin, corriendo hasta la cabecera; tenía la impresión de que su amigo había
empeorado, que tenía el semblante ceniciento, como si soportara el peso de largos
años de dolor; de pronto tuvo miedo de que pudiera morir.
—No temas le dijo Aragorn.
He llegado a tiempo, he podido llamarlo. Ahora está extenuado, y dolorido, y
ha sufrido un daño semejante al de la Dama Eowyn, por haber golpeado también
él a ese ser nefasto. Pero son males fáciles de reparar, tan fuerte y alegre
es el espíritu de tu amigo. El dolor, no lo olvidará; pero no le oscurecerá
el corazón, y le dará sabiduría.
Y posando la mano sobre
la cabeza de Merry, le acarició los rizos castaños, le rozó los párpados, y
lo llamó. Y cuando la fragancia del athelas inundó la habitación, como el perfume
de los huertos y de los brezales a la luz del sol colmada de abejas, Merry abrió
de pronto los ojos y dijo:
—Tengo hambre. ¿Qué hora
es?
—La hora de la cena ya
pasada dijo Pippin; sin embargo, creo que podría traerte algo, si me lo permiten.
—Te lo permitirán, sin
duda —dijo Gandalf—. Y cualquier otra cosa que este Jinete de Rohan pueda desear,
si se la encuentra en Minas Tirith, donde su nombre es altamente honrado.
—¡Bravo! —dijo Merry—.
Entonces, ante todo quisiera cenar, y luego fumarme una pipa. —Y al decir esto
una nube le ensombreció la cara.— No, no quiero ninguna pipa. No creo que vuelva
a fumar nunca más.
—¿Por qué no? —preguntó
Pippin.
—Bueno respondió lentamente
Merry. El está muerto. Y al pensar en fumarme una pipa, todo me ha vuelto a
la memoria. Me dijo que ya nunca más podría cumplir su promesa de aprender de
mí los secretos de la hierba. Fueron casi sus últimas palabras. Nunca más podré
volver a fumar sin pensar en él, y en ese día, Pippin, cuando cabalgábamos rumbo
a Isengard, y se mostró tan cortés.
— ¡Fuma entonces, y piensa
en él! —dijo Aragorn. Porque tenía un corazón bondadoso y era un gran rey, leal
a todas sus promesas; y se levantó desde las sombras a una última y hermosa
mañana. Aunque le serviste poco tiempo, es un recuerdo que guardarás con felicidad
y orgullo hasta el fin de tus días.
Merry sonrió.
—En ese caso, está bien
dijo, y si Trancos me da de todo lo necesario, fumaré y pensaré. Traía en mi
equipaje un poco del mejor tabaco de Saruman, pero qué habrá sido de él en la
batalla, no lo sé, por cierto.
—Maese Meriadoc dijo Aragorn,
si supones que he cabalgado a través de las montañas y del reino de Gondor a
sangre y a fuego para
venir a traerle hierba
a un soldado distraído que pierde sus avíos, estás muy equivocado. Si nadie
ha hallado tu paquete, tendrás que mandar en busca del herborista de esta Casa.
Y él te dirá que ignoraba que la hierba que deseas tuviera virtud alguna, pero
que el vulgo la conoce como tabaco occidental, y que los nobles la llaman galena,
y tiene otros nombres en lenguas más cultas; y luego de recitarte unos versos
casi olvidados que ni él mismo entiende, lamentará decirte que no la hay en
la casa, y te dejará cavilando sobre la historia de las lenguas. Que es lo que
ahora haré yo. Porque no he dormido en una cama como ésta desde que partí del
Sagrario, ni he probado bocado desde la oscuridad que precedió al alba.
Merry tomó la mano de Aragorn
y la besó.
— ¡No te imaginas cuánto
lo lamento! dijo. ¡Ve ahora mismo! Desde aquella noche en Bree, no hemos sido
para ti nada más que un estorbo. Pero en semejantes circunstancias es natural
que nosotros los hobbits hablemos a la ligera, y digamos menos de lo que pensamos.
Tememos decir demasiado, y no encontramos las palabras justas cuando todas las
bromas están fuera de lugar.
