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LA PUERTA
NEGRA SE ABRE
Dos días después el ejército
del Oeste se encontraba reunido en el Pelennor. Las huestes de orcos y hombres
del Este se habían retirado de Anórien, pero hostigados y desbandados por los
Rohirrim habían huido casi sin presentar batalla hacia Cair Andros; destruida
pues esa amenaza, y con las nuevas fuerzas que llegaban del Sur, la ciudad estaba
relativamente bien defendida. Y los batidores informaban que en los caminos
del este y hasta la Encrucijada del Rey Caído no quedaba un solo enemigo con
vida. Ya todo estaba preparado para el golpe final.
Una vez más Lególas y Gimli
cabalgarían juntos en compañía de Aragorn y Gandalf, que marchaban a la vanguardia
con los Dúnedain y los hijos de Elrond. Merry, avergonzado, se enteró de que
él no los acompañaría.
—No estás bien todavía
para semejante viaje —le dijo Aragorn—. Pero no te avergüences. Aunque no hagas
nada más en esta guerra, ya has conquistado grandes honores. Peregrin irá en
representación de la Comarca; y no le envidies esta oportunidad de afrontar
el peligro, pues aunque haya hecho todo tan bien como se lo ha permitido la
suerte, aún no ha igualado tu hazaña. Pero en verdad todos corremos ahora un
peligro igual. Tal vez nuestro destino sea encontrar un triste fin ante la Puerta
de Mordor, y en tal caso también a vosotros os habrá llegado la última hora,
sea aquí o dondequiera que os atrape la marea negra. ¡Adiós!
Merry siguió observando
de mala gana los preparativos de la partida. Bergil lo acompañaba, pero también
él estaba abatido: su padre marcharía a la cabeza de una Compañía de Hombres
de la Ciudad, pues hasta tanto no se lo juzgase, no se podría reintegrar a la
Guardia. En esa misma compañía partía Pippin, soldado de Gondor. Merry alcanzó
a verlo no muy lejos: una figura pequeña pero erguida entre los altos hombres
de Minas Tirith.
Sonaron por fin las trompetas,
y el ejército se puso en movimiento. Escuadrón tras escuadrón, compañía tras
compañía, dieron media
vuelta y partieron rumbo
al este. Y hasta después que se perdieran de vista en el fondo de la carretera
que conducía al Camino Amurallado, Merry se quedó allí. Los últimos yelmos y
lanzas de la retaguardia centellearon a la luz del sol de la mañana y desaparecieron
a lo lejos, y Merry aún seguía allí, con la cabeza gacha y el corazón oprimido,
sintiéndose solo y abandonado. Los seres que más quería habían partido hacia
las tinieblas en el distante cielo del Este; y pocas esperanzas le quedaban
de volver a ver a alguno de ellos.
Como llamado por la desesperación,
le volvió el dolor del brazo. Se sentía viejo y débil, y la luz del sol le parecía
pálida. El contacto de la mano de Bergil lo sacó de estas cavilaciones.
—¡Vamos, maese Ferian!
—dijo el muchacho—. Veo que todavía te duele. Te ayudaré a regresar a las Casas
de Curación. ¡Pero no temas! Volverán. Los Hombres de Minas Tirith jamás serán
derrotados. Y ahora tienen al Señor Piedra de Elfo, y también a Beregond de
la Guardia.
El ejército llegó a Osgiliath
antes del mediodía. Allí todos los operarios y artesanos disponibles estaban
ocupados. Algunos reforzaban las barcazas y los puentes que el enemigo había
construido, y destruido en parte al huir; otros almacenaban los víveres y recogían
el botín, y otros levantaban de prisa obras de defensa en la margen oriental
del río.
La vanguardia pasó por
las ruinas de la Antigua Gondor, y luego por encima del ancho río, y tomó el
camino largo y recto construido en otros días entre la hermosa Torre del Sol
y la elevada Torre de la Luna, ahora convertida en Minas Morgul, en el valle
maldito. Cinco leguas más allá de Osgiliath se detuvieron, concluyendo la primera
jornada de marcha.
