La imaginación católica de Tolkien
Jason Boffetti
Crisis Magazine
Los grandes libros tienen mucho que temer a las películas de Blockbuster. Y la adaptación cinematográfica de Peter Jackson del Señor de los Anillos, podría no ser la excepción. Los nuevos fanáticos de Tolkien que ingresan al mundo de la Tierra Media de Tolkien podrían no preocuparse por leer su obra, y lo más triste es que podrían dejar de conocer la imaginación católica que la inspiró.
Incluso entre los fantasiosos devotos que reconocen a Tolkien como el padre del género moderno, pocos saben que Tolkien insistía en que El Señor de los Anillos es “fundamentalmente un trabajo religioso y católico”. Probablemente, esto se convierte también en una sorpresa para muchos católicos.
Lectores de El Señor de los Anillos probablemente no encuentren una “Tierra Media Católica” buscando las sutiles referencias al Evangelio Cristiano o símbolos católicos ocultos –Tolkien rechazaba este tipo de análisis–, pero podrían encontrar esto al contemplar las motivaciones de Tolkien como escritor.
Hobbies de un caballero de Oxford
Para el mundo exterior, Tolkien fue la figura de un oscuro caballero de Oxford: brillante, jovial, un poco regordete, detallista al escoger su vestuario, alternándolo entre camisetas y chalecos debajo de su chaqueta de lana de Oxford.
Aunque era lo suficientemente bien parecido, los estudiantes sostenían que apenas podían entender una palabra suya porque murmuraba todo desde su omnipresente pipa. En muchas formas, él representa la figura de los hobbits sobre los cuales escribió, quienes preferían la comodidad del hogar a las grandes aventuras.
Como muchos caballeros de Oxford, Tolkien prefería tener una tranquila vida académica y un peculiar hobby. Desde su niñez amaba inventar lenguajes e historias imaginarias para continuarlas. Su inclinación por el lenguaje y el mito atrajo a Tolkien a una carrera académica. Se convirtió en profesor de literatura inglesa de la Universidad de Leeds y posteriormente de Oxford. Aún como profesor a tiempo completo, siempre encontraba tiempo para trabajar en sus “lenguas de duendes”.
La historia de la Tierra Media surgió de su fértil imaginación a medida que iba creando esos lenguajes ficticios. A lo largo de su vida, Tolkien escribió, reescribió, y perfeccionó episodios principales de esa historia pero nunca estaba completamente satisfecho con ellos. Las distracciones de la vida y la magnitud del trabajo le impedían completar su visión. Estos dispersos escritos – póstumamente publicados por su hijo, Christopher, como “El Silmarillion” – forman la experiencia narrativa de la Tierra Media. Entre los sub-argumentos está la saga de El Anillo – un anillo que otorga a quien lo posea el poder de dominar los más oscuros seres de la Tierra Media. La historia de su creación y eventual destrucción, sienta las bases de lo que ahora son considerados como sus más grandes obras: El Hobbit y El Señor de los Anillos.
Cuando los dos primeros volúmenes de El Señor de los Anillos fueron publicados en 1954, 17 años después que El Hobbit, Tolkien había sido profesor de Oxford durante 30 años y estaba a solo cuatro años de retirarse. El renombre que había evitado previamente, lo golpeó como una tormenta de fuego en los ‘60 cuando sus libros fueron reconocidos como obras maestras, inspirando un nuevo género literario: ficción fantasiosa. Pero el éxito y el reconocimiento de sus colegas no fueron el estímulo de su trabajo. El estímulo de su trabajo fue siempre su fe católica.
La fe de una madre
Humphrey Carpenter, biógrafa autorizada de Tolkien, caracteriza la fe católica de Tolkien como “total”. Sus amigos lo conocían como un católico abierto que fue tanto apostólico (fue instrumento en la conversión de C.S. Lewis al cristianismo) como piadoso.
