3

 

EL ANILLO VA HACIA EL SUR

 

   Más tarde ese día los hobbits tuvieron una reunión privada en el cuarto de Bilbo.  Merry y Pippin se mostraron indignados cuando supieron que Sam se había metido de rondón en el Concilio y había sido elegido como compañero de Frodo.

      -Es muy injusto -dijo Pippin-.  En vez de expulsarlo y ponerlo en cadenas, ¡Elrond lo recompensa por su desfachatez!

      -¡Recompensa! -dijo Frodo-.  No podría imaginar un castigo más severo.  No piensas en lo que dices: ¿condenado a hacer un viaje sin esperanza, una recompensa?  Ayer soñé que mi tarea estaba cumplida y que podía descansar aquí un rato, quizá para siempre.

      -No me sorprende -dijo Merry- y ojalá pudieras.  Pero estábamos envidiando a Sam, no a ti.  Si tú tienes que ir, sería un castigo para cualquiera de nosotros quedarnos atrás, aun en Rivendel.  Hemos recorrido un largo camino juntos y hemos pasado momentos difíciles.  Queremos continuar.

      -Es lo que yo quería decir -continuó Pippin-.  Nosotros los hobbits tenemos que mantenernos unidos y eso haremos.  Partiré contigo, a menos que me encadenen.  Tiene que haber alguien con inteligencia en el grupo.

      -¡En ese caso no creo que te elijan, Peregrin Tuk! -dijo Gandalf asomando la cabeza por la ventana, que estaba cerca del suelo -. Pero no tenéis por qué estar preocupados.  Nada se ha decidido aún.

      -¡Nada se ha decidido! - exclamó Pippin -. ¿Entonces qué estuvisteis haciendo, encerrados durante horas?

      -Hablando -dijo Bilbo-.  Había mucho que hablar y todos escucharon algo que los dejó boquiabiertos.  Hasta el viejo Gandalf.  Creo que las breves noticias que dio Legolas sobre Gollum le cayeron como un balde de agua fría, aunque no hizo comentarios.

      -Estás equivocado -dijo Gandalf -. No prestaste atención.  Ya me lo había dicho Gwaihir.  Quienes dejaron boquiabiertos a los otros, como tú dices, fueron tú y Frodo; yo fui el único que no se sorprendió.

      -Bueno, de todos modos -dijo Bilbo-, nada se decidió aparte de la elección del pobre Frodo y Sam.  Este final me lo temí siempre, si yo quedaba descartado.  Pero pienso que Elrond enviará una partida numerosa, cuando tenga los primeros informes. ¿Han partido ya, Gandalf?

      -Sí -dijo el mago-- Ya han salido algunos exploradores y mañana irán más.  Elrond está enviando elfos y se pondrán en contacto con los montaraces y quizá con la gente de Thranduil en el Bosque Negro.  Y Aragorn ha partido con los hijos de Elrond.  Se hará una batida en varias leguas a la redonda antes de decidir la primera movida. ¡De modo que anímate, Frodo!  Quizá te quedes aquí un tiempo largo.

      -Ah -dijo Sam con aire sombrío-.  Bastante largo como para que llegue el invierno.

      -Eso es inevitable -dijo Bilbo- y en parte tu culpa, querido Frodo; insististe en esperar mi cumpleaños.  Curiosa celebración diría yo.  No es en verdad el día que yo hubiese elegido para que los S-B entraran en Bolsón Cerrado.  Y esta es la situación ahora: no puedes esperar hasta la primavera y no puedes salir antes que lleguen los informes.  Me temo que esa sea justamente tu suerte:

 

Cuando el viento comienza a morder

y las piedras crujen en la noche helada

de charcos negros y árboles desnudos,

no es bueno viajar por tierras ásperas.

 

      -Yo también temo que esa sea la suerte de Frodo -dijo Gandalf No podemos partir hasta que sepamos algo de los Jinetes.

      -Pensé que habían sido destruidos en la crecida.

      -Los Espectros del Anillo no pueden ser destruidos con tanta facilidad -dijo Gandalf -. Llevan en ellos el poder del amo y resisten o caen junto con él.  Esperamos que hayan quedado todos a pie y sin disfraces, de modo que durante un tiempo serán menos peligrosos; pero no lo sabemos bien todavía.  Entretanto, Frodo, trata de olvidar tus dificultades.  No sé si puedo hacer algo que te sirva de ayuda; pero te soplaré un secreto: Alguien dijo que este grupo necesitaba una inteligencia.  Tenía razón.  Creo que iré contigo.

      Tan grande fue la alegría de Frodo al oír este anuncio que Gandalf dejó el alféizar de la ventana, donde había estado sentado, y se sacó el sombrero haciendo una reverencia.

      -Sólo dije Creo que iré.  No cuentes aún con nada.  En este asunto, Elrond tendrá mucho que decir y también tu amigo Trancos.  Lo que me recuerda que quiero ver a Elrond.  No puedo demorarme más.

      -¿Cuánto tiempo crees que estaré aquí? -le preguntó Frodo a Bilbo una vez que Gandalf se retiró.

      -Oh, no sé.  En Rivendel se me van los días sin darme cuenta -dijo Bilbo-.  Pero bastante tiempo, creo.  Podremos tener muchas buenas charlas. ¿Qué te parece si me ayudas con el libro y empiezas el próximo? ¿Has pensado en algún final?

      -Sí, en varios; todos sombríos y desagradables -dijo Frodo. -¡Oh, eso no sirve! - dijo Bilbo -. Los libros han de tener un final feliz.  Qué te parece éste: y vivieron juntos y felices para siempre.

      -Estaría bien, si eso llegara a ocurrir -dijo Frodo.

      -Ah -dijo Sam-. ¿Y dónde vivirán?  Es lo que me pregunto a menudo.

 

 

   Durante un rato los hobbits continuaron hablando y pensando en el viaje pasado y en los peligros que les esperaban en el futuro; pero era tal la virtud de la tierra de Rivendel que pronto se sintieron libres de miedos y ansiedades.  El futuro, bueno O malo, no fue olvidado, pero ya no tuvo ningún poder sobre el presente.  La salud y la esperanza se acrecentaron en ellos y estaban contentos, tomando los días tal como se presentaban, disfrutando de las comidas, las charlas y las canciones.

      Así el tiempo pasó deslizándose y todas las mañanas eran hermosas y brillantes y todas las noches claras y frescas.  Pero el otoño menguaba rápidamente; poco a poco la luz de oro declinaba transformándose en plata pálida y unas hojas tardías caían de los árboles desnudos.  Un viento helado empezó a soplar hacia el este desde las Montañas Nubladas.  La Luna del Cazador crecía en el cielo nocturno y todas las estrellas menores huían.  Pero en el horizonte del sur brillaba una estrella roja.  Cuando la luna menguaba otra vez, el brillo de la estrella aumentaba, noche a noche.  Frodo podía verla desde la ventana, hundida en el cielo, ardiendo como un ojo vigilante que resplandecía sobre los árboles al borde del valle.

 

 

   Los hobbits habían pasado cerca de dos meses en la Casa de Elrond y noviembre se había llevado los últimos jirones del otoño, y concluía diciembre cuando los exploradores comenzaron a volver.  Algunos habían ido al norte, más allá del nacimiento del Fontegrís, internándose en las Landas de Etten, y otros habían ido al oeste y con la ayuda de Aragorn y los montaraces llegaron a explorar las tierras todo a lo largo del Aguada Gris, hasta Tharbad, donde el viejo Camino del Norte cruzaba el río junto a una ciudad en ruinas.  Muchos habían ido al este y al sur y algunos de ellos habían cruzado las montañas entrando luego en el Bosque Negro, mientras que otros habían escalado el paso en las fuentes del Río Gladio, descendiendo a las Tierras Asperas y atravesando los Campos Gladios hasta llegar al viejo hogar de Radagast en Rhosgobel.  Radagast no estaba allí y volvieron cruzando el desfiladero que llamaban Escalera del Arroyo Sombrío.  Los hijos de Elrond, Elladan y Elrohir, fueron los últimos en volver; habían hecho un largo viaje, marchando a la vera del Cauce de Plata hasta un extraño país, pero de sus andanzas no hablaron con nadie excepto con Elrond.

