5

 

UNA VENTANA AL OESTE

 

                Sam tenía la impresión de haber dormido sólo unos pocos minutos, cuando descubrió al despertar que ya caía la tarde y que Faramir había regresado.  Había traído consigo un gran número de hombres; en realidad todos los sobrevivientes de la batalla estaban ahora reunidos en la pendiente vecina, es decir unos doscientos o trescientos hombres.  Se habían dispuesto en un vasto semicírculo, entre cuyas ramas se encontraba Faramir, sentado en el suelo, mientras que Frodo estaba de pie delante de él.  La escena se parecía extrañamente al juicio de un prisionero.

      Sam se deslizó fuera del helechal, pero nadie le prestó atención, y se instaló en el extremo de las hileras de hombres, desde donde podía ver y oír todo cuanto ocurría.  Observaba y escuchaba con atención, pronto a correr en auxilio de su amo en caso necesario.  Veía el rostro de Faramir, ahora desenmascarado: era severo e imperioso; y detrás de aquella mirada escrutadora brillaba una viva inteligencia.  Había duda en los ojos grises, clavados en Frodo.

      Sam no tardó en comprender que las explicaciones de Frodo no eran satisfactorias para el Capitán en varios puntos: qué papel desempeñaba el hobbit en la Compañía que partiera de Rivendel; por qué se había separado de Boromir; y a dónde iba ahora.  En particular, volvía a menudo al Daño de Isildur.  Veía a las claras que Frodo le ocultaba algo de suma importancia.

      -Pero era a la llegada del mediano cuando tenía que despertar el Daño de Isildur, o así al menos se interpretan las palabras -insistía-.  Si tú eres ese mediano del poema, sin duda habrás llevado esa cosa, lo que sea, al Concilio de que hablas, y allí lo vio Boromir. ¿Lo niegas todavía?

      Frodo no respondió.

      -¡Bien! -dijo Faramir-.  Deseo entonces que me hables más de todo eso; pues lo que concierne a Boromir me concierne a mí.  Fue la flecha de un orco la que mató a Isildur, según las antiguas leyendas.  Pero flechas de orcos hay muchas, y ver una flecha no le parecería una señal del Destino a Boromir de Gondor. ¿Tenías tú ese objeto en custodia?  Está escondido, dices; ¿no será porque tú mismo has elegido esconderlo?

      -No, no porque yo lo haya elegido -respondió Frodo-.  No me pertenece.  No pertenece a ningún mortal, grande o pequeño; aunque si alguien puede reclamarlo, ese es Aragorn hijo de Arathorn, a quien ya nombré, y que guió nuestra compañía desde Moria hasta el Rauros.

      -¿Por qué él, y no Boromir, príncipe de la Ciudad que fundaron los hijos de Elendil?

      -Porque Aragorn desciende en línea paterna directa del propio Isildur hijo de Elendil.  Y la espada que lleva es la espada de Elendil.

      Un murmullo de asombro recorrió el círculo de hombres.  Algunos gritaron en voz alta:

      -¡La espada de Elendil! ¡La espada de Elendil viene a Minas Tirith! -Pero el semblante de Faramir permaneció impasible.

      -Puede ser -dijo-.  Pero un reclamo tan grande necesita algún fundamento, y se le exigirán pruebas claras, si ese Aragorn viene alguna vez a Minas Tirith.  No había llegado, ni él ni ninguno de vuestra Compañía, cuando partí de allí seis días atrás.

      -Boromir aceptaba la legitimidad de ese reclamo -dijo Frodo-.  En verdad, si Boromir estuviese aquí, él podría responder a tus preguntas.  Y puesto que estaba ya en Rauros muchos días atrás, y tenía la intención de ir directamente a Minas Tirith, si vuelves pronto tendrás allí las respuestas.  Mi papel en la Compañía le era conocido, como a todos los demás, pues me fue encomendado por Elrond de Imladris en presencia de todos los miembros del Concilio.  En cumplimiento de esa misión he venido a estas tierras, pero no me es dado revelarla a nadie ajeno a la Compañía.  No obstante quienes pretenden combatir al enemigo harían bien en no entorpecería.

      El tono de Frodo era orgulloso, cualquiera que fuesen sus sentimientos, y Sam lo aprobó; pero no apaciguó a Faramir.

      -¡Ah, sí! -dijo-.  Me conminas a ocuparme de mis propios asuntos, y volver a casa, y dejarte en paz.  Boromir lo dirá todo cuando vuelva. ¡Cuando vuelva, dices! ¿Eras tú un amigo de Boromir?

      El recuerdo de la agresión de Boromir volvió vívidamente a la mente de Frodo, y vaciló un instante.  La mirada alerta de Faramir se endureció.

      -Boromir fue un valiente miembro de nuestra Compañía -dijo al cabo-.  Sí, yo por mi parte era amigo de Boromir.

      Faramir sonrió con ironía.

      -¿Te entristecería entonces enterarte de que Boromir ha muerto?

      -Me entristecería por cierto -dijo Frodo.  Luego, reparando en la expresión de los ojos de Faramir, se turbó-. ¿Muerto? -dijo-. ¿Quieres decirme que está y que tú lo sabías? ¿Has pretendido enredarme en mis propias palabras, jugar conmigo? ¿O es que me mientes para tenderme una trampa?

      -No le mentiría ni siquiera a un orco. -¿Cómo murió, entonces, y cómo sabes tú que murió?  Puesto que dices que ninguno de la Compañía había llegado a la ciudad cuando partiste.

      -En cuanto a las circunstancias de su muerte, esperaba que su amigo y compañero me las revelase.

      -Pero estaba vivo y fuerte cuando nos separamos.  Y por lo que yo sé vive aún.  Aunque hay ciertamente muchos peligros en el mundo.

      -Muchos en verdad -dijo Faramir-, y la traición no es el menor.

 

 

                La impaciencia y la cólera de Sam habían ido en aumento mientras escuchaba esta conversación.  Las últimas palabras no las pudo soportar, y saltando al centro del círculo fue a colocarse al lado de su amo.

      -Con perdón, señor Frodo -dijo-, pero esto ya se ha prolongado demasiado.  El no tiene ningún derecho a hablarle en ese tono.  Después de todo lo que usted ha soportado, tanto por el bien de él como el de estos Hombres Grandes, y por el de todos.

      »¡Oiga usted, Capitán! -Sam se plantó tranquilamente delante de Faramir, las manos en las caderas, y una expresión ceñuda, como si estuviese increpando a un joven hobbit que interrogado acerca de sus visitas a la huerta, se hubiese pasado de "fresco", como el mismo Sam decía.  Hubo algunos murmullos, pero también algunas sonrisas en los rostros de los hombres que observaban.  La escena del Capitán sentado en el suelo, enfrentado por un joven hobbit, de pie frente a él, abierto de piernas y erizado de cólera, era inusitada para ellos.- ¡Oiga usted! -dijo-. ¿A dónde quiere llegar?  ¡Vayamos al grano antes que todos los orcos de Mordor nos caigan encima!  Si piensa que mi señor asesinó a ese Boromir y luego huyó, no tiene ni un ápice de sentido común; pero dígalo. ¡Y acabe de una vez!  Y luego díganos qué se propone.  Pero es una lástima que gente que habla de combatir al enemigo no pueda dejar que cada uno haga lo suyo.  El se sentiría profundamente complacido si lo viera a usted en este momento.  Creería haber conquistado un nuevo amigo, eso creería.

      -¡Paciencia! -dijo Faramir, pero sin cólera-.  No hables así delante de tu amo, que es más inteligente que tú.  Y no necesito que nadie me enseñe el peligro que nos amenaza.  Aún así, me concedo un breve momento para poder juzgar con equidad en un asunto difícil.  Si fuera tan irreflexivo como tú, ya os hubiera matado.  Pues tengo la misión de dar muerte a todos los que encuentre en estas tierras sin autorización del Señor de Gondor.  Pero yo no mato sin necesidad ni a hombre ni a bestia, y cuando es necesario no lo hago con alegría.  Tampoco hablo en vano.  Tranquilízate, pues. ¡Siéntate junto a tu señor, y guarda silencio!