A lo largo de su vida, Tolkien encontró a la Eucaristía como un incomparable solaz durante los asaltos de melancolía y desesperanza que en ocasiones sufría. El especial consuelo que recibía durante la comunión fue especialmente importante durante el desorientado periodo en que el Vaticano II fue implantado por primera vez. Frecuentemente acudía a la confesión, aunque a veces una perturbadora autorreflexión parecía aproximarse a la escrupulosidad. Cuando no lograba confesar sus pecados se atormentaba con una ansiedad espiritual porque no podía recibir la Eucaristía.
Nadie tuvo mayor influencia en el desarrollo de su fe e intelecto que su madre, Mabel. Tolkien sostuvo que todo lo que sabía, lo aprendió de su fe católica, y que todo se lo debía a su madre, quien, según Tolkien, “se adhirió a su conversión hasta su muerte joven, a pesar de la dureza de la pobreza que resultó de ella”.
Mabel literalmente trabajó a morir manteniendo a su familia luego que su esposo muriera en Sudáfrica de una fiebre reumática cuando Tolkien tenía solo cuatro años. Educó a sus dos hijos sola en un suburbio de Birmingham, Inglaterra. Durante esos difíciles años, Mabel tomó dos decisiones importantes: educar a sus hijos en la fe católica, y asegurarse de que tuvieran la suficiente educación para continuar carreras universitarias.
El primer punto fue logrado con la ayuda de los sacerdotes del Oratorio de Birmingham. Fundado por John Henry Newman en 1859, el oratorio convirtió a la tradicional presbiteriana ciudad de Birmingham en un centro de resurgimiento católico al final del siglo XIX en Inglaterra. Mabel había crecido como unitaria y pasó varios años en la Iglesia Anglicana. Después de años de buscar la verdad, fue recibida en la Iglesia Católica junto con sus hijos en la Iglesia Anne en 1900.
Sin los ingresos de un padre, el tema de la educación de sus hijos era una preocupación mayor porque las mejores escuelas cobraban una cuota de matrícula. Además de esto, su decisión de convertirse al catolicismo la apartó de la mayoría de sus familiares, quienes le retiraron su apoyo financiero. Por eso, Mabel hizo lo que cualquier mujer con recursos con una buena educación de clase media haría: educó en su hogar a sus hijos hasta que pudieran aprobar los exámenes de ingreso y obtener becas en un buen colegio privado.
Bajo la instrucción de Mabel, Tolkien leyó a la edad de cuatro años, y aprendía latín, francés y alemán a la edad de siete años. Se entusiasmó tanto con los idiomas que eventualmente fue aceptado en una de las mejores escuelas privadas de Londres obteniendo una beca. En 1909 la carrera académica de Tolkien quedó asegurada cuando ingresó al Exter College de Oxford.
Desafortunadamente, Mabel no vivió para ver los frutos de su labor. En 1904, cuando Tolkien tenía solo doce años, murió de diabetes, una enfermedad que entonces era intratable. Antes de su muerte, ella se aseguró que sus hijos continuaran educándose en la fe católica acudiendo a un amigo del oratorio, el Padre Francis Morgan, a quien nombró protector legal de sus hijos y logró que sus parientes protestantes se comprometieran a no intentar convertir a sus hijos.
Solo la fe sostuvo a Tolkien durante la ausencia de su madre. Hasta que los dos hijos alcanzaron la mayoría de edad, el Padre Morgan los proveyó económicamente fuera de sus recursos propios. Esos fueron años de austeridad y hambre para los dos hermanos, pero siempre mantuvieron un profundo afecto por el severo pero sensible Padre Morgan. Mientras estuvieron a su cuidado, nunca carecieron de apoyo espiritual o intelectual. Cada mañana los chicos lo asistían durante la Misa y desayunaban con él en el refectorio.
