J. R. R. Tolkien
[...]
Terminaré hablando de la Evasión y el Consuelo, que están, claro es, íntimamente relacionados. Aunque desde luego los cuentos de hadas no son en forma alguna la única fuente de Evasión, hoy resultan una de las más obvias y (para algunos) más bochornosas manifestaciones de la literatura de «evasión». Así que es razonable añadir a las consideraciones que sobre ello hagamos algunas otras sobre el término «evasión» tal como lo entiende la crítica en general.
He alegado que la Evasión es una de las
principales funciones de los cuentos de hadas y, puesto que no los desapruebo,
está claro que no acepto el tono peyorativo o condescendiente con el que tan
a menudo se emplea hoy en día el término Evasión. Tono que no está en absoluto
justificado por los usos de esta palabra fuera del ámbito de la crítica literaria.
La Evasión es evidentemente muy práctica por regla general y puede incluso resultar
heroica en la Vida Real, como gustan llamarla los que usan mal el término. En
la vida real es difícil reprocharle nada, a menos que se malogre. En el campo
de la crítica, cuanto más éxito tenga, peor. Es evidente que nos enfrentamos
a un uso erróneo de las palabras y al mismo tiempo a una confusión de ideas.
¿Por qué ha de despreciarse a la persona que, estando en prisión, intenta fugarse
y regresar a casa? Y en caso de no lograrlo, ¿por qué ha de despreciársela si
piensa y habla de otros temas que no sean carceleros y rejas? El mundo exterior
no ha dejado de ser real porque el prisionero no pueda verlo. Los críticos han
elegido una palabra inapropiada cuando utilizan el término Evasión en la forma
en que lo hacen; y lo que es peor, están confundiendo, y no siempre con buena
voluntad, la Evasión del prisionero con la huida del desertor. De la misma manera,
un Portavoz del Partido habría calificado de traidor al que tan sólo criticara
o al que escapara de las penalidades del Reich del Führer o de cualquier otro
Reich. De igual forma, para hacer la confusión aún mayor y dejar en ridículo
a sus oponentes, estos críticos aplican la etiqueta de su desprecio no sólo
a la auténtica Evasión, sino a la Deserción y a sus frecuentes camaradas: el
Hastío, la Angustia, la Reprobación y la Rebelión. No sólo confunden la fuga
del prísionero con la huida del desertor; da la impresión de que prefieren la
aquiescencia del colaboracionista a la resistencia del patriota. Si así se piensa,
basta decir «la tierra que amamos está condenada» para excusar cualquier traición;
más aún, para glorificarla.
Voy a poner un sencillo
ejemplo: Evasión es, según ellos, no mencionar en un cuento, o mejor, no detenerse
morosamente en las farolas callejeras, todas fabricadas en serie. Pero eso puede
deberse ‑y casi seguro que es así‑ a la aversión que produce un
objeto tan típico de la Era del Robot, que aúna la complicación y la ingeniosidad
de medios con la fealdad; y (a menudo) con muy pobres resultados. Pueden desterrarse
estas farolas de los cuentos simplemente porque son malas farolas; y quizás
una de las lecciones que de ellos se hayan de extraer sea la toma de conciencia
de este hecho. Pero entonces llega el varapalo: «Las farolas son algo definitivo»,
dicen. Hace ya tiempo, Chesterton comentó, y con toda la razón, que en cuanto
oía decir de una cosa que era «definitiva» tenía la seguridad de que al poco
tiempo sería sustituida y considerada conmiserativamente como obsoleta y periclitada.
