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EL PASO DE LA COMPAÑIA GRIS

 

 

Gandalf había desaparecido, y los ecos de los cascos de Sombra-gris se habían perdido en la noche. Merry volvió a reunirse con Aragorn. Apenas tenía equipaje, pues había perdido todo en Parth Galen, y sólo llevaba las pocas cosas útiles que recogiera entre las ruinas de Isengard. Hasufel ya estaba enjaezado. Legolas y Gimli y el caballo de ellos esperaban cerca.

-Así que todavía quedan cuatro miembros de la Compañía -dijo Aragorn-. Seguiremos cabalgando juntos. Pero no iremos solos, como yo pensaba. El rey está ahora decidido a partir inmediatamente. Desde que apareció la sombra alada, sólo piensa en volver a las colinas al amparo de la noche.

-¿Y de allí, a dónde iremos luego? -le preguntó Legolas.

-No lo sé aún -respondió Aragorn-. En cuanto al rey, partirá para la revista de armas que ha convocado en Edoras dentro de cuatro noches. Y allí, supongo, tendrá noticias de la guerra, y los Jinetes de Rohan descenderán a Minas Tirith. Excepto yo, y los que quieran seguirme...

-¡Yo, para empezar! -gritó Legolas.

-¡Y Gimli con él! -dijo el enano.

-Bueno -dijo Aragorn-, en cuanto a mí, todo lo que veo es oscuridad. También yo tendré que ir a Minas Tirith, pero aún no distingo el camino. Se aproxima una hora largamente anticipada.

-¡No me abandonéis! -dijo Merry-. Hasta ahora no he prestado mucha utilidad, pero no quiero que me dejen de lado, como esos equipajes que uno retira cuando todo ha concluido. No creo que los jinetes quieran ocuparse de mí en este momento. Aunque en verdad el rey dijo que a su retorno me haría sentar junto a él, para que le hablase de la Comarca.

-Es verdad -dijo Aragorn-, y creo, Merry, que tu camino es el camino del rey. No esperes, sin embargo, un final feliz. Pasará mucho tiempo, me temo, antes que Théoden pueda reinar nuevamente en paz en Meduseld. Muchas esperanzas se marchitarán en esta amarga primavera.

Pronto todos estuvieron listos para la partida: veinticuatro jinetes, con Gimli en la grupa del caballo de Legolas y Merry delante de Aragorn. Poco después corrían a través de la noche. No hacía mucho que habían pasado los túmulos de los Vados del Isen, cuando un jinete se adelantó desde la retaguardia.

-Mi Señor -dijo, hablándole al rey-, hay hombres a caballo detrás de nosotros. Me pareció oírlos cuando cruzábamos los vados. Ahora estamos seguros. Vienen a galope tendido y están por alcanzarnos.

Sin pérdida de tiempo, Théoden ordenó un alto. Los jinetes dieron media vuelta y empuñaron las lanzas. Aragorn se apeó del caballo, depositó en el suelo a Merry, y desenvainando la espada aguardó junto al estribo del rey. Eomer y su escudero volvieron a la retaguardia. Merry se sentía más que nunca un trasto inútil, y se preguntó qué podría hacer en caso de que se librase un combate. En el supuesto de que la pequeña escolta del rey fuera atrapada y sometida, y él lograse huir en la oscuridad.., solo en las tierras vírgenes de Rohan sin idea de dónde estaba en aquella infinidad de millas... "¡Inútil!", se dijo. Desenvainó la espada y se ajustó el cinturón.

La luna declinaba oscurecida por una gran nube flotante, pero de improviso volvió a brillar. En seguida llegó a oídos de todos el ruido de los cascos, y en el mismo momento vieron unas formas negras que avanzaban rápidamente por el sendero de los vados. La luz de la luna centelleaba aquí y allá en las puntas de las lanzas. Era imposible estimar el número de los perseguidores, pero no parecía inferior al de los hombres de la escolta del rey.

Cuando estuvieron a unos cincuenta pasos de distancia, Eomer gritó con voz tonante:

-¡Alto! ¡Alto! ¿Quién cabalga en Rohan?

Los perseguidores detuvieron de golpe a los caballos. Hubo un momento de silencio; y entonces, a la luz de la luna, vieron que uno de los jinetes se apeaba y se adelantaba lentamente. Blanca era la mano que levantaba, con la palma hacia adelante, en señal de paz; pero los hombres del rey empuñaron las armas. A diez pasos el hombre se detuvo. Era alto, una sombra oscura y enhiesta. De pronto habló, con voz clara y vibrante.

-¿Rohan? ¿Habéis dicho Rohan? Es una palabra grata. Desde muy lejos venimos buscando este país, y llevamos prisa.

-Lo habéis encontrado -dijo Eomer-. Allá, cuando cruzasteis los vados, entrasteis en Rohan. Pero estos son los dominios del Rey Théoden, y nadie cabalga por aquí sin su licencia. ¿Quiénes sois? ¿Y por qué esa prisa?

-Yo soy Halbarad Dúnadan, montaraz del Norte -respondió el hombre-. Buscamos a un tal Aragorn hijo de Arathorn, y habíamos oído que estaba en Rohan.

- ¡Y lo habéis encontrado también! - exclamó Aragorn. Entregándole las riendas a Merry, corrió a abrazar al recién llegado-.

¡Halbarad! -dijo-. ¡De todas las alegrías, esta es la más inesperada!

Merry dio un suspiro de alivio. Había pensado que se trataba de una nueva artimaña de Saruman para sorprender al rey cuando sólo lo protegían unos pocos hombres; pero al parecer no iba a ser necesario morir en defensa de Théoden, al menos por el momento. Volvió a envainar la espada.

-Todo bien -dijo Aragorn, regresando a la Compañía-. Son hombres de mi estirpe venidos del país lejano en que yo vivía. Pero a qué han venido, y cuántos son, Halbarad nos lo dirá.

-Tengo conmigo treinta hombres -dijo Halbarad-. Todos los de nuestra sangre que pude reunir con tanta prisa; pero los hermanos Elladan y Elrohir nos han acompañado, pues desean ir a la guerra. Hemos cabalgado lo más rápido posible, desde que llegó tu llamada.

-Pero yo no os llamé -dijo Aragorn-, salvo con el deseo; a menudo he pensado en vosotros, y nunca más que esta noche; sin embargo, no os envié ningún mensaje. ¡ Pero vamos! Todas estas cosas pueden esperar. Nos encontráis viajando de prisa y en peligro. Acompañadnos por ahora, si el rey lo permite.

En realidad, la noticia alegró a Théoden.

- ¡ Magnífico! - dijo-. Si estos hombres de tu misma sangre se te parecen, mi señor Aragorn, treinta de ellos serán una fuerza que no puede medirse por el número.