Pero los jinetes continuaron
avanzando y antes de la noche habían llegado a la Encrucijada y al gran círculo
de árboles: allí todo era silencio. No se veían rastros del enemigo, ni se escuchaban
gritos ni clamores; ni un solo dardo había volado desde las rocas o los matorrales
próximos, y sin embargo mientras avanzaban sentían cada vez más que la tierra
vigilaba alrededor. Los árboles, las piedras y el follaje, las briznas de hierba,
todo parecía escuchar. La oscuridad se había disipado, y el sol se ponía a lo
lejos en el valle del Anduin, y los picos blancos de las montañas se arrebolaban
en el aire azul; pero había una sombra y una tiniebla sobre los Ephel Dúath.
Apostando a los trompetas
del ejército en cada uno de los cuatro senderos que desembocaban en el círculo
de árboles, Aragorn ordenó que tocasen una gran fanfarria, y a los heraldos
que gritasen: «Los Señores de Gondor han vuelto, y han rescatado estos territorios
que les pertenecen.» Y la horrorosa máscara de orco sobre la mutilada estatua
de piedra fue arrojada al suelo y rota en mil pedazos, y recogiendo la cabeza
del viejo rey, todavía coronada de flores blancas y doradas, la colocaron de
nuevo en su sitio; y limpiaron y borraron todas las inscripciones inmundas que
los orcos habían puesto en la piedra.
Durante el debate, algunos
habían aconsejado que Minas Morgul fuese el primer blanco, y que si lograban
tomarla, la destruyesen totalmente, sin dejar piedra sobre piedra.
—Y acaso —había dicho Imrahil—
el camino que desde allí conduce al paso entre las cumbres sea una vía de ataque
al Señor Oscuro más accesible que la puerta del Norte.
Pero Gandalf se había opuesto
terminantemente, no sólo a causa de los maleficios que pesaban sobre el valle,
donde las mentes de los vivos enloquecían de horror, sino también por las noticias
que había traído Faramir. Porque si el Portador del Anillo había en verdad intentado
ese camino, era menester, por sobre todas las cosas, no atraer hacia allí la
mirada del Ojo de Mordor. Y al día siguiente, cuando llegó el grueso del ejército,
pusieron una guardia numerosa en la Encrucijada para contar con alguna defensa,
en caso de que Mordor mandase fuerzas a través del Paso de Morgul, o enviara
nuevas huestes desde el sur. Para esta guardia escogieron arqueros que conocían
los caminos de Ithilien; permanecería oculta en los bosques y pendientes del
cruce de caminos. Pero Gandalf y Aragorn cabalgaron con la vanguardia hasta
la entrada del Valle de Morgul y contemplaron la ciudad maldita.
Estaba a oscuras y sin
vida: porque los orcos y las otras criaturas innobles que habitaran allí, habían
perecido en la batalla, y los Nazgül estaban fuera. No obstante, el aire del
valle era opresivo, cargado de temor y hostilidad. Destruyeron entonces el puente
siniestro, incendiaron los campos malsanos, y se alejaron.
Al día siguiente, el tercero
desde que partieran de Minas Tirith, el ejército emprendió la marcha hacia el
norte. Por esa ruta, la distancia entre la Encrucijada y el Morannon era de
unas cien millas, y lo que la suerte podía depararles antes de llegar tan lejos,
nadie lo sabía. Avanzaban abiertamente pero con cautela, precedidos por batidores
montados, mientras otros exploraban a pie los flancos del camino, y más los
del lado oriental: porque allí se extendía un boscaje sombrío y una zona anfractuosa
de barrancos y despeñaderos rocosos, y detrás se alzaban las laderas largas
y empinadas de Ephel Dúath. El tiempo del mundo se mantenía apacible y hermoso,
y el viento soplaba aún desde el oeste, pero nada podía disipar las tinieblas
y las brumas que se acumulaban alrededor de las Montañas de la Sombra; y por
detrás de ellas brotaban intermitentemente grandes humaredas que se elevaban
y quedaban suspendidas, flotando entre los vientos de las cumbres.