Casado con gracia
Tolkien se enamoró de una amiga suya, Edith Bratt, cuando tenía solo dieciséis años. El Padre Morgan descubrió su romance clandestino cuando notó que las calificaciones de Tolkien bajaron. Edith era tres años mayor que Tolkien y era protestante, por lo que el Padre Morgan desaprobaba la relación; sin embargo, ocho años después presidiría su matrimonio. Debido a sus diferentes educaciones religiosas, el matrimonio pudo haber sido una trágica decepción, pero los Tolkien lo convirtieron en una ocasión de gracia. Aunque Edith aceptó convertirse al catolicismo como condición para efectuar su matrimonio, lo hizo de mala voluntad. Con el paso de los años, su resentimiento por tener que confesarse creció con fuerza, hasta que finalmente dejó de asistir a Misa y manifestó su desacuerdo cuando Tolkien llevó a sus hijos a la iglesia. |
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Desde que sus diferencias religiosas se volvieron irreconciliables, los Tolkien aceptaron que Edith volviera a asistir a los servicios anglicanos. Como resultado, su hostilidad contra la fe de sus hijos y su esposo desapareció. A pesar de sus dificultades, su mutua devoción a la familia sostuvo su matrimonio por 55 años, y ambos estuvieron encantados cuando su primer hijo, John, se convirtió en sacerdote católico.
Eucacatástrofe y mito-poética
De todas sus relaciones, su amistad con C.S.Lewis fue la más significativa para su crecimiento intelectual. Estos dos hombres pulieron sus agudos intelectos durante largas caminatas en el campo inglés. Los frutos de su larga amistad son imposibles de medir. A través de una amistosa conversación, Tolkien descubrió cómo podía integrar su fe católica con su vocación literaria.
Cuando Tolkien y Lewis se encontraron por primera vez como jóvenes caballeros en Oxford en 1926, ambos se atrajeron por un amor compartido hacia la mitología nórdica. Su amistad fue creciendo y fortaleciendo mientras que leían poesía épica nórdica en un club llamado “Coalbiter”. Posteriormente, fundaron una sociedad literaria “ad hoc” llamada “Inklings”. Los encuentros de este pequeño grupo de amigos inspirarían a ambos: a Lewis para escribir sus “Crónicas de Narnia”; y a Tolkien para crear el “Hobbit” y “El Señor de los Anillos”.
Sin embargo, fueron sus largas discusiones sobre la relación entre la literatura y la religión lo que cementó la amistad entre Tolkien y Lewis, una amistad que fue el centro de conversión de Lewis del agnosticismo. A través de una persistente paciencia, Tolkien inmiscuyó a Lewis en el teísmo filosófico. Su subsecuente conversión al cristianismo dependía de un argumento que interpelaba de manera especial la ficcionaria mente de Lewis. Este argumento también revela algo muy importante acerca del entendimiento de Tolkien sobre su vocación como artista.
Tolkien advirtió que era común, a través de la historia de la humanidad, crear mitologías de manera que transmitan las creencias más elementales. Es razonable asumir, argumentaba el escritor, que si existe un Dios, Él transmitiría su revelación en forma de mito, aunque este mito fuera verdad.
El cristianismo fue el candidato más posible para encarnar el “mito perfecto”, ya que compartía todos los elementos comunes de las mejores mitologías.
El relato evangélico fue considerado por Tolkien y Lewis como una “eucacatástrofe”, la más alegre de todas las tragedias, ya que satisfacía los anhelos más profundos del corazón humano, incluyendo el deseo por una mitología épica. Pero este mito tenía la ventaja de ser un hecho histórico interpretado a través del texto literario y la tradición poética.
Este discernimiento desarrollado por Tolkien y Lewis en toda su literatura filosófica y mitológica los inspiró a crear nuevas mitologías para nuestro tiempo. Ellos pasarían el resto de sus vidas arguyendo por separado sobre cómo el entendimiento de un mito, una religión y literatura podría ser aplicada al arte de escribir.