 

Los jinetes reanudaron la marcha, y Aragorn cabalgó algún tiempo con los Dúnedain; y luego que hubieron comentado las noticias del Norte y del Sur, Elrohir le dijo:

-Te traigo un mensaje de mi padre: Los días son cortos. Si el tiempo apremia, recuerda los Senderos de los Muertos.

-Los días me parecieron siempre demasiado cortos para que mi deseo se cumpliera -respondió Aragorn-. Pero grande en verdad tendrá que ser mi prisa si tomo ese camino.

-Eso lo veremos pronto -dijo Elrohir-. ¡Pero no hablemos más de estas cosas a campo raso!

Entonces Aragorn le dijo a Halbarad:

-¿Qué es eso que llevas, primo? -Pues había notado que en vez de lanza empuñaba un asta larga, como si fuera un estandarte, pero envuelta en un apretado lienzo negro y atada con muchas correas.

-Es un regalo que te traigo de parte de la Dama de Rivendel

-respondió Halbarad-. Lo hizo ella misma en secreto y fue un largo trabajo. Y también te envía un mensaje: Cortos son ahora los días. O nuestras esperanzas se cumplirán, o será el fin de toda esperanza. ¡Adiós, Piedra de elfo!

Y Aragorn dijo:

-Ahora sé lo que traes. ¡Llévalo aún en mi nombre algún tiempo!

-Y dándose vuelta miró a lo lejos hacia el norte bajo las grandes estrellas, y se quedó en silencio y no volvió a hablar mientras duró la travesía nocturna.


La noche era vieja y el cielo gris en el este cuando salieron por fin del Valle del Bajo y llegaron a Cuernavilla. Allí decidieron descansar un rato, y deliberar.
Merry durmió hasta que Legolas y Gimli lo despertaron.

-El sol está alto -le dijo Legolas-. Ya todos andan ocupados de aquí para allá. Vamos, Señor Zángano, ¡levántate y ve a echar una mirada, mientras todavía estás a tiempo!

-Hubo una batalla aquí, hace tres noches -dijo Gimli-, y aquí fue donde Legolas y yo jugamos una partida que yo gané por un solo orco. ¡Ven y verás cómo fue! ¡Y hay cavernas, Merry, cavernas maravillosas! ¿ Crees que podremos visitarlas, Legolas?

-¡No! No tenemos tiempo -dijo el elfo-. ¡No estropees la maravilla con la impaciencia! Te he dado mi palabra de que volveré contigo, si tenemos alguna vez un día de paz y libertad. Pero ya es casi mediodía, y a esa hora comeremos, y luego partiremos otra vez, tengo entendido.

Merry se levantó y bostezó. Las escasas horas de sueño habían sido insuficientes; se sentía cansado y bastante triste. Echaba de menos a Pippin, y tenía la impresión de no ser sino una carga, mientras todos los demás trabajaban de prisa preparando planes para algo que él no terminaba de entender.

- ¿ Dónde está Aragorn? -preguntó.

-En una de las cámaras altas de la villa -le respondió Legolas-. No ha dormido ni descansado, me parece. Subió allí hace unas horas, diciendo que necesitaba reflexionar, y sólo lo acompañó su primo, Halbarad; pero tiene una duda oscura o alguna preocupación.

-Es una compañía extraña, la de estos recién llegados -dijo Gimli-. Son hombres recios y arrogantes; junto a ellos los Jinetes de Rohan parecen casi niños; tienen rostros feroces, como de roca gastada por los años casi todos ellos, hasta el propio Aragorn; y son silenciosos.

-Pero lo mismo que Aragorn, cuando rompen el silencio son corteses -dijo Legolas-. ¿Y has observado a los hermanos Elladan y Elrohir? Visten ropas menos sombrías que los demás, y tienen la belleza y la arrogancia de los señores elfos; lo que no es extraño en los hijos de Elrond de Rivendel.

-¿Por qué han venido? ¿Lo sabes? -preguntó Merry. Se había vestido, y echándose sobre los hombros la capa gris, marchó con sus compañeros hacia la puerta destruida de la villa.

-En respuesta a una llamada, tú mismo lo oíste -dijo Gimli-. Dicen que un mensaje llegó a Rivendel: Aragorn necesita la ayuda de los suyos. ¡Que los Dúnedain se unan a él en Roban! Pero de dónde les llegó este mensaje, ahora es un misterio para ellos. Lo ha de haber enviado Gandalf, presumo yo.

-No, Galadriel -dijo Legolas-. ¿No habló por boca de Gandalf de la cabalgata de la Compañía Gris llegada del Norte?

-Sí, tienes razón -dijo Gimli-. ¡ La Dama del Bosque! Ella lee en los corazones y las esperanzas. ¿Por qué, Legolas, no habremos deseado la compañía de algunos de los nuestros?

Legolas se había detenido frente a la puerta, el bello rostro atribulado, la mirada perdida en la lejanía, hacia el norte y el este.

-Dudo que alguno quisiera acudir -respondió-. No necesitan venir tan lejos a la guerra: la guerra avanza ya sobre ellos.


Durante un rato caminaron los tres, comentando tal o cual episodio de la batalla, y descendieron por la puerta rota y pasaron delante de los túmulos de los caídos en el prado que bordeaba el camino; al llegar a la Empalizada de Helm se detuvieron y se asomaron a contemplar el Valle del Bajo. Negro, alto y pedregoso, ya se alzaba allí el Cerro de la Muerte, y podía verse la hierba que los ucornos habían pisoteado y aplastado. Los Dundelinos y numerosos hombres de la guarnición del Fuerte estaban trabajando en la empalizada o en los campos, y alrededor de los muros semiderruidos; sin embargo, había una calma extraña: un valle cansado que reposa luego de una tempestad violenta. Los hombres regresaron pronto para el almuerzo, que se servia en la sala del Fuerte.

El rey ya estaba allí; no bien los vio entrar, llamó a Merry y pidió que le pusieran un asiento junto al suyo.

-No es lo que yo hubiera querido -dijo Théoden-; poco se parece este lugar a mi hermosa morada de Edoras. Y tampoco nos acompaña tu amigo, aunque tendría que estar aquí. Sin embargo, es posible que pase mucho tiempo antes que podamos sentarnos, tú y yo, a la alta mesa de Meduseld; y no habrá ocasión para fiestas cuando yo regrese. ¡Adelante! Come y bebe, y hablemos ahora mientras podamos. Y luego cabalgarás conmigo.

-¿Puedo? -dijo Merry, sorprendido y feliz-. ¡ Sería maravilloso!