He aquí un anuncio: «El avance de la Ciencia, su ritmo, acelerado por los imperativos
de la guerra, es inexorable... convierte en caducas algunas cosas y presagia
nuevos avances en el uso de la electricidad». Dice lo mismo, sólo que de forma
más amenazadora. Se puede, naturalmente, no tener en cuenta una farola por ser
insignificante y perecedera. Los cuentos de hadas, en cualquier caso, tienen
cosas mucho más permanentes e importantes de las que ocuparse. El relámpago,
por ejemplo. El evasor no está tan sujeto a los caprichos de una moda pasajera
corno sus oponentes. No convierte las cosas (que con cierta lógica pueden ser
tenidas por malas) en amos o dioses a los que adorar por inevitables, o incluso
por «inexorables». Y sus oponentes, tan dados al menosprecio, no están seguros
de que vaya a detenerse ahí: podría enardecer a la gente para que derribase
las farolas. La Evasión tiene otra cara, más maligna aún: la Reacción.
Aunque parezca increíble,
no hace mucho tiempo que le oí comentar a un médico interno de Oxford que a
él le «satisfacía» la proximidad de las fábricas de producción en serie y el
estruendo del tráfico rodado en continuo embotellamiento porque ponía a la Universidad
«en contacto con la vida real». Quizá quería indicar que el modo en que el hombre
del siglo xx vive y trabaja aumenta en brutalidad a pasos alarmantes, y que
la ruidosa prueba de ello en las calles de Oxford ha de servir de aviso de la
imposibilidad de conservar durante mucho tiempo con unas simples vallas y sin
una auténtica reacción ofensiva (práctica e intelectual) un oasis de cordura
en un desierto de irracionalidad. Pero mucho me temo que no se refería a esto.
En cualquier caso, la expresión «vida real» parece quedar en este contexto bastante
lejos de sus usos académicos. Es sorprendente la idea de que los coches están
más «vivos» que, digamos, los centauros o los dragones; que sean más «reales»,
pongamos por caso, que los caballos es algo patéticamente absurdo. ¡Qué real,
qué sorprendentemente viva es la chimenea de una fábrica comparada con un olmo,
ese pobre objeto caduco, sueño banal de un visionario!
A mí en particular me resulta
inconcebible que el techo de la estación de Betchley sea más «real» que las
nubes. Y como artefacto, lo encuentro menos inspirador que la legendaria cúpula
del firmamento. La pasarela que lleva al andén 4 despierta en mí menos interés
que Bifröst ['arco iris'] guardado por Heimdall con su Gjallarhorn. No puedo
apartar de lo que aún queda de indómito en mi corazón el interrogante de si
los ingenieros del ferrocarril, de haber sido educados con un poco más de fantasía,
no habrían sido capaces de mejores logros con los abundantes medios que por
lo general poseen. Imagino que los cuentos de hadas serían mejores humanistas
que el universitario a que antes he aludido.
Supongo que gran parte
de lo que él y ciertamente otros muchos llamarían literatura «seria» no es más
que un pasatiempo al borde de una piscina cubierta. Los cuentos de hadas pueden
crear monstruos que vuelan por los aires o moran en los abismos, pero al menos
ellos no intentan escapar de los cielos o del mar.
Y si por un momento dejamos
de lado la «fantasía», no veo por qué el lector o el autor de cuentos de hadas
tengan siquiera que sentirse avergonzados de lo arcaico como elemento de «evasión»:
avergonzados de preferir no ya dragones, sino caballos, castillos, veleros,
arcos y flechas; ya no elfos, sino caballeros, reyes y clérigos. Porque, después
de todo, el ser racional puede llegar mediante la reflexión (que poco tiene
que ver con los relatos de hadas o de aventuras) a la condena, implícita al
menos en el silencio de la literatura de «evasión», de cosas tan progresistas
como las fábricas o las ametralladoras y bombas, que parecen ser sus más naturales,
inevitables y hasta me atrevería a decir que «inexorables» logros.