Para estos dos frustrados poetas, que se ganaban la vida como caballeros de Oxford, existía una obvia consecuencia de su teoría sobre la mito-poética: ellos tenían que empezar a escribir ficción popular. Si Dios usaba narrativa para comunicar su revelación al hombre, y el hombre es llamado a ser imagen de Dios en la tierra, entonces la más noble vocación del hombre es crear nuevos “mundos secundarios” en la narrativa.
La mitología para Inglaterra
Aunque “El Señor de los Anillos” y las “Crónicas de Narnia” representan el florecimiento de un acuerdo sobre la mito-poética, Tolkien y Lewis discrepaban en los propósitos religiosos que utilizaron para crear Narnia y la Tierra Media.
Lewis, el anglicano evangélico, esperaba que sus historias atrajeran a sus lectores a la verdad del Evangelio. Como resultado, “Las Crónicas de Narnia”, se irguieron con un obvio simbolismo cristiano, alegorías y evidentes instrucciones sobre la moral y la religión. En suma, Lewis quiso que sus escritos sean evangelizadores.
Para el católico Tolkien, sin embargo, fue más importante que la Tierra Media fuera una “sub-creación” exitosa. Utilizando su vasta literatura, lingüística y talentos históricos, Tolkien concibió y creó a la Tierra Media como un acto de divina glorificación.
Mientras más convincente y real resultaba la Tierra Media, más pura era su aproximación hacia el acto mismo de la creación de Dios.
A diferencia de Lewis, Tolkien fue mucho más reacio para crear su mundo ficcionario bajo cualquier tipo de designio pedagológico. El creía que en el momento que sus lectores eran conscientes de las muchas conexiones entre nuestro mundo y “los mundos secundarios” de la ficción, el hechizo literario se rompía. Tolkien quiso que sus lectores creyesen de verdad en la Tierra Media y no la concibiesen como un mero instrumento de evangelización.
Pocos lectores de “El Señor de los Anillos” saben que Tolkien esperaba que la Tierra Media se convirtiera en la mitología nativa de Inglaterra. Pensó que la leyenda del Rey Arturo era muy débil comparada con la épica de Homero y la leyenda de Norse. La Tierra Media, con su inspiración heroica y advertencias sobre el peligro de tener el poder, fue creada para preservar un legado único cultural inglés de los terribles y contagiosos errores de la modernidad.
Con esto en mente, podemos entender por qué la Tierra Media parece abrazar la magia y un suave paganismo. El marco histórico de la imaginación de Tolkien fue la antigua Inglaterra pre-cristiana –las leyendas anglosajonas y nórdicas con sus historias de heroico valor y misticismo pagano. Tolkien se propuso establecer la Tierra Media antes de la venida del cristianismo, ya que temía que cayese en una especie de alegoría enervada.
Forjando la geología moral
Pese a su aversión de mostrar públicamente la religiosidad en sus historias, Tolkien siempre afirmó que su trabajo enseña la buena moral y alienta a su lectores a volver a la fe católica. El autor simplemente se resistió a admitir que este debería ser el propósito principal de un hacedor de mitos; por el contrario, Tolkien insistió en que todo el éxito de la “sub-creación” necesariamente conduce a la verdad moral, porque las únicas buenas historias son aquellas que exactamente reflejan el mundo metafísico en que vivimos y las opciones morales que enfrentamos.
Entonces, mientras Tolkien no intentó predicar la teología moral católica, la arquitectura moral de la Tierra Media es explícitamente católica. La asombrosa consistencia teológica de su pensamiento se evidencia leyendo al azar cualquiera de sus cartas publicadas. Ahí, Tolkien admite que creando la Tierra Media cuidadosamente construyó un mundo con el mismo perfil moral de nuestro mundo, un mundo creado por Dios con la misma naturaleza de nuestro Creador.