De tanto en tanto Gandalf
hacía sonar las trompetas y los heraldos pregonaban:
— ¡Los Señores de Gondor
han llegado! ¡Que todos abandonen el territorio o se sometan! Pero Imrahil dijo:
—No digáis «los Señores
de Gondor». Decid «elRey Elessar». Porque es la verdad, aunque no haya ocupado
el trono todavía; y dará más que pensar al enemigo, si así lo nombran los heraldos.
Y a partir de ese momento,
tres veces al día proclamaban los heraldos la venida del Rey Elessar. Mas nadie
recogía el desafío.
No obstante, aunque en
una paz aparente, todos los hombres marchaban oprimidos, desde el más encumbrado
al más humilde, y a cada milla que avanzaban hacia el norte, más pesaban sobre
ellos unos presentimientos funestos. Al final del segundo día de marcha desde
la Encrucijada tuvieron por primera vez la oportunidad de una batalla: una poderosa
hueste de orcos y hombres del Este intentó hacer caer en una emboscada a las
primeras compañías; el paraje era el mismo en que Faramir había acechado a los
hombres de Harad, y el camino atravesaba una estribación de las montañas orientales
y penetraba en una garganta estrecha. Pero los Capitanes del Oeste, oportunamente
prevenidos por los batidores —un grupo de hombres avezados bajo la conducción
de Mablung— los hicieron caer en su propia trampa: desplegando la caballería
en un movimiento envolvente hacia el oeste, los sorprendieron por el flanco
y por la retaguardia, destruyéndolos, u obligándolos a huir a las montañas.
Sin embargo, la victoria
no fue suficiente para reconfortar a los Capitanes.
—No es más que una treta
—dijo Aragorn—. Lo que se proponían, sospecho, no era causarnos grandes daños,
no por ahora, sino darnos una falsa impresión de debilidad, e inducirnos a seguir
adelante.
Y esa noche volvieron los
Nazgül, y a partir de entonces vigilaron cada uno de los movimientos del ejército.
Volaban siempre a gran altura, invisibles a los ojos de todos excepto los de
Lególas, pero una sombra más profunda, un oscurecimiento del sol los delataba.
Y si bien no se abatían sobre sus enemigos, y se limitaban a acecharlos en silencio,
sin un solo grito, un miedo invencible los dominaba a todos.
Así transcurría el tiempo
y con él el viaje sin esperanzas. En el cuarto día de marcha desde la Encrucijada
y el sexto desde Minas Tirith llegaron a los confines de las tierras fértiles
y comenzaron a internarse en los páramos que precedían a las puertas del Morannon
en el Paso de Cirith Gorgor; y divisaron los pantanos, y el desierto que se
extendía al norte y al oeste hasta los Emyn Muil. Era tal la desolación de aquellos
parajes, tan profundo el horror, que una parte del ejército se detuvo
amilanada, incapaz de continuar
avanzando hacia el norte, ni a pie ni a caballo.
Aragorn los miró, no con
cólera sino con piedad: porque todos eran hombres jóvenes de Rohan, del Lejano
Folde Oeste, o labriegos venidos desde Lossarnach, para quienes Mordor había
sido desde la infancia un nombre maléfico, y a la vez irreal, una leyenda que
no tenía relación con la sencilla vida campesina; y ahora se veían a sí mismos
como imágenes de una pesadilla hecha realidad, y no comprendían esta guerra
ni por qué el destino los había puesto en semejante trance.
—¡Volved! —les dijo Aragorn—.
Pero tened al menos un mínimo de dignidad, y no huyáis. Y hay una misión que
podríais cumplir para atenuar en parte vuestra vergüenza. Id por el sudoeste
hasta Cair Andros, y si aún está en manos del enemigo, como lo sospecho, reconquistadla,
si podéis, y resistid allí hasta el final, en defensa de Gondor y de Rohan.
Abochornados por la indulgencia
de Aragorn, algunos lograron sobreponerse al miedo y seguir adelante; los demás
partieron, alentados por la perspectiva de una empresa honrosa y a la medida
de sus fuerzas; y así, con menos de seis mil hombres, pues ya habían dejado
muchos en la Encrucijada, los Capitanes del Oeste marcharon al fin a desafiar
la Puerta Negra y el poder de Mordor.