      En ninguna región habían tropezado los mensajeros con señales o noticias de los Jinetes o de otros sirvientes del enemigo.  Ni siquiera las Aguilas de las Montañas Nubladas habían podido darles noticias frescas.  Nada se había visto ni oído de Gollum; pero los lobos salvajes continuaban reuniéndose y cazaban otra vez muy arriba del Río Grande.  Tres de los caballos negros aparecieron ahogados en las aguas crecidas del vado.  Más abajo, en las piedras de los rápidos, se encontraron los cadáveres de cinco caballos más y también un manto largo y negro, hecho jirones.  De los Jinetes Negros no había ninguna señal y no se sentía que anduviesen cerca.  Parecía que hubieran desaparecido de los territorios del norte.

      -En todo caso, sabemos qué ocurrió con ocho de los Nueve -dijo Gandalf -. No es prudente estar demasiado seguro, pero me atrevería a creer que los Espectros del Anillo fueron dispersados y regresaron como pudieron a Mordor, vacíos y sin forma.

      »Si es así, pasará un tiempo antes que reinicien la cacería.  El enemigo tiene otros sirvientes, por supuesto.  Pero tendrían que hacer todo el camino hasta Rivendel antes que encontraran nuestras huellas.  Y si tenemos cuidado será difícil encontrarlas.  Pero no podemos retrasarnos más.

 

 

   Elrond les indicó a los hobbits que se acercaran.  Miró gravemente a Frodo.

      -Ha llegado la hora -dijo-.  Si el Anillo ha de partir, que sea cuanto antes.  Pero que quienes lo acompañan no cuenten con ningún apoyo, ni de guerra ni de fuerzas.  Tendrán que entrar en los dominios del enemigo, lejos de toda ayuda. ¿Todavía mantienes tu palabra, Frodo, de que serás el Portador del Anillo?

      -Sí -dijo Frodo-.  Iré con Sam.

      -Pues bien, no podré ayudarte mucho, ni siquiera con consejos -dijo Elrond-.  No alcanzo a ver cuál será tu camino y no sé cómo cumplirás esa tarea.  La Sombra se ha arrastrado ahora hasta el pie de las montañas y ha llegado casi a las orillas del Fontegrís; y bajo la Sombra todo es oscuro para mí.  Encontrarás muchos enemigos, algunos declarados, otros ocultos, y quizá tropieces con amigos, cuando menos los busques.  Mandaré mensajes, tal como se me vayan ocurriendo, a aquellos que conozco en el ancho mundo; pero las tierras han llegado a ser tan peligrosas que algunos se perderán sin duda, o no llegarán antes que tú.

      »Y elegiré los compañeros que irán contigo, siempre que ellos quieran o lo permita la suerte.  Tienen que ser pocos, ya que tus mayores esperanzas dependen de la rapidez y el secreto.  Aunque contáramos con una tropa de elfos con armas de los Días Antiguos, sólo conseguiríamos despertar el poder de Mordor.

      »La Compañía del Anillo será de Nueve y los Nueve Caminantes se opondrán a los Nueve Jinetes malvados.  Contigo y tu fiel sirviente irá Gandalf; pues éste será el mayor de sus trabajos y quizás el último.

      »En cuanto al resto, representarán a los otros Pueblos Libres del mundo: elfos, enanos y hombres.  Legolas irá por los elfos y Gimli hijo de Glóin por los enanos.  Están dispuestos a llegar por lo menos a los pasos de las montañas y quizá más allá.  Por los hombres tendrán a Aragorn hijo de Arathorn, pues el Anillo de Isildur le concierne íntimamente.

      -¡Trancos! -exclamó Frodo.

      -Sí -dijo Trancos con una sonrisa-.  Te pido una vez más que me permitas ser tu compañero.

      -Yo te hubiera rogado que vinieras -dijo Frodo-, pero pensé que irías a Minas Tirith con Boromir.

      -Iré -dijo Aragorn-.  Y la Espada Quebrada será forjada de nuevo antes que yo parta para la guerra.  Pero tu camino y el nuestro corren juntos por muchos cientos de millas.  Por lo tanto Boromir estará también en la Compañía.  Es un hombre valiente.

      -Faltan todavía dos -dijo Elrond-.  Lo pensaré.  Quizás encuentre a alguien entre las gentes de la casa que me convenga mandar.

      -¡Pero entonces no habrá lugar para nosotros! -exclamó Pippin consternado-.  No queremos quedarnos.  Queremos ir con Frodo.

      -Eso es porque no entiendes y no alcanzas a imaginar lo que les espera -dijo Elrond.

      -Tampoco Frodo -dijo Gandalf, apoyando inesperadamente a Pippin-.  Ni ninguno de nosotros lo ve con claridad.  Es cierto que si estos hobbits entendieran el peligro, no se atreverían a ir.  Pero seguirían deseando ir, o atreviéndose a ir, y se sentirían avergonzados e infelices.  Creo, Elrond, que en este asunto sería mejor confiar en la amistad de estos hobbits que en nuestra sabiduría.  Aunque eligieras para nosotros un Señor de los Elfos, como Glorfindel, los poderes que hay en él no alcanzarían para destruir la Torre Oscura ni abrirnos el camino que lleva al Fuego.

      -Hablas con gravedad -dijo Elrond-, pero no estoy seguro.  La Comarca, presiento, no está libre ahora de peligros y había pensado enviar a estos dos de vuelta como mensajeros y para que trataran allí de prevenir a la gente, de acuerdo con las normas del país.  De cualquier modo me parece que el más joven de los dos, Peregrin Tuk, tendría que quedarse.  Me lo dice el corazón.

      -Entonces, señor Elrond, tendrá usted que encerrarme en prisión, o mandarme a casa metido en un saco -dijo Pippin-.  Pues de otro modo yo seguiría a la Compañía.

      -Que sea así entonces.  Irás -dijo Elrond y suspiró-.  La cuenta de Nueve ya está completa.  La Compañía partirá dentro de siete días.

 

 

   La Espada de Elendil fue forjada de nuevo por herreros élficos, que grabaron sobre la hoja el dibujo de siete estrellas, entre la Luna creciente y el Sol radiante, y alrededor trazaron muchas runas; pues Aragorn hijo de Arathorn iba a la guerra en las fronteras de Mordor.  Muy brillante pareció la espada cuando estuvo otra vez completa; era roja a la luz del sol y fría a la luz de la luna y tenía un borde duro y afilado.  Y Aragorn le dio un nuevo nombre y la llamó Andúril, Llama del Oeste.

      Aragorn y Gandalf paseaban juntos o se sentaban a hablar del camino y de los peligros que podrían encontrar y estudiaban los mapas historiados y los libros de ciencia que había en casa de Elrond.  A veces Frodo los acompañaba, pero estaba contento de poder confiar en ellos como guías y se pasaba la mayor parte del tiempo con Bilbo.

      En aquellos últimos días los hobbits se reunían a la noche en la Sala de Fuego y allí entre muchas historias oyeron completa la balada de Beren y Lúthien y la conquista de la Gran joya, pero de día mientras Merry y Pippin iban de un lado a otro, Frodo y Sam se pasaban las horas en el cuartito de Bilbo.  Allí Bilbo les leía pasajes del libro (que parecía aún muy incompleto), o fragmentos de poemas, o tomaba notas de las aventuras de Frodo.

      En la mañana del último día Frodo estaba a solas con Bilbo y el viejo hobbit sacó de debajo de la cama una caja de madera.  Levantó la tapa y buscó dentro.

      -Se te quebró la espada, creo -le dijo a Frodo titubeando- y pensé que quizá te interesara tener ésta, ¿la conoces?

      Sacó de la caja una espada pequeña, guardada en una raída vaina de cuero.  La desenvainó y la hoja pulida y bien cuidada relució de pronto, fría y brillante.

      -Esta es Dardo -dijo y sin mucho esfuerzo la hundió profundamente en una viga de madera-.  Tómala, si quieres.  No la necesitaré más, espero.

      Frodo la aceptó agradecido.

      -Y aquí hay otra cosa -dijo Bilbo.