Por ejemplo, Tolkien evitó ilustrar la lucha entre los libres habitantes de la Tierra Media y las criaturas del villano jefe de Sauron como una estricta batalla entre el “bien y el mal”. La aproximación de Tolkien es sobre todo agustiniana: los personajes de la Tierra Media se distinguen, ante todo, por lo que aman, no por donde viven. En las ciudades-fortalezas de los habitantes libres, Minas, Tirith y Edoras, uno encuentra tanto al hombre como al corrupto. Cada uno de los personajes puede ser arruinado por la vanidad; pero incluso el más débil tiene la capacidad de redención.
Tolkien describe esta tensión más explícitamente en el personaje de Gollum, un obsequioso y malévolo buscador del Anillo Único, quien vacila constantemente entre poseer el anillo y su lealtad a los hobbits. Tolkien cuidadosamente retrata a Gollum como un traidor asesino y como una víctima de su propia voluntad salvaje. Incluso Sauron, el Satán de la Tierra Media, fue en un tiempo un poderoso ángel guardián antes de ser corrompido por sus deseos de maldad.
Los héroes de Tolkien tuvieron sus fallas también, y somos testigos de sus desafíos morales. El mago Gandalf y Boromir, el mayor de los hijos de Denethor de Gondor, son tentados por la promesa de gloria a través del poder del Anillo. Y los hobbits deben luchar contra su propio deseo de abandonar el sufrimiento y retornar a la comodidad de su hogar, la Comarca, en lugar continuar con su misión de llevar el anillo para su destrucción al Monte del Destino.
Siguiendo las enseñanzas de la Summa Contra Gentiles, de Santo Tomás de Aquino, Tolkien nunca cayó en la trampa de describir a un personaje u objeto como algo inherentemente bueno o malo. El mal, después de todo, es la ausencia del bien, por lo que no puede ser atribuido a una persona o cosa.
Incluso el Anillo Único, forjado por el poder mágico de Sauron, no es nunca caracterizado como el mal en sí mismo. Por el contrario, el poder de liderar a los fantasmas del anillo y la invisibilidad que confiere son considerados como tentaciones que hacen del anillo algo muy peligroso para quien lo use. Los hobbits resisten a esta fuerte tentación de pecado mortal que representa solo porque parecen carecer de la capacidad para la vanagloria, pero eventualmente son disminuidos, física y espiritualmente, por los pecados veniales que éste inspira.
A lo largo de las novelas, la ética y metafísica de la Tierra Media son consistentes con el mundo moral que se conoce: corrupción de la voluntad, no poder mágico o destino, mentiras en el corazón que subyugan a los actos malos. Mágicos objetos, como la tecnología en nuestros tiempos, son buenos si es que éstos son usados para buenos propósitos.
¿Pero la apariencia de la moralidad católica hace que la Tierra Media sea católica o moralista? Para la distinción de los componentes católicos, debemos profundizar aún más en los mundos creados por Tolkien.
“Accidentes” católicos
Tolkien rehusó los intentos para encontrar un simbolismo católico en su trabajo ya que detestaba las “alegorías en todas las manifestaciones”. En verdad, Tolkien frecuentemente increpaba a Lewis por intentar disfrazar a Cristo con el traje de León de Aslan en “El león, la bruja y el armario”. Para Tolkien, si el lector observaba tal correspondencia, perdería la mira en la Tierra Media, la cual debía ser vista como un lugar real y no como alguna amalgama de escombros históricos y religiosos.
Aún Tolkien, reconocía que su inconsciente sensibilidad católica inspiraba los personajes y objetos en su mundo imaginario. En una carta fechada en 1952 al Padre Robert Murray (nieto del fundador del Diccionario Inglés de Oxford y amigo de la familia) admitió de buena gana que la Virgen María forja las bases para todas sus “pequeñas percepciones de belleza tanto en majestuosidad y simplicidad”. No es sorprendente, admite el autor, que el personaje de Galadriel –dotada con radiante belleza, impecable virtud y poderes curativos- resuena con el personaje de la Virgen María.