-Nunca una palabra amable había despertado en él tanta gratitud. -Temo no ser más que un impedimento para todos -balbució-, pero no me arredra ninguna empresa que yo pudiera llevar a cabo, os lo aseguro.

-No lo dudo -dijo el rey-. He hecho preparar para ti un buen poney de montaña. Te llevará al galope por los caminos que tomaremos, tan rápido como el mejor corcel. Pues pienso partir del Fuerte siguiendo los senderos de las montañas, sin atravesar la llanura, y llegar a Edoras por el camino del Sagrario, donde me espera la Dama Eowyn. Serás mi escudero, silo deseas. ¿Eomer, hay en el Fuerte algún equipo que pueda servirle a mi paje de armas?

-No tenemos aquí grandes reservas, mi Señor -respondió Eomer-. Tal vez pudiéramos encontrar un yelmo liviano, pero no cotas de malla ni espadas para alguien de esta estatura.

-Yo tengo una espada -dijo Merry, y saltando del asiento, saco de la vaina negra la pequeña hoja reluciente. Lleno de un súbito amor por el viejo rey, se hincó sobre una rodilla, y le tomó la mano y se la besó-. ¿Permitís que deposite a vuestros pies la espada de Meriadoc de la Comarca, Rey Théoden? -exclamó-. ¡Aceptad mis servicios, os lo ruego!

-Los acepto de todo corazón -dijo el rey, y posando las manos largas y viejas sobre los cabellos castaños del hobbit, le dio su bendición.

- ¡ Y ahora levántate, Meriadoc, escudero de Rohan de la casa de Meduseld! -dijo-. ¡Toma tu espada y condúcela a un fin venturoso!

-Seréis para mí como un padre -dijo Merry.

-Por poco tiempo -dijo Théoden.

Hablaron así mientras comían, hasta que Eomer dijo:

-Se acerca la hora de la partida, Señor. ¿Diré a los hombres que toquen los cuernos? Mas ¿dónde está Aragorn? No ha venido a almorzar.

-Nos alistaremos para cabalgar -dijo Théoden- ; pero manda aviso al señor Aragorn de que se aproxima la hora.

El rey, escoltado por la guardia y con Merry al lado, descendió por la puerta del Fuerte hasta la explanada donde se reunían los jinetes. Ya muchos de los hombres esperaban a caballo. Serían pronto una compañía numerosa, pues el rey estaba dejando en el Fuerte sólo una pequeña guarnición, y el resto de los hombres cabalgaba ahora hacia Edoras. Un millar de lanzas había partido ya durante la noche; pero aún quedaban unos quinientos para escoltar al rey, casi todos los hombres de los campos y valles del Folde Oeste.

Los montaraces se mantenían algo apartados, en un grupo ordenado y silencioso, armados de lanzas, arcos y espadas. Vestían oscuros mantos grises, y las capuchas les cubrían la cabeza y el yelmo. Los caballos que montaban eran vigorosos y de estampa arrogante, pero hirsutos de crines; y uno de ellos no tenía jinete: el corcel de Aragorn, que habían traído del Norte, y que respondía al nombre de Roheryn. En los arreos y gualdrapas de las cabalgaduras no había ornamentos ni resplandores de oro y pedrerías; y los jinetes mismos no llevaban insignias ni emblemas, excepto una estrella de plata que les sujetaba el manto en el hombro izquierdo.

El rey montó a Crinblanca, y Merry, a su lado, trepó a la silla del poney, Stybba de nombre. Eomer no tardó en salir por la puertas acompañado de Aragorn, y de Halbarad que llevaba el asta enfundada en el lienzo negro, y de dos hombres de elevada estatura, ni viejos ni jóvenes. Eran tan parecidos estos hijos de Elrond, que muchos confundían a unos con otros; de cabellos oscuros, ojos grises, y rostros de una belleza élfica, vestían idénticas mallas brillantes bajo los mantos de color gris plata. Detrás de ellos iban Legolas y Gimli. Pero Merry sólo tenía ojos para Aragorn, tan asombroso era el cambio que notaba, como si muchos años hubiesen descendido en una sola noche sobre él. Tenía el rostro sombrío, macilento y fatigado.

-Me siento atribulado, Señor -dijo, de pie junto al caballo del rey-. He oído palabras extrañas, y veo a lo lejos nuevos peligros. He meditado largamente, y temo ahora tener que cambiar mi resolución. Decidme, Théoden, vais ahora al Sagrario: ¿cuánto tardaréis en llegar?

-Ya ha pasado una hora desde el mediodía -dijo Eomer-. Antes de la noche del tercer día a contar desde ahora llegaremos al Baluarte. Será la primera noche después del plenilunio, y la revista de armas convocada por el rey se celebrará al día siguiente. Imposible adelantarnos, si hemos de reunir todas las fuerzas de Rohan.

Aragorn permaneció un momento en silencio.

-Tres días -murmuró-, y el reclutamiento de los hombres de Rohan apenas habrá comenzado. Pero ya veo que no podemos ir más de prisa. -Alzó la mirada al cielo, y pareció que había decidido algo al fin; tenía una expresión menos atormentada. - En ese caso, y con vuestro permiso, Señor, he de tomar una determinación que me atañe a mí y a mis gentes. Tenemos que seguir nuestro propio camino y no más en secreto. Pues para mí el tiempo del sigilo ha pasado. Partiré hacia el Este por el camino más rápido, y cabalgaré por los Senderos de los Muertos.

-¡Los Senderos de los Muertos! -repitió, temblando, Théoden-. ¿Por qué los nombras? -Eomer se volvió y escrutó el rostro de Aragorn, y a Merry le pareció que los jinetes más próximos habían palidecido al oír esas palabras. -Si en verdad hay tales senderos -prosiguió el rey-, la puerta está en el Sagrario; pero ningún hombre viviente podrá franquearla.

-¡Ay, Aragorn, amigo mío! -dijo Eomer-. Tenía la esperanza de que partiríamos juntos a la guerra; pero si tú buscas los Senderos de los Muertos, ha llegado la hora de separarnos, y es improbable que volvamos a encontrarnos bajo el sol.

-Ese será, sin embargo, mi camino -dijo Aragorn-. Mas a ti, Eomer, te digo que quizá volvamos a encontrarnos en la batalla, aunque todos los ejércitos de Mordor se alcen entre nosotros.

-Harás lo que te parezca mejor, mi señor Aragorn -dijo Théoden-. Es tu destino tal vez transitar por senderos extraños que otros no se atreven a pisar. Esta separación me entristece y me resta fuerzas; pero ahora tengo que partir, y ya sin más demora, por los caminos de la montaña. ¡ Adiós!