Ahora avanzaban lentamente,
esperando a cada momento una respuesta, y en filas más compactas, comprendiendo
que enviar batidores o pequeños grupos de avanzada era un despilfarro de hombres.
Al anochecer del quinto día de viaje desde el Valle de Morgul, prepararon el
último campamento, y encendieron hogueras alrededor con las pocas ramas y malezas
secas que pudieron encontrar. Pasaron en vela las horas de la noche, y alcanzaron
a ver unas formas indistintas que iban y venían en la oscuridad, y escucharon
los aullidos de los lobos. El viento había muerto y el aire de la noche parecía
estancado. Apenas veían, pues aunque no había nubes, y la luna creciente era
de cuatro noches, humos y emanaciones brotaban de la tierra, y las nieblas de
Mordor amortajaban el creciente blanco.
Empezaba a hacer frío.
Al amanecer, el viento se levantó otra vez, ahora desde el norte, y no tardó
en convertirse en un hálito helado. Todos los merodeadores nocturnos habían
desaparecido, y el paraje parecía desierto. Al norte, entre los pozos mefíticos,
se alzaban los primeros promontorios y colinas de escoria y roca carcomida y
tierra dilapidada, el vómito de las criaturas inmundas de Mordor; pero ya cerca
en el sur asomaba el baluarte de Cirith Gorgor, y en el centro mismo la Puerta
Negra, flanqueada por las dos Torres de los Dientes, altas y oscuras. Porque
en la última etapa los Capitanes, para evitar posibles emboscadas en las colinas,
se habían desviado del viejo camino
en el punto en que se curvaba
hacia el este, y ahora, como lo hiciera antes Frodo, se acercaban al Morannon
desde el noroeste.
Los poderosos batientes
de hierro de la Puerta Negra estaban herméticamente cerrados bajo la arcada
hostil. En las murallas almenadas no había señales de vida. El silencio era
sepulcral, pero expectante. Habían llegado por fin a la meta última de una aventura
descabellada, y ahora, a la luz gris del alba contemplaban descorazonados y
tiritando de frío aquellas torres y murallas que jamás podrían atacar con esperanzas,
ni aunque hubiesen traído consigo máquinas de guerra de mucho poder, y las fuerzas
del enemigo apenas alcanzasen a defender la puerta y la muralla. Sabían que
en todas las colinas y peñascos de alrededor había enemigos ocultos, y que del
otro lado, en los túneles y cavernas excavados bajo el desfiladero sombrío,
pululaban unas criaturas siniestras. De improviso, vieron a los Nazgül, revoloteando
como una bandada de buitres por encima de las Torres de los Dientes; y supieron
que estaban al acecho. Pero el enemigo no se mostraba aún.
No les quedaba otro remedio
que representar la comedia hasta el final. Aragorn ordenó el ejército del mejor
modo posible, en dos grandes colinas de piedra y tierra que los orcos habían
amontonado en años y años de labor. Ante ellos y hacia Mordor, se abrían como
un foso un gran cenagal infecto y unos pantanos pestilentes. Cuando todo estuvo
en orden, los Capitanes cabalgaron hacia la Puerta Negra con una fuerte guardia
de caballería, llevando el estandarte, y acompañados por los heraldos y los
trompetas. A la cabeza iban Gandalf de primer heraldo, y Aragorn con los hijos
de Elrond, y Eomer de Rohan, e Imrahil; y Lególas y Gimli y Peregrin fueron
invitados a seguirlos, pues deseaban que todos los pueblos enemigos de Mordor
contaran con un testigo.
Cuando estuvieron al alcance
de la voz, desplegaron el estandarte y soplaron las trompetas; y los heraldos
se adelantaron y elevaron sus voces por encima del muro almenado de Mordor.
— ¡Salid! —gritaron—. ¡Que
salga el Señor de la Tierra Tenebrosa! Se le hará justicia. Porque ha declarado
contra Gondor una guerra injusta, y ha devastado sus territorios. El Rey de
Gondor le exige que repare los daños, y que se marche para siempre. ¡Salid!