«La crudeza y el horror
de la vida en la Europa moderna ‑esa vida real cuyo hálito habríamos de
recibir con regocijo‑ es prueba de inferioridad biológica, de insuficiente
o falsa reacción al medio ambiente.»[1] El castillo más disparatado que haya
podido salir nunca del talego de un gigante en una disparatada narración celta
es mucho menos horroroso que una fábrica automatizada; y no sólo eso: es también,
«en su sentido más real» (por usar una expresión muy actual), muchísimo más
real. ¿Por qué no habríamos de condenar o escapar de la torva e hierática extravagancia
de los sombreros de copa o del morlockiano horror de las fábricas? Los condenan
incluso los autores del género que mayor evasión supone en la literatura: la
ciencia‑ficción. Estos profetas a menudo vaticinan (y otros muchos parecen
anhelarlo) un mundo semejante a una estación de ferrocarril, toda techada de
cristal. Pero, por lo general, es bastante difícil colegir de sus palabras qué
harán las personas en ese mundo‑ciudad. Puede que cambien la «entera
guardarropía victoriana» por prendas flojas y con cremallera, pero utilizarán
esa libertad, así parece, para jugar con trastos mecánicos al monótono juego
de ir y venir a gran velocidad. A juzgar por algunas de tales obras, seguirán
siendo tan ambiciosos, codiciosos y vengativos como siempre; y los ideales de
sus idealistas rara vez llegan más allá de la gloriosa intención de levantar
más ciudades de idénticas características en otros planetas. Es ésta, en verdad,
una época en que «se mejoran los medios para malograr los, fines». Una causa
de la más grave enfermedad de estos días ‑que engendra el deseo de escapar
no de la vida, pero sí de los tiempos actuales y de la miseria que ellos engendran‑
es que tenemos conciencia cierta tanto de la fealdad de nuestras obras como
de su maldad. De forma que maldad y fealdad se nos muestran ligadas de manera
indisoluble. Se nos hace difícil concebir la unión de maldad y belleza. El miedo
a una maga hermosa, tan extendido en épocas pretéritas, casi escapa a nuestra
comprensión. Peor aún: se despoja a la bondad de su propia belleza. En Fantasía
se puede concebir, sí, que un ogro posea un castillo tan estremecedor como una
pesadilla (puesto que ‑la maldad del ogro así lo requiere), pero no se
puede aceptar que un edificio construido con un buen fin ‑una posada,
una venta, el salón de un rey noble y virtuoso‑ sea también repelente
hasta la náusea. En nuestros días sería temerario encontrar uno que no lo fuese,
a no ser que haya sido edificado en épocas pasadas.
Éste es, sin embargo, en
los cuentos de hadas el aspecto moderno y particular (o accidental) de la evasión,
que comparten con las novelas y con otros relatos de o sobre el pasado. Muchos
de ellos sólo participan de la «evasión» por el simple hecho de ser reliquias
de un tiempo en que la gente estaba por lo general satisfecha con su trabajo
artesanal, cuando hoy la mayoría lo menosprecia.
Pero hay otros y más profundos
motivos de «evasión» que siempre han estado presentes en los cuentos de hadas
y en las leyendas. Hay cosas más tenebrosas y terribles de las que escapar que
el ruido, la pestilencia, la insensibilidad y la extravagancia de los motores
de combustión interna. Está el hambre, la sed, la pobreza, el sufrimiento, la
tristeza, la injusticia y la muerte. E incluso, aunque las personas no tengan
que enfrentarse a estas penalidades, quedan todavía antiguas limitaciones para
las que los cuentos de hadas ofrecen una cierta salida, y viejas ambiciones
y anhelos (en contacto con las raíces mismas de la fantasía) a los que ofrecen
cierta satisfacción y consuelo. Algunas son debilidades fáciles de disculpar,
como el deseo de visitar con la libertad del pez los abismos del mar; o el anhelo
de volar silenciosa, grácil y reposadamente como los pájaros, un anhelo que
los aviones defraudan salvo en los contados momentos en que los contemplamos
en lo alto, silenciosos en el viento y la distancia, virando bajo el sol, es
decir, precisamente cuando los imaginamos, no cuando los utilizamos. Existen