      Sam se sentó pesadamente, el rostro acalorado.  Faramir se volvió otra vez a Frodo.

      -Me preguntaste cómo sabía yo que el hijo de Denethor ha muerto.  Las noticias de muerte tienen muchas alas.  A menudo la noche trae las nuevas a los parientes cercanos, dicen.  Boromir era mi hermano. -Una sombra de tristeza le pasó por el rostro. - ¿Recuerdas algo particularmente notable que el Señor Boromir llevaba entre sus avíos?

      Frodo reflexionó un momento, temiendo alguna nueva trampa y preguntándose cómo acabaría la discusión.  A duras penas había salvado el Anillo de la orgullosa codicia de Boromir, y no sabía cómo se daría maña esta vez, entre tantos hombres aguerridos y fuertes.  Sin embargo tenía en el fondo la impresión de que Faramir, aunque muy semejante a su hermano en apariencia, era menos orgulloso, y a la vez más austero y más sabio.

      -Recuerdo que Boromir llevaba un cuerno -dijo por último.

      -Recuerdas bien, y como alguien que en verdad lo ha visto -dijo Faramir-.  Tal vez puedas verlo entonces con el pensamiento: un gran cuerno de asta, de buey salvaje del Este, guarnecido de plata y adornado con caracteres antiguos.  Ese cuerno, el primogénito de nuestra casa lo ha llevado durante muchas generaciones; y se dice que si se lo hace sonar en un momento de necesidad dentro de los confines de Gondor, tal como era el reino en otros tiempos, la llamada no será desoída.

 

 

                »Cinco días antes de mi partida para esta arriesgada empresa, hace once días, y casi a esta misma hora, oí la llamada del cuerno; parecía venir del norte, pero apagada, como si fuese sólo un eco en la mente.  Un presagio funesto, pensamos que era, mi padre y yo, pues no habíamos tenido ninguna noticia de Boromir desde su partida, y ningún vigía de nuestras fronteras lo había visto pasar.  Y tres noches después me aconteció otra cosa, más extraña aún.

      »Era la noche y yo estaba sentado junto al Anduin, en la penumbra gris bajo la luna pálida y joven, contemplando la corriente incesante; y las cañas tristes susurraban en la orilla.  Es así como siempre vigilamos las costas en las cercanías de Osgiliath, ahora en parte en manos del enemigo, y donde se esconden antes de saquear nuestro territorio.  Pero era medianoche y todo el mundo dormía.  Entonces vi, o me pareció ver, una barca que flotaba sobre el agua, gris y centelleante, una barca pequeña y rara de proa alta, y no había nadie en ella que la remase o la guiase.

      »Un temor misterioso me sobrecogió; una luz pálida envolvía la barca.  Pero me levanté, y fui hasta la orilla, y entré en el río, pues algo me atraía hacia ella.  Entonces la embarcación viró hacia mí, y flotó lentamente al alcance de mi mano.  Yo me atreví a tocarla.  Se hundía en el río, como si llevase una carga pesada, y me pareció, cuando pasó bajo mis ojos, que estaba casi llena de un agua transparente, y que de ella emanaba aquella luz, y que sumergido en el agua dormía un guerrero.

      »Tenía sobre la rodilla una espada rota.  Y vi en su cuerpo muchas heridas.  Era Boromir, mi hermano, muerto.  Reconocí los atavíos, la espada, el rostro tan amado.  Una única cosa eché de menos: el cuerno.  Y vi una sola que no conocía: un hermoso cinturón de hojas de oro engarzadas le ceñía el talle. ¡Boromir!, grité. ¿Dónde está tu cuerno? ¿A dónde vas? ¡Oh Boromir!  Pero ya no estaba.  La embarcación volvió al centro del río y se perdió centelleando en la noche.  Fue como un sueño, pero no era un sueño, pues no hubo un despertar.  Y no dudo que ha muerto y que ha pasado por el río rumbo al Mar.

 

 

                -¡Ay! -dijo Frodo-.  Era en verdad Boromir tal como yo lo conocí.  Pues el cinturón de oro se lo regaló en Lothlórien la Dama Galadriel.  Ella fue quien nos vistió como nos ves, de gris élfico.  Este broche es obra de los mismos artífices. -Tocó la hoja verde y plata que le cerraba el cuello del manto.

Faramir la examinó de cerca.

      -Es muy hermoso -dijo-.  Sí, es obra de los mismos artífices. ¿Habéis pasado entonces por el País de Lórien?  Laurelindórenan era el nombre que le daban antaño, pero hace mucho tiempo que ha dejado de ser conocido por los hombres -agregó con dulzura, mirando a Frodo con renovado asombro-.  Mucho de lo que en ti me parecía extraño, empiezo ahora a comprenderlo. ¿No querrás decirme más?  Pues es amargo el pensamiento de que Boromir haya muerto a la vista del país natal.

      -No puedo decir más de lo que he dicho -respondió Frodo-.  Aunque tu relato me trae presentimientos sombríos.  Una visión fue lo que tuviste, creo yo, y no otra cosa; la sombra de un infortunio pasado o por venir.  A menos que sea en realidad una superchería del enemigo.  Yo he visto dormidos bajo las aguas de las Ciénagas de los Muertos los rostros de hermosos guerreros de antaño, o así parecía por algún artificio siniestro.

      -No, no era eso -dijo Faramir-.  Pues tales sortilegios repugnan al corazón; pero en el mío sólo habla compasión y tristeza.

      -Pero ¿cómo es posible que tal cosa haya ocurrido realmente? -preguntó Frodo-. ¿Quién hubiera podido llevar una barca sobre las colinas pedregosas desde Tol Brandir?  Boromir pensaba regresar a su tierra a través del Entaguas y los campos de Rohan.  Y además ¿qué embarcación podría navegar por la espuma de las grandes cascadas y no hundirse en las charcas burbujeantes, y cargada de agua por añadidura?

      -No lo sé -dijo Faramir-.  Pero ¿de dónde venía la barca?

      -De Lórien -dijo Frodo-.  En tres embarcaciones semejantes a aquélla bajamos por el Anduin a los Saltos.  También las barcas eran obra de los elfos.

      -Habéis pasado por las Tierras Ocultas -dijo Faramir- pero no habéis entendido, parece.  Si los hombres tienen tratos con la Dueña de la Magia que habita en el Bosque de Oro, cosas extravías habrán por cierto de acontecerles.  Pues es peligroso para un mortal salir del mundo de ese Sol, y pocos de los que allí fueron en días lejanos volvieron como eran.

      »¡Boromir, oh Boromir! - exclamó -. ¿Qué te dijo la Dama que no muere? ¿Qué vio? ¿Qué despertó en tu corazón en aquel momento? .Por qué fuiste a Laurelindórenan, por qué no regresaste montado de mañana en los caballos de Rohan?

      Luego, volviéndose a Frodo, habló una vez más en voz baja.

      -A estas preguntas creo que tú podrías dar alguna respuesta, Frodo, hijo de Drogo.  Pero no aquí ni ahora, quizá.  Mas para que no sigas pensando que mi relato fue una visión, te diré esto: el cuerno de Boromir al menos ha vuelto realmente, y no en apariencia.  El cuerno regresó, pero partido en dos, como bajo el golpe de un hacha o de una espada.  Los pedazos llegaron a la orilla separadamente: uno fue hallado en los cañaverales donde los vigías de Gondor montan guardia, hacia el norte, bajo las cascadas del Entaguas; el otro lo encontró girando en la corriente un hombre que cumplía una misión en las aguas del río.  Extrañas coincidencias, pero tarde o temprano el crimen siempre sale a la luz, se dice.

      »Y el cuerno del primogénito yace ahora, partido en dos, sobre las rodillas de Denethor, que en el alto sitial aún espera noticias. ¿Y tú nada puedes decirme de cómo quebraron el cuerno?

      -No, yo nada sabía -dijo Frodo-, pero el día que lo oíste sonar, si tu cuenta es exacta, fue el de nuestra partida, el mismo en que mi sirviente y yo nos separamos de los otros.  Y ahora tu relato me llena de temores.  Pues si Boromir estaba entonces en peligro y fue muerto, puedo temer que mis otros compañeros también hayan perecido.  Y ellos eran mis amigos y mis parientes.