-¡Adiós, Señor! -dijo Aragorn-. ¡Galopad hacia la gloria! ¡Adiós, Merry! Te dejo en buenas manos, mejores que las que esperábamos cuando perseguíamos orcos en Fangorn. Lególas y Gimli continuarán conmigo la cacería, espero; mas no te olvidaremos.

-¡Adiós! -dijo Merry. No encontraba nada más que decir. Se sentía muy pequeño, y todas aquellas palabras oscuras lo desconcertaban y amilanaban. Más que nunca echaba de menos el inagotable buen humor de Pippin.

Ya los jinetes estaban prontos, los caballos piafaban, y Merry tuvo ganas de partir y que todo acabase de una vez. Entonces Théoden le dijo algo a Eomer, y alzó la mano y gritó con voz tonante, y a esa señal los jinetes se pusieron en marcha. Cruzaron el desfiladero, descendieron al Valle del Bajo y volviéndose rápidamente hacia el este, tomaron un sendero que corría al pie de las colinas a lo largo de una milla o más, y que luego de girar hacia el sur y replegarse otra vez hacia las lomas, desaparecía de la vista.

Aragorn cabalgó hasta el desfiladero y los siguió con los ojos hasta que la tropa se perdió en lontananza, en lo más profundo del valle. Luego miró a Halbarad.

-Acabo de ver partir a tres seres muy queridos dijo-, y el pequeño no menos querido que los otros. No sabe qué destino le espera, pero si lo supiese, igualmente iría.

-Gente pequeña pero muy valerosa -dijo Halbarad. Poco saben de cómo hemos trabajado en defensa de las fronteras de la Comarca, pero no les guardo rencor.

-Y ahora nuestros destinos se entrecruzan -dijo Aragorn-. Y sin embargo, ay, hemos de separarnos. Bien, tomaré un bocado, y luego también nosotros tendremos que apresurarnos a partir. ¡Venid, Lególas y Gimli! Quiero hablar con vosotros mientras como.

Volvieron juntos al Fuerte, y durante un rato Aragorn permaneció silencioso, sentado a la mesa de la sala, mientras los otros esperaban.

-¡Veamos! -dijo al fin Lególas-. ¡ Habla y reanímate y ahuyenta las sombras ! ¿Qué ha pasado desde que regresamos en la mañana gris a este lugar siniestro?

-Una lucha más siniestra para mí que la batalla de Cuernavilla -respondió Aragorn. He escrutado la Piedra de Orthanc, amigos míos.

-¿Has escrutado esa piedra maldita y embrujada? -exclamó Gimli con cara de miedo y asombro. ¿Le has dicho algo a... él? Hasta Gandalf temía ese encuentro.

-Olvidas con quién estás hablando -dijo Aragorn con severidad, y los ojos le relampaguearon. ¿Acaso no proclamé abiertamente mi título ante las puertas de Edoras? ¿Qué temes que haya podido decirle a él? No, Gimli -dijo con voz más suave, y la expresión severa se le borró, y pareció más bien un hombre que ha trabajado en largas y atormentadas noches de insomnio-. No, amigos míos, soy el dueño legítimo de la Piedra, y no me faltaban ni el derecho ni la entereza para utilizarla o al menos eso creía yo. El derecho es incontestable. La entereza me alcanzó... a duras penas. Aragorn tomó aliento. Fue una lucha ardua, y la fatiga tarda en pasar. No le hablé, y al final sometí la Piedra a mi voluntad. Soportar eso solo ya le será difícil. Y me vio. Sí, maese Gimli, me vio, pero no como vosotros me veis ahora. Si eso le sirve de ayuda, habré hecho mal. Pero no lo creo. Supongo que saber que estoy vivo y que camino por la tierra fue un golpe duro para él, pues hasta hoy lo ignoraba. Los ojos de Orthanc no habían podido traspasar la armadura de Théoden; pero Sauron no ha olvidado a Isildur ni la espada de Elendil. Y ahora, en el momento preciso en que pone en marcha sus ambiciosos designios, se le revelan el heredero de Elendil y la Espada; pues le mostré la hoja que fue forjada de nuevo. No es aún tan poderoso como para ser insensible al temor; no, y siempre lo carcome la duda.

Pero a pesar de eso tiene todavía un inmenso poder -dijo Gimli-; y ahora golpeará cuanto antes.

Un golpe apresurado suele no dar en el blanco -dijo Aragorn-. Hemos de hostigar al enemigo, sin esperar ya a que sea él quien dé el primer paso. Porque ved, mis amigos: cuando conseguí dominar a la Piedra, me enteré de muchas cosas. Vi llegar del sur un peligro grave e inesperado para Gondor, que privará a Minas Tirith de gran parte de las fuerzas defensoras. Si no es contrarrestado rápidamente, temo que antes de diez días la ciudad estará perdida para siempre.

Entonces, está perdida dijo Gimli. Pues ¿qué socorros podríamos enviar y cómo podrían llegar allí a tiempo?

No tengo ningún socorro para enviar, y he de ir yo mismo -dijo Aragorn-. Pero hay un solo camino en las montañas que pueda llevarme a las tierras de la costa antes que todo se haya perdido: los Senderos de los Muertos.

¡Los Senderos de los Muertos! -dijo Gimli-. Un nombre funesto; y poco grato para los Hombres de Rohan, por lo que he visto. ¿Pueden los vivos marchar por ese camino sin perecer? Y aun cuando te arriesgues a ir por ahí, ¿ qué podrán tan pocos hombres contra los golpes de Morder?

Los vivos jamás utilizaron ese camino desde la venida de los Rohirrim respondió Aragorn-, pues les está vedado. Pero en esta hora sombría el heredero de Isildur puede ir por él, si se atreve. ¡Escuchad! Este es el mensaje que me transmitieron los hijos de Elrond de Rivendel, hombre versado en las antiguas tradiciones: Exhortad a Aragorn a que recuerde las palabras del vidente, y los Senderos de los Muertos.

¿Y cuáles pueden ser las palabras del vidente? preguntó Lególas.

Así habló Malbeth el Vidente, en tiempos de Arvedin, último rey de Fornost -dijo Aragorn: Una larga sombra se cierne sobre la tierra, y con alas de oscuridad avanza hacia el oeste. La Torre tiembla; a las tumbas de los reyes se aproxima el Destino. Los Muertos despiertan: ha llegado la hora de los perjuros: de nuevo en pie en la Roca de Erech oirán un cuerno que resuena en las montañas. ¿De quién será ese cuerno? ¿Quién a los olvidados llama desde el gris del crepúsculo? El heredero de aquel a quien juraron lealtad. Traído por la necesidad, vendrá desde el norte: y cruzará la Puerta que lleva a los Senderos de los Muertos.

-Sendas oscuras, sin duda alguna -dijo Gimli -, pero para mí no más que estas estrofas.