—Lo sé, de lo contrario
no te respondería en el mismo tono —dijo Aragorn—. ¡Que la Comarca viva siempre
y no se marchite! —Y luego de besar a Merry abandonó la estancia seguido por
Gandalf.
Pippin se quedó a solas
con su amigo.
— ¿Hubo alguna vez otro
como él? —dijo—. Descontando a Gandalf, desde luego. Sospecho que han de estar
emparentados. Mi querido asno, tu paquete lo tienes al lado de la cama, y lo
llevabas a la espalda cuando te encontré. Y él lo estuvo viendo todo el tiempo,
como es natural. De todos modos, aquí tengo un poco de la mía. ¡ Mano a la obra!
Es Hoja del Valle. Llena la pipa mientras yo voy en busca de algo para comer.
Y luego a tomar la vida con calma por un rato. ¡Qué le vamos a hacer! Nosotros,
los Tuk y los Brandigamo no podemos vivir mucho tiempo en las alturas.
—Es cierto —dijo Merry—.
Yo no lo consigo. No por el momento, en todo caso. Pero al menos, Pippin, ahora
podemos verlas, y honrarlas. Lo mejor es amar ante todo aquello que nos corresponde
amar, supongo; hay que empezar por algo, y echar raíces, y el suelo de la Comarca
es profundo. Sin embargo, hay cosas más profundas y más altas. Y si no fuera
por ellas, y aunque no las conozca, ningún compadre podría cultivar la huerta
en lo que él llama paz. A mí me alegra saber de estas cosas, un poco. Pero no
sé por qué estoy hablando así. ¿Dónde tienes esa hoja? Y saca la pipa de mi
paquete, si no está rota.
Aragorn y Gandalf fueron
a ver al Mayoral de las Casas de Curación, y le explicaron que Faramir y Eowyn
necesitaban permanecer allí y ser atendidos con cuidado aún durante muchos días.
—La Dama Eowyn —dijo Aragorn—.
Pronto querrá levantarse y partir; es menester impedirlo y tratar de retenerla
aquí hasta que hayan pasado por lo menos diez días.
—En cuanto a Faramir —dijo
Gandalf—, pronto tendrá que enterarse de que su padre ha muerto. Pero no habrá
que contarle la historia de la locura de Denethor hasta que haya curado del
todo, y tenga tareas que cumplir. ¡ Cuida que Beregond y el peñan que presenciaron
la muerte no le hablen todavía de estas cosas!
—Y el otro peñan, Meriadoc,
que tengo a mi cuidado ¿qué hago con él? —preguntó el Mayoral.
—Es probable que mañana
esté en condiciones de levantarse un rato —dijo Aragorn—. Permíteselo, si lo
desea. Podrá hacer un breve paseo, en compañía de sus amigos.
—Qué raza tan extraordinaria
—dijo el Mayoral, moviendo la cabeza—. De fibra dura, diría yo.
Un gran gentío esperaba
a Aragorn junto a las puertas de las Casas de Curación; y lo siguieron; y cuando
hubo cenado, fueron y le suplicaron que curase a sus parientes o amigos cuyas
vidas corrían peligro a causa de heridas o lesiones, o que yacían bajo la Sombra
Negra. Y Aragorn se levantó y salió, y mandó llamar a los hijos de Elrond; y
juntos trabajaron afanosamente hasta altas horas de la noche. Y la voz corrió
por toda la ciudad: «En verdad, el rey ha retornado.» Y lo llamaban Piedra de
Elfo, a causa de la piedra verde que él llevaba, y así el nombre que el día
de su nacimiento le fuera predestinado, lo eligió entonces para él su propio
pueblo.
Y cuando por fin el cansancio
lo venció, se envolvió en la capa y se deslizó fuera de la ciudad, y llegó a
la tienda justo antes del alba, a tiempo apenas para dormir un poco. Y por la
mañana el estandarte de Dol Amroth, un navio blanco como un cisne sobre aguas
azules, flameó en la torre, y los hombres alzaron la mirada y se preguntaron
si la llegada del rey no habría sido un sueño.
Página Principal 9- La última deliberación