      »¿No querrás desechar las dudas que abrigas sobre mí y dejarme partir?  Estoy fatigado, cargado de penas, y tengo miedo de no llevar a cabo la empresa o intentarla al menos, antes que me maten a mí también.  Y más necesaria es la prisa si nosotros, dos medianos, somos todo lo que queda de la comunidad.

      »Vuelve a tu tierra, Faramir, valiente Capitán de Gondor, y defiende tu ciudad mientras puedas, y déjame partir hacia donde me lleve mi destino.

      -No hay consuelo posible para mí en esta conversación -dijo Faramir-; pero a ti te despierta sin duda demasiados temores.  A menos que hayan llegado a él los de Lórien, ¿quién habrá ataviado a Boromir para los funerales?  No los orcos ni los servidores del Sin Nombre.  Algunos miembros de vuestra Compañía han de vivir aún, presumo.

      »Mas, sea lo que fuere lo que haya sucedido en la Frontera del Norte, de ti, Frodo, no dudo más.  Si días crueles me han inclinado a erigirme de algún modo en juez de las palabras y los rostros de los hombres, puedo ahora aventurar una opinión sobre los medianos.  Sin embargo -y sonrió al decir esto-, noto algo extraño en ti, Frodo, un aire élfico, tal vez.  Pero en las palabras que hemos cambiado hay mucho más de lo que yo pensé al principio.  He de llevarte ahora a Minas Tirith para que respondas a Denethor, y en justicia pagaré con mi vida si la elección que ahora hiciera fuese nefasta para mi ciudad.  No decidiré pues precipitadamente lo que he de hacer.  Sin embargo, saldremos de aquí sin más demora.

      Se levantó con presteza e impartió algunas órdenes. Al instante los hombres que estaban reunidos alrededor de él se dividieron en pequeños grupos, y partieron con distintos rumbos, y no tardaron en desaparecer entre las sombras de las rocas y los árboles.  Pronto sólo quedaron allí Mablung y Damrod.

      -Ahora vosotros, Frodo y Samsagaz, vendréis conmigo y con mis guardias -dijo Faramir-.  No podéis continuar vuestro camino rumbo al sur, si tal era vuestra intención.  Será peligroso durante algunos días, y lo vigilarán más estrechamente después de esta refriega.  De todos modos, tampoco podríais llegar muy lejos hoy, me parece, puesto que estáis fatigados.  También nosotros.  Ahora iremos a un lugar secreto, a menos de diez millas de aquí.  Los orcos y los espías del enemigo no lo han descubierto todavía, y si así no fuera, igualmente podríamos resistir largo tiempo, aun contra muchos.  Allí podremos estar y descansar un rato, y vosotros también.  Mañana por la mañana decidiré qué es lo mejor que puedo hacer, tanto por mí como por vosotros.

 

 

                No le quedaba a Frodo otra alternativa que la de resignarse a este pedido, o esta orden.  Parecía ser en todo caso una medida prudente por el momento, ya que después de esta correría de los Hombres de Gondor, un viaje a Ithilien era más peligroso que nunca.

      Se pusieron en marcha inmediatamente: Mablung y Damrod un poco más adelante, y Faramir con Frodo y Sam detrás.  Bordeando la orilla opuesta de la laguna en que se habían lavado los hobbits, cruzaron el río, escalaron una larga barranca, y se internaron en los bosques de sombra verde que descendían hacia el oeste.  Mientras caminaban, tan rápidamente como podían ir los hobbits, hablaban entre ellos en voz baja.

      -Si interrumpí nuestra conversación -dijo Faramir- no fue sólo porque el tiempo apremiaba, como me recordó maese Samsagaz, sino también porque tocábamos asuntos que era mejor no discutir abiertamente delante de muchos hombres.  Por esa razón preferí volver al tema de mi hermano y dejar para otro momento el Daño de Isildur.  No has sido del todo franco conmigo, Frodo.

      -No te dije ninguna mentira, y de la verdad, te he dicho cuanto podía decirte -replicó Frodo.

      -No te estoy acusando -dijo Faramir-.  Hablaste con habilidad, en una contingencia difícil, y con sabiduría, me pareció.  Pero supe por ti, o adiviné, más de lo que decían tus palabras.  No estabas en buenos términos con Boromir, o no os separasteis como amigos.  Tú y también maese Samsagaz, guardáis, lo adivino, algún resentimiento.  Yo lo amaba, sí, entrañablemente, y vengaría su muerte con alegría, pero lo conocía bien.  El Daño de Isildur... me aventuro a decir que el Daño de Isildur se interpuso entre vosotros y fue motivo de discordias.  Parece ser, a todas luces, un legado de importancia extraordinaria, y esas cosas no ayudan a la paz entre los confederados, si hemos de dar crédito a lo que cuentan las leyendas. ¿No me estoy acercando al blanco?

      -Cerca estás -dijo Frodo-, mas no en el blanco mismo.  No hubo discordias en nuestra Compañía, aunque sí dudas; dudas acerca de qué rumbo habríamos de tomar luego de Emyn Muil.  Sea como fuere, las antiguas leyendas también advierten sobre el peligro de las palabras temerarias, cuando se trata de cuestiones tales como... herencias.

      -Ah, entonces era lo que yo pensaba: tu desavenencia fue sólo con Boromir.  Él deseaba que el objeto fuese llevado a Minas Tirith. ¡Ay!  Un destino injusto que sella los labios de quien lo viera por última vez me impide enterarme de lo que tanto quisiera saber: lo que guardaba en el corazón y el pensamiento en sus últimas horas.  Que haya o no cometido un error, de algo estoy seguro: murió con ventura, cumpliendo una noble misión.  Tenía el rostro más hermoso aún que en vida.

      »Pero Frodo, te acosé con dureza al principio a propósito del Daño de Isildur.  Perdóname. ¡No era prudente en aquel lugar y en tales circunstancias!  No había tenido tiempo para reflexionar.  Acabábamos de librar un violento combate, y tenía la mente ocupada con demasiadas cosas.  Pero en el momento mismo en que hablaba contigo, me iba acercando al blanco, y deliberadamente dispersaba mis flechas.  Pues has de saber que entre los gobernantes de esa ciudad se conserva aún buena parte de la antigua sabiduría, que no se ha difundido más allá de las fronteras.  Nosotros, los de mi casa, no pertenecemos a la dinastía de Elendil, aunque la sangre de Númenor corre por nuestras venas.  Mi dinastía se remonta hasta Mardil, el buen senescal, que gobernó en el lugar del rey, cuando éste partió para la guerra.  Era el Rey Eärnur, último de la dinastía de Anárion, pues no tenía hijos, y nunca regresó.  Desde ese día el senescal reinó en la ciudad, aunque hace de esto muchas generaciones de hombres.

      »Y una cosa recuerdo de Boromir cuando era niño, y juntos aprendíamos las leyendas de nuestros antepasados y la historia de la ciudad: siempre le disgustaba que su padre no fuera rey.  "¿Cuántos centenares de años han de pasar para que un senescal se convierta en rey, si el rey no regresa?", preguntaba.  "Pocos años, tal vez, en casas de menor realeza", le respondía mi padre.  "En Gondor no bastarían diez mil años." ¡Ay! pobre Boromir. ¿Esto no te dice algo de él?

      -Sí –dijo Frodo-.  Sin embargo siempre trató a Aragorn con honor. -No lo dudo -dijo Faramir-.  Si estaba convencido, como dices, de que las pretensiones de Aragorn eran legítimas, ha de haberlo reverenciado.  Pero no había llegado aún el momento decisivo: no habían ido aún a Minas Tirith, ni se habían convertido aún en rivales en las guerras de la ciudad.

      »Pero me estoy alejando del tema.  Nosotros, los de la casa de Denethor, tenemos por tradición un conocimiento profundo de la antigua sabiduría; y en nuestros cofres conservamos además muchos tesoros: libros y tabletas escritos en caracteres diversos sobre pergamino, sí, y sobre piedra y sobre láminas de plata y de oro.  Hay algunos que nadie puede leer; en cuanto a los demás, pocos son los que logran alguna vez entenderlos.  Yo los sé descifrar, un poco, pues he sido iniciado.  Son los archivos que nos trajo el Peregrino Gris.  Yo lo vi por primera vez cuando era niño y ha vuelto dos o tres veces desde entonces.