-Si deseas entenderlas mejor, te invito a acompañarme -dijo Aragorn-; pues ése es el camino que ahora tomaré. Pero no voy de buen grado; me obliga la necesidad. Por lo tanto, sólo aceptaré que me acompañéis si vosotros mismos lo queréis así, pues os esperan duras faenas, y grandes temores, si no algo todavía peor.

-Iré contigo aun por los Senderos de los Muertos y a cualquier fin a que quieras conducirme -dijo Gimli.

-Yo también te acompañaré -dijo Lególas-, pues no temo a los muertos.

-Espero que los olvidados no hayan olvidado las artes de la guerra -dijo Gimli-, porque si así fuera, los habríamos despertado en vano.

-Eso lo sabremos si alguna vez llegamos a Erech -dijo Aragorn-. Pero el juramento que quebrantaron fue el de luchar contra Sauron, y si han de cumplirlo, tendrán que combatir. Porque en Erech hay todavía una piedra negra que Isildur llevó allí de Númenor, dicen; y la puso en lo alto de una colina, y sobre ella el Rey de las Montañas le juró lealtad en los albores del reino de Gondor. Pero cuando Sauron regresó y fue otra vez poderoso, Isildur exhortó a los Hombres de las Montañas a que cumplieran el juramento, y ellos se negaron; pues en los Años Oscuros habían reverenciado a Sauron. "Entonces Isildur le dijo al Rey de las Montañas: "Serás el último rey. Y si el Oeste demostrara ser más poderoso que ese Amo Negro, que esta maldición caiga sobre ti y sobre los tuyos: no conoceréis reposo hasta que hayáis cumplido el juramento. Pues la guerra durará años innumerables, y antes del fin seréis convocados una vez más." Y ante la cólera de Isildur, ellos huyeron, y no se atrevieron a combatir del lado de Sauron; se escondieron en lugares secretos de las montañas y no tuvieron tratos con los otros hombres, y poco a poco se fueron replegando en las colinas estériles. Y el terror de los Muertos Desvelados se extiende sobre la Colina de Erech y todos los parajes en que se refugió esa gente. Pero ese es el camino que he elegido, puesto que ya no hay hombres vivos que puedan ayudarme.

Se levantó. - ¡Venid! -exclamó, y desenvainó la espada, y la hoja centelleó en la penumbra de la sala-. ¡A la Piedra de Erech! Parto en busca de los Senderos de los Muertos. ¡Seguidme, los que queráis acompañarme!

Lególas y Gimli, sin responder, se levantaron y siguieron a Aragorn fuera de la sala. Allí, en la explanada, los montaraces encapuchados aguardaban inmóviles y silenciosos. Lególas y Gimli montaron a caballo. Aragorn saltó a la grupa de Roheryn. Halbarad levantó entonces un gran cuerno, y los ecos resonaron en el Abismo de Helm; y a esa señal partieron al galope, y descendieron al Valle del Bajo como un trueno, mientras los hombres que permanecían en la Empalizada o el Torreón los contemplaban estupefactos. Y mientras Théoden iba por caminos lentos a través de las colmas, la Compañía Gris cruzaba veloz la llanura, llegando a Edoras en la tarde del día siguiente. Descansaron un momento antes de atravesar el valle, y entraron en el Baluarte al caer de la noche.

La Dama Eowyn los recibió con alegría, pues nunca había visto hombres más fuertes que los Dúnedain y los hermosos hijos de Elrond; pero ella miraba a Aragorn más que a ningún otro. Y cuando se sentaron a la mesa de la cena, hablaron largamente, y Eowyn se enteró de lo que había pasado desde la partida de Théoden, de quien no había tenido más que noticias breves y escuetas; y cuando le narraron la batalla del Abismo de Helm, y las bajas sufridas por el enemigo, y la acometida de Théoden y sus jinetes, le brillaron los ojos. Pero al cabo dijo:

Señores, estáis fatigados e iréis ahora a vuestros lechos, tan cómodos como lo ha permitido la premura con que han sido preparados. Mañana os procuraremos habitaciones más dignas.

Pero Aragorn le dijo: - ¡No, señora, no os preocupéis por nosotros! Bastará con que podamos descansar aquí esta noche y desayunar por la mañana. Porque la misión que he de cumplir es muy urgente y tendremos que partir con las primeras luces.

La Dama sonrió, y dijo: Entonces, señor, habéis sido muy generoso, al desviaros tantas millas del camino para venir aquí, a traerle noticias a Eowyn, y hablar con ella en su exilio.

-Ningún hombre en verdad contaría este viaje como tiempo perdido -le dijo Aragorn-; no obstante, no hubiera venido si el camino que he de tomar no pasara por el Sagrario.

Y ella le respondió como si lo que tenía que decir no le gustara: -En ese caso, señor, os habéis extraviado, pues del Valle Sagrado no parte ninguna senda, ni al este ni al sur; haríais mejor en volver por donde habéis venido.

-No, señora -dijo él-, no me he extraviado; conozco este país desde antes que vos vinierais a agraciarlo. Hay un camino para salir de este valle, y ese camino es el que he de tomar. Mañana cabalgaré por los Senderos de los Muertos.

Ella lo miró entonces como agobiada por un dolor súbito, y palideció, y durante un rato no volvió a hablar, mientras todos esperaban en silencio.

-Pero Aragorn-, dijo al fin- ¿entonces vuestra misión es ir en busca de la muerte? Pues sólo eso encontraréis en semejante camino. No permiten que los vivos pasen por ahí.

-Acaso a mí me dejen pasar -dijo Aragorn-; de todos modos lo intentaré; ningún otro camino puede servirme.

-Pero es una locura -exclamó la Dama-. Hay con vos caballeros de reconocido valor, a quienes no tendríais que arrastrar a las sombras, sino guiarlos a la guerra, donde se necesitan tantos hombres. Esperad, os suplico, y partid con mi hermano; así habrá alegría en nuestros corazones, y nuestra esperanza será más clara.

-No es locura, señora -repuso Aragorn-: es el camino que me fue señalado. Quienes me siguen así lo decidieron ellos mismos, y si ahora prefieren desistir, y cabalgar con los Rohirrim, pueden hacerlo. Pero yo iré por los Senderos de los Muertos, solo, si es preciso.

Y no hablaron más y comieron en silencio; pero Eowyn no apartaba los ojos de Aragorn, y el dolor que la atormentaba era visible para todos. Al fin se levantaron, se despidieron de la Dama, y luego de darle las gracias, se retiraron a descansar. Pero cuando Aragorn llegaba al pabellón que compartiría esa noche con Lególas y Gimli, donde sus compañeros ya habían entrado, la Dama lo siguió y lo llamó. Aragorn se volvió y la vio, una luz en la noche, pues iba vestida de blanco; pero tenía fuego en la mirada.