Asimismo, Tolkien no puede negar que la Eucaristía aparece en “El Señor de los Anillos” como el “pan de camino” (lembas), dado por los elfos a los hobbits para comer durante su viaje. Las “lembas” refuerzan la voluntad de los hobbits y les provee del sustento físico necesario para atravesar las tierras oscuras en su viaje al Monte del Destino. Como enseña la Iglesia, mientras la Eucaristía aún parece y sabe como pan y vino, nuestras sensaciones abrigan un profundo misterio: la Eucaristía es verdaderamente el cuerpo y la sangre de Cristo. Por lo que en “El Señor de los Anillos”, la Virgen María y la Eucaristía aparecen ocultas en los misteriosos elementos de la Tierra Media. La mejor manera de entender esto es ver estos ejemplos del simbolismo católico como “accidentes literarios”. Dejarlos a un lado podría restar validez a la historia, ya que ellos son parte del esfuerzo de Tolkien para hacer que su mundo sea completo, verdadero para todos los tiempos y lugares.
Como autor, Tolkien creía que sus historias hacen, en una forma limitada y literaria, lo que el sacerdote realiza en el momento de la consagración: nos presentan a Cristo y la historia de la creación y redención a través de elementos comunes del mundo –en este caso la Tierra Media, la cual se enfrenta con la Verdad de todas las Verdades.
Árbol celestial
Quizás ningún trabajo individual destaca con tanta luz sobre las intenciones artísticas de Tolkien como su corta historia “Hoja de Niggle”, la cual es considerada como la más completa autobiografía de Tolkien y además nos ofrece una ventana hacia su propia alma. Niggle es un hombre de cincuenta años que, en su tiempo libre, pintaba el cuadro de un árbol. Lo que empezó como una insignificante pintura de una hoja, se convirtió después en la pintura de un árbol, y luego en un hermoso campo, llenando un enorme lienzo. El temor de Niggle era no concluir su cuadro antes de emprender un largo viaje del cual no regresaría. Sin embargo, distracciones diversas y obligaciones con la familia, amigos y vecinos le dejaron poco tiempo para pintar. Niggle empieza el viaje con su cuadro no terminado. Antes de que el tren lo lleve a su destino final, se detuvo en una especie de estación purgativa y no puede continuar con su viaje hasta que “dos voces” hicieran un juicio sobre su vida. Al final, ellos permiten que Niggle continúe –no porque ha pintado un hermoso árbol (como Niggle esperaba) sino porque se entregó al máximo para atender al vecino que más lo distraía: Parish (en quien se ve a C.S. Lewis).
El tren de Niggle finalmente lo lleva hacia una tierra encantada. Al centro encuentra un árbol, el mismo árbol que él estaba pintando en su estudio. Pero el árbol y el escenario aledaño estaban incompleto, a Niggle se le permite estar ahí hasta terminar de pintarlo. Una vez concluido, Niggle se prepara para explorar la tierra que ha creado.
La historia nos ofrece lo esencial del catolicismo: los actos corporales de misericordia por más pequeños que sean reflejan nuestra vocación tanto como nuestras vidas profesionales cuando puestas al servicio de Dios. Pero Tolkien nos dice algo más importante acerca de nuestras aspiraciones celestiales: nuestra vocaciones son parte esencial de nuestra identidad. A través de ellas, seguimos sirviendo y glorificando a Dios para toda la eternidad.
Todos los lectores católicos de El Señor de los Anillos comparten una aspiración celestial: algún día esperan viajar, como Tolkien lo hizo, a través de los reinos de la Tierra Media. Encontraremos, entonces, a Tolkien en su hueco de hobbit; él, posiblemente, habrá estado ocupado en nuestra ausencia. Nos sentaremos junto a él, bebiendo un té o fumando un excelente tabaco, mientras lo escuchamos contar las historias de la Tierra Media que nunca tuvo tiempo de terminar.
Más información
El fondo católico de El Señor de los Anillos
Una aproximación católica a Tolkien
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