otros deseos más íntimos, como el de comunicarse con otros seres. En este deseo,
tan antiguo como el pecado original, se basa en gran medida el hecho de que
las bestias y los animales hablen en los cuentos de hadas y, sobre todo, el
hecho de que comprendamos mágicamente su propio lenguaje. Ésta es la razón última,
no la «confusión» mental que se atribuye a las gentes de un pasado ya perdido,
esa pretendida «carencia del sentido de diferenciación entre nosotros y los
animales». Desde muy antiguo se tiene una viva conciencia de esta diferencia;
pero también se tiene la convicción de que fue traumática: sobre nosotros recae
la culpa y un extraño destino. Las criaturas son como reinos con los que el
hombre ha roto sus relaciones y sólo los contempla ahora desde el exterior,
a distancia, y se encuentra en guerra con ellos o mantiene un difícil e inestable
armisticio. Hay algunos que tienen la fortuna de realizar un corto viaje al
extranjero; otros han de conformarse con los relatos de los que viajaron. Aunque
hablen de ranas. Al referirse a ese cuento tan extraño como difundido de El
rey de las ranas, Max Müller preguntaba con toda seriedad: «¿Cómo pudo
nunca forjarse semejante historia? Los seres humanos siempre tuvieron, creernos,
luces suficientes como para comprender que el matrimonio entre un sapo y una
princesa es un absurdo». ¡Claro que lo creemos! Si no fuera así, este cuento
no tendría razón alguna de ser, estando basado, como en esencia lo está, en
el sentido de lo absurdo. De nada sirve aquí hablar de los orígenes de la sabiduría
popular, o de lo que de ellos intuimos. Ni nos sería de mucha ayuda tomar en
consideración el totemismo. Porque cualesquiera que sean las costumbres y creencias
que sobre ranas y pozos se ocultan en esta historia, la figura de la rana se
conservó y se conserva en los cuentos de hadas precisamente por resultar tan
extraña y su matrimonio tan absurdo, más aún, abominable. Aunque claro es que
en las versiones que nos conciernen, gaélicas, alemanas o inglesas, no se da
en realidad el matrimonio entre una princesa y una rana: porque ésta era un
príncipe encantado. Y el quid del cuento no está en considerar a las ranas como
posibles cónyuges, sino en la necesidad de cumplir las promesas (hasta las que
acarrean consecuencias penosas), cosa que, junto con otros mandamientos vigentes,
es algo común a toda la Tierra de Fantasía. Ésta es una de las notas de la música
élfica, y no precisamente sombría.
Nos queda, por fin, el
último y más íntimo deseo: la Gran Evasión, escapar de la muerte. Los cuentos
de hadas ofrecen numerosos ejemplos y variantes del que podría considerarse
evasor nato, que yo llamaría espíritu fugitivo. Como los ofrecen otros
estudios y otras narraciones, en especial las de inspiración científica. Los
cuentos de hadas no los escriben las hadas, sino los hombres. Las historias
humanas sobre los elfos están impregnadas del afán de escapar de la Inmortalidad.
Pero no podemos esperar que nuestras historias sobrepasen el denominador común.
Aunque con frecuencia lo logren. Pocas lecciones quedan en ellas más claras
que la caiga que supone ese tipo de inmortalidad, o mejor sería decir ese transcurso
inacabable de la vida hacia el que el «fugitivo» se precipita. El cuento de
hadas ha sido y sigue siendo especialmente apto para este tipo de enseñanzas.
Para George MacDonald, la muerte fue el mayor tema de inspiración.
Pero el valor «consolador»
de los cuentos de hadas ofrece otra faceta, además de la satisfacción imaginativa
de viejos anhelos. Mucho más importante es el Consuelo del Final Feliz. Casi
me atrevería a asegurar que así debe terminar todo cuento de hadas que se precie.
Sí aseguraría cuando menos que la Tragedia es la auténtica forma del Teatro,
su misión más elevada; pero lo opuesto es también cierto del cuento de hadas.
Ya que no tenemos un término que denote esta oposición, la denominaré Eucatástrofe.
La eucatástrofe es la verdadera manifestación del cuento de hadas y su más
elevada misión.