- ¡Aragorn! -le dijo- ¿por qué queréis tomar ese camino funesto?

-Porque he de hacerlo -fue la respuesta-. Sólo así veo alguna esperanza de cumplir mi cometido en la guerra contra Sauron. No elijo los caminos del peligro, Eowyn. Si escuchara la llamada de mi corazón, estaría a esta hora en el lejano Norte, paseando por el hermoso valle de Rivendel.

Ella permaneció en silencio un momento, como si pesara el significado de aquellas palabras. Luego, de improviso, puso una mano en el brazo de Aragorn.

-Sois un señor austero e inflexible -dijo-; así es como los hombres conquistan la gloria. -Hizo una pausa.- Señor -prosiguió-, si tenéis que partir, dejad que os siga. Estoy cansada de esconderme en las colinas, y deseo afrontar el peligro y la batalla.

-Vuestro deber está aquí entre los vuestros -respondió Aragorn.

-Demasiado he oído hablar de deber -exclamó ella-. Pero ¿no soy por ventura de la Casa de Eorl, una virgen guerrera y no una nodriza seca? Ya bastante he esperado con las rodillas flojas. Si ahora no me tiemblan, parece, ¿no puedo vivir mi vida como yo lo deseo?

-Pocos pueden hacerlo con honra -respondió Aragorn-. Pero en cuanto a vos, señora: ¿no habéis aceptado la tarea de gobernar al pueblo hasta el regreso del Señor? Si no os hubieran elegido, habrían nombrado a algún mariscal o capitán, y no podría abandonar el cargo, estuviese o no cansado de él.

- ¿Siempre seré yo la elegida? -replicó ella amargamente-. ¿Siempre tendré yo que quedarme en casa cuando los caballeros parten, dedicada a pequeños menesteres mientras ellos conquistan la gloria, para que al regresar encuentren lecho y alimento?

-Quizá no esté lejano el día en que nadie regrese -dijo Aragorn-. Entonces ese valor sin gloria será muy necesario, pues ya nadie recordará las hazañas de los últimos defensores. Las hazañas no son menos valerosas porque nadie las alabe.

Y ella respondió: -Todas vuestras palabras significan una sola cosa: Eres una mujer, y tu misión está en el hogar. Sin embargo, cuando los hombres hayan muerto con honor en la batalla, se te permitirá quemar la casa e inmolarte con ella, puesto que ya no la necesitarán. Pero soy de la Casa de Eorl, no una mujer de servicio. Sé montar a caballo y esgrimir una espada y no temo el sufrimiento ni la muerte.

- ¿A qué teméis, señora? -le preguntó Aragorn.

-A una jaula. A vivir encerrada detrás de los barrotes, hasta que la costumbre y la vejez acepten el cautiverio, y la posibilidad y aun el deseo de llevar a cabo grandes hazañas se hayan perdido para siempre.

-Y a mí me aconsejabais no aventurarme por el camino que he elegido, porque es peligroso.

-Es el consejo que una persona puede darle a otra -dijo ella-. No os pido, sin embargo, que huyáis del peligro, sino que vayáis a combatir donde vuestra espada puede conquistar la fama y la victoria. No me gustaría saber que algo tan noble y tan excelso ha sido derrochado en vano.

-Ni tampoco a mí -replicó Aragorn-. Por eso, señora, os digo: ¡Quedaos! Pues nada tenéis que hacer en el Sur.

-Tampoco los que os acompañan tienen nada que hacer allí. Os siguen porque no quieren separarse de vos... porque os aman. Y dando media vuelta Eowyn se alejó desvaneciéndose en la noche.

No bien apareció en el cielo la luz del día, antes que el sol se elevara sobre las estribaciones del Este, Aragorn se preparó para partir. Ya todos los hombres de la compañía estaban montados en las cabalgaduras, y Aragorn se disponía a saltar a la silla, cuando vieron llegar a la dama Eowyn. Vestida de caballero, ciñendo una espada, venía a despedirlos.

Tenía en la mano una copa; se la llevó a los labios y bebió un sorbo, deseándoles buena suerte; luego le tendió la copa a Aragorn, y también él bebió, diciendo:

-¡Adiós, Señora de Rohan! Bebo por la prosperidad de vuestra Casa, y por vos, y por todo vuestro pueblo. Decidle esto a vuestro hermano: ¡Tal vez, más allá de las sombras, volvamos a encontrarnos!

Gimli y Lególas que estaban muy cerca, creyeron ver lágrimas en los ojos de Eowyn y esas lágrimas, en alguien tan grave y tan altivo, parecían aún más dolorosas.

Pero ella dijo: -¿Os iréis, Aragorn?
-Sí -respondió él.

-¿No permitiréis entonces que me una a esta Compañía, como os lo he pedido?

-No, señora -dijo él-. Pues no podría concedéroslo sin el permiso del rey y vuestro hermano; y ellos no regresarán hasta mañana. Mas ya cuento todas las horas y todos los minutos. ¡Adiós!

Eowyn cayó entonces de rodillas, diciendo: - ¡Os lo suplico!

-No, señora -dijo otra vez Aragorn, y le tomó la mano para obligarla a levantarse, y se la besó. Y saltando sobre la silla, partió al galope sin volver la cabeza; y sólo aquellos que lo conocían bien y que estaban cerca supieron de su dolor.

Pero Eowyn permaneció inmóvil como una estatua de piedra, las manos crispadas contra los flancos, siguiendo a los hombres con la mirada hasta que se perdieron bajo el negro Dwimor, el Monte de los Espectros, donde se encontraba la Puerta de los Muertos.

Cuando los jinetes desaparecieron, dio media vuelta, y con el andar vacilante de un ciego regresó a su pabellón. Pero ninguno de los suyos fue testigo de aquella despedida; el miedo los mantenía escondidos en los refugios: se negaban a abandonarlos antes de la salida del sol, y antes que aquellos extranjeros temerarios se hubiesen marchado del Sagrario.

Y algunos decían: -Son criaturas élficas. Que vuelvan a los lugares de donde han venido y que no regresen nunca más. Ya bastante nefastos son los tiempos.

 

Continuaron cabalgando bajo un cielo todavía gris, pues el sol no había trepado aún hasta las crestas negras del Monte de los Espectros, que ahora tenían delante. Atemorizados, pasaron entre las hileras de piedras antiguas que conducían al Bosque Sombrío. Allí, en aquella oscuridad de árboles negros que ni el mismo Lególas pudo soportar mucho tiempo, en la raíz misma de la montaña, se abría una hondonada; y en medio del sendero se erguía una gran piedra solitaria, como un dedo del destino.