Siguió un largo silencio;
ni un grito, ni un rumor llegó como respuesta desde la puerta y los muros. Pero
ya Sauron había trazado sus planes: antes de asestar el golpe mortal, se proponía
jugar cruelmente con aquellos ratones. De pronto, en el momento en que los Capitanes
ya estaban a punto de retirarse, el silencio se quebró. Se oyó un prolongado
redoble de tambores, como un trueno en las montañas, seguido de una algarabía
de cuernos que estremeció las piedras y ensordeció a los hombres; y el batiente
central de la Puerta Negra rechinó con estrépito y se abrió de golpe dando paso
a una embajada de la Torre Oscura.
La encabezaba una figura
alta y maléfica, montada en un caballo negro, si aquella criatura enorme y horrenda
era en verdad un caballo; la máscara de terror de la cara más parecía una calavera
que una cabeza con vida; y echaba fuego por las cuencas de los ojos y por los
ollares. Un manto negro cubría por completo al jinete, y negro era también el
yelmo de cimera alta; no se trataba, sin embargo, de uno de los Espectros del
Anillo; era un hombre y estaba vivo. Era el Lugarteniente de la Torre de Barad
dür, y ninguna historia recuerda su nombre, porque hasta él lo había olvidado,
y decía: «Yo soy la Boca de Sauron.» Pero se murmuraba que era un renegado,
descendiente de los Númenóreanos Negros, que se habían establecido en la Tierra
Media durante la supremacía de Sauron. Veneraban a Sauron, pues estaban enamorados
de las ciencias del mal. Habían entrado al servicio de la Torre Oscura en tiempos
de la primera reconstrucción, y con astucia se había elevado en los favores
del Señor; y aprendió los secretos de la hechicería, y conocía muchos de los
pensamientos de Sauron; y era más cruel que el más cruel de los orcos.
Este era pues el personaje
que ahora avanzaba hacia ellos, con una pequeña compañía de soldados de armadura
negra, y enarbolando un único estandarte negro, pero con el Ojo Maléfico pintado
en rojo. Deteniéndose a pocos pasos de los Capitanes del Oeste, los miró de
arriba abajo y se echó a reír.
—¿Hay en esta pandilla
alguien con autoridad para tratar conmigo? —preguntó—. ¿ O en verdad con seso
suficiente como para comprenderme? ¡No tú, por cierto! se burló, volviéndose
a Aragorn con una mueca de desdén—. Para hacer un rey, no basta con un trozo
de vidrio élfico y una chusma semejante. ¡Si hasta un bandolero de las montañas
puede reunir un séquito como el tuyo!
Aragorn no respondió, pero
clavó en el otro la mirada, y la sostuvo, y así lucharon un momento, ojo contra
ojo; pero pronto, sin que Aragorn se hubiera movido, ni llevara la mano a la
espada, el otro retrocedió acobardado, como bajo la amenaza de un golpe.
—¡Soy un heraldo y un embajador,
y nadie puede atacarme! —gritó.
—Donde mandan esas leyes
—dijo Gandalf—, también es costumbre que los embajadores sean menos insolentes.
Nadie te ha amenazado. Nada tienes que temer de nosotros, hasta que hayas cumplido
tu misión. Pero si tu amo no ha aprendido nada nuevo, correrás entonces un gran
peligro, tú y todos los otros servidores.
—¡ Ah! —dijo el emisario—.
De modo que tú eres el portavoz, ¿viejo barbagrís? ¿No hemos oído hablar de
ti de tanto en tanto, y de tus andanzas, siempre tramando intrigas y maldades
a una distancia segura? Pero esta vez has metido demasiado la nariz, maese Gandalf;
y ya verás qué le espera a quien echa unas redes insensatas a los pies de Sauron
el Grande. Traigo conmigo testimonios que me han encomendado mostrarte, a ti
en particular, si te atrevías a venir aquí. —Hizo una señal, y un guardia se
adelantó llevando un paquete envuelto en lienzos negros. El emisario apartó
los lienzos, y allí, ante el asombro y la consternación de todos los Capitanes,
levantó primero la espada corta de Sam, luego una capa gris con un broche élfico,
y por último la cota de malla de mithril que Frodo vestía bajo las ropas andrajosas.