      Y sacó un paquete que parecía bastante pesado para su tamaño.  Desenvolvió viejas telas y sacó a la luz una pequeña cota de malla de anillos entrelazados, flexible casi como un lienzo, fría como el hielo, y más dura que el acero.  Brillaba como plata a la luz de la luna y estaba tachonada de gemas blancas y tenía un cinturón de cristal y perlas.

      -¡Es hermosa!, ¿no es cierto? -dijo Bilbo moviéndola a la luz-.  Y útil además.  Es la cota de malla de enano que me dio Thorin.  La recuperé en Cavada Grande, antes de salir.  Llevo siempre conmigo todos los recuerdos del Viaje excepto el Anillo.  Pero nunca esperé usarla y ahora no la necesito sino para mirarla algunas veces.  Apenas sientes el peso cuando la llevas.

      -Parecerá... bueno, no creo que me quede bien -dijo Frodo.

      -Lo mismo dije yo -continuó Bilbo-.  Pero no te preocupes por tu apariencia.  Puedes usarla debajo de la ropa. ¡Vamos!  Tienes que compartir conmigo este secreto. ¡No se lo digas a nadie!  Pero me sentiré más feliz si sé que la llevas puesta.  Se me ha ocurrido que hasta podría desviar los cuchillos de los Jinetes Negros -concluyó en voz baja.

      -Muy bien, la tomaré -dijo Frodo.

      Bilbo le colocó la malla y aseguró a Dardo al cinturón resplandeciente. Luego Frodo se puso encima las viejas ropas manchadas por la vida a la intemperie: pantalones de montar, túnica y chaqueta.

      -Un simple hobbit, eso pareces ser -dijo Bilbo-.  Pero ahora hay algo más en ti, que sale a la superficie. ¡Te deseo mucha suerte!

      Dio media vuelta y miró por la ventana, tratando de tararear una canción.

      -Nunca te lo agradeceré bastante, Bilbo, esto y todas tus bondades pasadas -dijo Frodo.

      -¡Pues no lo intentes! -dijo el viejo hobbit, y volviéndose palmeó a Frodo en la espalda-. ¡Huy! -gritó-. ¡Estás demasiado duro ahora para palmearte!  Pero escúchame: los hobbits tienen que estar siempre unidos y especialmente los Bolsón.  Todo lo que te pido a cambio es esto: cuídate bien, tráeme todas las noticias que puedas y todas las viejas canciones e historias que encuentres.  Haré lo posible por terminar el libro antes que vuelvas.  Me gustaría escribir el segundo volumen, si vivo bastante.

      Se interrumpió y se volvió otra vez a la ventana canturreando:

 

Me siento junto al fuego y pienso

en todo lo que he visto,

en flores silvestres y mariposas

de veranos que han sido.

 

En hojas amarillas y telarañas,

en otoños que fueron,

la niebla en la mañana, el sol de plata

y el viento en mis cabellos.

 

Me siento junto al fuego y pienso

cómo el mundo será,

cuando llegue el invierno sin una primavera

que yo pueda mirar.

 

Pues hay todavía tantas cosas

que yo jamás he visto:

en todos los bosques y primaveras

hay un verde distinto.

 

Me siento junto al fuego y pienso

en las gentes de ayer,

y en gentes que verán un mundo

que no conoceré.

 

Y mientras estoy aquí sentado

pensando en otras épocas

espero oír unos pasos que vuelven

y voces en la puerta.

 

      Era un día frío y gris de fines de diciembre.  El viento del este soplaba entre las ramas desnudas de los árboles y golpeaba los pinos oscuros de las lomas. Jirones de nubes se apresuraban allá arriba, oscuras y bajas.  Cuando las sombras tristes del crepúsculo comenzaron a extenderse, la Compañía se aprestó a partir.  Saldrían al anochecer, pues Elrond les había aconsejado que viajaran todo lo posible al amparo de la noche, hasta que estuvieran lejos de Rivendel.

      -No olvidéis los muchos ojos sirvientes de Sauron -dijo-.  Las noticias de la derrota de los Jinetes ya le han llegado sin duda y tiene que estar loco de furia.  Pronto los espías pedestres y alados se habrán diseminado por las tierras del norte.  Cuando estéis en camino, guardaos hasta del cielo que se extiende sobre vosotros.

 

 

   La Compañía cargó poco material de guerra, pues confiaban más en pasar inadvertidas que en la suerte de una batalla.  Aragorn llevaba a Andúril y ninguna otra arma, e iba vestido con ropas de color verde y pardo mohosos, como un jinete del desierto.  Boromir tenía una larga espada, parecida a Andúril, pero de menor linaje, y cargaba además un escudo y el cuerno de guerra.

      -Suena alto y claro en los valles de las colinas -dijo-, ¡y los enemigos de Gondor ponen pies en polvorosa!

      Llevándose el cuerno a los labios, Boromir sopló y los ecos saltaron de roca en roca y todos los que en Rivendel oyeron esa voz se incorporaron de un salto.

      -No te apresures a hacer sonar de nuevo ese cuerno, Boromir -dijo Elrond-, hasta que hayas llegado a las fronteras de tu tierra y sea necesario.

      -Quizá –dijo Boromir-, pero siempre en las partidas he dejado que mi cuerno grite, y aunque más tarde tengamos que arrastrarnos en la oscuridad, no me iré ahora como un ladrón en la noche.

      Sólo Gimli el enano exhibía una malla corta de anillos de acero (pues los enanos soportan bien las cargas) y un hacha de regular tamaño le colgaba de la cintura.  Legolas tenía un arco y un carcaj, y en la cintura un largo cuchillo blanco.  Los hobbits más jóvenes cargaban las espadas que habían sacado del túmulo, pero Frodo no disponía de otra arma que Dardo y llevaba oculta la cota de malla, como Bilbo se lo había pedido.  Gandalf tenía su bastón, pero se había ceñido a un costado la espada élfica que llamaban Glamdring, hermana de Orcrist, que descansa ahora sobre el pecho de Thorin bajo la Montaña Solitaria.

      Todos fueron bien provistos por Elrond con ropas gruesas y abrigadas, y tenían chaquetas y mantos forrados de piel.  Las provisiones y ropas de repuesto fueron cargadas en un poney, nada menos que la pobre bestia que habían traído de Bree.

      La estadía en Rivendel lo había transformado de un modo asombroso: le brillaba el pelo y parecía haber recuperado todo el vigor de la juventud.  Fue Sam quien insistió en elegirlo, declarando que Bill (así lo llamaba ahora) se iría consumiendo poco a poco si no lo llevaban con ellos.

      -Ese animal casi habla -dijo- y llegaría a hablar si se quedara aquí más tiempo.  Me echó una mirada tan elocuente como las palabras del señor Pippin: Si no me dejas ir contigo, Sam, te seguiré por mi cuenta.

      De modo que Bill sería la bestia de carga; sin embargo era el único miembro de la Compañía que no parecía deprimido.

 

 

   Ya se habían despedido de todos en la gran sala junto al fuego y ahora sólo estaban esperando a Gandalf, que aún no había salido de la casa.  Por las puertas abiertas podían verse los reflejos del fuego y en las ventanas brillaban unas luces tenues.  Bilbo estaba de pie y en silencio junto a Frodo, arropado en un manto.  Aragorn se había sentado en el suelo y apoyaba la cabeza en las rodillas; sólo Elrond entendía de veras qué significaba esta hora para él.  Los otros eran como sombras grises en la oscuridad.

      Sam, junto al poney, se pasaba la lengua por los dientes y miraba morosamente la sombra de allá abajo donde el río cantaba sobre un lecho de piedras; en este momento no tenía ningún deseo de aventuras.

      -Bill, amigo mío -dijo-, no tendrías que venir con nosotros.  Podrías quedarte aquí y comerías el heno mejor, hasta que crecieran los nuevos pastos.

      Bill sacudió la cola y no dijo nada.