      -¡El Peregrino Gris! -exclamó Frodo-. ¿Tenía un nombre?

      -Mithrandir lo llamaban a la manera élfica -dijo Faramir-, y él estaba satisfecho.  Muchos son mis nombres en numerosos países, decía. Mithrandir entre los ellos, Tharkûn para los enanos; Olórin era en mi juventud en el Oeste que nadie recuerda, Incánus en el Sur, Gandalf en el Norte; al Este nunca voy.

      -¡Gandalf! - dijo Frodo -. Me imaginé que era Gandalf el Gris, el más amado de nuestros consejeros.  Guía de nuestra Compañía.  Lo perdimos en Moria.

      -¡Mithrandir perdido! -dijo Faramir-.  Se diría que un destino funesto se ha encarnizado con vuestra comunidad.  Es en verdad difícil de creer que alguien de tan alta sabiduría y tanto poder, pues muchos prodigios obró entre nosotros, pudiera perecer de pronto, que tanto saber fuera arrebatado al mundo, ¿Estás seguro? ¿No habrá partido simplemente en uno de sus misteriosos viajes?

      -¡Ay! sí -dijo Frodo-.  Yo lo vi caer en el abismo.

      -Veo que detrás de todo esto se oculta una historia larga y terrible -dijo Faramir- que tal vez podrás contarme en la velada.  Este Mithrandir era, ahora lo adivino, más que un maestro de sabiduría: un verdadero artífice de las cosas que se hacen en nuestro tiempo.  De haber estado entre nosotros para discutir las duras palabras de nuestro sueño, él nos las hubiera esclarecido en seguida, sin necesidad de ningún mensajero.  Pero quizá no habría querido hacerlo, y el viaje de Boromir era inevitable.  Mithrandir nunca nos hablaba de lo que iba a acontecer, o de sus propósitos.  Obtuvo autorización de Denethor, ignoro por qué medios, para examinar los secretos de nuestro tesoro, y yo aprendí un poco de él, cuando quería enseñarme, cosa poco frecuente.  Buscaba siempre y quería saberlo todo de la Gran Batalla que se libró sobre el Dagorlad en los primeros tiempos de Gondor, cuando aquel a quien no nombramos fue derrotado.  Y pedía que le contáramos historias de Isildur, aunque poco podíamos decirle; pues acerca del fin de Isildur nada seguro se supo jamás entre nosotros.

      Ahora la voz de Faramir se había convertido en un susurro.

      -Pero una cosa supe al menos, o adiviné, que siempre he guardado en secreto en mi corazón: que Isildur tomó algo de la mano del Sin Nombre, antes de partir de Gondor, cuando fue visto por última vez entre hombres mortales.  Aquí estaba, pensaba yo, la respuesta a las preguntas de Mithrandir.  Pero parecía en ese entonces que estos asuntos concernían sólo a los estudiosos de la antigua sabiduría.  Ni cuando discutíamos entre nosotros las enigmáticas palabras del sueño, pensé que el Daño de Isildur pudiera ser la misma cosa.  Pues Isildur cayó en una emboscada y fue muerto por flechas de orcos, de acuerdo con la única leyenda que nosotros conocemos, y Mithrandir nunca me dijo más.

      »Qué es en realidad esa Cosa no puedo aún adivinarlo; pero tiene que ser un objeto de gran poder y peligro.  Un arma temible, tal vez, ideada por el Señor Oscuro.  Si fuese un talismán que procura ventajas en la guerra, puedo creer por cierto que Boromir, el orgulloso y el intrépido, el a menudo temerario Boromir, siempre soñando con la victoria de Minas Tirith (y con su propia gloria) haya deseado poseerlo y se sintiera atraído por él. ¡Por qué habrá partido en esa búsqueda funesta!  Yo habría sido elegido por mi padre y los ancianos, pero él se adelantó, por ser el mayor y el más osado (lo cual era verdad), y no escuchó razones.

      »¡Pero no temas!  Yo no me apoderaría de esa cosa ni aun cuando la encontrase tirada a la orilla del camino.  Ni aunque Minas Tirith cayera en ruinas, y sólo yo pudiera salvarla, así, utilizando el arma del Señor Oscuro para bien de la ciudad, y para mi gloria.  No, no deseo semejantes triunfos, Frodo hijo de Drogo.

      -Tampoco los deseaba el Concilio -dijo Frodo-.  Ni yo.  Quisiera no saber nada de esos asuntos.

      -Por mi parte -dijo Faramir- quisiera ver el Arbol Blanco de nuevo florecido en las cortes de los reyes, y el retorno de la Corona de Plata, y que Minas Tirith viva en paz: Minas Anor otra vez como antaño, plena de luz, alta y radiante, hermosa corno una reina entre otras reinas: no señora de una legión de esclavos, ni aun ama benévola de esclavos voluntarios.  Guerra ha de haber mientras tengamos que defendernos de la maldad de un poder destructor que nos devoraría a todos; pero yo no amo la espada porque tiene filo, ni la flecha porque vuela, ni al guerrero porque ha ganado la gloria.  Sólo amo lo que ellos defienden: la ciudad de los Hombres de Númenor; y quisiera que otros la amasen por sus recuerdos, por su antigüedad, por su belleza y por la sabiduría que hoy posee.  Que no la teman, sino como acaso temen los hombres la dignidad de un hombre, viejo y sabio.

      »¡Así pues, no me temas!  No pido que me digas más.  Ni siquiera pido que digas si me he acercado a la verdad.  Pero si quieres confiar en mí, podría tal vez aconsejarte y hasta ayudarte a cumplir tu misión, cualquiera que ella sea.

      Frodo no respondió.  A punto estuvo de ceder al deseo de ayuda y de consejo, de confiarle a este hombre joven y grave, cuyas palabras parecían tan sabias y tan hermosas, todo cuanto pesaba sobre él.  Pero algo lo retuvo.  Tenía el corazón abrumado de temor y tristeza: si él y Sam eran en verdad, como parecía probable, todo cuanto quedaba ahora de los Nueve Caminantes, entonces sólo él conocía el secreto de la misión.  Más valía desconfiar de palabras inmerecidas que de palabras irreflexivas.  Y el recuerdo de Boromir, del horrible cambio que había producido en él la atracción del Anillo, estaba muy presente en su memoria, mientras miraba a Faramir y escuchaba su voz: eran distintos, sí, pero a la vez muy parecidos.

 

 

                Durante un rato continuaron caminando en silencio, deslizándose como sombras grises y verdes bajo la sombra de los árboles, sin hacer ningún ruido; en lo alto cantaban muchos pájaros, y el sol brillaba en la bóveda de hojas lustrosas y oscuras de los siempre verdes bosques de Ithilien.

      Sam no había intervenido en la conversación, pero la había escuchado; y al mismo tiempo había prestado atención, con su aguzado oído de hobbit, a todos los rumores y ruidos ahogados del bosque.  Una cosa había notado, que en toda la conversación el nombre de Gollum no se había mencionado una sola vez.  Se alegraba, aunque le parecía que era demasiado esperar no volver a oírlo de nuevo.  Pronto advirtió también que aunque iban solos, había muchos hombres en las cercanías: no solamente Damrod y Mablung, que aparecían y desaparecían entre las sombras delante de ellos, sino otros a la izquierda y la derecha, encaminándose furtiva y rápidamente a algún sitio señalado.

    Una vez, al volver bruscamente la cabeza, como si una picazón en la piel le advirtiera que alguien lo observaba, creyó entrever una pequeña forma negra que se escabullía por detrás del tronco de un árbol.  Abrió la boca para hablar y la cerró otra vez. «No estoy seguro», se dijo, «¿y para qué recordarles a ese viejo bribón, si ellos han preferido olvidarlo? ¡Ojalá yo también lo olvidara!».