Una negrura repentina cegó a todos, y en un momento de silencio pensaron que
el mundo se había detenido; pero tenían los corazones muertos y habían perdido
la última esperanza. Pippin, que estaba detrás del Príncipe Imrahil, se precipitó
hacia adelante ahogando un grito de dolor.
— ¡Silencio! —le dijo Gandalf
con severidad, mientras lo empujaba hacia atrás; pero el emisario estalló en
una carcajada.
— ¡Así que tenéis con vosotros
a otro de esos trasgos! —gritó—. Qué utilidad les encontráis, no lo sé. Pero
enviarlos a Morder como espías, sobrepasa vuestra inveterada imbecilidad. Sin
embargo, tengo que darle las gracias, pues es evidente que ese alfeñique ha
reconocido los objetos, y ahora sería inútil que pretendierais desmentirlo.
—No pretendo desmentirlo
—dijo Gandalf—. Y en verdad, yo mismo los conozco, así como la historia de cada
uno de ellos, y tú, inmundo Boca de Sauron, a pesar de tus sarcasmos, no puedes
decir otro tanto. Mas ¿por qué los has traído?
—Cota de malla de enano,
capa élfica, hoja forjada en el derrotado Oeste, y espía de ese territorio de
ratas, la Comarca... ¡No, calma! Bien lo sabemos... estas son las pruebas de
una conspiración. Y bien, tal vez quien llevaba estas prendas es alguien que
no lamentaríais perder, o tal vez sí, acaso alguien muy querido. Si es así,
decididlo de prisa, con el poco seso que aún os queda. Porque Sauron no simpatiza
con los espías, y el destino de éste depende ahora de vosotros.
Nadie le respondió; pero
viendo las caras grises de miedo y el horror en todos los ojos, volvió a reír,
pues le pareció que estaba ganando la partida.
—¡Magnífico, magnífico!
—exclamó—. Veo que era alguien muy querido. ¿O acaso la misión que llevaba era
tal que no querríais que fracasara? Pues bien, ha fracasado. Y ahora tendrá
que soportar el lento tormento de los años, tan largo y tan lento como sólo
pueden conseguirlo nuestros artificios en la Gran Torre; ya nunca más será liberado,
salvo tal vez cuando esté quebrado y consumido, y entonces irá a vosotros, y
veréis lo que le habéis hecho. Todo esto le ocurrirá ciertamente... a menos
que aceptéis las condiciones de mi Señor.
—Di esas condiciones —dijo
Gandalf con voz firme, pero quienes lo rodeaban vieron angustia en el semblante
del mago; y ahora parecía un anciano decrépito, aplastado y derrotado al fin.
Nadie pensó que no las aceptaría.
—He aquí las condiciones
—sonrió el emisario, mientras observaba
uno a uno a los Capitanes—,
La chusma de Gondor y sus engañados secuaces se retirarán en seguida a la otra
orilla del Anduin, pero ante todo jurarán no atacar nunca más a Sauron el Grande
con las armas, abierta o secretamente. Todos los territorios al este del Anduin
pertenecerán a Sauron para siempre y sólo a él. Las tierras que se extienden
al oeste del Anduin hasta las Montañas Nubladas y la Quebrada de Rohan serán
tributarias de Mordor, y a sus habitantes les estará prohibido llevar armas,
pero se les permitirá manejar sus propios asuntos. No obstante, tendrán la obligación
de ayudar a reconstruir Isengard, que ellos destruyeron para nada, y la ciudad
pertenecerá a Sauron, y allí residirá el lugarteniente de Sauron: no Saruman
sino otro, más digno de confianza.
Mirando los ojos del emisario,
era fácil leerle el pensamiento. El sería el lugarteniente de Sauron, y él mandaría
en todo cuanto quedara del Oeste: él sería el tirano y ellos los esclavos.
Pero Gandalf dijo:
—Es demasiado pedir por
la devolución de un servidor: que tu Amo reciba en canje lo que de otro modo
tendría que conquistar a lo largo de muchas guerras. ¿O acaso luego de la batalla
de Gondor ya no confía en la guerra, y ahora se rebaja a negociar? Y si en verdad
tanto valoráramos a este prisionero ¿qué seguridad tenemos de que Sauron, Vil
Maestro de Traiciones, cumplirá su palabra? ¿Dónde está el prisionero? Que lo
traigan y lo muestren, y entonces estudiaremos vuestras condiciones.