      Sam se acomodó el paquete sobre los hombros y repasó mentalmente todo lo que llevaba, preguntándose con inquietud si no habría olvidado algo: el tesoro principal, los utensilios de cocina; la cajita de sal que lo acompañaba siempre y que llenaba cada vez que le era posible; una buena porción de hierba para pipa, «no suficiente», pensaba; pedernal y yesca; medias de lana; ropa blanca; varias pequeñas pertenencias que Frodo había olvidado y que él había guardado para mostrarlas en triunfo cuando las necesitasen.  Lo repasó todo.

      -¡Cuerda! -murmuró-. ¡Ninguna cuerda!  Y anoche mismo te dijiste: «Sam, ¿qué te parece un poco de cuerda?  Si no la llevas la necesitarás.» Bueno, ya la necesito.  No puedo conseguirla ahora.

 

 

   En ese momento Elrond salió con Gandalf y pidió a la Compañía que se acercase.

      -He aquí mis últimas palabras -dijo en voz baja-.  El Portador del Anillo parte ahora en busca de la Montaña del Destino.  Toda responsabilidad recae sobre él: no librarse del Anillo, no entregárselo a ningún siervo de Sauron y en verdad no dejar que nadie lo toque, excepto los miembros del Concilio o la Compañía y esto en caso de extrema necesidad.  Los otros van con él como acompañantes voluntarios, para ayudarlo en esa tarea.  Podéis detenemos, o volver, o tomar algún otro camino, según las circunstancias.  Cuanto más lejos lleguéis, menos fácil será retroceder, pero ningún lazo ni juramento os obliga a ir más allá de vuestros propios corazones, y no podéis prever lo que cada uno encontrará en el camino.

      -Desleal es aquel que se despide cuando el camino se oscurece -dijo Gimli.

      -Quizá -dijo Elrond-, pero no jure que caminará en las tinieblas quien no ha visto la caída de la noche.

      -Sin embargo, un juramento puede dar fuerzas a un corazón desfalleciente.

      -O destruirlo -dijo Elrond-. ¡No miréis demasiado adelante! ¡Pero partid con buen ánimo!  Adiós y que las bendiciones de los elfos y los hombres y toda la gente libre vayan con vosotros. ¡Que las estrellas os iluminen!

      -Buena... ¡buena suerte! -gritó Bilbo tartamudeando de frío-.  No creo que puedas llevar un diario, Frodo, compañero, pero esperaré a que me lo cuentes todo cuando vuelvas. ¡Y no tardes demasiado! ¡Adiós!

 

 

                Muchos otros de la Casa de Elrond los miraban desde las sombras y les decían adiós en voz baja.  No había risas ni canto ni música.  Al fin la Compañía se volvió, desapareciendo en la oscuridad.

      Cruzaron el puente y remontaron lentamente los largos senderos escarpados que los llevaban fuera del profundo valle de Rivendel, y al fin llegaron a los páramos altos donde el viento siseaba entre los brezos.  Luego, echando una mirada al Ultimo Hogar que centelleaba allá abajo, se alejaron a grandes pasos perdiéndose en la noche.

 

 

   En el Vado del Bruinen dejaron el camino y doblando hacia el sur fueron por unas sendas estrechas entre los campos quebrados.  Tenían el propósito de seguir bordeando las laderas occidentales de las montañas durante muchas millas y muchos días.  La región era más accidentada y desnuda que el valle verde del Río Grande del otro lado de las montañas, en las Tierras Asperas.  La marcha era necesariamente lenta, pero esperaban escapar de este modo a miradas hostiles.  Los espías de Sauron habían sido vistos raras veces en estas extensiones desiertas y los senderos eran poco conocidos excepto para la gente de Rivendel.

      Gandalf marchaba delante y con él iba Aragorn, que conocía estas tierras aun en la oscuridad.  Los otros los seguían en fila y Legolas que tenía ojos penetrantes cerraba la marcha.  La primera parte del viaje fue dura y monótona y Frodo sólo guardaría el recuerdo del viento.  Durante muchos días sin sol, un viento helado sopló de las montarías del este y parecía que ninguna ropa pudiera protegerlos contra aquellas agujas penetrantes.  Aunque la Compañía estaba bien equipada, pocas veces sintieron calor, tanto moviéndose como descansando.  Dormían inquietos en pleno día, en algún repliegue del terreno o escondiéndose bajo unos arbustos espinosos que se apretaban a los lados del camino.  A la caída de la tarde los despertaba quien estuviera de guardia y tomaban la comida principal: fría y triste casi siempre, pues pocas veces podían arriesgarse a encender un fuego.  Ya de noche partían otra vez, buscando los senderos que llevaban al sur.

      Al principio les pareció a los hobbits que aun caminando y trastabillando hasta el agotamiento, iban a paso de caracol y no llegaban a ninguna parte.  Pasaban los días y el paisaje era siempre igual.  Sin embargo, poco a poco, las montañas estaban acercándose.  Al sur de Rivendel eran aún más altas y se volvían hacia el oeste; a los pies de la cadena principal se extendía una tierra cada vez más ancha de colinas desiertas y valles profundos donde corrían unas aguas turbulentas.  Los senderos eran escasos y tortuosos y muchas veces los llevaban al borde de un precipicio, o a un traicionero pantano.

 

 

   Llevaban quince días de marcha cuando el tiempo cambió.  El viento amainó de pronto y viró al sur.  Las nubes rápidas se elevaron y desaparecieron y asomó el sol, claro y brillante.  Luego de haber caminado tropezando toda una noche, llegó el alba fría y pálida.  Estaban ahora en una loma baja, coronada de acebos; los troncos de color verde grisáceo parecían estar hechos con la misma piedra de las lomas.  Las hojas oscuras relucían y las bayas eran rojas a la claridad del sol naciente.

Lejos, en el sur, Frodo alcanzaba a ver los perfiles oscuros de unas montañas elevadas que ahora parecían interponerse en el camino que la Compañía estaba siguiendo.  A la izquierda de estas alturas había tres picos; el más alto y cercano parecía un diente coronado de nieve; el profundo y desnudo precipicio del norte estaba todavía en sombras, pero donde lo alcanzaban los rayos oblicuos del Sol, el pico llameaba, rojizo.

      Gandalf se detuvo junto a Frodo y miró amparándose los ojos con la mano.

      -Hemos llegado a los límites de la región que los hombres llaman Acebeda; muchos elfos vivieron aquí en días más felices, cuando tenía el nombre de Eregion.  Hemos hecho cuarenta y cinco leguas a vuelo de pájaro, aunque nuestros pies caminaran otras muchas millas.  El territorio y el tiempo serán ahora más apacibles, pero quizá también más peligrosos.

      -Peligroso o no, un verdadero amanecer es siempre bien recibido -dijo Frodo echándose atrás la capucha y dejando que la luz de la mañana le cayera en la cara.

      -¡Las montañas están frente a nosotros! -dijo Pippin-.  Nos desviamos al este durante la noche.

      -No -dijo Gandalf -. Pero ves más lejos a la luz del día.  Más allá de esos picos la cadena dobla hacia el sudoeste.  Hay muchos mapas en la Casa de Elrond, aunque supongo que nunca pensaste en mirarlos.

      -Sí, lo hice, a veces -dijo Pippin-, pero no los recuerdo.  Frodo tiene mejor cabeza que yo para estas cosas.

      -Yo no necesito mapas -dijo Gimli, que se había acercado con Legolas y miraba ahora ante él con una luz extraña en los ojos profundos-.  Esa es la tierra donde trabajaron nuestros padres, hace tiempo, y hemos grabado la imagen de esas montañas en muchas obras de metal y de piedra y en muchas canciones e historias.  Se alzan muy altas en nuestros sueños: Baraz, Zirak, Shathûr.

»Sólo las vi una vez de lejos en la vigilia, pero las conozco y sé cómo se llaman, pues debajo de ellas está Khazad-dûm, la Mina del Enano, que ahora: llaman el Pozo Oscuro, Moria en la lengua élfica.  Más allá se encuentra Barazinbar, el Cuerno Rojo, el cruel Caradhras; y aún más allá el Cuerno de Plata y el Monte Nuboso: Celebdil el Blanco y Fanuidhol el Gris, que nosotros llamamos Zirak-zigil y Bundushathûr.