Me hiela la sangre dijo Gimli; pero ninguno más habló, y la voz del enano cayó muriendo en las húmedas agujas de pino. Los caballos se negaban a pasar junto a la piedra amenazante, y los jinetes tuvieron que apearse y llevarlos por la brida. De ese modo llegaron al fondo de la cañada; y allí, en un muro de roca vertical, se abría la Puerta Oscura, negra como las fauces de la noche.

Figuras y signos grabados, demasiado borrosos para que pudieran leerlos, coronaban la arcada de piedra, de la que el miedo fluía como un vaho gris. La compañía se detuvo;

fuera de Legolas de los elfos, a quien no asustaban los Espectros de los Hombres, no hubo entre ellos un solo corazón que no desfalleciera.

-Es una puerta nefasta dijo Halbarad-, y sé que del otro lado me aguarda la muerte. Me atreveré a cruzarla, sin embargo; pero ningún caballo querrá entrar.

-Pero nosotros tenemos que entrar -dijo Aragorn-, y por lo tanto han de entrar también los caballos. Pues si alguna vez salimos de esta oscuridad, del otro lado nos esperan muchas leguas, y cada hora perdida favorece el triunfo de Sauron. ¡Seguidme! Aragorn se puso entonces al frente, y era tal la fuerza de su voluntad en esa hora que todos los Dúnedain fueron detrás de él.

Y era en verdad tan grande el amor que los caballos de los montaraces sentían por sus jinetes, que hasta el terror de la Puerta estaban dispuestos a afrontar, si el corazón de quien los llevaba por la brida no vacilaba.

Sólo Arod, el caballo de Rohan, se negó a seguir adelante, y se detuvo, sudando y estremeciéndose, dominado por un terror lastimoso. Lególas le puso las manos sobre los ojos y canturreó algunas palabras que se perdieron lentamente en la oscuridad, hasta que el caballo se dejó conducir, y el elfo traspuso la puerta.

Gimli el enano se quedó solo. Las rodillas le temblaban y estaba furioso consigo mismo. ¡Esto sí que es inaudito! dijo. ¡Que un elfo quiera penetrar en las entrañas de la tierra, y un enano no se atreva! -Y con una resolución súbita, se precipitó en el interior. Pero le pareció que los pies le pesaban como plomo en el umbral; y una ceguera repentina cayó sobre él, sobre Gimli hijo de Glóin, que tantos abismos del mundo había recorrido sin acobardarse.

Aragorn había traído antorchas, y ahora marchaba a la cabeza llevando una en alto; y Elladan iba con otra a la retaguardia, y Gimli, tropezando tras él, trataba de darle alcance.No veía más que la débil luz de las antorchas; pero si la compañía se detenía un momento, le parecía oír alrededor un susurro, un interminable murmullo de palabras extrañas en una lengua desconocida.

Nada atacó a la compañía, ni le cerró el paso, y sin embargo el terror de Gimli no dejaba de crecer a medida que avanzaban: sobre todo porque sabía ya que no era posible retroceder; todos los senderos que iban dejando atrás eran invadidos al instante por un ejército invisible que los seguía en las tinieblas. Pasó así un tiempo interminable, hasta que de pronto vio un espectáculo que siempre habría de recordar con horror.

Por lo que alcanzaba a distinguir, el camino era ancho, pero ahora la compañía acababa de llegar a un vasto espacio vacío, ya sin muros a uno y otro lado. El pavor lo abrumaba y a duras penas podía caminar. A la luz de la antorcha de Aragorn, algo centelleó a cierta distancia, a la derecha. Aragorn ordenó un alto y se acercó a ver qué era.

-¿Será posible que no sienta miedo? -murmuró el enano-.

En cualquier otra caverna Gimli hijo de Glóin habría sido el primero en correr, atraído por el brillo del oro. ¡Pero no aquí! ¡Que siga donde está! Sin embargo se aproximó, y vio que Aragorn estaba de rodillas, mientras Elladan sostenía en alto las dos antorchas.

Delante yacía el esqueleto de un hombre de notable estatura. Había estado vestido con una cota de malla, y el arnés se conservaba intacto; pues el aire de la caverna era seco como el polvo. El plaquín era de oro, y el cinturón de oro y granates, y también de oro el yelmo que le cubría el cráneo descarnado, de cara al suelo.

Había caído cerca de la pared opuesta de la caverna, y delante de él se alzaba una puerta rocosa cerrada a cal y canto: los huesos de los dedos se aferraban aún a las fisuras. Una espada mellada y rota yacía junto a él, como si en un último y desesperado intento, hubiese querido atravesar la roca con el acero.

Aragorn no lo tocó, pero luego de contemplarlo un momento en silencio, se levantó y suspiró.

-Nunca hasta el fin del mundo llegarán aquí las flores del simbelmyn'é -murmuró-.

Nueve y siete túmulos hay ahora cubiertos de hierba verde, y durante todos los largos años ha yacido ante la puerta que no pudo abrir. ¿A dónde conduce? ¿Por qué quiso entrar? ¡Nadie lo sabrá jamás!

-¡Pues mi misión no es ésta! -gritó, volviéndose con presteza y hablándole a la susurrante oscuridad-. ¡Guardad los secretos y tesoros acumulados en los Años Malditos! Sólo pedimos prontitud. ¡ Dejadnos pasar, y luego seguidnos! ¡Os convoco ante la Piedra de Erech!

No hubo respuesta; sólo un silencio profundo, más aterrador aún que los murmullos; y luego sopló una ráfaga fría que estremeció y apagó las antorchas, y fue imposible volver a encederlas.

Del tiempo que siguió, una hora o muchas, Gimli recordó muy poco. Los otros apresuraron el paso, pero él iba aún a la zaga, perseguido por un horror indescriptible que siempre parecía estar a punto de alcanzarlo y un rumor que crecía a sus espaldas, como el susurro fantasmal de innumerables pies. Continuó avanzando y tropezando, hasta que se arrastró por el suelo como un animal y sintió que no podía más; o encontraba una salida o daba media vuelta y en un arranque de locura corría al encuentro del terror que venía persiguiéndolo.

De pronto, oyó el susurro cristalino del agua, un sonido claro y nítido, como una piedra que cae en un sueño de sombras oscuras. La luz aumentó, la compañía traspuso otra puerta, una arcada alta y ancha, y de improviso se encontró caminando a la vera de un arroyo; y más allá un camino descendía en brusca pendiente entre dos riscos verticales, como hojas de cuchillo contra el cielo lejano.