A Gandalf, que lo miraba
con fijeza, como en duelo con un enemigo mortal, le pareció que por un instante
el emisario no supo qué decir, aunque en seguida rió de nuevo.
— ¡No le hables a la Boca
de Sauron con insolencia! —gritó—. ¡Pides seguridades! Sauron no las da. Si
pretendes clemencia, antes haréis lo que él exige. Estas son sus condiciones.
¡Aceptadlas o rechazadlas!
— ¡Estas aceptaremos! —dijo
Gandalf de pronto. Se abrió la capa, y una luz blanca centelleó como una espada
en la oscuridad. Ante la mano levantada de Gandalf el emisario retrocedió y
Gandalf dio un paso adelante y le arrancó los objetos de las manos: la cota
de malla, la capa y la espada—. Los llevaremos en recuerdo de nuestro amigo
—gritó—. Y en cuanto a tus condiciones, las rechazamos de plano. Vete ya, pues
tu misión ha concluido y la hora de tu muerte se aproxima. No hemos venido aquí
a derrochar palabras con Sauron, desleal y maldito, y menos aún con uno de sus
esclavos. ¡Vete!
El emisario de Mordor ya
no se reía. Con la cara crispada por la estupefacción y la furia, parecía un
animal salvaje que en el momento en que se agazapa para saltar sobre la presa,
recibe un garrotazo en el hocico. Loco de rabia, echó baba por la boca, mientras
unos sonidos de furia se le estrangulaban en la garganta. Pero miró los rostros
feroces y las miradas mortíferas de los Capitanes, y el miedo fue más fuerte
que la ira. Dando un alarido, se volvió, trepó de un salto a su cabalgadura,
y partió en desenfrenado galope hacia Cirith Gorgor. Entonces, mientras se alejaban,
los soldados de Mordor soplaron los cuernos, respondiendo a una señal convenida;
y no habían llegado aún a la puerta cuando Sauron soltó la trampa que había
preparado.
Los tambores redoblaron,
y las hogueras se encendieron. Los poderosos batientes de la Puerta Negra se
abrieron de par en par, y una gran hueste se precipitó como las aguas turbulentas
de un dique cuando levantan una compuerta.
Los Capitanes del Oeste
volvieron a montar y se retiraron al galope, y un aullido de burlas brotó del
ejército de Mordor. Una nube de polvo oscureció el aire, y desde las cercanías
vino marchando un ejército de Hombres del Este que había estado esperando la
señal oculto entre las sombras del Ered Lithui, junto a la torre más distante.
De las colinas que flanqueaban el Morannon se precipitó un torrente de orcos.
Los hombres del Oeste estaban atrapados, y pronto en aquellos montes grises
unas fuerzas diez y más veces superiores los envolverían en un mar de enemigos.
Sauron había mordido la carnada con mandíbulas de acero.
Poco tiempo le quedaba
a Aragorn para preparar la batalla. En una misma colina estaban él y Gandalf,
y allí enarbolaron el estandarte, hermoso y desesperado del Árbol y las Estrellas.
En la colina opuesta flameaban los estandartes de Rohan y de Dol Amroth, Caballo
Blanco y Cisne de Plata. Un círculo de lanzas y espadas defendía las dos colinas.
Pero al frente, en dirección a Mordor, allí donde esperaban la primera embestida
violenta, estaban los hijos de Elrond a la izquierda, rodeados por los Dúnedain,
y a la derecha el Príncipe Imrahil con los apuestos caballeros de Dol Amroth,
y algunos hombres escogidos de la Torre de la Guardia.
Soplaba el viento, cantaban
las trompetas, y las flechas gemían; y el sol que ahora subía hacia el sur estaba
empañado por los vapores infectos de Mordor; brillaba remoto, tétrico y bermejo,
como a la hora postrera de la tarde, o a la hora postrera de la luz del mundo.