»Allí las Montañas Nubladas se dividen y entre los dos brazos se extiende el valle profundo y oscuro que no podemos olvidar: Azanulbizar, el Valle del Arroyo Sombrío, que los elfos llaman Nanduhirion.

      -Hacia ese valle vamos -dijo Gandalf-.  Si subimos por el paso llamado la Puerta del Cuerno Rojo, en la falda opuesta del Caradhras, descenderemos por la Escalera del Arroyo Sombrío al valle profundo de los enanos; allí se encuentran el Lago Espejo y los helados manantiales del Cauce de Plata.

      -Oscura es el agua del Kheled-zâram -dijo Gimll- y frías son las fuentes del Kibil-nâla.  Se me encoge el corazón pensando que los veré pronto.

      -Que esa visión te traiga alguna alegría, mi querido enano -dijo Gandalf-.  Pero hagas lo que hagas, no podremos quedarnos en ese valle.  Tenemos que seguir el Cauce de Plata aguas abajo hasta los bosques secretos y así hasta el Río Grande y luego...

      Hizo una pausa.

      -Sí, ¿y luego qué? -preguntó Merry.

      -Hacia nuestro destino, el fin del viaje -dijo Gandalf-.  No podemos mirar demasiado adelante.  Alegrémonos de que la primera etapa haya quedado felizmente atrás.  Creo que descansaremos aquí, no sólo hoy sino también esta noche.  El aire de Acebeda tiene algo de sano.  Muchos males han de caer sobre un país para que olvide del todo a los elfos, si alguna vez vivieron ahí.

      -Es cierto - dijo Legolas -. Pero los elfos de esta tierra no eran gente de los bosques como nosotros, y los árboles y la hierba no los recuerdan.  Sólo oigo el lamento de las piedras, que todavía los lloran: Profundamente cavaron en nosotras, bellamente nos trabajaron, altas nos erigieron; pero han desaparecido.  Han desaparecido.  Fueron en busca de los puertos mucho tiempo atrás.

 

 

   Aquella mañana encendieron un fuego en un hueco profundo, velado por grandes macizos de acebos, y por vez primera desde que dejaran Rivendel tuvieron un almuerzo-desayuno feliz.  No corrieron en seguida a la cama, pues esperaban tener toda la noche para dormir y no partirían de nuevo hasta la noche del día siguiente.  Sólo Aragorn guardaba silencio, inquieto.  Al cabo de un rato dejó la Compañía y caminó hasta el borde del hoyo; allí se quedó a la sombra de un árbol, mirando al sur y al oeste, con la cabeza ladeada como si estuviera escuchando.  Luego se volvió y miró a los otros que reían y charlaban.

      -¿Qué pasa, Trancos? -llamó Merry-. ¿Qué estás buscando? ¿Echas de menos el Viento del Este?

      -No por cierto -respondió Trancos-.  Pero algo echo de menos.  He estado en el país de Acebeda en muchas estaciones.  Ninguna gente las habita ahora, pero hay animales que viven aquí en todas las épocas, especialmente pájaros.  Ahora sin embargo todo está callado, excepto vosotros.  Puedo sentirlo.  No hay ningún sonido en muchas millas a la redonda y vuestras voces resuenan como un eco.  No lo entiendo.

      Gandalf alzó la vista con repentino interés.

      -¿Cuál crees que sea la razón? -preguntó -. ¿Habría otra aparte de la sorpresa de ver a cuatro hobbits, para no mencionar el resto, en sitios donde no se ve ni se oye a casi nadie?

      -Ojalá sea así -respondió Trancos-.  Pero tengo una impresión de acechanza y temor que nunca conocí aquí antes.

      -Entonces tenemos que cuidarnos -dijo Gandalf-.  Si traes a un montaraz contigo, es bueno prestarle atención, más aún si el montaraz es Aragorn.  No hablemos en voz alta.  Descansemos tranquilos y vigilemos.

 

 

   Ese día le tocaba a Sam hacer la primera guardia, pero Aragorn se le unió.  Los otros se durmieron.  Luego el silencio creció de tal modo que hasta Sam lo advirtió.  La respiración de los que dormían podía oírse claramente.  Los meneos de la cola del poney y los ocasionales movimientos de los cascos se convirtieron en fuertes ruidos.  Sam se movía y alcanzaba a oír cómo le crujían las articulaciones.  Un silencio de muerte reinaba alrededor y por encima del todo se extendía un cielo azul y claro, mientras el sol ascendía en el este.  A lo lejos, en el sur, apareció una mancha oscura que creció y fue hacia el norte como un humo llevado por el viento.

      -¿Qué es eso, Trancos?  No parece una nube -le susurró Sam a Aragorn.

      Aragorn no respondió; tenía los ojos clavados en el cielo.  Pero Sam no tardó en reconocer lo que se acercaba.  Bandadas de pájaros, que volaban muy rápidamente y en círculos, yendo de un lado a otro, como buscando algo; y estaban cada vez más próximas.

      -¡Échate al suelo y no te muevas! - siseó Aragorn, arrastrando a Sam a la sombra de una mata de acebos-, pues todo un regimiento de pájaros acababa de desprenderse de la bandada principal y se acercaba volando bajo.  Sam pensó que eran una especie de grandes cuervos.  Mientras pasaban sobre la loma, en una columna tan apretada que la sombra los seguía oscuramente por el suelo, se oyó un único y ronco graznido.

      No hasta que los pájaros hubieron desaparecido en la distancia, al norte y al oeste, y el cielo se hubo aclarado otra vez, se incorporó de nuevo Aragorn.  Dio un salto entonces y fue a despertar a Gandalf.

      -Regimientos de cuervos negros están volando de aquí para allá entre las montañas y el Fontegrís -dijo- y han pasado sobre Acebeda.  No son nativos de aquí; son crebain de Fangorn y de las Tierras Brunas.  No sé qué les ocurre; quizás hay algún problema allá en el sur del que vienen huyendo; pero creo que están espiando la región.  He visto además algunos halcones volando alto en el cielo.  Pienso que debiéramos partir de nuevo esta misma noche.  Acebeda ya no es un lugar seguro para nosotros; es un lugar vigilado.

      -Y en ese caso lo mismo será en la Puerta del Cuerno Rojo -dijo Gandalf -. Y no alcanzo a imaginar cómo podríamos pasar por allí sin ser vistos.  Pero lo pensaremos cuando sea el momento.  En cuanto a partir cuando oscurezca, temo que tengas razón.

      -Por suerte nuestro fuego humeó poco y sólo quedaban unas brasas cuando vinieron los crebain - dijo Aragorn-.  Hay que apagarlo y ya no encenderlo más.

 

 

   -Bueno, ¡qué calamidad y qué fastidio! -dijo Pippin.  Las noticias: no más fuego y caminar otra vez de noche, le habían sido transmitidas tan pronto como despertó poco después de media tarde-. ¡Todo a causa de una bandada de cuervos!  Yo había estado esperando que esta noche comiésemos bien, algo caliente.

      -Bueno, puedes seguir esperando -dijo Gandalf-.  Quizá tengas todavía muchos banquetes inesperados.  En cuanto a mí me gustaría fumar cómodamente una pipa y calentarme los pies.  Sin embargo, de algo al menos estamos seguros: habrá más calor a medida que vayamos hacia el sur.

      -Demasiado calor, no me sorprendería -le murmuró Sam a Frodo-.  Pero empiezo a pensar que es tiempo de echarle un vistazo a esa Montaña de Fuego y ver el fin del camino, por así decir.  Yo creía al principio que este Cuerno Rojo, o como se llame, sería la Montaña, hasta que Gimli nos habló.  Qué lenguaje este de los enanos, ¡para romperle a uno las mandíbulas!

      Los mapas no le decían nada a Sam y en estas tierras desconocidas todas las distancias parecían tan vastas que él ya había perdido la cuenta.

      Todo aquel día la Compañía permaneció oculta.  Los pájaros oscuros pasaron sobre ellos una y otra vez y cuando el sol poniente enrojeció desaparecieron en el sur.  Al anochecer, la Compañía se puso en marcha y volviéndose ahora un poco al este se encaminaron hacia el lejano Caradhras, que era todavía un débil reflejo rojo a la última luz del sol desvanecido.  Una tras otra fueron asomando las estrellas blancas, en el cielo que se apagaba.