Ahora
bien, el consuelo de estos cuentos, la alegría de un final feliz o, más acertadamente,
de la buena catástrofe, el repentino y gozoso «giro» (pues ninguno de
ellos tiene auténtico final), toda esta dicha, que es una de las cosas que los
cuentos pueden conseguir extraordinariamente bien, no se fundamenta ni en la
evasión ni en la huida. En el mundo de los cuentos de hadas (o de la fantasía)
hay una gracia súbita y milagrosa con la que ya nunca se puede volver a contar.
No niegan la existencia de la discatástrofe, de la tristeza y el fracaso,
pues la posibilidad de ambos se hace necesaria para el gozo de la liberación;
rechazan (tras numerosas pruebas, si así lo deseáis) la completa derrota final,
y es por tanto evangelium, ya que proporciona una fugaz visión del Gozo,
Gozo que los límites de este mundo no encierran y que es penetrante como el
sufrimiento mismo.
Lo que caracteriza a un
buen cuento de hadas, a los mejores y más completos, es que por muy insensato
que sea el argumento, por muy fantásticas y terribles que sean sus aventuras,
en el momento del clímax puede hacerle contener la respiración al lector, niño
o adulto, puede acelerar y encogerle el corazón y colocarlo casi, o sin casi,
al borde de las lágrimas, como lo haría cualquier otra forma de arte literario,
pero manteniendo siempre sus cualidades específicas. Hasta los cuentos modernos
consiguen a veces estos efectos. No es fácil; de toda la narración depende cuál
sea la atmósfera del desenlace, que por otra parte da glorioso sentido a todo
el relato. Al cuento que en alguna medida logre esto nunca podremos considerarlo
un fracaso total, cualesquiera que sean sus defectos y la mezcolanza o con fusión
de sus propósitos. Así ocurre con el propio cuento de Andrew Lang, Prince
Prigio, tan insatisfactorio en otros muchos aspectos. Cuando leemos que
«todos los caballeros tomaron a la vida y gritaron alzando sus espadas: "¡Larga
vida al príncipe Prigio!”», el gozo cobra algo de esa extraña y mítica característica
del cuento de hadas, más sublime que el suceso narrado. Y ocurre así en el cuento
de Lang porque ese fragmento citado es una «fantasía» más profunda que el resto
de la narración, que en general adolece de frivolidad y de la cínica sonrisa
del cortesano y sofisticado Conte. Este efecto resulta mucho más
poderoso y estremecedor cuando se da en un buen cuento de hadas. Cuando en un
relato así llega el repentino desenlace, nos atraviesa un atisbo de gozo, un
anhelo del corazón, que por un momento escapa del marco, atraviesa realmente
la misma tela de araña de la narración y permite la entrada de un rayo de luz.
Siete largos años he servido
por ti,
y la helada colina he subido por ti,
y la maldita ropa he lavado por ti,
¿y tú no despertarás y vendrás a mí?
El la oyó y fue hacia
ella. [2]
EPÍLOGO
Este
«gozo» que yo he elegido como carácter o sello del auténtico cuento de hadas
(y del de aventuras) merece mayor atención.
Probablemente, todo escritor,
todo sub‑creador que elabora un mundo secundario, una fantasía, desea
en cierta medida ser un verdadero creador, o bien tiene la esperanza de estar
haciendo uso de la realidad; esperanza de que (si no todos los detalles)[3]
la índole típica de ese mundo secundario proceda de la Realidad o fluya hacia
ella. Si de verdad consigue una cualidad a la que justamente se le pueda aplicar
la definición del diccionario, «consistencia interna de la realidad», es difícil
entonces concebir que la haya logrado sin que la obra forme parte de esa realidad.