Tan profundo y angosto era el abismo que el cielo estaba oscuro, y en él titilaban unas estrellas diminutas. Sin embargo, como Gimli supo más tarde, aún faltaban dos horas para el anochecer; aunque por lo que él podía entender en ese momento, bien podía tratarse del crepúsculo de algún año por venir, o de algún otro mundo.

La compañía montó nuevamente a caballo y Gimli volvió junto a Lególas. Cabalgaban en fila, y la tarde caía, dando paso a un anochecer de un azul intenso; y el miedo los perseguía aún.

Lególas, volviéndose para hablar con Gimli, miró atrás, y el enano alcanzó a ver el centelleo de los ojos brillantes del elfo.

Detrás iba Elladan, el último de la compañía, pero no el último en tomar el camino descendente.

-Los Muertos nos siguen -dijo Lególas-, Veo formas de hombres y de caballos, y estandartes pálidos como jirones de nubes, y lanzas como zarzas invernales en una noche de niebla. Los Muertos nos siguen.

-Sí, los Muertos cabalgan detrás de nosotros. Han sido convocados -dijo Elladan.

Tan repentinamente como si se hubiese escurrido por la grieta de un muro, la compañía salió al fin de la hondonada; ante ellos se extendían las tierras montañosas de un gran valle, y el arroyo descendía con una voz fría, en numerosas cascadas.

-¿En qué lugar de la Tierra Media nos encontramos? -preguntó Gimli; y Elladan le respondió:

-Hemos bajado desde las fuentes del Morthond, el largo río de aguas glaciales; desciende hasta volcarse en el mar que baña los muros de Dol Amroth. Ya no necesitarás preguntar el origen del nombre: Raíz Negra lo llaman.

El Valle del Morthond era como una bahía amplia recostada contra los escarpados riscos meridionales. Las barrancas empinadas estaban tapizadas de hierbas; pero a esa hora todo era gris, pues el sol se había ocultado, y abajo, en la lejanía, parpadeaban las luces de las moradas de los hombres. Era un valle rico y muy poblado.

De pronto, sin darse vuelta, Aragorn gritó con voz tonante, de modo que todos pudieran oírlo:

-¡Olvidad vuestra fatiga, amigos! ¡Galopad ahora, galopad! Es menester que lleguemos a la Piedra de Erech antes del fin del día, y el camino es todavía largo.

Y luego, sin una mirada atrás, galoparon a través de las campiñas montañosas, hasta llegar a un puente sobre el río, ahora caudaloso, y encontraron un camino que bajaba a los llanos.

Al paso de la Compañía Gris, las luces de las casas y de las aldeas se apagaban, se cerraban las puertas, y la gente que aún estaba en los campos daba gritos de terror y huía despavorida, como ciervos acosados.

En todas partes se oía el mismo clamor en la noche creciente:

-¡El Rey de los Muertos! ¡El Rey de los Muertos marcha sobre nosotros!

Lejos y allá abajo repicaban campanas, y todos huían ante el rostro de Aragorn; pero los Jinetes de la Compañía Gris pasaban de largo, rápidos como cazadores, y ya los caballos empezaban a trastabillar de cansancio.

Así, justo antes de la medianoche, y en una oscuridad tan negra como las cavernas de las montañas, llegaron por fin a la Colina de Erech.

Largo tiempo hacía que el terror de los Muertos se había aposentado en esa colina y en los campos desiertos de alrededor. Pues allí en la cima se alzaba una piedra negra, redonda como un gran globo, de la altura de un hombre, aunque la mitad estaba enterrada en el suelo. Tenía un aspecto sobrenatural, como si hubiese caído de lo alto, y algunos lo creían; pero aquellos que aún recordaban las antiguas crónicas del Oesternesse aseguraban que había venido de las ruinas de Númenor y que había sido puesta por Isildur, cuando llegó allí. Ninguno de los habitantes del valle se atrevía a aproximarse a la piedra, ni quería vivir en las cercanías.

Decían que en ese lugar celebraban sus cónclaves los HombresSombra, y que allí se reunían a cuchichear en horas de pavor, apiñados alrededor de la Piedra.

A esa piedra llegó la compañía en lo más profundo de la noche, y se detuvo. Elrohir le dio entonces a Aragorn un cuerno de plata, y Aragorn sopló en él; y a los hombres que estaban más cerca les pareció oír una respuesta, otros cuernos que resonaban en cavernas profundas y lejanas.

No oían ningún otro ruido, pero sin embargo sentían la presencia de un gran ejército reunido alrededor de la colina; y el viento helado que soplaba de las montañas era como el aliento de una legión de espectros.

Aragorn desmontó, y de pie junto a la Piedra, gritó con voz potente:

-Perjuros ¿a qué habéis venido?

Y se oyó en la noche una voz que le respondió, desde lejos:

-A cumplir el juramento y encontrar la paz.

Aragorn dijo entonces: Por fin ha llegado la hora. Marcharé en seguida a Perlargir en la ribera del Anduin, y vosotros vendréis conmigo. Y cuando hayan desaparecido de esta tierra todos los servidores de Sauron, consideraré como cumplido vuestro juramento, y entonces tendréis paz y podréis partir para siempre. Porque yo soy Elessar, el heredero de Isildur de Gondor.

Dicho esto, le ordenó a Halbarad que desplegase el gran estandarte que había traído; y he aquí que era negro, y si tenía alguna insignia, no se veía en la oscuridad.

Entonces se hizo el silencio; ni un murmullo ni un suspiro volvió a oírse en toda aquella larga noche. La compañía acampó en las cercanías de la piedra, aunque los hombres, atemorizados por los espectros que los cercaban, casi no durmieron.

Pero cuando llegó la aurora, pálida y fría, Aragorn se levantó; y guió a la compañía en el viaje más precipitado y fatigoso que ninguno de los hombres, salvo él mismo, había conocido jamás; y sólo la indomable voluntad de Aragorn los sostuvo e impidió que se detuvieran.

Nadie entre los mortales hubiera podido soportarlo, nadie excepto los Dúnedain del Norte, y con ellos Gimli el enano y Lególas de los elfos.

Pasaron por el Desfiladero de Tarlang y desembocaron en Lamedon, seguidos por el Ejército de los Espectros y precedidos por el terror.

Y cuando llegaron a Calembel, a orillas del Ciril, el sol descendió como sangre en el oeste, detrás de los picos lejanos del Pinnath Gelin.

Encontraron la ciudad desierta y los vados abandonados, pues muchos de los habitantes habían partido a la guerra, y los demás habían huido a las colinas ante el rumor de la venida del Rey de los Muertos. Y al día siguiente no hubo amanecer, y la Compañía Gris penetró en las tinieblas de la Tempestad de Mordor, y desapareció a los ojos de los mortales; pero los Muertos los seguían.

 

1. Minas Tirith                    3. El acantonamiento de Rohan