Y a través de la bruma cada vez más espesa llegaron con sus voces frías los
Nazgül, gritando palabras de muerte. Y entonces la última esperanza se desvaneció.
Cuando oyó a Gandalf rechazar
las condiciones del emisario, condenando a Frodo al tormento de la Torre, Pippin
se dobló hacia delante, aplastado por el horror; pero había logrado sobreponerse
y ahora estaba de pie junto a Beregond en la primera fila de Gondor, con los
hombres de Imrahil. Pues pensaba que lo mejor sería morir cuanto antes y abandonar
aquella amarga historia, ya que la ruina era total. —Ojalá estuviera Merry aquí
—se oyó decir, y se le cruzaron unos pensamientos rápidos, aun mientras miraba
al enemigo que se precipita
ba al ataque—. Bien, ahora
al menos comprendo un poco mejor al pobre Denethor. Si hemos de morir ¿por qué
no morir juntos, Merry y yo ? Sí, pero él no está aquí, y ojalá tenga entonces
un fin más apacible. Pero ahora he de hacer lo que pueda.
Desenvainó la espada y
miró las formas entrelazadas de rojo y oro, y los caracteres fluidos de la escritura
númenóreana centellearon en la hoja como un fuego. «Fue forjada de propósito
para un momento como éste», pensó. «Si pudiera herir con ella a ese emisario
inmundo, al menos quedaríamos iguales, el viejo Merry y yo. Bueno, destruiré
a unos cuantos de esa ralea maldita, antes del fin. ¡ Ojalá pueda ver por última
vez la luz límpida del sol y la hierba verde!»
Y mientras pensaba esto,
cayó sobre ellos el primer ataque. Impedidos por los pantanos que se extendían
al pie de las colinas, los orcos se detuvieron y dispararon una lluvia de flechas
sobre los defensores. Pero entre los orcos, a grandes trancos, rugiendo como
bestias, llegó entonces una gran compañía de trolls de las montañas de Gorgoroth.
Más altos y más corpulentos que los hombres, no llevaban otra vestimenta que
una malla ceñida de escamas córneas, o quizás esto fuera la repulsiva piel natural
de las criaturas; blandían escudos enormes, redondos y negros, y las manos nudosas
empuñaban martillos pesados. Saltaron a los pantanos sin arredrarse y los vadearon,
aullando y mugiendo mientras se acercaban. Como una tempestad se abalanzaron
sobre los hombres de Gondor, golpeando cabezas y yelmos, brazos y escudos, como
herreros que martillaran un hierro doblado al rojo. Junto a Pippin, Beregond
los miraba aturdido y estupefacto, y cayó bajo los golpes; y el gran jefe de
los trolls que lo había derribado se inclinó sobre él, extendiendo una garra
ávida; pues esas criaturas horrendas tenían la costumbre de morder en el cuello
a los vencidos.
Entonces Pippin lanzó una
estocada hacia arriba, y la hoja del Oesternesse atravesó la membrana coriácea
y penetró en los órganos; y la sangre negra manó a borbotones. El troll se tambaleó,
y se desplomó como una roca despeñada, sepultando a los que estaban abajo. Una
negrura y un hedor y un dolor opresivo asaltaron a Pippin, y la mente se le
hundió en las tinieblas.
«Bueno, esto termina como
yo esperaba», oyó que decía el pensamiento ya a punto de extinguirse; y hasta
le pareció que se reía un poco antes de hundirse en la nada, como si le alegrase
liberarse por fin de tantas dudas y preocupaciones y miedos. Y aún mientras
se alejaba volando hacia el olvido, oyó voces, gritos, que parecían venir de
un mundo olvidado y remoto.
— ¡Llegan las Águilas!
¡Llegan las Águilas!
El pensamiento de Pippin
flotó un instante todavía.
—¡Bilbo! —dijo—. ¡Pero
no! Eso ocurría en la historia de él, hace mucho, mucho tiempo. Esta es mi historia,
y ya se acaba. ¡Adiós! —Y el pensamiento del hobbit huyó a lo lejos, y sus ojos
ya no vieron más.
Página Principal Libro 6. 1- La torre de Cirith Ungol