 

 

                Así continuaron la marcha, hasta que la espesura del bosque empezó a ralear, y el terreno a descender en barrancas más empinadas.  Dieron vuelta una vez más, a la derecha, y no tardaron en llegar a un pequeño río que corría por una garganta estrecha: era el mismo arroyo que nacía, mucho más arriba, en la cuenca redonda, y que ahora serpeaba en un rápido torrente, por un lecho profundamente hendido y muy pedregoso, bajo las ramas combadas de los acebos y el oscuro follaje del boj.  Mirando hacia el oeste podían ver, más abajo, envueltas en una bruma luminosa, tierras bajas y vastas praderas, y centelleando a lo lejos a la luz del sol poniente las aguas anchas del Anduin.

      -Aquí, lamentablemente, cometeré con vosotros una descortesía -dijo Faramir-.  Espero que sabréis perdonarla en quien hasta ahora ha desechado órdenes en favor de buenos modales a fin de no mataros ni amarraros con cuerdas.  Pero un mandamiento riguroso exige que ningún extranjero, aun cuando fuese uno de Rohan que lucha en nuestras filas, ha de ver el camino por el que ahora avanzamos con los ojos abiertos.  Tendré que vendaros.

      -Como gustes -dijo Frodo-.  Hasta los elfos lo hacen cuando les parece necesario, y con los ojos vendados cruzamos las fronteras de la hermosa Lothlórien.  Gimli el enano lo tomó a mal, pero los hobbits lo soportaron.

      -El lugar al que os conduciré no es tan hermoso -dijo Faramir-.  Pero me alegra que lo aceptéis de buen grado y no por la fuerza.

      Llamó por lo bajo, e inmediatamente Mablung y Damrod salieron de entre los árboles y se acercaron de nuevo a ellos.

      -Vendadles los ojos a estos huéspedes -dijo Faramir-.  Fuertemente, pero sin incomodarlos.  No les atéis las manos.  Prometerán que no tratarán de ver.  Podría confiar en que cerrasen los ojos voluntariamente, pero los ojos parpadean, si los pies tropiezan en el camino.  Guiadlos de modo que no trastabillen.

      Los guardias vendaron entonces con bandas verdes los ojos de los hobbits y les bajaron las capuchas casi hasta la boca; en seguida, tomándolos rápidamente por las manos, se pusieron otra vez en marcha.  Todo cuanto Frodo y Sam supieron de esta última milla, fue lo que adivinaron haciendo conjeturas en la oscuridad.  Al cabo de un rato tuvieron la impresión de ir por un sendero que descendía en rápida pendiente; muy pronto se volvió tan estrecho que avanzaron todos en fila, rozando a ambos lados un muro pedregoso; los guardias los guiaban desde atrás, con las manos firmemente apoyadas en los hombros de los hobbits.  De tanto en tanto, cada vez que llegaban a un trecho más accidentado, los levantaban, para volver a depositarlos en el suelo un poco más adelante.  Constantemente a la derecha oían el agua que corría sobre las piedras, ahora más cercana y rumorosa.  Al cabo de un tiempo detuvieron la marcha.  Inmediatamente Mablung y Damrod los hicieron girar sobre sí mismos, varias veces, y los hobbits se desorientaron del todo.  Treparon un poco; hacía frío y el ruido del agua era ahora más débil.  Luego, levantándolos otra vez, los hicieron bajar numerosos escalones y volver un recodo.  De improviso oyeron de nuevo el agua, ahora sonora, impetuosa y saltarina.  Tenían la impresión de estar rodeados de agua, y sentían que una finísima llovizna les rociaba las manos y las mejillas.  Por fin los pusieron nuevamente en el suelo.  Un momento permanecieron así, amedrentados, con vendas en los ojos, sin saber dónde estaban; y nadie hablaba alrededor.

      De pronto llegó la voz de Faramir, muy próxima, a espaldas de ellos. -¡Dejadles ver! -dijo.

Les quitaron los pañuelos y les levantaron las capuchas, y los hobbits pestañearon y se quedaron sin aliento.

      Se encontraban en un mojado pavimento de piedra pulida, el rellano, por así decir, de una puerta de roca toscamente tallada que se abría, negra, detrás de ellos.  Enfrente caía una delgada cortina de agua, tan próxima que Frodo, con el brazo extendido, hubiera podido tocarla.  Miraba al oeste.  Del otro lado del velo se retractaban los rayos horizontales del sol poniente, y la luz purpúrea se quebraba en llamaradas de colores siempre cambiantes.  Les parecía estar junto a la ventana de una extraña torre élfica, velada por una cortina recamada con hilos de plata y de oro, y de rubíes, zafiros y amatistas, todo en un fuego que nunca se consumía.

 

 

                -Al menos hemos tenido la suerte de llegar a la mejor hora para recompensar vuestra paciencia -dijo Faramir-.  Esta es la Ventana del Sol Poniente, Henneth Annûn, la más hermosa de todas las cascadas de Ithilien, tierra de muchos manantiales.  Pocos son los extranjeros que la han contemplado.  Mas no hay dentro una cámara real digna de tanta belleza. ¡Entrad ahora y ved!

      Mientras Faramir hablaba, el sol desapareció en el horizonte y el fuego se extinguió en el móvil dosel de agua.  Dieron media vuelta, traspusieron el umbral bajo la arcada baja y amenazadora, y se encontraron de súbito en un recinto de piedra, vasto y tosco, bajo un techo abovedado.  Algunas antorchas proyectaban una luz mortecina sobre las paredes relucientes.  Ya había allí un gran número de hombres.  Otros seguían entrando en grupos de dos y de tres por una puerta lateral, oscura y estrecha.  A medida que se habituaban a la penumbra, los hobbits notaron que la caverna era más grande de lo que habían imaginado, y que había allí grandes reservas de armamentos y vituallas.

      -Bien, he aquí nuestro refugio -dijo Faramir-.  No es un lugar demasiado confortable, pero os permitirá pasar la noche en paz.  Al menos está seco, y aunque no hay fuego, tenemos comida.  En tiempos remotos el agua corría a través de esta gruta y se derramaba por la arcada, pero los obreros de antaño desviaron la corriente más arriba del paso, y el río desciende ahora desde las rocas en una cascada dos veces más alta.  Todas las vías de acceso a esta gruta fueron clausuradas entonces, para impedir la penetración del agua y de cualquier otra cosa; todas salvo una.  Ahora hay sólo dos salidas: aquel pasaje por el que entrasteis con los ojos vendados, y el de la Cortina de la Ventana, que da a una cuenca profunda sembrada de cuchillos de piedra.  Y ahora descansad unos minutos, mientras preparamos la cena.

      Los hobbits fueron conducidos a un rincón, donde les dieron un lecho para que se echaran a descansar, si así lo deseaban.  Mientras tanto los hombres iban y venían atareados por la caverna, silenciosos, y con una presteza metódica.  Tablas livianas fueron retiradas de las paredes, dispuestas sobre caballetes y cargadas de utensilios.  Estos eran en su mayor parte simples y sin adornos, pero todos de noble y armoniosa factura: escudillas redondas, tazones y fuentes de terracota esmaltada o de madera de boj torneada, lisos y pulcros.  Aquí y allá había una salsera o un cuenco de bronce pulido; y un copón de plata sin adornos junto al sitio del Capitán, en la mesa del centro.

      Faramir iba y venía entre los hombres, interrogando a cada uno en voz baja, a medida que llegaban.  Algunos volvían de perseguir a los Sureños; otros, los que habían quedado como centinelas y exploradores cerca del camino, fueron los últimos en aparecer.  Se conocía la suerte que habían corrido todos los sureños, excepto el gran mûmak: qué había sido de él nadie pudo decirlo.  Del enemigo, no se veía movimiento alguno; no había en los alrededores ni un solo espía orco.

      -¿No viste ni oíste nada, Anborn? -le preguntó Faramir al último en llegar.