      Guiados por Aragorn encontraron un buen sendero.  Le pareció a Frodo que eran los restos de un antiguo camino, en otro tiempo ancho y bien trazado, y que iba de Acebeda al paso montañoso.  La luna, llena ahora, se alzó por encima de las montañas y difundió una pálida luz en donde las sombras de las piedras eran negras.  Muchas de ellas parecían trabajadas a mano, aunque ahora yacían tumbadas y arruinadas en una tierra desierta y árida.

      Era la hora de frío glacial que precede a la aparición del alba y la luna había descendido.  Frodo alzó los ojos al cielo.  De pronto vio o sintió que una sombra cruzaba por delante de las estrellas, como si se hubieran apagado un momento y en seguida brillaran otra vez.  Se estremeció.

      -¿Viste algo que pasó por allá arriba? -le susurró a Gandalf-.

      Quizá no era nada, sólo un jirón de nube.

      -Se movía rápido entonces -dijo Aragorn- y no con el viento.

 

 

                Ninguna otra cosa ocurrió esa noche.  A la mañana siguiente el alba fue todavía más brillante, pero de nuevo hacía mucho frío y ya el viento soplaba otra vez del este.  Marcharon dos noches más, subiendo siempre pero más lentamente a medida que el camino torcía hacia las lomas y las montañas subían acercándose.  En la tercera mañana el Caradhras se elevaba ante ellos, una cima majestuosa, coronada de nieve plateada, pero de faldas desnudas y abruptas, de un rojo cobrizo, como tinto en sangre.

El cielo parecía negro y el sol era pálido.  El viento había cambiado ahora al nordeste.  Gandalf husmeó el aire y se volvió.

      -El invierno avanza detrás de nosotros -le dijo en voz baja a Aragorn -. Las cimas aquellas del norte están más blancas; la nieve ha descendido a las estribaciones.  Esta noche estaremos ya a bastante altura, camino del Cuerno Rojo.  En ese camino angosto es muy posible que nos vean y quizá nos tiendan alguna trampa; pero creo que el mal tiempo será nuestro peor enemigo. ¿Qué piensas ahora de este itinerario, Aragorn?

      Frodo alcanzó a oír estas palabras y entendió que Gandalf y Aragorn estaban continuando una discusión que había comenzado mucho antes.  Prestó atención, con cierta ansiedad.

      -No pienso nada bueno del principio al fin y tú lo sabes bien, Gandalf -respondió Aragorn-.  Y a medida que vayamos adelante aumentarán los peligros, conocidos y desconocidos.  Pero tenemos que seguir; de nada serviría demorar el cruce de las montañas.  Más al sur no hay desfiladeros hasta llegar al Paso de Rohan.  Desde tus informes sobre Saruman, no me atrae ese camino.  Quién sabe a qué bando sirven ahora los mariscales de los Señores de los Caballos.

      -¡Quién sabe, en verdad! -dijo Gandalf -. Pero hay otro camino, que no es el paso de Caradhras: el camino secreto y oscuro del que ya hablamos una vez.

      -¡No volvamos a nombrarlo!  No todavía.  No digas nada a los otros, te lo suplico, no hasta estar seguros de que no hay otro remedio.

      -Tenemos que decidirnos antes de continuar -respondió Gandalf.

      -Entonces consideremos ahora el asunto, mientras los otros descansan y duermen -dijo Aragorn.

 

 

   Al atardecer, mientras los demás concluían el desayuno, Gandalf y Aragorn se hicieron a un lado y se quedaron mirando el Caradhras.  Los flancos parecían ahora sombríos y lúgubres y había una nube sobre la cima.  Frodo los observaba, preguntándose qué rumbos tomaría la discusión.  Por fin los dos volvieron al grupo y Gandalf habló y Frodo supo que habían decidido enfrentar el mal tiempo y los peligros del paso.  Se sintió aliviado.  No imaginaba qué podía ser ese otro camino, oscuro y secreto, pero había bastado que Gandalf lo mencionase para que Aragorn pareciera espantado.  Era una suerte que hubieran abandonado ese plan.

      -Por los signos que hemos visto últimamente -dijo Gandalf -, temo que estén vigilando la entrada del Cuerno Rojo, y tengo mis dudas sobre el tiempo que está preparándose ahí detrás.  Puede haber nieve.  Tenemos que viajar lo más rápido posible.  Aun así necesitaremos dos jornadas de marcha para llegar a la cima del paso.  Hoy oscurecerá pronto.  Partiremos en cuanto estéis listos.

      -Yo añadiría una pequeña advertencia, si se me permite -dijo Boromir-.  Nací a la sombra de las Montañas Blancas y algo sé de viajes por las alturas.  Antes de descender del otro lado, encontraremos un frío penetrante, si no peor.  De nada servirá ocultarnos hasta morir de frío.  Cuando dejemos este lugar, donde hay todavía unos pocos árboles y arbustos, cada uno de nosotros ha de llevar un haz de leña, tan grande como le sea posible.

      -Y Bill podrá llevar un poco más, ¿no es cierto, compañero? -dijo Sam.

      El poney lo miró con aire de pesadumbre.

      -Muy bien -dijo Gandalf -. Pero no usaremos la leña... no mientras no haya que elegir entre el fuego y la muerte.

 

 

   La Compañía se puso de nuevo en marcha, muy rápidamente al principio; pero pronto el sendero se hizo abrupto y dificultoso; serpeaba una y otra vez subiendo siempre y en algunos lugares casi desaparecía entre muchas piedras caídas.  La noche estaba oscura, bajo un cielo nublado.  Un viento helado se abría paso entre las rocas.  A medianoche habían llegado a las faldas de las grandes montañas.  El estrecho sendero bordeaba ahora una pared de acantilados a la izquierda y sobre esa pared los flancos siniestros del Caradhras subían perdiéndose en la oscuridad; a la derecha se abría un abismo de negrura en el sitio en que el terreno caía a pique en una profunda hondonada.

      Treparon trabajosamente por una cuesta empinada y se detuvieron arriba un momento.  Frodo sintió que algo blando le tocaba la mejilla.  Extendió el brazo y vio que unos diminutos copos de nieve se le posaban en la manga.

      Continuaron.  Pero poco después la nieve caía apretadamente, arremolinándose ante los ojos de Frodo.  Apenas podía ver las figuras sombrías y encorvadas de Gandalf y Aragorn, que marchaban delante a uno o dos pasos.

      -Esto no me gusta -jadeó Sam, que venía detrás-.  No tengo nada contra la nieve en una mañana hermosa, pero prefiero estar en cama cuando cae.  Sería bueno que toda esta cantidad llegara a Hobbiton.  La gente de allí le daría la bienvenida.

      Excepto en los páramos altos de la Cuaderna del Norte las nevadas copiosas eran raras en la Comarca y se las recibía como un acontecimiento agradable y una posibilidad de diversión.  Ningún hobbit viviente (excepto Bilbo) podía recordar el terrible invierno de 1311, cuando los lobos blancos invadieran la Comarca cruzando las aguas heladas del Brandivino.

      Gandalf se detuvo.  La nieve se le acumulaba sobre la capucha y los hombros y le llegaba ya a los tobillos.

      -Esto es lo que me temía -dijo-. ¿Qué opinas ahora, Aragorn? -También yo lo temía -respondió Aragorn-, pero menos que otras cosas.  Conozco el riesgo de la nieve, aunque pocas veces cae copiosamente tan al sur, excepto en las alturas.  Pero no estamos aún muy arriba; estamos bastante abajo, donde los pasos no se cierran casi nunca en el invierno.

      -Me pregunto si no será una treta del enemigo -dijo Boromir-.  Dicen en mi país que él comanda las tormentas en las Montañas de Sombra que rodean a Mordor.  Dispone de raros poderes y de muchos aliados.

      -El brazo le ha crecido de veras -dijo Gimli- si puede traer nieve desde el norte para molestarnos aquí a trescientas leguas de distancia.

      -El brazo le ha crecido -dijo Gandalf.