La cualidad específica del «gozo» en una buena fantasía puede así explicarse
como un súbito destello de la verdad o realidad subyacente. No se trata sólo
de un «consuelo» para las tristezas de este mundo, sino de una satisfacción
y una respuesta al interrogante: «¿Es eso verdad?». La contestación que di al
principio (por demás adecuada) fue: «Si habéis creado bien vuestro propio mundo,
sí; en ese mundo es verdad». Eso le basta al artista (o a lo que de artista
tiene el artista). Pero una rápida ojeada nos muestra que en la «eucatástrofe»
la respuesta puede ser más importante; puede ser un lejano destello, un
eco del evangelium en el mundo real. El uso de este término dará una
pista de por dónde va mi epílogo. Es un tema profundo y peligroso. Por mi parte
resulta una presunción tocarlo; pero si, por un milagro, lo que yo diga alcanza
a tener cierta validez, ello se deberá tan sólo al hecho de ser una faceta de
una verdad incalculablemente rica, como es evidente; de una verdad que tan sólo
es finita porque la capacidad del Hombre, para quien se hizo, es asimismo finita.
Me atrevería a decir que
al aproximarme desde este ángulo a la Historia del Cristianismo he tenido siempre
la impresión ‑una impresión jubilosa‑ de que Dios redimió a los
hombres, criaturas caídas y a su vez creadoras, en una forma que respondía a
éste tanto como a los otros aspectos de su extraña naturaleza. El Nuevo Testamento
ofrece un relato maravilloso, o un relato de género más amplio, que abarca toda
la esencia de las historias de fantasía. Contiene muchas maravillas, particularmente
artísticas,[4] hermosas y emotivas, «míticas» en su significado intrínseco y
absoluto; y entre esas maravillas está la mayor y más completa eucatástrofe
que pueda concebirse. Pero esta historia ha entrado ya en la Historia y en el
mundo primario; el deseo y las aspiraciones de la sub‑creación se han
sublimado hasta la plenitud de la Creación. El nacimiento de Cristo es la eucatástrofe
de la historia del Hombre. La Resurrección es la eucatástrofe de la historia
de la Encarnación. Una historia que comienza y finaliza en gozo. Posee de manera
preeminente la «consistencia intema de la realidad». Nunca los hombres han deseado
más comprobar que el contenido de una historia resulta cierto, ni hay relato
alguno que por sus propios merecimientos tantos escépticos hayan dado por verdadero.
Porque su Arte ofrece la índole suprema y convincente del Arte Primario, es
decir, de la Creación. Rechazarlo sólo conduce a la tristeza o a la ira.
Pero en el reino de Dios
la presencia de los fuertes no subyuga a los débiles. El Hombre redimido sigue
siendo hombre. La narración, la fantasía, todavía continúan y deben continuar.
El Evangelio no ha desterrado las leyendas; las ha santificado, en particular
el «final feliz». El Cristianismo ha de seguir trabajando, en cuerpo y alma,
ha de seguir sufriendo, esperando y muriendo. Pero ahora puede comprender que
todas sus inclinaciones y facultades tienen una finalidad: la de ser redimidas.
Se lo ha tratado con tanta munificencia que quizás ahora se atreva a pensar
con cierta razón que en Fantasía podrá asistir realmente a la floración y multiplicación
de la Creación. Quizá todos los cuentos se tornen reales; mas con todo, una
vez redimidos, se parecerán tanto y al mismo tiempo tan poco a las formas con
que salen de nuestras manos como el Hombre, una vez salvado, a la criatura caída
que ahora conocemos
Posteriormente añade: «Toda
la pompa victoriana de los sombreros de copa y levitas se consideró, sin duda
ninguna, esencial para la cultura del siglo xix, y con esa cultura se ha extendido
por todo el mundo como nunca había ocurrido con ninguna otra moda en el vestir.
Es posible que nuestros descendientes reconozcan en ella una especie de adusta
belleza asiria, símbolo muy adecuado de la época grande y despiadada que la
creó; sea, sin embargo, como sea, no ofrece la belleza directa e inevitable
que todo vestido ha de tener, porque, al igual que la cultura de la que deriva,
no estaba en contacto con la vida de la naturaleza ni en contacto tampoco con
la naturaleza humana».
2. “El toro negro de Norroway”
4.
El Arte reside aquí en el relato mismo más que en la forma de narrarlo; porque
los evangelistas no fueron el Autor del relato.