      -Bueno, no, señor -dijo el hombre-.  Por lo menos ningún orco.  Pero vi, o me pareció ver, una cosa un poco extraña.  Caía la noche, y a esa hora las cosas parecen a veces más grandes de lo que son.  Así que tal vez no fuera nada más que una ardilla. -Al oír esto Sam aguzó el oído. - Pero entonces era una ardilla negra y no le vi la cola.  Parecía una sombra que se deslizaba por el suelo.  Se escurrió detrás del tronco de un árbol cuando me aproximé, y trepó hasta la copa rápidamente, en verdad como una ardilla.  Pero vos, señor, no aprobáis que matemos sin razón bestias salvajes, y no parecía ser otra cosa, de modo que no usé mi arco.  De todas maneras estaba demasiado oscuro para disparar una flecha certera, y la criatura desapareció en un abrir y cerrar de ojos en la oscuridad del follaje.  Pero me quedé allí un rato, porque me pareció extraño, y luego me apresuré a regresar.  Tuve la impresión de que me silbó desde muy arriba, cuando me alejaba.  Una ardilla grande, tal vez.  Puede ser que al amparo de las sombras del Sin Nombre algunas de las bestias del Bosque Negro vengan a merodear por aquí.  Ellos tienen allá ardillas negras, dicen.

      -Puede ser -dijo Faramir-.  Pero ese sería un mal presagio.  No queremos en Ithilien fugitivos del Bosque Negro. -Sam creyó ver que al decir estas palabras Faramir echaba una mirada rápida a los hobbits. pero no dijo nada.  Durante un rato él y Frodo permanecieron acostados de espaldas observando la luz de las antorchas, y a los hombres que iban y venían hablando a media voz.  Luego, repentinamente, Frodo se quedó dormido.

      Sam discutía consigo mismo, defendiendo ya un argumento, ya el argumento contrario. «Es posible que tenga razón», se decía, «pero también podría no tenerla.  Las palabras hermosas esconden a veces un corazón infame».  Bostezó. «Podría dormir una semana entera, y bien que me sentaría. ¿Y qué puedo hacer, aunque me mantenga despierto, yo solo en medio de tantos Hombres Grandes?  Nada, Sam Gamyi; pero tienes que mantenerte despierto a pesar de todo.» Y de una u otra forma lo consiguió.  La luz desapareció de la puerta de la caverna, y el velo gris del agua de la cascada se ensombreció y se perdió en la oscuridad creciente.  Y el sonido del agua siempre continuaba, sin cambiar jamás de nota, mañana, tarde o noche.  Murmuraba y susurraba e invitaba al sueño.  Sam se hundió los nudillos en los ojos.

 

 

                Ahora estaban encendiendo más antorchas.  Habían espitado un casco de vino, abrían los barriles de provisiones y algunos hombres iban a buscar agua a la cascada.  Otros se lavaban las manos en jofainas.  Trajeron para Faramir un gran aguamanil de cobre y un lienzo blanco, y también él se lavó.

      -Despertad a nuestros huéspedes -dijo-, y llevadles agua.  Es hora de comer.

      Frodo se incorporó y se desperezó, bostezando.  Sam, que no estaba habituado a que lo sirvieran, miró con cierta sorpresa al hombre alto que se inclinaba, acercándole un aguamanil.

      -¡Déjala en el suelo, maestro, por favor! -dijo -. Será más fácil para ti y también para mí. -Luego, ante el asombro divertido de los hombres, hundió la cabeza en el agua fría y se restregó el cuello y las orejas.

      -¿Es costumbre en vuestro país lavarse la cabeza antes de la cena? -preguntó el hombre que servía a los hobbits.

      -No, antes del desayuno -replicó Sam-.  Pero si estás falto de sueño, el agua fría en el cuello te hace el mismo efecto que la lluvia a una lechuga marchita. ¡Listo!  Ahora me podré mantener despierto el tiempo suficiente como para comer un bocado.

      Condujeron a los hobbits a los asientos junto a Faramir: barriles recubiertos de pieles y más altos que los bancos de los hombres para que estuvieran cómodos.  Antes de sentarse a comer, Faramir y todos sus hombres se volvieron de cara al oeste y así permanecieron un momento, en profundo silencio.  Faramir les indicó a Frodo y a Sam que hicieran lo mismo.

      -Siempre lo hacemos -dijo Faramir cuando por fin se sentaron-; volvemos la mirada a Númenor, la Númenor que fue, y más allá de Númenor al Hogar de los Elfos que todavía es, y más lejos aún hacia lo que es y siempre será. ¿No hay entre vosotros una costumbre semejante a la hora de las comidas?

      -No -respondió Frodo, sintiéndose extrañamente rústico y sin educación-.  Pero si hemos sido invitados, saludamos a nuestro anfitrión con una reverencia, y luego de haber comido nos levantamos y le damos las gracias.

      -También nosotros lo hacemos -dijo Faramir.

 

 

                Luego de tanto peregrinar y de acampar a la intemperie, y de tantos días pasados en tierras salvajes y desiertas, la colación de la noche les pareció a los hobbits un festín: beber el vino rubio, fresco y fragante, y comer el pan con mantequilla, y carnes saladas y frutos secos, y un excelente queso rojo, ¡con las manos limpias y vajilla y cubiertos relucientes!  Ni Frodo ni Sam rehusaron una sola de las viandas que les fueron ofrecidas, ni una segunda porción, ni aun una tercera.  El vino les corría por las venas y los miembros cansados, y se sentían alegres y ligeros de corazón como no lo habían estado desde que partieran de las tierras de Lórien.

      Cuando todo hubo terminado, Faramir los llevó a un nicho al fondo de la caverna, aislado en parte por una cortina; allí pusieron una mesa y dos bancos.  Una pequeña lámpara de barro ardía en una hornacina.

      -Pronto podréis tener ganas de dormir -dijo-, especialmente el buen Samsagaz, que no ha querido cerrar un ojo antes de la cena aunque no sé si por miedo a embotar un noble apetito o por miedo a mí.  Pero no es saludable irse a dormir en seguida de comer, y menos aún luego de un prolongado ayuno.  Hablemos pues un rato.  Tendréis mucho que contar de vuestro viaje desde Rivendel.  Y también querríais saber algo de nosotros y del país en que ahora os encontráis.  Habladme de mi hermano Boromir, del viejo Mithrandir y de la hermosa gente del país de Lothlórien.

      Frodo ya no tenía sueño y estaba dispuesto a conversar.  Sin embargo, aunque se sentía bien luego de la comida y el vino, no había perdido del todo la cautela.  Sam estaba radiante y canturreaba en voz baja; pero cuando Frodo habló, al principio se contentó con escuchar, aventurando sólo una que otra exclamación de asentimiento.

      Frodo relató muchas historias, pero eludiendo una y otra vez el tema de la misión de la Compañía y el Anillo, extendiéndose en cambio en el valiente papel que Boromir había desempeñado en todas las aventuras de los viajeros, con los lobos en las tierras salvajes, en medio de las nieves bajo el Caradhras, y en las minas de Moria donde cayera Gandalf.  La historia del combate sobre el puente fue la que más conmovió a Faramir.

      -Ha de haber enfurecido a Boromir tener que huir de los orcos -dijo- y hasta de la criatura feroz de que me hablas, ese Balrog, aun cuando fuera el último en retirarse.

      -Él fue el último, sí -dijo Frodo-, pero Aragorn no tuvo más remedio que ponerse al frente de la Compañía.  De no haber tenido que cuidar de nosotros, los más pequeños, no creo que ni él ni Boromir hubiesen huido.

      -Quizás hubiera sido mejor que Boromir hubiese caído allí con Mithrandir -dijo Faramir-, en vez de ir hacia el destino que lo esperaba más allá de las cascadas del Rauros.

      -Quizá.  Pero háblame ahora de vuestras vicisitudes -dijo Frodo eludiendo una vez más el tema-.  Pues me gustaría conocer mejor la historia de Minas Ithil y de Osgiliath, y de Minas Tirith la perdurable. ¿Qué esperanzas albergáis para esa ciudad en esta larga guerra?

      -¿Qué esperanzas? -dijo Faramir-.  Tiempo ha que hemos abandonado toda esperanza.  La espada de Elendil, si es que vuelve en verdad, podrá reavivarla, pero no conseguirá otra cosa, creo, que aplazar el día fatídico, a menos que recibiéramos también nosotros ayuda inesperada, de los elfos o de los hombres.  Pues el enemigo crece y nosotros decrecemos.  Somos un pueblo en decadencia, un otoño sin primavera.