 

 

   Mientras estaban allí detenidos, el viento amainó y la nieve disminuyó hasta cesar casi del todo.  Echaron a caminar otra vez.  Pero no habían avanzado mucho cuando la tormenta volvió con renovada furia.  El viento silbaba y la nieve se convirtió en una cellisca enceguecedora.  Pronto aun para Boromir fue difícil continuar.  Los hobbits, doblando el cuerpo, iban detrás de los más altos, pero era obvio que no podrían seguir así, si continuaba nevando.  Frodo sentía que los pies le pesaban como plomo.  Pippin se arrastraba detrás.  Aun Gimli, tan fuerte como cualquier otro enano, refunfuñaba tambaleándose.

      De pronto la Compañía hizo alto, como si todos se hubiesen puesto de acuerdo sin que mediara una palabra.  De las tinieblas de alrededor les llegaban unos ruidos misteriosos.  Quizá no era más que una jugarreta del viento en las grietas y hendiduras de la pared rocosa, pero los sonidos parecían chillidos agudos, o salvajes estallidos de risa.  Unas piedras comenzaron a caer desde la falda de la montaña, silbando sobre las cabezas de los viajeros, o estrellándose en la senda.  De cuando en cuando se oía un estruendo apagado, como si un peñasco bajara rodando desde las alturas ocultas.

      -No podemos avanzar más esta noche - dijo Boromir-.  Que llamen a esto el viento, si así lo desean; hay voces siniestras en el aire y estas piedras están dirigidas contra nosotros.

      -Yo lo llamaré el viento -dijo Aragorn-.  Pero eso no quita que hayas dicho la verdad.  Hay muchas cosas malignas y hostiles en el mundo que tienen poca simpatía por quienes andan en dos patas; sin embargo no son cómplices de Sauron y tienen sus propios motivos.  Algunas estaban en este mundo mucho antes que él.

      -Caradhras era llamado el Cruel y tenía mala reputación -dijo Gimli- hace ya muchos años, cuando aún no se había oído de Sauron en estas tierras.

      -Importa poco quién es el enemigo, si no podemos rechazarlo -dijo Gandalf.

      -¿Pero qué haremos? -exclamó Pippin, desesperado.

      Se había apoyado en Merry y Frodo y temblaba de pies a cabeza.

      -O nos detenemos aquí mismo, o retrocedemos -dijo Gandalf-.  No conviene continuar.  Apenas un poco más arriba, si mal no recuerdo, el sendero deja el acantilado y corre por una ancha hondonada al pie de una pendiente larga y abrupta.  Nada nos defenderá allí de la nieve, o las piedras, o cualquier otra cosa.

      -Y no conviene volver mientras arrecia la tormenta -dijo Aragorn-.  No hemos pasado hasta ahora por ningún sitio que nos ofrezca un refugio mejor.

      -¡Refugio! -murmuró Sam-.  Si esto es un refugio, entonces una pared sin techo es una casa.

 

 

   La Compañía se apretó todo lo posible contra la pared de roca.  Miraba al sur y cerca del suelo sobresalía un poco y ellos esperaban que los protegiera del viento del norte y las piedras que caían.  Pero las ráfagas se arremolinaban alrededor y la nieve descendía en nubes cada vez más espesas.

      Estaban todos juntos, de espaldas a la pared.  Bill el poney se mantenía en pie pacientemente pero con aire abatido frente a los hobbits, resguardándolos un poco; la nieve amontonada no tardó en llegarle a los corvejones y seguía subiendo.  Si no hubiesen tenido compañeros de mayor tamaño, los hobbits habrían quedado pronto sepultados bajo la nieve.

      Una gran somnolencia cayó sobre Frodo, y sintió que se hundía en un sueño tibio y confuso.  Pensó que un fuego le calentaba los pies, y desde las sombras al otro lado de las llamas le llegó la voz de Bilbo: No me parece gran cosa tu diario, dijo.  Tormentas de nieve el doce de enero.  No había necesidad de volver para traer esa noticia.

      Pero yo quería descansar y dormir, Bilbo, respondió Frodo con un esfuerzo; sintió entonces que lo sacudían y recuperó dolorosamente la conciencia.  Boromir lo había levantado sacándolo de un nido de nieve.

      -Esto será la muerte de los medianos, Gandalf -dijo Boromir-.  Es inútil quedarse aquí sentado mientras la nieve sube por encima de nuestras cabezas.  Tenemos que hacer algo para salvarnos.

      -Dale esto -dijo Gandalf buscando en sus alforjas y sacando un frasco de cuero-.  Sólo un trago cada uno.  Es muy precioso.  Es miruvor, el cordial de Imladris que Elrond me dio al partir. ¡Pásalo!

Tan pronto como Frodo hubo tragado un poco de aquel licor tibio y perfumado, sintió una nueva fuerza en el corazón y los miembros libres de aquel pesado letargo.  Los otros revivieron también, con una esperanza y un vigor renovados.  Pero la nieve no cesaba.  Giraba alrededor más espesa que nunca y el viento soplaba con mayor ruido.

      -¿Qué tal un fuego? -preguntó Boromir bruscamente-.  Parecería que ha llegado el momento de decidirse: el fuego o la muerte, Gandalf.  Cuando la nieve nos haya cubierto estaremos sin duda ocultos a los ojos hostiles, pero eso no nos ayudará.

      -Haz un fuego si puedes -respondió Gandalf-.  Si hay centinelas capaces de aguantar esta tormenta, nos verán de todos modos, con fuego o sin fuego.

      Aunque habían traído madera y ramitas por consejo de Boromir, estaba más allá de la habilidad de un elfo o aun de un enano encender una llama que no se apagase en los remolinos de viento o que prendiera en el combustible mojado.  Al fin Gandalf mismo intervino, de mala gana.  Tomando un leño lo alzó un momento y luego junto con una orden, naur an edraith ammen!, le hundió en el medio la punta de su vara.  Inmediatamente brotó una llama verde y azul y la madera ardió chisporroteando.

      -Si alguien ha estado mirándonos, entonces yo al menos me he revelado a él - dijo -. He escrito Gandalf está aquí en unos caracteres que cualquiera podría leer, desde Rivendel hasta las Bocas del Anduin.

      Pero ya poco le importaban a la Compañía los centinelas o los ojos hostiles.  El resplandor del fuego les regocijaba el corazón.  La madera ardía animadamente y aunque todo alrededor sisease la nieve y un agua enlodada les mojase los pies, se complacían en calentarse las manos al calor del fuego.  Estaban de pie, inclinados, en círculo alrededor de las llamitas danzantes.  Una luz roja les encendía las caras fatigadas y ansiosas; detrás la noche era como un muro negro.  Pero la madera ardía con rapidez y aún caía la nieve.

 

 

   El fuego se apagaba; echaron el último leño.

      -La noche envejece -dijo Aragorn-.  El amanecer no tardará.

      -Si hay algún amanecer capaz de traspasar estas nubes -dijo Gimli.

      Boromir se apartó del círculo y clavó los ojos en la oscuridad.

      -La nieve disminuye y amaina el viento.

      Frodo observó cansadamente los copos que todavía caían saliendo de la oscuridad y revelándose un momento a la luz del fuego moribundo, pero durante largo rato no notó que nevara menos.  Luego, de pronto, cuando el sueño comenzaba de nuevo a invadirle, se dio cuenta de que el viento había cesado de veras, y que los copos eran ahora más grandes y escasos.  Muy lentamente, una luz pálida comenzó a insinuarse.  Al fin la nieve dejó de caer.

      A medida que aumentaba, la luz iba descubriendo un mundo silencioso y amortajado.  Desde la altura del refugio se veían abismos informes y jorobas y cúpulas blancas que ocultaban el camino por donde habían venido; pero unas grandes nubes, todavía pesadas, amenazando nieve, envolvían las cimas más altas.

      Gimli alzó los ojos y sacudió la cabeza.

      -Caradhras no nos ha perdonado -dijo-.  Tiene todavía más nieve para echárnosla encima, si seguimos adelante.  Cuanto más pronto volvamos y descendamos, mejor será.

      Todos estuvieron de acuerdo, pero la retirada era ahora difícil, quizás imposible.  Sólo a unos pocos pasos de la ceniza de la hoguera, la capa de nieve era de varios pies, más alta que los hobbits; en algunos sitios el viento la había amontonado contra la pared.

      -Si Gandalf fuera delante de nosotros con una llama, quizá pudiera fundirnos un sendero -dijo Legolas.

      La tormenta no lo había molestado mucho y era el único de la Compañía que aún parecía animado.

      -Si los elfos volaran por encima de las montarías, podrían traernos el sol y salvarnos -contestó Gandalf-.  Pero necesito materiales para trabajar.  No puedo quemar nieve.

      -Bueno -dijo Boromir-, cuando las cabezas no saben qué hacer hay que recurrir a los cuerpos, como dicen en mi país.  Los más fuertes de nosotros tienen que buscar un camino. ¡Mirad!  Aunque ahora todo está cubierto de nieve, nuestro sendero, cuando subíamos, se desviaba en aquella saliente de roca de allí abajo.  Fue allí donde la nieve comenzó a pesarnos.  Si pudiéramos llegar a ese sitio, quizá fuera más fácil continuar.  No estamos a más de doscientas yardas, me parece.

      -¡Entonces vayamos allí, tú y yo! -dijo Aragorn.

      Aragorn era el más alto de la Compañía, pero Boromir, apenas más bajo, era más fornido y ancho de hombros.  Fue delante y Aragorn lo siguió.  Se alejaron, lentamente, y pronto les costó trabajo moverse.  En algunos sitios la nieve les llegaba al pecho y muy a menudo Boromir parecía nadar o cavar con los grandes brazos más que caminar.

      Legolas los observó un rato con una sonrisa en los labios y luego se volvió hacia los otros.

      -¿Los más fuertes tienen que buscar un camino, dijeron?  Pero yo digo: que el labrador empuje el arado, pero elige una nutria para nadar, y para correr levemente sobre la hierba y las hojas, o sobre la nieve... un elfo.

      Diciendo esto saltó ágilmente y entonces Frodo notó como si fuese la primera vez, aunque lo sabía desde hacía tiempo, que el elfo no llevaba botas sino el calzado liviano de costumbre y que sus pies apenas dejaban huellas en la nieve.

      -¡Adiós! -le dijo Legolas a Gandalf-.  Voy en busca del sol.  Luego, con la rapidez de un corredor sobre arenas firmes, se precipitó hacia delante, y alcanzando en seguida a los hombres que se esforzaban en la nieve, saludándolos con la mano los dejó atrás, continuó corriendo y desapareció detrás de la saliente rocosa.

 

 

   Los otros esperaron apretados unos contra otros, mirando hasta que Boromir y Aragorn fueron dos motas negras en la blancura.  Al fin ellos también se perdieron de vista.  El tiempo pasó arrastrándose.  Las nubes bajaron y unos copos de nieve giraron en el aire, cayendo.

      Transcurrió quizás una hora, aunque pareció mucho más, y al fin vieron que Legolas regresaba.  Al mismo tiempo Boromir y Aragorn reaparecieron muy atrás en la vuelta del sendero y subieron trabajosamente la pendiente.

      -Bueno -exclamó Legolas mientras trepaba corriendo-, no he traído el sol.  Ella está paseándose por los campos azules del sur y una coronita de nieve sobre la cima del Cuerno Rojo no la incomoda demasiado.  Pero traigo un rayo de buena esperanza para quienes están condenados a seguir a pie.  La nieve se ha amontonado de veras justo después de la saliente, y allí nuestros hombres fuertes casi mueren enterrados.  No sabían qué hacer hasta que volví y les dije que la nieve no era más espesa que un muro.  Y del otro lado hay mucha menos nieve, y un poco más abajo es sólo un mantillo blanco, bueno para refrescarles los pies a los hobbits.

      -Ah, como dije antes -se quejó Gimli-.  No era una tormenta ordinaria, sino la mala voluntad de Caradhras.  No gusta de los elfos ni de los enanos y acumuló esa nieve para cerrarnos el paso.

      -Pero por suerte tu Caradhras olvidó que venían hombres contigo -dijo Boromir-.  Y hombres valientes también, si puedo decirlo; aunque unos hombres menores pero con palas hubiesen servido mejor.  Sin embargo, hemos abierto un sendero entre la nieve y aquellos que no corren tan levemente como los elfos nos estarán sin duda agradecidos.

      -¿Pero cómo llegaremos allí abajo, aunque hayáis abierto esa senda? -dijo Pippin, expresando el pensamiento de todos los hobbits.

      -¡Tened esperanza! -dijo Boromir-.  Estoy cansado, pero todavía me quedan fuerzas y lo mismo Aragorn.  Cargaremos a los más pequeños.  Los otros se las arreglarán sin duda para seguirnos. ¡Vamos, señor Peregrin!  Comenzaré contigo.

      Levantó al hobbit.

      -¡Sujétate a mi espalda!  Necesitaré de mis brazos -dijo, y se lanzó hacia adelante.

      Lo siguió Aragorn cargando a Merry.  Pippin estaba maravillado de la fuerza de Boromir, viendo el pasaje que había logrado abrir sin otro instrumento que el de sus grandes miembros.  Aun ahora, cargado como estaba, echaba nieve a los costados ensanchando la senda para quienes venían detrás.

      Llegaron al fin a la barrera de nieve.  Cruzaba el sendero montañoso como una pared inesperada y desnuda, y el borde superior, afilado, como tallado a cuchillo, se elevaba a una altura dos veces mayor que Boromir, pero por el medio corría un pasaje que subía y bajaba como un puente.  Merry y Pippin fueron depositados en el suelo, del otro lado y allí esperaron con Legolas a que llegara el resto de la Compañía.

      Al cabo de un rato Boromir volvió trayendo a Sam.  Detrás, en el sendero estrecho, pero ahora firme, apareció Gandalf conduciendo a Bill; Gimli venía montado entre el equipaje.  Al fin llegó Aragorn, con Frodo.  Vinieron por la senda, pero apenas Frodo había tocado el suelo cuando se oyó un gruñido sordo y una cascada de piedras y nieve se precipitó detrás de ellos.  La polvareda encegueció casi a la Compañía mientras se acurrucaban contra la pared, y cuando el aire se aclaró vieron que el sendero por donde habían venido estaba ahora bloqueado.

      -¡Basta! ¡Basta! -gritó Glmli-. ¡Nos iremos lo antes posible!

      Y en verdad con este último golpe la malicia de la montaña pareció agotarse, como si a Caradhras le bastara que los invasores hubiesen sido rechazados y que no se atrevieran a volver.  La amenaza de nieve pasó; las nubes empezaron a abrirse y la luz aumentó.

      Como Legolas había informado, descubrieron que la nieve era cada vez menos espesa, a medida que avanzaban, de modo que hasta los hobbits podían ir a pie.  Pronto se encontraron una vez más sobre la cornisa en que terminaba la ladera y donde la noche anterior habían sentido caer los primeros copos de nieve.

      La mañana no estaba muy avanzada.  Volvieron la cabeza y miraron desde aquella altura las tierras más bajas del oeste.  Lejos, en los terrenos abruptos que se extendían al pie de la montaña, se encontraba la hondonada donde habían comenzado a subir hacia el paso.

      A Frodo le dolían las piernas.  Estaba helado hasta los huesos y hambriento y la cabeza le daba vueltas cuando pensaba en la larga y dolorosa bajada.  Unas manchas negras le flotaban ante los ojos.  Se los frotó, pero las manchas negras no desaparecieron.  A lo lejos, abajo, pero ya encima de las primeras estribaciones, unos puntos oscuros describían círculos en el aire.

      -¡Otra vez los pájaros! -dijo Aragorn señalando.

      -No podernos hacer nada ahora -dijo Gandalf-.  Sean bondadosos o malvados, o aunque no tengan ninguna relación con nosotros, tenemos que bajar en seguida. í No esperemos ni siquiera en las rodillas de Caradhras a que caiga de nuevo la noche!

      Un viento frío los siguió mientras daban la espalda a la Puerta del Cuerno Rojo y bajaban por la pendiente tropezando de fatiga.  Caradhras los había derrotado.

 

 

Página Principal                    4- Un viaje en la oscuridad