      »Los Hombres de Númenor se habían afincado a lo ancho y a lo largo de las costas y regiones marítimas de las Grandes Tierras, pero la mayor parte de ellos cayeron en maldades y locura.  Muchos se dejaron seducir por las Sombras y las artes negras; algunos se abandonaron por completo a la pereza o la molicie, y otros a la guerra entre hermanos, hasta que se debilitaron y fueron conquistados por los hombres salvajes.

»No se dice que las malas artes fueran siempre practicadas en Gondor, ni que honraran al Sin Nombre; la sabiduría y la belleza de antaño, traídas del Oeste, perduraron largo tiempo en el reino de los Hijos de Elendil el Hermoso, y todavía subsisten.  Pero aun así, fue Gondor la que provocó su propia decadencia, hundiéndose poco a poco en la ñoñez, convencida de que el enemigo dormía, cuando en realidad estaba replegado, no destruido.

      »La muerte siempre estaba presente, porque los númenoreanos, como lo hicieran en su antiguo reino, que así habían perdido, ambicionaban aún una vida eternamente inmutable.  Los reyes construían tumbas más espléndidas que las casas en que habitaban, y en sus árboles genealógicos los nombres del pasado les eran más caros que los de sus propios hijos.  Señores sin descendencia holgazaneaban en antiguos castillos sin otro pensamiento que la heráldica; en cámaras secretas los ancianos decrépitos preparaban elixires poderosos, o en torres altas y frías interrogaban a las estrellas.  Y el último rey de la dinastía de Anárion no tenía heredero.

      »Pero los senescales fueron más sabios y más afortunados.  Más sabios, porque reclutaron las fuerzas de nuestro pueblo entre la gente robusta de la costa marítima y entre los intrépidos montañeses de Ered Nimrais.  Y pactaron una tregua con los orgullosos pueblos del Norte, que a menudo nos habían atacado, hombres de un coraje feroz, pero nuestros parientes muy lejanos, a diferencia de los salvajes Hombres del Este o los crueles Haradrim.

      »Ocurrió entonces que en los días de Cirion, el Duodécimo Senescal (y mi padre es el Vigesimosexto), acudieron en nuestra ayuda y en el gran Campo de Celebrant destruyeron al enemigo que se había apoderado de las provincias septentrionales.  Estos son los Rohirrim, como nosotros los llamamos, señores de caballos, y a ellos les cedimos las tierras de Calenardhon que desde entonces llevan el nombre de Rohan: pues ya en tiempos remotos esa provincia estaba escasamente poblada.  Y se convirtieron en nuestros aliados y siempre se han mostrado leales, ayudándonos en momentos de necesidad, y custodiando nuestras fronteras en el Paso de Rohan.

      »De nuestras tradiciones y costumbres han aprendido lo que quisieron, y sus señores hablan nuestra lengua si es preciso; pero en general conservan las costumbres y tradiciones del pasado; y entre ellos hablan en la lengua nórdica que les es propia.  Y nosotros los amamos: hombres de elevada estatura y mujeres hermosas, valientes todos por igual, fuertes, de cabellos dorados y ojos brillantes, nos recuerdan la juventud de los hombres, como eran en los Tiempos Antiguos.  Y en verdad, nuestros maestros de tradición dicen que tienen de antiguo esta afinidad con nosotros porque provienen de las mismas Tres Casas del Hombre, como los númenoreanos: no de Hador el de los Cabellos de Oro, el amigo de los elfos, tal vez, sino de aquellos hijos y súbditos de Hador que no atravesaron el Mar rumbo al Oeste, desoyendo la llamada.

      »Pues así denominamos a los hombres en nuestra tradición, llamándolos los Altos, o los Hombres del Oeste, que eran los númenoreanos; y los Pueblos del Medio, los Hombres del Crepúsculo, como los Rohirrim y las gentes como ellos que habitan aún muy lejos en el Norte; y los Salvajes, los Hombres de la Oscuridad.

      »Pero si con el tiempo los Rohirrim han empezado a parecerse en algunos aspectos a nosotros, aficionándose a las artes y a maneras más atemperadas, también nosotros hemos empezado a parecernos a ellos, y ya casi no podemos reclamar el título de Altos.  Nos hemos transformado en Hombres del Medio, del Crepúsculo, pero con el recuerdo de otras cosas.  De los Rohirrim hemos aprendido a amar la guerra y el coraje como cosas buenas en sí mismas, juego y meta a la vez; y aunque todavía pensamos que un guerrero ha de tener inteligencia y conocimientos, y no sólo dominar el manejo de las armas y el arte de matar, consideramos no obstante al guerrero superior a los hombres de otras profesiones.  Así lo exigen las necesidades de nuestros tiempos.  Guerrero era también mi hermano, Boromir: un hombre intrépido, considerado por su temple como el mejor de Gondor.  Y era muy valiente: en muchos años no hubo en Minas Tirith un heredero como él, tan resistente a la fatiga, tan denodado en la batalla, ninguno capaz de arrancar del Gran Cuerno una nota más poderosa. -Faramir suspiró y durante un rato guardó silencio.

 

 

                -No habla usted mucho de los elfos en sus relatos, señor -dijo Sam, armándose súbitamente de coraje.  Había notado que Faramir aludía a los elfos con reverencia, y esto, aún más que la cortesía con que trataba a los hobbits, y la comida y el vino que les ofreciera, le había ganado el respeto de Sam, menos receloso ahora.

      -No, en efecto, maese Samsagaz -dijo Faramir-, pues no soy versado en la tradición élfica.  Pero has tocado aquí otro aspecto en el que también hemos cambiado, en la declinación que va de Númenor a la Tierra Media.  Sabrás tal vez, si Mithrandir fue compañero vuestro y si habéis hablado con Elrond, que los Edain, los Padres de los Númenoreanos, combatieron junto a los elfos en las primeras guerras, y recibieron en recompensa el reino que está en el centro mismo del Mar, a la vista del Hogar de los Elfos.  Pero en la Tierra Media los hombres y los elfos se distanciaron en días de oscuridad, a causa de los ardides del enemigo y de las lentas mutaciones del tiempo, pues cada especie se alejó cada vez más por caminos divergentes.  Ahora los hombres temen a los elfos y desconfían de ellos, aunque bien poco los conocen.  Y nosotros, los de Gondor, nos estamos pareciendo a los otros hombres, pues hasta los Hombres de Rohan, que son los enemigos del Señor Oscuro, evitan a los elfos y hablan del Bosque de Oro con terror.

      »Sin embargo aún entre nosotros hay quienes tienen tratos con los elfos, cuando pueden, y de vez en cuando algunos viajan secretamente a Lórien, de donde rara vez retornan.  Yo no.  Porque considero que es hoy peligroso para un mortal ir voluntariamente en busca de las Gentes Antiguas.  Sin embargo envidio de veras que hayas hablado con la Dama Blanca.

      -¡La Dama de Lórien! ¡Galadriel! - exclamó Sam -. Tendría usted que verla, ah, por cierto que tendría que verla, señor.  Yo no soy más que un hobbit, y jardinero de oficio, en mi tierra, señor, si me comprende usted, y no soy ducho en poesía... no en componerla: alguna copla cómica, tal vez, de tanto en tanto, ¿sabe?, pero no verdadera poesía... por eso no puedo explicarle lo que quiero decir.  Habría que cantarlo.  Haría falta Trancos, es decir Aragorn, para ello, o el viejo señor Bilbo.  Pero me gustaría componer una canción sobre ella. ¡Es hermosa, señor! ¡Qué hermosa es!  A veces como un gran árbol en flor, a veces como un narciso, tan delgada y menuda.  Dura como el diamante, suave como el claro de luna.  Ardiente como el sol, fría como la escarcha bajo las estrellas.  Orgullosa y distante como una montaña nevada, y tan alegre como una muchacha que en primavera se trenza margaritas en los cabellos.  Pero he dicho un montón de tonterías y ni me he acercado a la idea.

      -Ha de ser muy bella en efecto -dijo Faramir-.  Peligrosamente bella.

      -No sé si es peligrosa -dijo Sam-.  Se me ocurre que la gente lleva consigo su propio peligro a Lórien, y allí lo vuelve a encontrar porque lo ha tenido dentro.  Pero tal vez se podría llamarla peligrosa, pues es tan fuerte.  Usted, usted podría hacerse añicos contra ella, como un barco contra una roca, o ahogarse, como un hobbit en un río.  Pero ni en la roca ni el río habría culpa alguna.  Y Boro... -Se interrumpió de golpe, enrojeciendo hasta las orejas.

      -¿Sí?  Y Boromir, dijiste -dijo Faramir-. ¿Qué estabas por decir? ¿Él llevaba consigo el peligro?

      -Sí, señor, con el perdón de usted, y un hermoso hombre era su hermano, si me permite decirlo así.  Pero usted estuvo cerca de la verdad desde el principio.  Yo observé y escuché a Boromir durante todo el camino desde Rivendel, para cuidar de mi amo, como usted comprenderá, y sin desearle ningún mal a Boromir, y es mi opinión que fue en Lórien donde vio claramente por primera vez lo que yo había adivinado antes: lo que él quería. ¡Desde el momento en que lo vio, quiso tener el Anillo del Enemigo!

      -¡Sam! -exclamó Frodo, consternado.  Había estado ensimismado en sus propios pensamientos, y salió de ellos bruscamente, pero demasiado tarde.

      -¡Caracoles! -dijo Sam palideciendo y enrojeciendo otra vez hasta el escarlata-. ¡Ya hice otra barrabasada!  Cada vez que abres el pico metes la pata solía decirme el Tío, y tenía razón. ¡Caracoles! ¡Caracoles!

      -¡Oiga, señor! -Dio media vuelta y miró cara a cara a Faramir con todo el coraje que pudo juntar. - No vaya ahora a aprovecharse de mi amo porque el sirviente sea sólo un tonto.  Usted nos ha arrullado todo el tiempo con palabras hermosas, hablando de los elfos y todo, y bajé la guardia.  Pero lo hermoso es bueno, como decimos nosotros.  He aquí una oportunidad de demostrar su nobleza.

      -Así parece -dijo Faramir, lentamente y con una voz muy dulce y una extraña sonrisa-. ¡Así que esta era la respuesta de todos los enigmas!  El Anillo Unico que se creía desaparecido del mundo. ¿Y Boromir intentó apoderarse de él por la fuerza? ¿Y vosotros escapasteis? ¿Y habéis corrido tanto camino... para llegar a mí?  Y aquí os tengo, en estas soledades: dos medianos, y una hueste de hombres a mi servicio, y el Anillo de los Anillos. ¡Un golpe de suerte!  Una buena oportunidad para Faramir de Gondor de mostrar su nobleza. ¡Ah! - Se incorporó muy erguido, muy alto y grave, los ojos grises centelleando.

      Frodo y Sam saltaron de sus taburetes y se pusieron lado a lado de espaldas al muro, buscando a tientas la empuñadura de las espadas.  Hubo un silencio.  Todos los hombres reunidos en la caverna dejaron de hablar y los miraron con asombro.  Pero Faramir volvió a sentarse y se echó a reír quedamente, y luego, de pronto pareció grave otra vez.

 

 

                -¡Ay desdichado Boromir! ¡Fue una prueba demasiado dura! - dijo -. Cuánto habéis acrecentado mi tristeza, vosotros dos ¡extraños peregrinos de un país lejano, portadores del peligro de los hombres!  Pero juzgáis peor a los hombres que yo a los medianos.  Nosotros, los Hombres de Gondor, decimos la verdad.  Nos jactamos rara vez pero entonces actuamos o morimos intentándolo.  No lo recogería ni si lo viese tirado a la orilla del camino, dije.  Aunque fuese hombre capaz de codiciar ese objeto, aunque cuando lo dije no sabía qué era, de todos modos consideraría esas palabras como un juramento, y a ellas me atengo.

      »Mas no soy ese hombre. 0 soy quizá bastante prudente para saber que el hombre ha de evitar ciertos peligros. ¡Descansad en paz!  Y tú, Samsagaz, tranquilízate.  Si crees haber flaqueado, piensa que estaba escrito que así habría de ser.  Tu corazón es tan perspicaz como fiel, y él vio más claro que tus ojos.  Por extraño que pueda parecer, no hay peligro alguno en que me lo hayas dicho.  Hasta podría ayudar al amo a quien tanto quieres.  Puede ser favorable para él, si está a mi alcance.  Tranquilízate entonces.  Pero nunca más vuelvas a nombrar esa cosa en voz alta. ¡Basta una vez!

 

 

                Los hobbits volvieron a sus taburetes y se sentaron en silencio.  Los hombres retornaron a la bebida y la charla, suponiendo que el Capitán había estado divirtiéndose a expensas de los pequeños huéspedes, pero que la chanza ya había terminado.

      -Bien, Frodo, ahora por fin nos hemos entendido -dijo Faramir-.  Si asumiste la responsabilidad de ser el portador de ese objeto no por elección sino a instancias de otros, te compadezco y te honro.  Y me dejas maravillado: lo llevas escondido y no lo utilizas.  Sois para mí gente de un mundo nuevo. ¿Son semejantes a vosotros todos los de esa raza?  Vuestra tierra parece un remanso de paz y tranquilidad, y honráis sin duda a los jardineros.

      -No todo es allí felicidad -dijo Frodo-, pero es cierto que honramos a los jardineros.

      -Pero también allí la gente tiene que aburrirse, aun en los huertos, como todas las cosas bajo el Sol de este mundo.  Y vosotros estáis lejos de vuestro hogar y habéis viajado mucho.  Basta por esta noche.  Dormid los dos en paz, si podéis. ¡Nada temáis!  Yo no deseo verlo, ni tocarlo, ni saber de él más de lo que sé (y ya es más que suficiente), no sea que el peligro me tiente, y si me enfrentara a esa prueba no sé si tendría la entereza de Frodo hijo de Drogo.  Id ahora a descansar... mas decidme antes si es posible: a dónde deseáis ir y qué queréis hacer.  Pues yo he de velar, y esperar, y reflexionar.  El tiempo pasa.  En la mañana partiremos unos y otros por los caminos que el destino nos ha marcado.

      Pasado el primer sobresalto, Frodo no había dejado de temblar.  Ahora un inmenso cansancio descendió sobre él como una nube.  Incapaz de seguir disimulando, no se resistió más.

      -Buscaba un camino para entrar en Mordor -dijo con voz débil-. Iba a Gorgoroth.  Tengo que encontrar la Montaña de Fuego y arrojar el objeto en el abismo del Destino.  Así dijo Gandalf.  No creo que llegue jamás allí.

      Faramir lo contempló un instante con asombrada seriedad.  Luego, de improviso, viéndolo vacilar, sostuvo a Frodo, lo levantó con dulzura y lo llevó hasta el lecho y allí lo acostó y lo abrigó.  Al instante Frodo cayó en un sueño profundo.

      Otra cama fue instalada al lado para el sirviente de Frodo.  Sam titubeó un momento, luego se inclinó en una profunda reverencia:

      -Buenas noches, Capitán, mi señor -dijo-.  Habéis aceptado el desafío, señor.

      -¿Sí? -dijo Faramir.

      -Sí señor, y habéis mostrado vuestra nobleza: la más alta.

      Faramir sonrió.

      -Eres un sirviente atrevido, maese Samsagaz.  Mas no importa: el alabar lo que es digno de alabanza no necesita recompensa.  Sin embargo no había nada loable en todo esto.  No tuve ni la tentación ni el deseo de hacer otra cosa.

      -Ah bueno, señor -dijo Sam-, habéis dicho que mi amo tenía un cierto aire élfico; y eso era bueno, y cierto además.  Pero yo puedo ahora deciros que vos también tenéis un aire, señor, un aire que me hace pensar en... en... bueno, en Gandalf, en los Magos.

      -Es posible -dijo Faramir-.  Quizá distingas desde lejos el aire de Númenor. ¡Buenas noches!

 

 

Página Principal                    6- El estanque vedado